Historia


Juan Manuel Rosas


Llegada de Rosas al poder

El 2 de marzo de 1835, lunes de Carnaval, una pavorosa nueva consterna a todos: Quiroga y su comitiva han sido asesinados en la posta de Barranca-Yaco, a diez y ocho leguas de Córdoba y cuando regresaba de su viaje. Se suspenden las fiestas de Carnaval. Los diarios aparecen enlutados. En el mundo federal hay pánico. Se teme que sigan los asesinatos, Rosas tenia razón.

Se reúne la legislatura. Maza no quiere conservar el mando. No hay una persona que no comprenda la necesidad de poner el gobierno en manos de Rosas. Los diputados, interpretando el deseo de toda la población y el propio, y como quien refugia del miedo y del abandono -“el nublado se nos viene encima”, dice un diputado- en el único apoyo, en la única fuerza grande existente, nombran gobernador a don Juan Manuel de Rosas, por cinco años y con la suma del poder publico. Cinco diputados votan por Rosas pero no por la suma del poder.

Suma del poder publico

No se trata de las facultades extraordinarias sino de mucho más. Buenos Aires quiere que Juan Manuel de Rosas, único hombre en quien cree, mande el solo, que el solo legisle y haga justicia, que encarcele y destierre y fusile cuando lo considere necesario. Buenos Aires quiere ser dominado despóticamente por el bello hombre rubio y poderoso.

El solicita unos días para contestar. Carteles en las paredes piden orden y ruegan a Rosas que no abandone a sus amigos a la saña de los unitarios. Su respuesta desde la quinta de Terreno en San José de Flores es la de un legalitario y un demócrata: quiere que el pueblo vote si esta conforme o no con la suma del poder publico. Tres días duro la votación. Todos votan afirmativamente, salvo, entre millares, unos cuantos corajudos que no llegan ni a diez. Uno de ellos dice estar conforme con el elegido, pero no con el poder que se le otorga. Sus adversarios también votaron como todos. Domingo Sarmiento dirá mas tarde que “nunca hubo un gobierno mas popular, mas deseado”. Otro de sus conspicuos adversarios Esteban Echeverría poeta y pensador, escribirá: “Su popularidad era indisputable; la juventud, la clase pudiente, hasta sus enemigos más acérrimos, lo deseaban, lo esperaban cuando empuño la suma del poder”. En 1842, el diario de Montevideo que más le calumnia e injuria dice, hablando de que el fue en este tiempo: “habrá sido una injusticia no darle el titulo supremo de hombre de esperanzas, de poder, capaz de fijar los destinos argentinos”. Y agrega: “Rosas se paseaba triunfante por las calles de Buenos Aires, hacia gala de su popularidad, recibía a todo el mundo; era un eco de alegría y de aplausos el que se alzaba por donde el pasase; su cara era el pueblo, el pueblo le amaba”.

Juan Manuel de Rosas acepta ahora el cargo de gobernador. Acepta el desafío de los unitarios y se dispone para salvar al país. Buenos Aires exulta el júbilo. El pueblo celebra el triunfo con canciones. Los federales saben que ya nada podrán sus enemigos. La sociedad entera se siente seguras, defendida. Todos hacen suyas las palabras pronunciadas en la Sala por uno de los mas cultos e inteligentes diputados, por Juan Antonio Algerich, ex coronel y hoy sacerdote: “el pueblo aspira a que mande el ciudadano Juan Manuel de Rosas, para que mande sin resto, y que mande y despliegue todo ese genio con que la naturaleza le ha dotado en beneficio de nuestra patria; todo el pueblo le marca, le desea, y, en una palabra, cree que el solo puede arar y trillar el campo para que la felicidad vuelva a nuestro país. No quiere limites el pueblo…”

Los escritores que mas tarde harán oposición a Rosas llamándole “tirano”, y los historiadores actuales, parecen ignorar esas palabras. Ellas, sin embargo, revelan la opinión del pueblo entero. No es un solo hombre quien habla por boca de Argerich: es toda la provincia, y el así lo dice. Esas palabras, y otras muchas, entre ellas las de Echeverría, demuestran que, para los contemporáneos de Rosas, ciertos actos suyos del primer gobierno, como la ejecución de Montero y los fusilamientos en San Nicolás, tan condenados por los unitarios y por los historiadores oficiales, no han tenido excesiva importancia o han estado justificados. No ha de haber sido Rosas tan tirano cuando todos, voluntariamente, claman por su vuelta al poder. Rosas no se ha apoderado del gobierno. A él lo han buscado, le han rogado. Ricos y pobres, todos creen que él solo, con su dura mano, puede gobernar. Todos saben que él solo puede imponer el orden, destruir la anarquía y organizar de nuevo la nación. Todos saben que el solo tiene el patriotismo y la capacidad de sacrificio para cumplir la misión trágica que anunciaban las palabras proféticas del general José de San Martín.

Medidas de gobiernos

Es el 13 de abril de 1833. Don Juan Manuel de Rosas va a asumir de nuevo el mando. Buenos Aires se ha arrojado a las calles para aclamar a quien será su amo. Salvo los unitarios y los cismáticos mas comprometidos, nadie ha quedado en las casas, ni los criados. Pululan en las calles negros y mulatos, compadrados y orilleros. Las plebes porteñas quieren conducir al Fuerte a aquel que las ama y las representa. Y todos, ricos y pobre, llevan sus divisas y muchos hombres su chaleco rojo, flamante modo que define al ferviente federal.

La ciudad esta embanderada. En los ombúes de la Alameda, banderas de todas las naciones. Colchas de damasco, rojas o amarillas, cuelgan de los balcones y de las ventanas. En el frente de la Casa de los Representantes lucen adornos de seda. Están decoradas la pirámide, la Recora y los edificios de las plazas del 25 de Mayo y de la Victoria. En la esquina del Cabildo hay un arco triunfal, y una calle de trofeos pintados atraviesa la plaza de la Victoria. En la pirámide, rodeada de bellas banderas, sobrias inscripciones exaltan a Rosas. En la calle de la Victoria, en las dos cuadras que corren a lo largo de las dos plazas, se levantan altos pilares adornados de laurel y sauce y en los que aparecen pintados diversos estandartes y otros emblemas militares. Y el suelo de las calles por las que va a pasar el Héroe del Desierto ha sido sembrado de hinojo. Pero nada entusiasma tanto al pueblerío como el enorme retrato a caballo del Restaurador. Se alza sobre la Recora que divide las dos plazas. En él aparece el conquistador del Desierto proponiendo a los indios un ramo de olivo de la paz en una mano y una espada en la otra.

