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La voz humana; Jean Cocteau


Un monólogo que cumple 86 años: 'La voz humana', de Cocteau

Por Horacio Otheguy Riveira

El primer soliloquio del teatro presenta a una mujer ante el abandono de su amor. Una tragedia que no cesa. El teatro siempre se viste de gala cuando se levanta el telón y el corazón de esta obra siembra pánico profundo, provoca taquicardias.

Mucha es la producción de Jean Cocteau (1889-1963), un poeta, novelista, dramaturgo, dibujante, pintor, diseñador, crítico literario, ensayista y cineasta francés, extraordinario amigo de sus amigos, leal “hermano” de sus amigas, entre las que Edith Piaf (1915-1963) era la preferida, la amantísima, aunque él sólo se acostó con hombres; por ejemplo, algunos muchachos adorables como el actor Jean Marais, su pareja oficial durante mucho tiempo.

Piaf fue algo grande para él. De hecho, en cuanto le informaron que había muerto, tuvo un infarto del que no se recuperó: fueron profundos amigos-amantes de fantasía, creadores que sublimaban los besos y las ausencias, el buen humor, las borracheras salvadoras y la muerte lenta de no encontrarse a gusto en ninguna parte. Murieron casi al mismo tiempo. Se dejaron llevar por un río de envolvente fascinación: poetas ambos, a fin de cuentas, líricos buscadores de perlas en medio del horror de cada día.

 

La cobardía de una valiente

La voz humana fue un monodrama escrito para Edith Piaf, pero ella no se atrevió a estrenarlo. Temía subirse a un escenario sin músicos. Valiente como era, no se atrevió a interpretar sin cantar: se quedaba de piedra frente al micrófono, dándolo todo con la voz, pero el cuerpo inmóvil, incapaz de expresar la enorme cantidad de emociones que la mujer de la obra de Cocteau ha de expresar. Así que ni lo intentó.

Pero la obra dio la vuelta al mundo y la sigue dando en múltiples idiomas: no hay reflexión desesperada más bella y profunda que esta obra que apenas supera la media hora —según la puesta en escena—, por la que se desmelena una mujer en la cúspide de un invento impresionante: el teléfono.

 

Dime que me amas, que aún me amas

Jean Cocteau escribió varios dramas interesantes: Orfeo, Los padres terribles, Los hijos terribles, El bello indiferente, El águila de dos cabezas, La máquina infernal… Algunos de los cuales tuvieron en su tiempo versiones cinematográficas. Sin embargo, es La voz humana la que arrasa, tanto en la piel del personaje femenino, para quien fue escrito, como en la de hombres que se han atrevido a realizar su dramaturgia masculina hetero (Antonio Dechent) u homosexual (Georbis Martínez), por mencionar sólo puestas en escena españolas.

A partir de su estreno tuvo ecos internacionales. Poco a poco fue ganando terreno, y un contemporáneo del siglo XX, Francis Poulenc, compuso una ópera, y hubo versiones cinematográficas (Anna Magnani, visceral; Ingrid Bergman, contenida) y episodios dentro de películas (Almódovar, La ley del deseo: una versión que ya debería haberla llevado a un teatro, de rara emoción)…

En el comienzo, 1927, el teléfono sólo pertenecía a clases opulentas. La amante abandonada no tiene por qué ser rica, pero está en un ambiente que puede permitirse el exótico aparato y a través de su silencio le enloquece la ausencia de amor y está en un ambiente confortable pero desolado. El teléfono. Una voz ausente que cuando llega es para despedirse, y ella que clama en el vacío: “Seré fuerte, amor mío, sí, seré fuerte…” Pero a continuación se contradice: “No me dejes, no me dejes, no me dejes”.

Una cama deshecha en la que los gozos se rindieron a la angustia de vivir. Una confianza febril en que los gozos de ese lecho volverán algún día. Una desolación angustiosa al descubrir que nada de eso es posible.

 

 

Lo cotidiano convertido en obra maestra

Algo tan manido, tan elemental en mil y una ficciones como una decepción amorosa se ha convertido en una obra maestra, lo mismo en Estambul que en Lima, Veracruz o París: Cocteau, el juguetón que dibujaba grandes penes enamoradizos, el sublime irónico que conocía muy bien a las mujeres, el poeta irascible y lírico, el buscador de perlas en medio de los estercoleros, escribió un monólogo con la cadencia y musicalidad de la mayor tragedia posible: saberse despreciado por el ser que ama, lanzado a la supervivencia miserable de convivir con anónimos y cercanos por los que no siente afecto alguno.

En Madrid, la última actriz que lo interpretó fue Cecilia Roth compartiendo la versión operística en el Teatro de La Zarzuela, con la soprano Felicity Lott en 2005; pero la última inolvidable fue Amparo Rivelles, mediando los 80, ahora retirada, con dirección de José Carlos Plaza en un espectáculo formidable en el que Irene Gutiérrez Caba se ocupaba de La más fuerte, de Strindberg, y Julieta Serrano de Antes del desayuno, de Eugene O`Neill. Mujeres solas escritas por hombres excepcionales que las amaban y temían.

Mujeres solas ante el infortunio del desamor, de la traición, del vertiginoso descenso hacia el infierno de saberse marginadas, víctimas de una tragedia que hoy ya es compartida con hombres que saben que sentirse abandonados a su suerte sin cariño incondicional no sólo no les hace menos hombres, sino que también les hace más humanos, todos a una con el mensaje secreto, armado con letras que se entretejen en silencio hasta armar palabras que se niegan y desean a sí mismas:

“Dime que me amas. Dime que aún me amas.”




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Enviado por:Horacio Otheguy Riveira
Idioma: castellano
País: España

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