Arte


Palacios Persas


Los Palacios Persas

Después de la destrucción de Asiria, unos de los que salieron victoriosos fueron los babilo­nios, que se quedaron con las tierras bajas de Mesopotamia, las que se transformaron en la base del nuevo imperio del Cercano Oriente en el reino de Nabucodonosor (605-562 a.C.). Las tierras altas al este pasaron a manos de los medos. Esa fuerza disciplinada ascendía con lentitud por el horizonte del mundo antiguo. Los pueblos de las montañas del Este, a quienes los asirios transmitieron el depósito de las conquistas del hombre, que habían recibido ya de los cultivadores iranianos el cultivo del pan y las restantes labores agrícolas, la adoración del fuego, fuerza central de la vida civilizada, las primeras nociones filosóficas del bien y del mal, que personifican Ormuz y Ahrimán, entraban en la historia con un ideal menos duro. Amos de las altas mesetas, los medos habían derribado el Imperio de los ríos, tras largas luchas, para extenderse por el Asia Menor. Después Ciro, el entonces príncipe de Persia y vasallo de los medos, se rebeló en contra de su señor; derrotó al rey de los medos y unió a éstos y los persas para fundar el primer Imperio persa (o aqueménida) Ciro había logrado que la hegemonía pasase a los per­sas y bien pronto toda el Asia occidental, desde el Golfo Pérsico al Ponto Euxino, Siria, Egipto, la Cirenaica, Chipre y las riberas del Indo obedecerían a sus sucesores. Solamente los pechos griegos habían conseguido dete­ner el alud en Maratón. Pero este forcejeo incesante de hombres y de ideas llevaba a cabo su obra. Y si bien los ejércitos del Rey de Reyes permanecían sometidos a la temible disciplina que habían heredado de los Sares asirios, al menos la Persia política permitía a los países que acababa de conquistar la libertad de vivir casi a su gusto. El enorme imperio medo-persa se convirtió en una especie de monarquía federal, cuyos elementos, bajo la dirección de los sátrapas, conservaban sus costumbres y sus leyes. La atmósfera del mundo oriental se hacia más respirable. Los hombres cultivaban los campos e intercambiaban, en una atmósfera de paz relativa, sus mercancías y sus ideas. Incluso iba a esbozarse un primer ensayo de sín­tesis entre los pueblos de Levante.

Este ensayo no podía pretender cuajar ni en Egipto, ni en Grecia. Egipto, fatigado por un esfuerzo cuarenta o sesenta veces cada siglo, se hundía en sus propios alu­viones. Grecia era demasiado joven y demasiado vigo­rosa para no extraer un ideal personal y victorioso de todos los elementos que le confió el mundo antiguo. Respecto a los pueblos de Siria, habían fracasado ya en algunas de sus tentativas, apenas esbozadas. Los fenicios sólo vivían para los negocios. Pasaban la existencia en el mar o en la exploración de costas desconocidas, poseídos de una fiebre errante que su mercantilismo alimentaba. Mezclados a los pueblos mediterráneos, que inundaban con sus productos, tejidos, alfarería, bara­tijas, metales trabajados, figuritas diversas, estatuillas apresuradamente imitadas de todas las naciones origi­nales a las cuales habían servido como corredores o intermediarios, carecían de tiempo para interrogar a su corazón. Les bastaba con traer y llevar las ideas de los otros y legar al mundo el alfabeto, invención positiva originada por la extensión y la complicación de sus escrituras comerciales. Chipre, la eterna sierva, sometida a su influencia, mezclaba la Asiria decadente con la Grecia pujante, en formas macizas y toscas, donde la inteligencia de la una y la fuerza de la otra se perjudican al pretender unirse. En cuanto a los hititas, situados entre los egipcios y los asirios y relegados en la Siria del Norte, no fueron nunca lo suficiente dueños de sí mismos para buscar en el mundo exterior la justificación del deseo que les empujó a tallar la piedra en frustrados bajorrelieves, que revelan la influencia del vencedor.

Los semitas, por su parte, dada la gravedad y el vigor de su historia, hubieran podido recoger el instrumento de educación humana que dejaba caer Asiria, tanto más cuanto que habían absorbido, en pacífica conquista, las poblaciones mesopotámicas y su raza dominaba desde el Irán hasta el mar. Pero su religión despreciaba el culto a las imágenes. Todo su esfuerzo se gastó en erigir un edificio único, morada de un dios terrible y solitario. Mas este esfuerzo no desembocó en un triunfo. El tem­plo de Salomón no era digno de este genio judío, tan grandiosamente sintético, aunque cerrado y celoso, que escribió el poema del Génesis y cuya voz de hierro ha atravesado los tiempos.