Inmensa popularidad la de Rosas. Ricos y pobres, señorones y plebeyos, hombres y mujeres, todos lo admiran. Las mujeres son tan entusiastas por Rosas, acaso por razón de su extraña belleza y de su enérgico carácter, como los más fieles federales. En las tres cuadras que debe recorrer el gobernador desde la Legislatura hasta el Fuerte, no queda una ventana, ni una puerta, ni una azotea, que no esté literalmente cubierta por mujeres. Unas junto a otras, las cabezas, con sus anchos peinetones, dan a los parapetos de las azoteas la ilusión de estar decorados con caldas rejas de carey.

Es la una. Don Juan Manuel, de frac azul e insignias militares, llega a la Legislatura acompañado por los generales Pinedo y Mansilla. Mientras jura, veinticinco individuos de azul oscuro y chaleco rojo desatan los caballos del carruaje y reemplazan los tiros con cordones de color punzó. Y cuando don Juan Manuel sale a la calle y sube al carruaje, ellos lo arrastran hasta el Fuerte, ante el vocerío exultante del enorme público que llena las calles y las plazas, los vítores de las mujeres que le arrojan flores, el estallido de las bandas y los cañonazos del Fuerte y de los barcos de guerra.

Todo el día de fiesta, como que el pueblo celebra la fiesta de la Santa Federación. El retrato del Restaurador en conducido por las calles, con acompañamiento de músicos militares. Por la tarde hay volatines en la plaza y una banda toca bajo la galería del Cabildo y cuando anochece, se ilumina la ciudad y los fuegos artificiales estallan en el bello cielo otoñal.

Don Juan Manuel va esa noche al circo. Entusiasmo entre espectadores y pruebistas. En un palco, rodeado de sus acompañantes, permanece grave y rígido. Ha engrosado un poco y tiene el rostro encendido. Al hacer la crónica, dirá el Britich Backet que parecía un English country gentleman: un caballero inglés de la campaña, un propietario rural. Sin duda el periódico ha pensado en la rubicundez de su rostro y de su pelo, en el celeste de sus ojos y en su gravedad casi británica.

Hacia el fin del espectáculo, se oyen dentro del circo, pero viniendo de la calle, música, aclamaciones y cohetes, y enseguida gorros y cinturones rojos -penetra una banda de jóvenes de la Sociedad Popular Restauradora-. Desfilan en columna cerrada y ovacionan a don Juan Manuel. Luego, en marcha militar, se van para recorrer las calles, conduciendo, entre cohetes y buscapiés, un carro triunfal, al que acompaña una banda de música. Rosas, muy fatigado se retira, en medio de fragorosas oraciones. Los escoltan tres soldados a caballo, armados de cavalinas. En la calle se repiten las aclamaciones, las músicas y los cohetes.

Mientras tanto, en las casas de los federales se festeja el retorno de Rosas al poder. Esto significa para ellos la seguridad de las vidas y las propiedades, el fin de los temores, el orden y la paz. Al mismo tiempo, en los ranchos y en las pulperías, con las guitarras federalizadas por las cintas sangrientas, voces criollas cantan cielitos de circunstancias el más popular de los cuales - Cielito, cielo y más cielo- Cielito del federal- invita amenazadoramente al que no lo sea neto, para que huya a la Banda Oriental.

Ya está de nuevo en el poder Juan Manuel de Rosas. Unitarios y cismáticos empiezan a temer. Su proclama, a pesar de reconocer la “odiosidad” del poder sin límites del que se le ha envestido -y que considera necesario “para sacar a la patria del profundo abismo de males en que la lloramos sumergida”-, no anuncia nada bueno a lo enemigos. Amenaza al la “facción numerosa de hombres conimpidos”, vale decir, a sus adversarios, que han hecho alardes de impiedad; que se han puesto “en guerra abierta con la religión, la honestidad y la buena fe”; que han introducido el desorden, la inmoralidad, y el crimen; y que, en una palabra, han “disuelto la sociedad y presentado en triunfo la alevosía y la perfidia”. Es de imaginar con que inquietud habrán leído los unitarios y los cismáticos las palabras es que habla de perseguir de muerte “al pérfido y al traidor que tenga la osadía de burlarse de nuestra buena fe”, de hacer “que de esa laya de monstruos no quede uno” y de tratar de “que su persecución sea tan tenaz y vigorosa que sirva de temor y espanto a los demás que puedan venir en adelante”.

Por esos días, una numerosa y fuerte columna trama, no sólo revoluciones, sino el enmembramiento del país. Por una carta de un conspicuo unitario mendocino, del 11 de marzo, se sabe que una comisión enviada por4 Mendoza y San Juan a Chile ha regresado con “la resolución de aquellas provincias a esta República”. Cree el mendocino que Chile no rechazaría la solicitud, porque la agregación de esas provincias argentinas no le traería la guerra. Felizmente, Diego Portales, el dictador de Chile, no acepto el ofrecimiento de los unitarios. Al responder a los comisionados les había dicho que “delante de esa traición comprendía que Quiroga fuese un héroe y que bien merecían sus paisanos estar al filo de su sable”. Y en cambio mando a Buenos Aires un ministro, que revela a Rosas el entendimiento de sus enemigos con el dictador de Bolivia, general Santa Cruz, contra el cual la Argentina y Chile poco después hablaran sobre una posible alianza.

Y comienzan las destituciones. Rosas, que en su primer gobierno dejo a casi todos los empleados en sus puestos, ahora barre de la administración a los unitarios y a los cismáticos. El camarista Gregorio Tagle, ex ministro de Balcarce; médicos eminentes, que son profesores de la Facultad de Medicina; curas y capellanes, cuya destitución pide a la Curia; empleados del Correo, de la Aduana, de la Caja de Ahorros, del Resguardo, todos quedan en la calle. Son borrados de la lista militar, en tres decretos, once coroneles, veintidós tenientes coroneles, veintiséis sargentos mayores y ciento ocho oficiales. Otro decreto no solo da de baja a veintiséis oficiales “por haber traicionado la causa nacional de la Federación”, sino que los suprime de la lista civil, les retira los despachos y los enrola como soldados en el cuerpo al que pertenecen. Y en su venganza contra los cismáticos, que él cree ser justicia estricta, llega hasta quitar la jubilación a algunos retirados. Odia más que los unitarios a los cismáticos, que han destruido casi toda su obra de gobierno, han aislado a Buenos Aires de las demás provincias, se han entendido con los desembristas, y por poco arruinan la expedición al desierto. Y tiene rasgos de benevolencia: al padre de Lavalle lo jubilo con el sueldo íntegro, y al hermano le encomienda nuevas funciones nombrándole Tesorero de Aduana.

