Psicología


Los genitales y el destino; Ariel Arango

LOS GENITALES Y EL DESTINO

Macho y hembra: a cada uno lo suyo

Freud dice que “modificando una conocida frase de Napoleón el Grande, pudiera decirse que la anatomía es el destino”, y este libro profundiza esta idea demostrando como la pija y la concha, determinan, hasta en los rasgos más espirituales, la personalidad del macho y de la hembra.

El autor, con prosa tan rotunda como cautivante, recorre el arte, la literatura y los mitos, Grecia y Roma, el Renacimiento y los pueblos primitivos, y nos muestra como, de la pija y la concha, surgen, inconscientemente, el afán universal por la propiedad, las armas que se diseñan a su imagen, el genio brioso que impulsa a la conquista, los sentimientos de justicia y de misericordia, y las distintas formas de la inteligencia. La anatomía no constituye un mero accidente en la formación del carácter:

Es mucho más que eso ¡Es el instinto hecho carne! En el cuerpo se muestra sin velos su designio, su voluntad más honda y su propósito exclusivo. La pija y la concha constituyen la manifestación visible del deseo. A través de sus formas se expresa el alma de la especie. Los genitales no son sólo el origen, sino la causa de todo. Por eso son un Destino.”

Introducción: anatomía y destino

Modificando una conocida frase de Napoleón el Grande pudiera decirse que la «anatomía es el destino»

Freud, Sobre una degradación general de la vida erótica (1912)

En la ciudad de Viena, el jueves 15 de noviembre de 1883 Sigmund Freud (1856-1939) escribía a su novia. La joven se llamaba Marta Bernays (1861­1951) y era para él su «dulce princesa». Los enamorados solían intercambiar opiniones sobre libros, y ese día John Stuart Mill (1806-1873), el filósofo y economista inglés, fue el autor elegido. Freud veía en este pensador al hom­bre que más se había liberado de los prejuicios de su siglo. Pero pensaba, también, que era un mojigato y que carecía, además, en muchas cosas, del sentido del absurdo. Una de ellas era la emancipación femenina. Y le decía a su amada:

Recuerdo que uno de los principales argumentos en el ensayo que traduje consistía en que la mujer casada puede ganar tanto como el marido. Yo estimo que el cuidado de la casa y de los niños, así como la educación de éstos, reclaman toda la actividad de la mujer, eliminando la posibilidad de que desempeñe cualquier profesión. Y seguirá siendo así el día en que las cosas se simplifiquen y los adelantos liberen a la mujer de la limpieza, la cocina, etc.

Así era como enfrentaba el creador del psicoanálisis, ya a fines de siglo, la «cuestión femenina». Y no existen dudas de que es éste un juicio interesante ya que proviene, nada más y nada menos, del hombre que buceó como nadie en las profundidades del alma. No obstante y malgrado tan alta opinión lo cierto es que la independencia de la mujer se ha constituido en uno de los temas de nuestro tiempo.

Muchas son las mujeres que luchan por su emancipación y sus derechos se acrecientan a diario. Es un movimiento vigoroso que postula un nuevo código para la vida de los sexos, a new deal. Sus variados argumentos pueden resumirse en una escueta idea: si el hombre y la mujer son, ambos, seres humanos, ¿por qué no han de ser iguales, también, sus derechos? Sólo la fuerza y el prejuicio masculino, arguyen, han podido mantener a través del tiempo una desigualdad tan irritante.

¿Qué piensa el psicoanálisis de esta gran erupción?

En principio, y por naturaleza, es desconfiado. Además no se detiene nunca en la superficie de los fenómenos aunque sean, como en este caso, sugestivos y pujantes. Sabe que el ímpetu no es de por sí sinónimo de verdad y, por otro lado, ha descubierto hace ya tiempo, tras los postulados de la razón, una realidad más verídica. Está acostumbrado a sentir en el fluir de los más variados usos y costumbres que pueblan la vida cotidiana el latido de un impulso eterno. Una corriente profunda, inconsciente y, además, inextinguible: el instinto sexual. Y como no ignora que sólo a través de él es como l’uom s’eterna, como el hombre se inmortaliza, lo escucha con atención.

