Historia


Momia de Lenin


Es lo único que queda de la URSS

Diez años después del derrumbe de la Unión Soviética, la momia de Lenin continúa en su mausoleo. Ha sobrevivido a varios atentados y a quienes quieren enterrarla, y ya no la visitan legiones de fervorosos seguidores. Pero el símbolo de la Revolución no corre peligro. Zbarski, el único de los embalsamadores que sigue vivo, cuenta para el la sorprendente historia de la momia.Y precisa: “Nada es eterno”.



Cuando a finales de marzo de 1924 los profesores Vorobiov y Zbarski sumergieron por primera vez el cadáver de Lenin en una viscosa mezcla de glicerina y acetato de potasio, pocos imaginaban que aquella momia de carne y hueso sobreviviría incorrupta a la descomposición de su propio régimen, acaecida el 25 de diciembre de 1991, hace justo una década. Transcurridos 78 años de la muerte del fundador de la Unión Soviética, sólo exiguas comparsas de nostálgicos y de turistas morbosos alimentan hoy un culto que durante medio siglo adquirió dimensiones faraónicas y convirtió el mausoleo de la Plaza Roja en la meca del comunismo, con más de un millón de visitantes al año (unos 3.000 al día), según datos de la prensa soviética de 1940. “Recuerdo que la primera vez que toqué el cuerpo de Lenin sentí cierta repulsión. No me hallaba ante un mero cadáver. Era una figura sagrada e idolatrada por todos”, asegura el académico Ilia Zbarski.

Codo a codo con su padre y el profesor Vorobiov, Zbarski manipuló con sus propias manos el cadáver de Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, durante 18 años, lo embadurnó periódicamente de pies a cabeza con el bálsamo secreto y estuvo a su lado en su exilio siberiano durante la invasión alemana.

Último superviviente de aquel equipo original de embalsamadores, Zbarski sigue a sus 88 años al servicio de la ciencia como consejero adjunto del Instituto de Biología Kolsov, al que acude en metro dos días por semana desde la otra punta de Moscú. Encerrado en su lúgubre laboratorio, Zbarski recuerda aquellos años junto a la momia, tiempos difíciles en los que el mínimo error se pagaba con la vida. “Entré como asistente del mausoleo cuando tenía 21 años, en 1934, un año antes de graduarme en Fisiología. Aquello suponía una responsabilidad enorme, aunque con el tiempo se convirtió en algo rutinario”.

Mientras disecciona su pasado, Zbarski se aprieta los dedos rollizos de su mano derecha, que parecen contagiados de la eterna juventud que insufló a la momia. “En 1924, mi padre consiguió que Dzerzhinski lo recibiera en su despacho”, relata. Felix Dzerzhinski, fundador de la siniestra policía secreta soviética y cabeza de la Comisión Funeraria encargada de los restos del líder soviético, interrogó desesperado a Boris Zbarski. “¿Qué hacemos con Lenin?”, le inquirió escéptico. Pese a la oposición de Trotski, Bujarin y Kamenev, Stalin se había empeñado en conservar el cuerpo del ideólogo. Sin embargo, habían transcurrido ya más de tres meses desde su deceso y el bálsamo ordinario que el profesor Abrikossov utilizó para preservar provisionalmente el cadáver (inyectando en la aorta seis litros de alcohol, formol y glicerina) no daba más de sí. El rostro de Lenin se resquebrajaba ante la mirada de los miles de soviéticos que confluían a diario en la Sala de las Columnas para despedir a quien siete años antes había encabezado la insurrección que llevó a los bolcheviques al poder y que fundó la Unión Soviética en 1922 tras una cruenta guerra civil cuyo triunfo apenas pudo saborear.

Lúgubre sótano. Pese a los riesgos de un posible fracaso, el padre de Ilia Zbarski dijo estar dispuesto a cargar con el muerto. Le aseguró a Dzerzhinski que los reactivos creados por su amigo el profesor Vorobiov, catedrático de Medicina en la Universidad de Jarkov (Ucrania), frenarían en seco la putrefacción de los tejidos. La idea de congelar el cadáver como un mamut, planteada por el mandatario bolchevique Krassin, había engatusado desde el primer momento a Dzerzhinski.