Rosas aspira a unificar al país, y por eso también quiere quitar toda influencia a aquellos que atentan contra la unidad, a los fomentadores de discordias. Los propósitos de paz son indudables: he ahí su decreto del 20 de mayo, aboliendo “para siempre” la pena de confiscación. Asombró esta generosidad, ya que los unitarios han confiscado muchas veces los bienes de los federales. El general Paz los hizo frecuentemente en 1831, y así consta en el Manifiesto de la Comisión Representativa de los gobiernos del Litoral, uno de cuyos miembros era Domingo Cullen, tan caro a los historiadores oficiales. Lavalle confiscó todo el ganado vacuno y caballar que pudo. La confiscación está en las leyes de entonces, las leyes españolas que aún rigen. Pero Rosas quiere la paz y la unidad. Rosas, el “perverso”, el “monstruo”, no confiscará los bienes de sus enemigos, como los confiscaron los patriotas de la Primera Junta y los gobernantes de 1815.

Como todos los grandes creadores de naciones, Rosas sabe que es necesario unir a sus compatriotas. Muchos senderos conducen a esta deseada unión, y Rosas va a utilizarlos. Uno de ellos es la exaltación de las masas, el ejercicio del entusiasmo colectivo. El será el beneficiario de ese entusiasmo, pero también su causa y la de la patria. El pueblo le adora y está contento. Pero el consiente, y, probablemente, favorece la ininterrumpida jarana federal.

La divisa federal, símbolo de la causa, es un eficaz medio de unión. Lo mismo el color rojo. Se impuso oficialmente, durante el anterior gobierno de Rosas, por una angosta cintita análoga a la de la Legión de Honor, de los franceses, y que sólo se obligó a llevar a los empleados y a los profesionales. Ahora se universaliza su uso. Hasta las viudas, al cobrar su pensión, deberán tener puesta la divisa. El rojo se lleva ya en los chalecos. Poco a poco todo se irá enrojeciendo. Y la ciudad llegará a estar casi entera pintada de roja, es decir, los zócalos, puertas y ventanas, pues no eran muchas las casas integramente coloradas. Entonces, también, se habrá uniformado la opinión pública.

Diez días después del ascenso de rosas al poder, la Sociedad de Beneficencia solicita al gobierno la substitución del celeste -símbolo unitario- por el punzó, en cierta parte del traje de las colegialas. Rosas, naturalmente, accede, y agrega un moño en el lado izquierdo de la cabeza. Y por un decreto extiende a todas las escuelas el reemplazo del celeste y del verde por el federalismo punzó.

A fines de mayo, ordena usar la cinta punzó a los preceptores, los empleados y los niños de las escuelas públicas y particulares. Se funda la prescripción, como dice la circular al Inspector general de escuelas, en que la divisa punzó es “una señal de fidelidad a la causa del orden, de la tranquilidad y del bienestar de los hijos de la tierra bajo es sistema federal, y un testimonio y confesión pública del triunfo de esta sagrada causa en toda la extensión de la República y un signo de confraternidad entre los argentinos”.

Pero Rosas no se contenta con imponer la divisa en Buenos Aires. Pide a los demás gobernadores que la difundan. Les dice estar probado que ella tiene “una virtud prodigiosa”. Agrega: “Esta voz debe resonar por todas partes y a toda hora, porque así es conveniente para la consolidación del sistema”. Los gobernadores le complacen y aun hacen homenaje a su retrato: el de Mendoza lo espera “para recibirlo con alguna demostración popular de regocijo”, a cuyo fin ha ordenado al general Aldao “que baje a la ciudad con su tropa y mande la línea que ese día debe formar”.

También utiliza el juramento en su afán de unificar a los espíritus. Todos los empleados, los universitarios y hasta las niñas del Colegio de Huérfanas, deberán jurar fidelidad a la causa santa de la Federación. Considera deber de todo ciudadano hacer profesión pública, en el momento de ingresar en la administración, “de sostener y defender la expresada causa, del mismo modo que la de la independencia”. La imposición de este juramento. Rosas no averigua si es sincero o no. Le basta con que las palabras rituales se pronuncien. Y con esa imposición, igual a las que hoy, existe en varios países, en que se obliga a jurar por la Democracia -la Federación, o el federalismo, está dentro de la Democracia-, Rosas se evita el molestar a mucha gente.

Como casi todos los dictadores, él desprecia a los intelectuales. Los sabe, como que en su mayoría son unitarios o cismáticos, en contra de sus procedimientos y de cuanto él representa. En enero de 1836, resolverá que nadie obtenga el título universitario sin una información sumaria de “haber sido y ser notoriamente adicto a la causa nacional de la Federación”. Como en el caso del juramento, Rosas no averiguará jamás -así lo prefiere el unitario Valentín Alsina- si las informaciones son exactas o no. Le basta con la sumisión y la humillación.

Así como Mahoma quiso que los musulmanes oyesen varias veces por día las palabras “¡Dios es grande y Mahoma el profeta de Dios!”, Rosas quiere que los federales lean y escriban y oigan muchas veces al día las palabras “¡Viva la Federación!”. Por contenta con que encabecen las notas oficiales y las solicitudes. Más tarde, se oirán hasta media noche, cantadas quejumbrosamente por el sereno, ese almuédano ambulante de la religión federal.

En este decreto hay algo trascendental: el bautismo de nuestra patria. La Argentina no tenía un nombre. Rosas se lo ha dado: Confederación Argentina. El quiere, convencido como está de haber organizado al país bajo la forma federal, que esas palabras se pongan al fechar las notas y solicitudes; y se contará el año desde 1830, en que fija el nacimiento de la Confederación. Así, una nota presentada en 1835, ha de tener estas fechas: Año 26 de la Libertad, 20 de la Independencia y el 6 de la Confederación Argentina.

Hombre de fórmulas, él da enorme importancia a estas cosas. Cree también en los símbolos. Y sabe, por instinto, lo que vale para unificar a los espíritus y a las conciencias, esa constante y aun obsesionante presencia de las palabras mágicas y de las divisas rojas.

Rosas está resuelto a proceder con violencia contra los enemigo del orden. Ya se le dijo a López: …“es menester no andar con medias palabras, restricciones, cortesías ni miramientos, sino proceder con la misma decisión y desembozo que en la causa de la Independencia, porque aquella es tan nacional como ésta”. Se refiere al bárbaro trato a los españoles, ordenado por nuestros primeros gobiernos, y a las ejecuciones ordenadas por Castelli, Rivadavia, Belgrano y otros próceres de la Independencia. Cree que los unitarios se han introducido entre los federales y que influyan en algunos gobiernos y hasta dirigen los asuntos públicos. Al gobernador de San Luis le ha escrito, poco antes de asumir el mando: “Si quieren sangre, sangre correrá y verán que horrendos atentados se van a convertir en una plaga de muerte contra ellos y contra todo malvado, en todo la extensión de la República”.