¿Cuál es su mensaje?

El instinto es, por esencia, conservador, y a través del tiempo y el espacio siempre quiere lo mismo. A menudo no coincide con las leyes de la lógica y, por supuesto, nada sabe de «derechos humanos». Por eso aunque la sociedad otorgue, ecuánimemente, igualdad ante la ley al hombre y la mujer, ellos no ejercitarán del mismo modo sus parejos derechos: el macho optará por unos y la mujer por otros, y cada uno ignorará los que no les interesen. Y ambos sexos, al elegir en modo tan diverso, no harán sino seguir el llamado de su cuerpo. Porque tan diferentes son, espiritualmente, el hombre y la mujer como lo son respectivamente su pija y su concha. La desigualdad es el genio del instinto.

Y es que la anatomía no constituye un mero accidente en la formación del carácter. Es mucho más que eso. ¡Es el instinto hecho carne! En el cuerpo se muestra sin velos su designio; su voluntad más honda y su propósito exclusivo. Los órganos genésicos constituyen la manifestación visible del deseo. A través de sus formas se expresa el alma de la especie. Así es como en la figura alongada de la pija se revela su espíritu intrusivo y en la incitante concavidad de la concha su acogedora hospitalidad. En el cuerpo habla el instinto y es éste un lenguaje tan viejo como el mundo. Con su autoridad ancestral desafía todos los vaivenes de las modas.

Es inmutable. La anatomía no es sólo forma. ¡Cómo habría de serlo! De ninguna manera. Para hombres y mujeres… ¡también es el Destino!

Capítulo: La voluntad de vivir

I - Un destino manifiesto

Llega incluso a parecer que la existencia de un padre enérgico garantiza al hijo la acertada decisión en su elección de objeto sexual, o sea la elección de un objeto del sexo opuesto.

Sigmund Freud, Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci (1910)

I

La pija ama la posesión y es celosa, sobre todo, de la carne de la hembra; es la espada y la guerra; su genio, vehemente, la lleva a la conquista; impúdica, se exhibe sin tapujos; rigurosa impone la ley; defiende puntillosa su honor y descubre el mundo con inteligencia penetrante. Así es el macho.

La concha anhela la posesión de sus frutos y es celosa, más bien, de los sentimientos del macho; es el reposo y la vaina; tiene calidez de nido; ama a quien, con decisión, la conquista; su pudor se prolonga en sus velos; es maternal y clemente; la honestidad es su virtud y su acogedora inteligencia es tan intuitiva como concreta. Así es la hembra.

La enumeración no es, por supuesto, exhaustiva ya que éstos son, únicamente, un puñado de atributos, si bien sobresalientes. Pero cualquier otro rasgo característico nos revelará siempre lo mismo: el macho y la hembra no son más que prolongaciones de sus genitales, o si se quiere, sus dobles. Y esto en todo tiempo y lugar porque las diversas culturas sólo pueden alentar o inhibir el instinto, pero nunca alterarlo. Él es siempre igual a sí mismo. El hombre y la mujer son lo que son su pija y su concha. Ellas, una penetrante silueta y un acogedor agujero, son las formas del Destino.

II

Los genitales no son, sin embargo, un destino inexorable. Ellos constituyen, únicamente, un destino manifiesto, y es posible, por lo tanto, renunciar a él. Aunque en ese caso es menester, por supuesto, pagar un elevado costo ya que la naturaleza nunca se viola gratuitamente. La perversión, que consiste en buscar placer en lo que naturalmente angustia, esto es, en la sumisión o en el dolor, es el precio de gesto tan arbitrario.

En la perversión tiene lugar una transmutación odiosa; una magna rebelión contra el destino. Constituye una genuina subversión: ¡el macho quiere ser hembra y la hembra, macho! De cualquier modo, es cierto, el deseo no se trabuca por un simple acto voluntario ni tampoco caprichoso. En absoluto. La inversión está ya determinada desde la infancia misma de la mujer hombruna o del varón afeminado. Y lo está de un modo categórico: la forjaron los propios padres.