Sin embargo, la fábrica alemana encargada de montar el sistema de refrigeración sufrió un retraso fatal. El dios ateo se corrompía como un simple mortal y Dzerzhinski tuvo que aceptar la propuesta de Zbarski y Vorobiov, que se consagraron en cuerpo y alma a embalsamar a contrarreloj al padre de la Revolución en un lúgubre sótano, bajo un mausoleo provisional. En las primeras sesiones le extrajeron los pulmones, el hígado y el bazo, tras lo cual se lavó por completo la caja torácica. “Con el permiso previo del Partido, se le practicaron incisiones por todo el cuerpo, en el vientre, en los hombros, en las piernas, en la espalda y en las palmas de las manos, para que el bálsamo penetrara y saturase bien todo el cuerpo”, explica Zbarski. Sólo después sumergieron a Lenin en una bañera de caucho colmada del elixir secreto. “La solución estaba compuesta en su mayoría de glicerina y acetato de potasio, agua y cloro de quinina”, afirma Zbarski con la familiaridad de quien revela la receta de una sopa borsch, la típica que se toma en los hogares rusos. “La fórmula ya había sido propuesta en el siglo XIX por el científico Mielnikov-Rasviedionkov en sus preparados anatómicos”, apunta con modestia.

El tiempo parece detenido en su austero laboratorio. Archivadores de madera, dos teléfonos de plástico y una inquietante nevera roma donde dice conservar sus productos químicos se apilan junto a la ventana. Afuera nieva con fuerza. Una foto en blanco y negro del núcleo de una célula cuelga entre libros acartonados y matraces milimetrados que parecen medir ya sólo el polvo que les cae dentro. Frente a un lavabo carcomido por el óxido revolotea el salvapantallas de un ordenador que nos devuelve de súbito al siglo XXI.

En el laboratorio que se adosó en 1939 al mausoleo de granito rojo (que sustituyó en 1929 a uno madera de pino levantado cinco años antes), los Zbarski ensayaron el bálsamo en cadáveres anónimos y trataron a la momia bajo la atenta mirada de informadores del NKVD (luego KGB). La atmósfera nada tenía que envidiar a las películas coetáneas sobre científicos locos rodadas en los estudios americanos de la Universal con Bela Lugosi y Boris Karloff. “Tres o cuatro veces a la semana le aplicábamos el líquido en la cara y en las manos, y una vez al año el mausoleo cerraba durante mes y medio para poder sumergir el cuerpo en el baño e impregnarlo con el preparado químico”, prosigue escondido tras sus aparatosas gafas de pasta.

Aunque el método se conserva hoy sin apenas modificaciones, éste ha pasado de ser “secreto de Estado” a “secreto comercial”. En 1992, el entonces presidente Boris Yeltsin cerró el grifo de la glicerina, lo que obligó al actual equipo de embalsamadores a buscar otras fuentes de ingresos. En la última década, los científicos del mausoleo no sólo han adoctrinado a personal extranjero, sino que han creado una compañía llamada Ritual donde reconstruyen y embalsaman los cadáveres desfigurados de nuevos ricos a razón de 12.020 euros (dos millones de pesetas) por semana de trabajo.

Los clientes habituales de esta peculiar cirugía estética de ultratumba, muy de moda en los años 90, fueron mafiosos asesinados en sangrientos ajustes de cuentas. En 1995 el laboratorio percibió 1.141.922 euros (190 millones de pesetas) de las autoridades de Corea del Norte por embalsamar a su líder Kim Il Sung. Además de Lenin, por las manos de Ilia Zbarski pasaron en los años 40 las momias de Gueorgui Dimitrov, líder comunista búlgaro, y de Choybalsan, jefe de la república socialista de Mongolia.

Acusado. Sin embargo, en 1952 su brillante trayectoria de embalsamador se frenó en seco. Aquel año, su padre fue arrestado por el KGB bajo la alucinante acusación de ser “espía alemán” y “nacionalista judío”. Ilia tuvo que dejar el mausoleo. Encerrado por voluntad propia desde entonces en su cripta-laboratorio del Instituto Kolsov, el académico se consagró a la biología molecular, sobre la que ha publicado más de 400 estudios. Desde que se separó de la momia del líder soviético, ha visitado un par de veces el mausoleo y asegura que su aspecto no ha cambiado. “Aunque no existe nada eterno”, puntualiza.