No tardan en comenzar las violencias. Sin proceso previo, fusila el 28 de mayo en los cuarteles de la Guardia del Monte al teniente coronel Miguel Miranda y al sargento Gatica; y el 29 de mayo, en la plaza del Retiro, al coronel Paulino Rojas. Mueren por el delito de traición a la patria y a la Santa Causa Nacional de la Federación y por haber intentado, con los unitarios, asesinar a Rosas durante la expedición al desierto. Miranda era uno de aquellos cabecillas que en 1829, cuando la guerra restauradora, se levantaran contra Lavalle y se convirtieron en hombres de Rosas. Pero también uno se pregunta porque Rosas habría de condenar sin motivo a quien hasta ayer fué uno de sus fieles. Tal vez a Miranda le hablaron los enemigos de Rosas y él no rehusó las conversaciones. Y Rosas, para el cual media palabra es ya un delito consumado, vió un criminal en su poco avisado amigo.

Una época de terrible severidad comienza. Los jueces, rigiéndose por las leyes españolas que todavía están en vigor, condenan a muerte a mucha gente. Rosas es implacable con los desertores, que abundan bastante. Y sus métodos son practicados también en las provincias. En Mendoza, donde predomina el fraile Aldao, ha sido fusilado, con otros oficiales, acusado de conspirador, el coronel Barcala, aquel negro a quien Quiroga le perdonó la vida y lo hizo su edecán. Rosas, al temer noticia de este hecho, felicita a las autoridades mendocinas.

Mientras tanto, lo que más le preocupa a Rosas es el asesinato de Quiroga.

Su admiración hacia él ha sido siempre muy grande. Se la ve en sus cartas. A Terreno le habló desde el Colorado de “la fortaleza y grandeza de alma” de Quiroga y de que “los esfuerzos y sacrificios que este hombre singular ha hecho, son de gran valor y dignos del mayor reconocimiento” A Guido, poco afecta a Quiroga, le reprocho no haber ido a recibirle, y eligió al caudillo riojano afirmando ser la “única influencia que en las provincias ha sabido contener los avances injustos contra Buenos Aires”.

Cuando en el colorado supo la llegada de Quiroga a Buenos Aires, hizo tocar dianas y ordenó “recíprocas fraternales congratulaciones en demostración sincera y justa de jubiló con que todo el ejército recibe tan importante noticia “A López, días después de llegar la noticia del crimen, le habló de las virtudes, saber, valer y demás cualidades de Quiroga, fiel amigo y compañero . Aparte de su agradecimiento al vencedor en las campañas de cuyo y del norte en 1831, es seguro que rosas, como todo el mundo en Buenos Aires, esta bajo la sugestión personal de Quiroga, en que se ve un hombre de genio. Su muerte violenta le ha de haber impresionado hondamente, no solo por si misma sino también porque anuncia la suya. Lo ha dicho varias veces: los unitarios tenían decretada su muerte así como la de Quiroga y la de López. Pero más que nada, le impresionó la acusación de los unitarios de ser él quien ha hecho asesinar a Quiroga. No la olvidará en toda su vida.

Rosas no ha tenido el menor motivo para eliminar a Quiroga .Tal cual critica que Quiroga le ha hecho y sus deseos de visitar a Rivadavia, carecen de importancia .Quiroga ha probado su lealtad a Rosas en 1832, al entregarle las cartas de Daniel Leira, delegado de corrientes en la Comisión representativa, que lo invitaba a trabajar contra el restaurador. Quiroga ha reconocido en los hachos la superioridad de Rosas. Nunca ha pertenecido desplegarse .Quiroga se halla enfermo. Antes de ser asesinado, estuvo en Santiago del Estero. No tiene ya la fuerza moral ni física de otros tiempos.

En Buenos Aires, fuera de los unitarios, nadie imagina a Rosas con la menor culpa. La propia viuda de Quiroga no deja, ni por un momento, de conservar la mejor amistad con la madre y los hermanos de Rosas y con el propio restaurador. Y la viuda del general Ortiz, uno de los acompañantes de Quiroga, le escribe haber sabido por su hermano, Dalmacio Vélez Sársfied, el futuro autor de nuestro código Civil, lo que Rosas ha hecho por ella, y, al agradarle en términos efusiones, le dice que se toma la libertad de colocarse “bajo su protección “, librando su suerte “a su filantropía y virtudes”.

Apenas tiene noticias del delito, Rosas aunque todavía no es gobernador, ya comienza sus investigaciones. A López le dice que la logia unitaria ha hecho correr la voz de “que usted tiene parte”en el asesinato. Es probable que el mismo sospeche de López a de su ministro Cullen, o que los crea enterados de los nombres de los delincuentes .Evoca los grandes crímenes de los unitarios-el fusilamiento de Dorrego, y los asesinos de Villafañe, de Latorre y de Quiroga-, tal vez para alarmar a López y hacerle comprender la necesidad de revelar lo que sepa, con el fin de prevenir nuevos males. Y López puede saber mucho puesto que en Córdoba gobernador los Reinafé, sus protegidos.

¡Estupenda la rapidez y la energía con que Rosas procede! Se considera que una carta no tarda menos de 8 días entre Buenos Aires y Santiago. Un anónimo, primero, y luego denuncia oficial de Felipe Ibarra, el gobernador de Santiago del Estero, le han enterado a Rosas de que el ejecutor principal del crimen por encargo de los Reinafé, es el capitán Santos Pérez. El gobernador de Córdoba, José Vicente Reinafé, sus hermanos Guillermo y Francisco y los demás cómplices, quieren ocultar a los delincuentes. El día mismo de la tragedia, José Vicente ha delegado al gobierno y se ha ido a su estancia. El gobernador sustituto nombra una comisión investigadora. Encarcelan a Santos Pérez, le levantan un sumario y lo absuelven. José Vicente Reinafé, que ha asumido al poder, envía el proceso a Rosas el 27 de mayo. Rosas quiere que ese hombre deje el gobierno. Le escribe a López para que le exija la renuncia y le manda el texto de la carta que el gobernador de Santa Fe podrá firmar “si le agrada”. Violenta situación para López, que ha escrito a los Reinafé, no mucho tiempo atrás, aconsejándoles unirse a Ibarra para actuar contra Rosas y sabe que Rosas está enterado de eso. Pero su conciencia honrada, el deseo de complacer a don Juan Manuel y acaso el temor que le tiene, decide exigirle a Reinafé su renuncia, y lo mismo hacen solicitados por Rosas, los gobernadores de las demás provincias. Rosas presiona también a los demás miembros de la legislatura de Córdoba, donde cuenta con partidarios muy fieles. Renuncia Reinafé el 7 de agosto. El nuevo gobernador, coronel Pedro Nolasco Rodríguez, no gusta a Rosas -que quiere ver en el mando al coronel Manuel López, llamado Quebracho-, a pesar de haber decretado la prisión de Santos Pérez y los Reinafé. El general Estanislao López encarga a dos jefes cordobeses que reclamen su renuncia al nuevo gobernador e insinúen la conveniencia de elegir a López Quebracho. El gobernador renuncia el 22 de octubre, en que se nombra una persona que vive en Buenos Aires. El gobernador provisional comunica su designación a Rosas, el cual le contesta que no lo reconoce y que ni él ni el gobernador de Santa Fe reconocerán a quien “no tenga acreditada su invariable adhesión a la causa federal”. Por este veto de Rosas y de López, y porque la Legislatura no le presta acuerdo a sus ministros. La Legislatura asume el gobierno y lo delega en su presidente. El gobernador disuelve la Legislatura y declara desde ese momento reviste la suma del poder público. Pero, incapacitado de gobernar, entrega el mando al jefe de las tropas, el cual lo delega en López Quebracho.