III

Minerva, la de los ojos de búho, y a la «que gustan el alboroto, las guerras y las batallas», nació de la cabeza de Júpiter cuando Vulcano, el herrero divino, golpeó violentamente su cráneo con un hacha de oro. No conoció una madre; sólo tuvo un padre riguroso que la maltrató. Tanto que tardará diez años en curar las heridas que le causó su rayo. «Así aprenderá la joven de ojos verdes lo que cuesta combatir a su padre», advierte el dios. Y la muchacha protesta amargamente: «Mi padre cede a su furor y no es razonable». A su vez, Diana, «la tiradora de flechas», que nació en la isla desierta de Ortigia, tampoco supo de las tiernas caricias de un hombre. Hija adulterina de Júpiter, creció sin su presencia. Pues bien, el padre de los dioses agredía a Minerva y abandonó a Diana, pero ambas, sin embargo… ¡quisieron ser como él!

¿Fue esto una paradoja? Sólo aparentemente. Lo que ocurrió fue que la falta de amor de un hombre confundió a estas jóvenes solitarias. La ausencia, la frialdad o la rudeza del padre siempre desorientan a la hembra. Es un hecho inevitable; siempre paso lo mismo. Incluso entre las amazonas que, todavía hoy, desafiantes, cabalgan. Ya que si bien es cierto que Minerva tampoco tuvo madre a quien tomar por modelo, Diana, en cambio, sí la tuvo a Latona, «la más dulce y clemente de las diosas». Y sin embargo, las dos fueron mujeres viriles. La respuesta al enigma es sencilla. Sucede que… ¡ninguna tuvo padre! Porque es él, sobre todo, quien decide el destino de la niña. Si el padre ama a la hija, ella será fiel a su concha; si la desprecia, querrá transformarse en varón. Es ésta una ley psicológica inexorable: deseamos poseer a quien nos ama pero queremos ser como quien nos frustra.

Un buen padre estimula a su pequeña con su cariñosa presencia. Y ella, entonces, lo convierte en el héroe de sus ensueños: «Cuando sea grande me casaré con papá!». Y también querrá tener hijos con él. El padre se transforma así en el modelo inconsciente del hombre que elegirá después y apoyándose en su amor la niña se volverá mujer. Así fue como Afrodita, la diosa sonriente y hechicera, llegó a ser muy hembra. Ella, a diferencia de sus ásperas hermanas Minerva y Diana, amaba mucho a su padre. Tanto que uno de los epítetos con que se la conocía era ϕιλομμηδ′εα , «la que ama los genitales de su padre».

Un mal padre, por el contrario, con su abandono, o indiferencia, o maltrato, desalienta a su hija y ella, entonces, reprimirá su amor, se encerrará en sí misma, se tornará apocada y tímida e, inevitablemente… ¡querrá parecerse a él! Fue siguiendo este impulso irresistible que Minerva, según nos cuenta Hesíodo, se transformó en «igual a su padre en coraje y consejo animoso».

IV

Todos los varones afeminados que, como Ganímedes o Antínoo, pasean su suerte por el mundo, han sufrido una decepción análoga, aunque al revés. Porque el varón, a diferencia de la mujer, quiere poseer a la madre y ser como el padre. Ése es el orden natural de las cosas ya que es la madre la que concede las caricias y el padre el que impone los deberes. Y el niño, por supuesto, igual que la niña, tampoco disimula su anhelo: «¡Cuando sea grande me casaré con mamá!». Sigue así el destino que su pija le asigna.

Pero, ¿cuando no hay padre o éste es muy débil? ¿A quién tomar por ejemplo? El primero no existe; el segundo no sirve. Sólo queda la madre. Y, de ese modo, una elección, inconscientemente, se impone. Ya que no puede ser hombre… ¡será entonces mujer! Y la inversión, fatalmente, se consuma.