Sólo Persia, dominadora de los focos de la civilización oriental, podía, al recoger en un último empuje las energías desfallecientes de los pueblos que había vencido, acometer un resumen del alma antigua, que duró los doscientos años que separaron su aparición en el mundo de la conquista macedonia.

Egipto, Asiria y Grecia. Durante dos siglos, representó el espíritu oriental en decadencia frente al espíritu occi­dental que surgía de las sombras. Gozó, incluso, del destino excepcional de no desaparecer totalmente de la historia y manifestar, cara a cara con una Europa cambiante, tan pronto muy civilizada como muy bárbara, un genio lo bastante ágil como para acoger alternativa­mente las ideas del mundo helénico, del latino, del árabe, del hindú y del tártaro y lo bastante independiente como para emanciparse de su dominación material.

La conquista de Babilonia por Ciro el año 538 y la sustitución de la dinastía de Babilonia por la dinastía Aqueménida llevaron hacia el este, a la meseta de Persia y a Susa, en la frontera de la llanura de la baja Mesopotamia, las ca­pitales de este nuevo mundo, reduciendo así a la situación de satélites a las grandes ciudades de la cuenca del Tigris y del Éufrates. Semejante alteración debía dar fatalmente al arte de estas regiones una orientación nueva.

Mientras el país de Sumer, desprovisto de piedra y de verdadera madera de construc­ción, había suplido estas cosas con el empleo masivo de la arcilla, dando a su arquitectura una “macidez” y una pesadez que gravitaron sobre todo el arte de este país cuyas actividades eran solidarias, la meseta de Persia se presentaba de una manera diferente por completo, pues allí abundaba la piedra, un poco más gris que la que utilizó Asiria para la decoración de sus palacios. Toda la arquitectura se vio trans­formada. En aquel país, la prosecución de una arquitectura que utilizara la arcilla hubiera sido tan difícil de realizar como el empeño de una arquitectura de piedra en el delta del Tigris y del Eufrates.

Los persas heredaron de los asirios sus principales formas arquitectónicas: torres, almenas, plataformas, ladrillos vidriados y relieves esculpidos; de los egipcios tomaron su sistema de columnas adinteladas, sus salas hipóstilas, hipogeos y cornisas; de los griegos aprendie­ron cierto sentido de la proporción humana y de la escala; y de Oriente recibieron el poder de fundirlo todo como en un crisol de luces.

Tal como ya habían concebido los reyes de Asiria, como Sargón II en Khorsabad, los arquitectos aqueménidas construirán “ciudades reales”, pero éstas serian a la escala de la grandeza del monarca que reina desde el Indo hasta el Nilo y los decoradores procurarán a su vez lograr un “am­biente” digno de él. Persépolis nos ofrece el tipo de la ciudad real aqueménida por excelencia. Allí, estamos ante un arte oficial creado para la corte.