Es prodigioso el número de cartas que ha escrito Rosas. Ha pedido intervenir en Córdoba por la fuerza y no lo ha hecho. Prefiere persuadir, poner de su parte a las demás provincias. Quiero que la situación de Córdoba se caiga sola. Se limita a cortar relaciones con ella y a lograr que las demás provincias hagan lo mismo. Como, al principio, los gobernantes temieron que Reinafé contara con el apoyo de Estanislao López, él los ha convencido de que no es así y se ha esforzado a mover a López. La caída de Córdoba en manos de Rosas es una obra maestra de arte de la política, en la que intervienen la astucia, la paciencia, el ingenio y el razonamiento. Maquiavelo la habría alabado.

Ahora sabe Rosas que se hará justicia. Santos Pérez, que había sido encarcelado por segunda vez, que huyó y fue una tercera detenido, viene preso hacia Buenos Aires, junto con los Reinafé. Rosas dispone que el edecán de gobierno salga a recibirse de los presos, que entran en la ciudad y pasan por las calles hasta la cárcel, en medio de las befas y de los insultos del populacho. Y Rosas elige al doctor Manuel Vicente de Maza, ahora camarista, magistrado integérrimo, para que substancie la causa y lo resuelva.

Rosas ha triunfado. En ocho meses ha trastornado el cielo y la tierra para tener a los delincuentes bajo su mano. Ha movido a los gobernantes de casi todas las provincias. Ha aislado, cercado y bloqueado a Córdoba, para obligarla a decidirse. Ha vencido de las vacilaciones a Estanislao López y de las actitudes ambiguas de los gobernantes cordobeses, que no querían, o no se atrevían, por temor a los Reinafé, a hacer justicia. Su poder ha salido abultadamente agrandado de estos apasionantes episodios. Ahora los gobernantes saben lo que puede ocurrirles en el caso de que alguna vez resistan a la voluntad poderosa del Restaurador de las Leyes.

Hechos de diversa naturaleza, ocurridos en aquel segundo semestre de 1835, nos muestran un Rosas distinto del que pintan los unitarios.

Al acercarse el 9 de julio, aniversario de la declaración de la Independencia, Rosas, en un decreto, tendenciosamente olvidado por la historia oficial, declara fiesta patria ese día, que Rivadavia lo hizo apenas feriado. “Festivo de ambos preceptos”, ordena Rosas, es decir, se oirá misa y no se trabajará. Los considerándoos son magníficos de sentimiento patriótico y religioso. Pero ni Rosas, ni gobernante alguno -tal vez él lo ignora-, puede obligar a oír misa, pues eso es cosa de la Iglesia; y, como es natural, la Iglesia no toma en su cuenta su decreto en la parte que le concierne.

Llegada del general José María Paz. Lo manda López, prisionero desde Santa Fe. Rosas lo hace quedar en la villa de Luján y lo aloja en el Cabildo. Ordena a las autoridades que le guarden consideración; le manda libros, como él lo ha pedido; le acuerda el grado de General de la Provincia de Buenos Aires, y le paga su sueldo íntegro -inclusive sus sueldos atrasados- así corre como el vino que bebe. Rosas, lógicamente, ha debido fusilar a Paz, así como Lavalle fusiló a Dorrego. Es la ley de los tiempos. Pero “el monstruo” no lo fusila y lo trata con la mayor humanidad y hasta con excepcional consideración. Parece que obra por agradecimiento: Paz, en 1829, impidió que su padre fuera detenido y desterrado.

Rosas continúa su obra religiosa y moralizadora. En su primer mensaje asegura que “se propuso despertar de varios modos los sentimientos sublimes de la piedad y religión, como bases inmutables de la moral y las costumbres y como origen inagotable de consuelo en la adversidad”.

En octubre de ese año 35 restablece el convento de Santo Domingo, pues desea “reparar los males que causo a la religión y a la moral, a la República en general y muy particularmente a esta provincia, la medida innecesaria, injusta y violenta” de la supresión de ese convento, y “proporcionar a los habitantes de la Provincia los bienes espirituales de que han estado privados en este largo período”, por la falta de la comunidad dominicana. Eso si, los padres “han de ser adictos, fieles y decididos por la causa nacional de la Federación, bajo cuya condición se les asegura la protección del Gobierno”. En la misa de acción de gracias por este acontecimiento, el cura de la Merced pronuncia un sermón en el que opone la política religiosa del Restaurador a la del Partido Unitario. Poco después, el prior de los dominicos le escribe a Rosas pidiéndole hacer arreglos en el semidestruido edificio y le dice que recurre a él porque los religiosos de ese convento no tienen otro amparo, después de Dios, “que su hermano y Restaurador”.

Cinco meses atrás, ha decretado la continuación de la obra de la Catedral, suspendida desde hacia ocho años. Lo hace como agradecimiento al Todopoderoso, reconociendo “que la mano bienhechora de la Providencia ha puesto el sello a la causa de la justicia y de la razón”. También adopta diversas resoluciones para que los niños católicos no asistan a las escuelas protestantes. Y no suprime la libertad de conciencia y de cultos. Los protestantes practican su religión tranquilamente.

Por obra suya retornan los jesuitas, expulsado por Carlos III, a fines del siglo XVIII. Rosas restablece la Compañía en agosto de 1836. Poco después, fija una suma de dinero mensual para el sostén de los padres; les entrega el edificio llamado “del Colegio”, que antes fue de ellos y los autoriza a dedicarse a la enseñanza.

Su celo religioso es cada día mayor. Redacta el borrador de una carta que el Obispo mandará al cura de Patagones. En ella le dice que, dudándose de haber sido católico cierto súbdito inglés enterrado en el cementerio local, deberá exhumar sus restos y, en espera de las averiguaciones, colocarlos en lugar no bendito y bendecir de nuevo el cementerio.