Es innegable, sin embargo, que a veces la madre también ayuda a malograr el instinto: es el caso de la mujer hombruna que al desplazar o sustituir a un padre débil se ofrece al hijo como único modelo. Pero, de cualquier manera, lo más común, como tempranamente lo advirtió el psicoanálisis, es que sea el padre, con su muerte o abandono del pequeño, el gran responsable de este descalabro, porque al dejar al niño, desde su más tierna infancia, el exclusivo cuidado de la mujer lo priva de la aleccionadora figura de un hombre. Y así frustra su masculinidad.

La ausencia del padre lastima tanto al macho como a la hembra. A uno lo priva de su modelo inspirador, a la otra del hombre a quien amar, y provoca, en ambos, lo que Freud llama eine Entwicklungshemmung, una detención de su desarrollo. La presencia de un padre viril y cariñoso, en cambio, garantiza tanto que el hijo se transforme en varón como que la hija se convierta en mujer. De él depende, primordialmente, que el destino señalado por el cuerpo no se traicione en sus hijos. (Don Juan: El Héroe (2010)

V

Los padres son, para sus hijos, la brújula del instinto ya que al saciar tanto sus reclamos sensuales como su necesidad de guía no sólo le dispensan deleite sino que, además… ¡les enseñan a amar! Y abren así el camino para todo amor futuro:

Who ever lov’d, that lov’d, not at first sight?

«¿Quién amó que no amara a simple vista?», pregunta, con razón, Shakespeare. Nadie, ya que amar a primera vista es la señal segura de haber sido amado por los padres. Y ésa es la condición de todo amor posible. En realidad el amor a primera vista es tal, sólo conscientemente, porque para el inconsciente no es más que una repetición. En esta pasión repentina renacen los antiguos sentimientos hacia papá y mamá: on revient toujours a ses premiers amours; siempre se vuelve a los primeros amores.

El amor a primera vista es el amor de la infancia que retorna y que nos guía. En nuestra vida adulta no hacemos sino seguir sus pasos: cuando fuimos amados por nuestros padres somos fieles a nuestros cuerpos pero, en cambio, cuando fuimos decepcionados, nuestro instinto se malogra. Primero se desorienta, luego se extravía y, finalmente, se pervierte. Tan oneroso resulta a los hijos el fracaso de sus padres. No es posible oponerse al destino que la naturaleza impone porque sus leyes, que son eternas, son también poderosas e implacables. Es un esfuerzo tan dañino como vano.

II - La unión

Y el secreto de todo está en que el instinto sexual es la esencia misma de la voluntad de vivir

Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, III, XLII (1818)

I

Tan distintos son los genitales en su genio y figura como lo son el macho y la hembra en su cuerpo y en su alma aunque, bien es cierto, cuanto más opuestos son, más se atraen, ya que es manifiesto que el hombre viril desea una mujer femenina y la mujer femenina un hombre viril. El macho y la hembra, si sus padres no los confundieron en la infancia, siempre buscan el éxtasis con seguridad instintiva ya que los genitales no son sólo un destino por el hecho de que determinan el carácter del hombre y de la mujer hasta en sus aspectos más espirituales, sino y sobre todo, porque el mutuo y febril anhelo de la pija y la concha sólo encuentra en el coger su verdadero y último designio: cualquier otro fin que no sea esa cabal unión constituye, únicamente, una alternativa mediocre y desmoralizadora.

La paja, si supera las amables caricias hasta llegar a la consumación deja en el alma una sensación de descontento e incompletud, aunque la mano del amante haya sido solícita. Es un goce frustrado, defectuoso; falta la deliciosa conclusión que únicamente se logra con la unión de los cuerpos. Como falta, asimismo, cuando el varón acaba mientras le chupan la pija, porque si bien la cálida boca femenina evoca la hospitalidad de la concha, el contacto también es deficiente: el deleite que brinda una lengua diestra es valioso, pero pasivo, nunca comparable al enérgico placer de coger. Y lo mismo vale en cuanto a lamer la concha, ya que ninguna mujer capaz de disfrutar la voluptuosa pleni­tud de una pija en sus entrañas sustituirá ese placer por el más mezquino goce que le ofrece el clítoris. Como tampoco lo hará por el igualmente restringido que le promete el culo, opción que a veces aprecia pero no le subyuga, sobre todo cuando la divisa es romper y se transforma en hábito. Lo que acepta como variación lo rechaza como rutina. No es ésa la puerta por donde entra el amor…

Todos éstos son modos inferiores de acoplarse aun­que, no por eso, desdeñables. Despiertan un importan­te placer y ningún amante que se precie se privará de ellos. Son momentos consagrados del arte de amar, pero lo son sólo como preludio ed introduzione, porque si no, decepcionan. Alimentan el deseo pero no lo sacian. La dulce melodía del amor conoce un único finale: la pija en la concha.