Desde el fin de la saga Zbarski, la momia ha sobrevivido a todos sus cuidadores, que se han ido sucediendo al frente del laboratorio. “Después de Bordashov vino Uskov y después Debov, que fue mi pupilo. Valeri Bíkov, ex ministro de Industria Médica y actual director del Instituto de Hierbas Medicinales, se nombró a sí mismo director tras la muerte de Debov”, relata Zbarski con cierto rencor hacia los actuales guardianes. Mientras señala sus fotografías ayudándose de un lápiz afilado con cuchilla, Zbarski rememora cómo la momia les metió un día el susto en el cuerpo. “En una ocasión aparecieron unas manchas negras sobre el cadáver. Sabíamos cómo combatir hongos verdes y blancos, pero aquel moho era negro y no supimos qué hacer”, relata. “Sin desvelar su procedencia, mandamos una muestra al Instituto de Microbiología. Nos dijeron que sólo podía eliminarse quemándolo o aplicándole ácido sulfúrico. Finalmente lo erradicamos con nuestros propios métodos de desinfección”.

Al visitante que se adentra por primera vez en el oscuro mausoleo le sorprende el rubor que recubre las mejillas de Lenin, lustre que contrasta con el aspecto macilento que el sumo bolchevique presenta en sus últimas fotografías de 1923, cuando la parálisis progresiva le había petrificado ya la pierna y el brazo derechos (lo que explica que la momia tenga un puño cerrado). “Para vencer la delgadez exagerada rellenamos los tejidos y blanqueamos la piel”, revela Zbarski, que explica cómo la “palidez amarilla” del cadáver fue eclipsada por unos filtros luminosos de color rosa aplicados a unos focos que aún hoy apuntan a las manos y al rostro de Lenin. “Así se logra crear la impresión de que duerme”, sentencia el científico. La sustitución de los ojos por bolas de cristal para no pronunciar las cuencas vacías contribuyó desde el día de su muerte a preservar la identidad facial de Lenin, cuyos labios fueron cosidos por debajo del bigote. El paso del tiempo y la consiguiente evolución de la moda derivó en un drástico cambio de imagen en 1961, cuando su familiar guerrera fue sustituida por un traje negro que cada dos años le renueva la sastrería oficial del Kremlin. Ese mismo año la momia de Stalin fue sacada del mausoleo y enterrada en la muralla del Kremlin tras compartir alcoba con Lenin durante ocho años.

A salvo de los nazis. El 22 de junio de 1941, Hitler lanzó su Operación Barbarroja y Stalin decidió poner el cuerpo del camarada a buen recaudo, al otro lado de los montes Urales, en la localidad siberiana de Tiumen. Durante 17 años los Zbarski habían preservado al bello durmiente de los gusanos, y ahora les tocaba hacerlo de los nazis. Vorobiov había muerto misteriosamente en 1937 tras ser operado innecesariamente de una dolencia en el riñón, y el tren que partió hacia Tiumen el 3 de julio de 1941 lo hizo con la momia dentro de un cajón de madera custodiado día y noche por la pareja de embalsamadores. En aquella remota aldea, las dificultades técnicas no se hicieron esperar. “Cuando tuvimos que echar mano de agua destilada, resultó que no había, y nos la tuvieron que traer

en un avión especial desde Omsk”, comenta Zbarski entre risas. Para no levantar sospechas, el laboratorio fue habilitado en la Escuela de Peritaje de Agricultura de la población. Mientras los restos de miles de soldados soviéticos quedaban insepultos en el campo de batalla, el cadáver de Lenin fue tratado a cuerpo de rey hasta 1945, protegido por cuarenta guardias encabezados por el comandante del mausoleo de Moscú. Por aquella hazaña los Zbarski fueron condecorados.