Su afán de moralizar no es menor. Acaso su fervor catequista responda principal, sino exclusivamente, a su pasión moralizadora, que es una formula de su pasión por el orden. Rosas es lógico: la ausencia de moralidad implica el máximo desorden y la moralidad católica es la más acabada norma de disciplina, de orden y subordinación.

Establece la censura en el Teatro; favorece a la Casa de Ejercicios, por lo que han pasado -dice su mensaje-, “con increíble mejora de la moral pública, una multitud de personas de todas clases y condiciones”; y en julio de 1836, reglamenta el Carnaval. Antes de ese decreto se jugaba días antes y se seguía jugando varios días después, y desde la mañana hasta la noche, con baldes de agua, huevos, etc. Los Hombres entraban en las casas y se metían en las piezas en persecución de las mujeres. Rosas suprime estas salvajadas, con lo cual, lejos de adular al pueblo, va contra sus gustos.

Y como todo es pretexto para combatirle, los unitarios critican los carnavales de su tiempo. Los extranjeros, informados por los antirrosistas de Montevideo, pintan a don Juan Manuel y a su familia, inclusive a la delicada y suave Manuelita, dedicados, “con una especie de furor”, a esa bárbara orgía de Carnaval. Un escritor de ascendencia unitaria, José María Ramos Mejía, habla de “el Carnaval de Rosas” en una página magnifica de colorido, pero absolutamente falsa. Evoca “el obsceno entrevero”, las mujeres que “caían al suelo rodando entre el barro de los charcos””. El “carnaval de Rosas” permitía a la plebe, según el gran escritor, ejercer sus pequeñas venganzas. Pero nada de eso es posible, por razón del decreto de Rosas. Durante los tres días -no se permite ni uno más- sólo se juega desde las dos de la tarde hasta la oración: tres cañonazos del Fuerte anuncian el comienzo y el fin del juego. Sólo puede usarse agua, y huevos de los llamados de olor. Las puertas de calle han de estar cerradas y no abrirse sino para las estrictas necesidades del servicio. Los que jueguen desde la calle no pueden asaltar las casas, ni forzar las puertas o las ventanas, ni pasar de los umbrales. Tampoco se tolera jugar de casa a casa, por los interiores. Ni se admite disfrazarse con traje del otro sexo, ni de eclesiástico, militar, ni -admirable respeto por la vejez- de “persona anciana”. >Lo que Rosas manda se cumple siempre. Si hay violaciones es seguro que son castigadas severamente, como castiga Rosas a los que violan sus leyes. Tal vez Ramos Mejía no ha advertido la fecha del decreto. Desde que es Restaurador asume el mando por segunda vez, sólo ha habido un Carnaval grosero, el de 1836, el que dio motivo al moralista que es don Juan Manuel para reglamentar la bárbara diversión.

Rosas participa con algunos amigos en el primer carnaval que sigue a su decreto. Recorren las calles montados en fletes con arreos de palta, a los que le han puesto plumas rojas en las frentes y largas cintas punzoes en las colas. Así demuestra al pueblo que no es enemigo de la fiesta, que solo ha querido quitarle lo que tiene de desagradable para un pueblo civilizado. También ha querido evitar, con su presencia, las infracciones a sus reglamentos.

Esta manía moralizadora le lleva a dictar resoluciones de auténtico despotismo. Así aquellas por las que destina a tambores en los cuerpos de línea a los muchachos que prefieren palabras obscenas o “descorteses” en las calles, en las pulperías o en cualquier otra parte; y a los que en las calles y otros lugares públicos jueguen a la cañita, al hoyito, a los montecitos, o se les encuentre “en alguna otra cosa mal entretenidos” y a los que se reúnan en los bautismos. Y si los lenguas sucias o descorteses o jugadores callejeros son hombres, irán al ejército por cuatro años.

Es tan abultado el castigo en relación a la falta, que cuesta ver en estas resoluciones el solo afán moralizador. Probablemente Rosas busca conseguir soldados para sus ejércitos. De cualquier modo, revela que estima en poco los derechos de la persona humana, a la que sobrepone los del Estado. Es cruel y autoritario arrancan de sus casas y mandar al ejército por cuatro años -y no estando en tiempos de guerra- a chicuelos o muchachotes, por el “crimen” de soltar una palabrota o jugar en la calle a la cañita.

Igualmente revela Rosas su despotismo en el decreto en que prohíbe toda comunicación epistolar, o de otra clase, directa o indirectamente, por sí o por interpósita persona, con el canónigo Don Pedro emigrado en Montevideo y enemigo suyo. Todo el que reciba carta, papel o recado del canónigo, sobre cualquier asunto “por inocente que sea”, deberá ponerlo inmediatamente, “y sin la menor demora”, en conocimiento del gobierno; y el que infrinja estas órdenes será considerado como sospechoso de traidor a la República y perturbador del orden y castigado según las circunstancias. El padre Vidal ha enviado un folleto anónimo, escrito por él, titulado Federación, Constitución y Nacionalización a personas de Rosario y de otros puntos, y en el que ataca a Rosas. El decreto, después de hablar de “la notoria inmoralidad” del sacerdote y de su “incesante propensión e introducir oculto y alevosamente la discordia por todas partes”, atribuye al libelo al propósito de convulsionar la República. Que el canónigo quiera suscitarle enemigos a Rosas y provocar una revolución o guerra civil, es posible. Los unitarios de Montevideo viven entre planes revolucionarios, pero ahora, vencidos y con el gobierno uruguayo en su contra, poco pueden hacer. El propio Rosas lo cree así: en carta de junio de 1836, le dice al gobernador de Tucumán, Alejandro Heredia: “se contentan dichos unitarios con descretarme tósigos y puñales alevosos, puesto que su debilidad y miseria unida a su ferocidad nada otra cosa lo permite.

Rosas es hombre de poderosa imaginación y un extremo quisquilloso. Tal vez porque llego al gobierno sin haber actuado en política, o porque jamás fue realmente combatido, el caso es que no soporta el menor ataque, ni un disentimiento notable con convicciones, y que en cualquier palabra ve graves peligros para la patria. Acaso, sin advertirlo, necesito para su incansable actividad epistolar. Porque con este motivo escribe a todos los gobernantes, pidiéndoles la misma severidad para los que se comuniquen con el canónigo Vidal, a lo que ellos se aprestaron a obedecer sumisamente.

Política económica

La economía de la etapa rosista fue marcada por una serie de altibajos propios de un país que pasaba de un bloqueo a otro y de una expedición militar a otra porque, bueno es remarcarlo, un hecho bélico es también un problema económico.