La audacia de este arte desconcierta, pues los arquitectos no tienen miedo de levantar un bosque de columnas contra una montaña cuya perspectiva debería haberlos aplastado, y Hace sentir confundido ante esta arquitectura que lanza columnas de fuste delgado rematándolas con un capitel colosal, arquitectura que está muy poco en relación de proporciones con la talla de los hombres, los cuales deberían agitarse a sus pies como pig­meos. En una palabra, es un arte que no corresponde a nuestra escala. En ningún otro sitio se habla realizado esto plenamente. Pero desde el comienzo de la dinastía, los pla­nes arquitectónicos serán detenidos definitivamente y per­manecerán invariables: la columna, que es el elemento principal de la arquitectura y que inspiró las salas hipóstilas o “apadanas” reinará con verdadera obsesión. La época persa era el momento en que la columna triunfaba desde Grecia hasta Asia, pero los aqueménidas hacen un uso in­tensivo de ella. El principal conjunto arquitectónico se construyó en la explanada de Persépolis, terraplén de 12 metros de altura, excavado en parte en la roca y en parte construido con bloques de piedra colocados en seco y unidos con grapas de hierro. Fue como una baja y ex­tendida acrópolis donde se erguían, rodeados de jardi­nes, el palacio de Darío, la ala del Trono o de las Cien Columnas, la sala hipóstila y los Propileos de Jerjes. Los rasgos esenciales de estos palacios aquemé­nides consisten en un pórtico abierto de esbeltas y originales columnas, flanqueado por dos angostas to­rres almenadas; sigue luego una gran sala cuadrada —la “apadana”— con numerosas columnas que sostienen un techo plano dc madera, y a ambos lados de esta sala aparecen estrechas salas de cámara y recintos cubiertos, posiblemente, con bóvedas. Lo más notable son las co­lumnas y la estructura dc los techos. Los reyes persas desearon repetir en sus palacios la magnificencia de las salas hipóstilas egipcias, pero con una construcción más leve, más rápida, más luminosa, más de acuerdo con el paisaje y con el clima. Crearon columnas de piedra inspirándose en delgados troncos de madera como si fueran mástiles para estandartes que luego coronaban con extraordinarios capiteles; éstos eran abiertos en for­ma de grandes horquillas figurando bustos de toros arro­dillados. Las columnas de los Propileos de Jerjes tenían cerca de 20 metros de altura y el ancho de sus capiteles llegaba a más de 5 metros. A primera vista, parece que la fantasía de ciertos motivos orientales hubiese guiado, únicamente, a los constructores persas, pero observando la viguería de cedro de la cubierta nos impresiona el admirable racionalismo de los capiteles. La madera, traí­da de los bosques de Armenia y cortada, seguramente, en pequeñas piezas para facilitar su transporte, formaba vigas compuestas de delgadas piezas que no podían ser muy largas pero que los capiteles abiertos sostenían para que ofreciesen una mayor distancia y resistencia entre las columnas. La forma funcional de soportes análogos explica las volutas de los capiteles jónicos. La Sala de las Cien Columnas de Persépolis es el ejemplo más característico de esta arquitectura.

En Persépolis, si se considera el impresionante número de más de quinientas cincuenta columnas que se alzan en tan restringido espacio, hay que calificar tal uso de majestuoso. Puede hacerse difícil asimilar esta abundancia, pero esta está admitida por todas las mentes orientales.

En lo que se refiere al número de columnas generalmente utilizadas en las construcciones, es interesante observar el hecho de que siempre se trata del número cuatro o de sus múltiplos: cuatro, ocho, doce, dieciséis, treinta y seis, setenta y dos, cien. Este fenómeno puede deberse a que, como en Mesopotamia, exista una regla que obedezca al «simbolismo de los números». Desde épocas re­motas se atribuía a la diosa sumeria Nisaha el conocimiento del sentido de los números y se encuentra un ejemplo típico de esta utilización de los números sagrados en la construcción de la «torre de Babel» y del Gran Templo en Mesopotamia. En Persépolis, el predominio del número cuatro responde a una nueva concepción, simbolizando quizás a los cuatro elementos: fuego, aire, agua y tierra.

Era necesario también que el artista diese al mundo la impresión de ese estado inmenso constituido por el imperio persa y las multitudes que dominaba. Esto es lo que se intento realizar en los bajorrelieves que decoraban los palacios, destacando la grandeza y el fasto de la corte y el ambiente en que vivía el monarca. Pero mientras los reyes de Asiria se rodeaban de escenas de una crueldad espantosa, en Persia en cambio nada así se ve en los muros. La decoración de los paramentos de las escaleras, lo mismo que la de las salas de los palacios, se desarrolla como un gran friso ornamental cuyo tema preferido es el de una fiesta, con la multitud de cortesanos empujándose para aclamar al monarca y la fila de los tributarios avanzando para ofrecerle sus presentes.

Los personajes se toman de la mano, se vuelven para hablar a los que les siguen, tocan el hombro del que les precede, como en un desfile fantástico, pudiendo quizás animarse en las paredes a la luz vacilante de las antorchas. Aunque el motivo pueda parecer repetitivo y cansador dentro de la ornamentación de los palacios, asimismo parecería monótono para el artista del antiguo oriente la decoración llena de crucifijos y nacimientos de las iglesias cristianas, dado que éste no comprendería la profundidad del significado que asignamos a dichas imágenes.

Todas las figuras que veremos desfilar sobre la piedra esta­rán casi siempre de riguroso perfil, destacándose la silueta sobre el fondo de la pared, un poco a la manera de las sombras chinescas.