Ése es el motivo por el que es tan perturbador el coi­tus interruptus o acabar afuera. Constituye una fuen­te segura de irritabilidad y angustia. ¡Y no es para menos! Justo en el momento de mayor abandono cuan­do el macho siente la necesidad de fluir junto con su leche y de olvidarse de todo, hasta de sí mismo… ¡se debe contener! Es una enorme violencia contra el ins­tinto sólo comparable a la que experimenta la hembra cuando se priva del anhelado licor en el instante preci­so en que espera impregnarse de él…

La pija y la concha tienen una misma voluntad: aca­bar adentro. Y al mismo tiempo. Únicamente así se logra una unión inefable:

et ex aequo res iuvet illa duos.

«Y de igual medida disfruten ambos del placer final», Ovidio, El arte de amar, III, 794.

El útero es el único destino adecuado de la leche. Los otros agujeros son, únicamente, desvíos. El instinto quiere una sola cosa, pero la quiere con firmeza: la reproducción. Ése es el genio de la especie. Por eso cuando le somos fieles a nuestra felicidad desborda. ¡Nunca se goza tanto como cuando se coge buscando un hijo!

Es éste, sin duda, un momento supremo. En él, la vida, embriagada, se propaga a sí misma. Pero, sin embargo, y a pesar de sus delicias, no es ésta una experiencia que se pueda repetir sin discreción. No es posible acompa­ñar siempre, sin reservas, al instinto, porque si así fuese, coger se volvería un agobio. ¡La prole no tendría fin! Pero, por fortuna, si el deseo es ciego, el hombre no, y evita el embarazo con artificios que, si bien lo burlan, no lo alteran. El instinto es inmutable. Y como siempre quiere lo mismo, cuanto menos se lo violenta más se lo disfruta. Por eso aunque la fecundación se evite la leche debiera siempre humedecer la concha…

El instinto sexual es la esencia de la voluntad de vivir. Quiere la prolongación de la existencia a través de una parte de nosotros mismos que a su tiempo se prolon­gará a su vez. Ésa es su voluntad y todo su secreto. Quiere vivir y vivir eternamente.

II

La pija y la concha… ¡tan diferentes y tan necesitadas una de otra! Sus encuentros y desencuentros constitu­yen el repetido argumento de la vida. y, además, el único. ¡Pero jamás cansa! Todo lo ajeno al hombre, en cambio, aún lo más novedoso, pierde en algún momen­to su encanto y deja de suscitar placer. Coger, nunca. Hace pocos años, apenas, el mundo observó admira­do los primeros viajes espaciales y vio también al hom­bre poner sus intrépidos pies sobre la Luna. ¿Pero cuán­to duró el asombro? Hoy en día son muchos los saté­lites que circundan la Tierra y comunes los paseos de los astronautas por el vacío. Y se suceden, además, las naves hacia el espacio estelar. Pero nada de ello convo­ca ya nuestra atención. Nos acostumbramos, rápida­mente, a cualquier fenómeno exterior y la familiaridad llega, a menudo, hasta el tedio. Pero coger, por el con­trario, la febril unión de la pija y la concha que se repi­te sin cesar desde el comienzo de la humanidad, como que es su causa… ¡nunca aburre! Y aunque siempre es igual a sí misma constituye la fuente de un embeleso inextinguible. Es la esencia de la vida; es nuestro Des­tino que seguimos anhelantes.

Coger es la palabra para todo.

Por Ariel C. Arango (Psicoanalista y escritor)

Website: www.arielarango.com




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Enviado por:Ariel Arango
Idioma: castellano
País: Argentina

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