La ciudad de Buenos Aires continuó con su tónica intermediaria, logrando buenos dividendos con sus exportaciones e importaciones, y las economías regionales subsistían pobremente abasteciendo a un mercado interno golpeado por la constante actividad militar, con sus levas forzosas, sus saqueos y sus gastos improductivos, y por el avance de los artículos extranjeros que muchas veces entraban al país con buena calidad y a mejor precio. El cuerpo cumplía la vital función de conectar al interior con el mundo externo, ser centro comercial y financiero y sede del gobierno más poderoso de la Confederación.

Desde hacia algunas décadas, el saladero venia siendo la actividad industrial más importante y obviamente relacionada con la reproducción de ganado vacuno; asimismo, esta último actividad, que necesitaba grandes extensiones de terreno, tenía conexión con el reparto y acopio de tierra por parte de los estancieros. Alrededor de un 15% del ganado era consumido por la población, en tanto que le resto terminaba sus días en el saladero, cuyos productos eran exportados. De esta manera, los intereses de los estancieros, muchos de ellos federales, se transformaron en los intereses de la provincia de Buenos Aires. Esta es una de las causas por las cuales Rosas se negó a organizar constitucionalmente a la Confederación, dado que se oponía a participar a la Nación de las rentas logradas en la provincia y, particularmente, en el puerto de Buenos Aires. Asimismo, el problema de la libre navegación de los ríos interiores, especialmente el Paraná, fue un reclamo constante de las provincias del litoral con el fin de comerciar directamente con el exterior; Rosas se negó sistemáticamente y exigió el pago de los derechos correspondientes a Buenos Aires por la navegación fluvial.

El 18 de diciembre de 1835 el gobierno de Rosas dicta una ley de Aduana. En ella, con espíritu proteccionista, se establece, para los artículos importados, derechos que varían entre el cinco y el cincuenta por ciento. Los máximos recaen sobre objetos de lujo, sobre cosas que el país produce y sobre lo que no es absolutamente necesario. Lo que no tenemos y es indispensable, entra libre de derechos. Y se prohíbe la introducción de cuanto nosotros producimos.

Rosas -“el único que repartió la tierra entre los pobladores de la campaña”, como dice Juan B. Justo en La teoría científica de la Historia, mientras Rivadavia distribuyo novecientas cuarenta leguas entre nueve personas y mil trescientas entre quince- realiza con esta ley una gran obra a favor del pueblo y del progreso del país, pues la ley protege a las manufacturas criollas y a la agricultura y fomenta el surgimiento de la industria fabril.

Comienza un extraordinario progreso, que durara hasta la caída de Rosas.

También debe anotarse, porque alguna relación tienen con la ley, que durante el gobierno de Rosas se introduce la primera máquina de vapor, que crea la primera fábrica de fundición y mecánica, de inaugura la primera línea de cabotaje en el Atlántico, son traídos los primeros vacunos Shorthorn y se ponen los primeros alambrados.

Sobre la consecuencias de la ley en las provincias, añadamos a lo dicho, y a título de ejemplo: que en Tucumán llega a haber trece ingenios de caña de azúcar; que en Córdoba las pieles de cabra son curtidas tan perfectamente que las envía a Francia, lo que obliga al gobierno francés, para proteger a su industria, a prohibirlas; y que el gobierno de Salta, en abril del 36, en una ley de homenaje a Rosas, dice que la ley de Aduana “consulta muy principalmente le fomento de la industria territorial del interior de la Republica”, que “en un estimulo poderoso al cultivo y explotación de las riquezas naturales de la tierra” y que “ningún gobierno de los que han precedido al actual de Buenos Aires, ni nacional ni provincial, ha contraído su atención a consideración tan benéfica y útil a los provincias interiores”.

Rosas, en el mensaje del 1º de enero de 1837, informa que las modificaciones en la ley de Aduana “a favor de la agricultura y la industria han empezado a hacer sentir su benéfica influencia”, y que “los talleres de los artesanos se han poblado de jóvenes”.

Más tarde, dirá Sarmiento y le creerán: “En quince años no ha tomado una medida administrativa para favorecer el comercio interior y la industria naciente de nuestras provincias.

Con la expropiación del Banco las finanzas de la provincia pasaron a ser manejadas por el flamante Banco Provincial.
A través de los ritos federales y de la administración firme y clara, Rosas planteó un gobierno próspero.

Para superar la crisis económica provocada por las luchas internas y los bloqueos, decretó cesantías en masa, rebajó los sueldos, redujo el presupuesto de la Universidad, prohibió la exportación de oro y plata, entre los más importantes.

 

Problemas internos

Generación del ´37

En medio de las dos fracciones inconciliables en que se hallaba dividida la sociedad argentina: la federal, vencedora, y la unitaria, vencida y perseguida, creció una generación nueva que, sin participar en los odios y guerras fratricidas, aspirada a ocuparse de los asuntos públicos. Estos jóvenes, encabezados por Esteban Echeverría, fundaron en 1837, la Asociación de Mayo, con el propósito de trabajar por el progreso y la felicidad de la patria.

Entre las cuestiones de la Asociación de Mayo debía tratar figuraban las siguientes: la soberanía del pueblo, la democracia representativa, la distribución de los impuestos, la organización de la vida en la campaña, el estudio de los estatutos y constituciones, etc.

La cuestión esencial era la organización de la patria sobre bases democráticas. Se aspiraba a formar un nuevo partido, ni federal ni unitario, que propiciara la adopción de un régimen mixto, de acuerdo con los antecedentes históricos del país.

La predica de Echeverría, con quien colaboraron Juan Bautista Alberti y Juan María Gutiérrez, tuvo repercusión en todo el país, y en varias ciudades se fundaron centros culturales semejantes.

No obstante la bondad y nobleza de sus propósitos, la Asociación de Mayo tuvo corta vida. Rosas empezó a mirarla con desconfianza y los miembros más entusiastas se vieron obligados a emigrar. Los unitarios tampoco lo apoyaron, pues temían fuera de ella un poco de división para el partido.

Desapareció la Asociación, pero las semillas de sus principios quedaron sembradas y sus frutos debían verse, años después, en las disposiciones de la Constitución Nacional.

Lavalle

Juan Lavalle prepara una expedición a Montevideo. Con la ayuda de la escuadrada francesa, se apodero de la isla Martín García y pasó a la provincia de Entre Ríos, derrotando en Yeruá a las fuerzas entrerrianas. Corrientes se pronunció en su favor.

Unidas sus tropas a las correntinas, Lavalle volvió sobre Entre Ríos y tuvo encuentros con Echagüe en Don Cristóbal y Sauce Grande, combates de resultados indecisos. Decidió entonces marchar sobre Buenos Aires, embarcando su ejército en buques franceses, que lo condujeron hasta San Pedro. Desde este punto avanzó por tierra, llegando hasta Merlo. Rosas ya se veía perdido, pues no tenía fuerzas para hacerle frente. En ese momento, Lavalle, en vez de atacar a la Capital como se esperaba, resolvió retroceder hacia el interior para unirse a La Madrid, que estaba en Córdoba con las fuerzas de la coalición del Norte. Las tropas de Rosas, al mando de Oribe, salieron en su persecución y lo vencieron completamente en Quebracho Herrado (28 de noviembre de 1840) y en Famaillá (19 de septiembre 1841). La Madrid, derrotado por el general Ángel Pacheco en Rodeo del Medio (provincia de Mendoza), huyó a Chile.