En Susa ya no nos hallamos, como en Persépolis, ante sobrios desfiles, sino que se asiste a un espectáculo de luz y color. Es una decoración abigarrada y suntuosa la que presentan los muros del palacio , en el que se desarrolló el episodio de Esther, decorados con ladrillos esmaltados, Con sus arqueros o sus animales fantásticos, cuya creación respondía a los conceptos naturistas que hablan originado las religiones de Asia. Ya el artista babilónico habla sabido mejor que ningún otro dotar a estos seres híbridos (Realizados desde miles de años, combinando las especies) de formas armoniosas. La diversidad de tonos completamente irreales que utiliza el artista, quizás con intención mágica, para la musculatura y las alas de sus genios parecen un sueño dónde el capricho reina soberanamente, como se ve en los paneles esmaltados en los que aparecen dos esfinges cuya cabeza está vuelta hacia la entrada (pues estaban colocadas entre las aberturas y miraban a los visitantes con sus rostros morenos, impasibles y misteriosos). Mágicos también son esos innumerables arqueros que acompañan al rey como para suplir la posible defección de la guardia real, que tan mal protegió al monarca... En Susa, como en Persépolis, pero en ladrillos esmaltados, son frisos enteros de guardias los que se desarrollan en interminable cortejo, mucho más vivo y rutilante bajo la luz, con sus ocres y sus amarillos y, lo mismo que en Babilonia, destacándose invariablemente sobre un fondo azul como el cielo de Oriente, de un tono lapislázuli menos oscuro que el del mausoleo de Gala Placidia. El artista marca la diferencia de raza por la diferencia de la tez de sus arqueros, los tostados del sur y los blancos del norte; su vestidura de seria bordada no deja de sorprender y hasta nos parece un traje de gala.

Los persas tuvieron monumentos funerarios; peque­ños templos votivos y de exposición como el de Ciro en Pasagarda, antigua capital del Imperio, y sepulturas reales labradas en la roca. El templete de Ciro consiste en una cámara rectangular elevada sobre una empinada gradería y cubierta, a dos aguas, con frontones a la ma­nera griega. Es evidente, en este caso, la influencia de las tumbas jónicas de Asia Menor. Los hipogeos reales están inspirados en las sepulturas rupestres de Egipto; labrados en las laderas de Nak-i-Rustan, cerca de Per­sépolis, reproducen con exactitud, como en la tumba de Darío, la fachada del palacio real del monarca. Los imponentes bajorrelieves en que figuran, con todo deta­lle y en tamaño natural, los pórticos de estos palacios, coronados con escenas de glorificación, parecen inmen­sas láminas de metal finamente repujadas y hundidas en el muro de la roca.

La idea de la supervivencia y de la mediación de un genio o de un dios psicopompo se había afirmado en aquella época. Las tumbas reales, lejos dc ser disimuladas como en Babilonia, o como en Egipto, se exponen a plena luz, come el mausoleo atribuido a Ciro (que hace pensar también en una reducción de zigurat, y se sabe que estos edificios Conte­nían “ginunus”, arriba y ahajo, que se supone eran tumbas ficticias de seres divinos o divinizados). Se conocían muy bien las tumbas reales rupestres. En éstas el rey sobre un estrado sobresale de una fachada (esculpida en la roca) a imitación de su morada terrestre; está solo ante un pireo (manteniendo el fuego sagrado) bajo la protección del dios Ahuramazda. Sabemos que los persas adoraban el fuego y que sus ceremonias litúrgicas las hacían al aire libre; de allí la ausencia de grandes templos.

Los persas llevaron a su expresión máxima la construcción de palacios. Poseyendo la ventaja del recurso de la piedra, abundante en la meseta de Irán, y habiendo aprendido de los conquistados egipcios el uso de la columna, pudieron construir impresionantes estructuras. El hecho de que los sucesivos monarcas ordenaran construir sus propios palacios empujaba a la realización de estos de una manera espectacular.

La decoración, los frisos de ladrillos vidriados, el uso de la gola egipcia, figuras fantásticas e imponentes en las grandes puertas, las escenas que ornamentan las paredes de los palacios y la inolvidable imagen de los capiteles formados por dos toros unidos dejan constancia del nivel al que llego hace ya veinticinco siglos esta cultura .

Luego de la corta invasión macedonia el arte persa se fue impregnando por el mundo helenístico, y aunque supo resistir su influencia y conservarse por lo menos en su esencia durante algunos siglos, a la larga se fusionó con esté y derivó, tras la caída del imperio romano, en el arte bizantino o cristiano oriental. Además influyó de manera importante en la arquitectura musulmana, pudiendo reconocerse aún en las mezquitas.

Bibliografía

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Cap. VII Maduración de las artes asiáticas

Persia y la afirmación de su arte, por Roman Ghirsham

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