Pese a vérselas cuerpo a cuerpo con la momia durante 18 años, el embalsamador nunca tuvo acceso al cerebro del líder soviético, ya que desde 1928 se conserva en una solución de alcohol y formol, dividido en lóbulos y cubierto de parafina, dentro de una caja fuerte en el Instituto de Investigación Cerebral de la URSS. Entre sus muros, el prestigioso científico alemán Oscar Vogt intentó hallar alguna pista que vinculase la estructura del cerebro del revolucionario con su fecundo pensamiento. Después de cinco años practicando secciones histológicas (en total 30.963), el profesor no halló ninguna revelación. “Vogt dijo en una conferencia que había encontrado una circunvolución más ancha de lo normal y calificó a Lenin como un atleta de las asociaciones con el único objetivo de contentar al Politburó”, asegura el doctor Jordi Cervós-Navarro, catedrático de Neuropatología de la Universidad Libre de Berlín, que tuvo acceso al cerebro en 1974. “Es falso que tuviera sífilis. No había nada de eso”, afirma. Actual rector de la Universidad Internacional de Cataluña, el catedrático le echa un vistazo al cerebro del líder cada vez que viaja a Moscú. Ya lo ha revisado siete veces. “Se aprecia una pequeña lesión que le afectó a la carótida cuando en 1918 sufrió el atentado a manos de Fanni Kaplan”, apunta.

Además de aquel intento de asesinato, posible origen de su parálisis, el sueño eterno de Lenin fue interrumpido en numerosas ocasiones. En 1934 un granjero llamado Mitrofane Nikitin quiso rematarle con una pistola. Los guardias lo impidieron, aunque Nikitin logró suicidase allí mismo de un tiro en la cabeza. En 1959, un hombre arrojó un martillo contra el ataúd de cristal y lo agrietó, proeza emulada un año después por un tal Mijailov, que rompió de una patada el sarcófago, lo que obligó a blindarlo a prueba de comunistas resentidos.

Bolchevique con alma. Hoy, aquellos odios y pasiones han dejado paso a la indiferencia más absoluta, desinterés favorecido por la mano izquierda del presidente ruso, Vladimir Putin, que ha sabido contemporizar la cuestión sobre el entierro de la momia, calmar los ánimos de los comunistas y poner fin a los agrios debates de la era Yeltsin. “Creo que no forma parte de nuestras tradiciones ni de las de ningún pueblo civilizado. No tiene sentido conservar este símbolo del comunismo”, afirma Zbarski, quien no duda en distanciarse del ateísmo que le inculcaron de pequeño y afirma creer en la existencia de una “razón suprema”. ¿Tenemos alma? “Creo que sí”, contesta veloz. ¿Lenin también? “Probablemente”, responde tras tomar aire y respirar con fuerza.

El influyente patriarca de la Iglesia Ortodoxa, Alexis II, también lo cree así. Es más, ha llegado a decir que si la momia no es inhumada “su alma maléfica continuará cerniéndose sobre el país”. En respuesta al grito en el cielo puesto por los ortodoxos, Valeri Bíkov, el actual director del laboratorio, ha asegurado que la momificación “se ciñe a los cánones cristianos”, ya que la cripta se halla en el sótano del mausoleo, “bajo el nivel del suelo”.

Si Lenin levantara la cabeza se quedaría de una pieza, cegado por el neón de las discotecas, las tiendas de moda y los restaurantes extranjeros que iluminan con su incesante parpadeo la noche de Moscú. Sólo los ancianos comunistas guardan la memoria de Lenin. La apertura de los archivos secretos del KGB ha teñido la laureada biografía del líder de la Internacional Comunista con manchas indelebles. Solapada hasta ahora por la perfidia sin límites de Stalin, Lenin se había salvado de la quema. Sin embargo, recientes investigaciones como la de la historiadora Hélène Carrère D'Encausse descubren en Lenin una mentalidad jacobina que no dudó en apisonar compatriotas en masa, como cuando ordenó aplacar a sangre y fuego el motín de los marinos de Kronstadt en 1921.

Desde el pasado octubre, hordas de jóvenes pasan de largo ante el desangelado mausoleo (sin guardia de honor desde 1993) camino del Hotel Rossía. Allí forman cola para encomendarse a un espectáculo más carnal que el culto a la momia profesado por sus abuelos: los escarceos de los participantes de la versión rusa de El Gran Hermano, visibles a través de una pared de cristal. Quizá sólo una hipotética clonación del cuerpo del revolucionario, debate desatado en los 90, ayude a Lenin a revalorizarse en el competitivo ránking mediático.




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Enviado por:Decano
Idioma: castellano
País: España

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