Lavalle siguió retirándose hacia el Norte, con intenciones de buscar refugio en Bolivia, pero habiendo hecho un alto en Jujuy, fue muerto por una partida federal, que hizo fuego contra la puerta de la casa donde él se encontraba (9 de octubre de 1841).

A fines de 1839, el doctor Marco Avellaneda, ministro de gobierno de Tucumán inició trabajos revolucionarios contra Rosas y logró formar, en 1840, una coalición de las provincias de Tucumán, Salta, Jujuy, Catamarca y La Rioja. El general La Madrid asumió el mando de las fuerzas militares y al aproximarse a Córdoba, esta provincia se incorporó a la coalición. La Madrid entró en comunicaciones con Lavalle, que acababa de apoderarse de Santa Fe y pensaba marchar a su encuentro.

Derrotado Lavalle en Quebracho Herrado, consiguió unirse a La Madrid con los restos de su ejército, pero desde entonces los insurrectos no cosecharon más que derrotas. Con las batallas de Famaillá y Rodeo del Medio, las fuerzas de Lavalle y de la coalición quedaron aniquiladas.

El doctor Avellaneda fue tomado prisionero y degollado. Su cabeza fue colocada en una pica y expuesta en la plaza de Tucumán.

Lavalle ha desembarcado en la isla del Baradero, a ciento cincuenta kilómetros de Buenos Aires, el 4 de agosto. Aunque ha sido hasta optimista, no es de creer que ahora lo sea. A Lamas le ha escrito, semanas atrás, y según Lamas le transmite a Ribera que los soldados del enemigo “son de una fidelidad inconcebible hacia Rosas; que lo sufren todo, hambre, desnudez, mala fortuna; y no hay que contar con una defección”. Pero, contradictorio como siempre, en esa misma carta, después de anunciar a Lamas que quiere ir a Buenos Aires para derrocar a rosas directamente, agrega que el ejército de Echagüe, al que acababa de elogiar, lo disolverá “con una sola carta suya”. También desde la fragata de la Expeditive ha escrito que probablemente no podrá desembarcar “por falta de veinte días de víveres”.

Apenas desembarca, ve que nada estaba organizado. Culpa a los unitarios de Montevideo, principalmente a Agüero. Adivina su fracaso. A Del Carril, el 5 de agosto, desde el Baradero, le confía que fracasará por falte de caballos. “Quiero dejar en sus manos una carta histórica. ¡Que nuestra patria maldiga a los autores de su desgracia, si el Ejército Libertador no llena su misión!” y a su mujer, el mismo día, le dice que los errores de los hombres de Montevideo le han “arrebatado la dicha celestial de derribar a Rosas en ocho días y sin efusión de sangre”.

El día siguiente, al amanecer, hay un encuentro con las tropas de Pacheco, junto al arroyo del Tala. Los soldados de Pacheco pasan junto a los de Lavalle gritando a lo indio, con el fin de asustar a la caballada enemiga y hacerla huir. Pero es su caballada la que huye y se dispersa. Sus tropas huyen también y dejan dos piezas de artillería. No ha habido ni un muerto ni un herido, aunque El Nacional dirá que pacheco “dejo el campo lleno de cadáveres”. Lavalle cree haber logrado un gran triunfo y le escribe a su mujer “hice pedazos la columna de pacheco”.

El 10 de agosto está Lavalle a legua y media de San Pedro. Tiene dos mil seiscientos noventa hombres, sin contar los jefes y oficiales. El 13, a dos millas de Arrecifes. En San Antonio de Areco recibe adhesiones de algunos vecinos. El 19 llega cerca de Luján. En Luján sus soldados cometen grandes excesos. Lavalle, según el coronel Elía, su edecán, llama a los jefes, y les da severas órdenes: pero, por no haberse impuesto los jefes, “el soldado pudo entregarse a la licencia más ignominiosa”. Lavalle se entera de las fuerzas de Rosas: cuatro mil hombres de caballería, dos mil de infantería y treinta cañones. Rosas se lo ha hecho saber hábilmente mandando comunicaciones a Pacheco por medio de chasques que se dejan prender.

Ya está Lavalle desmoralizado. Ha conseguido reunir hasta veinticinco mil caballos, pero las poblaciones no lo acompañan. Entonces, y convencido de que está por llegar a Montevideo una escuadra francesa con dos o tres mil infantes, mando a su hermano José a Montevideo, con el pedido a Martigny de que le envíe esos soldados, para atacar con ellos el campo del tirano; o bien que los haga desembarcar en la ciudad o en un lugar próximo.¡Esto lo propone el mismo hombre que a fines del ´38 hablaba de cumplir con su deber si los franceses atacaban a su patria! No demora en Luján, y se dirige hacia Buenos Aires. El edecán Elía comprueba “avocación de los hombres que servían al tirano”; pues a pesar de su derrota, no hubo un solo cuerpo “que se busca su reunión con los libres”. Los triunfos que creen Elía y Lavalle son escaramuzas; las tropas de Rosas no han aceptado el combate. Y agrega: “El poder del terror, o, más bien, un fanatismo ciego o inexplicable había adherido de un modo singular a los infelices gauchos a favor de su verdugo”. Lavalle y los jefes de su ejército han creído que “el nombre mágico de la libertad despertaría en todas las clases de la población un sentimiento heroico”. Esta presunción “quedó desvanecida y sucedieron a esperanzas halagüeñas, motivos de pesar, de luto”, si bien El Nacional, que acusa a Rosas de mentiroso, dice que la provincia se alza “ardorosamente, en mano, a favor de la causa de la libertad”. Esta conducta “inesperada” va a influir en los resultados de la empresa. De estas confesiones del lugarteniente de Lavalle se desprende: que las poblaciones están contentas con Rosas; que no creen en Lavalle y en su promesa; y que se sienten libres o que no consideran necesaria la libertad que se le ofrece. Es de preguntarse por qué Lavalle teme tanto a esos soldados de Rosas, los que, si están envilecidos, como afirma su lugarteniente, no pueden ser buenos soldados.

El 3 de septiembre el invasor llega a Merlo. El campamento queda a siete leguas de Buenos Aires y a cinco del campo de Rosas. Elía nos entera de que Lavalle espera una reacción de las poblaciones, pero han pasado veinticuatro horas y el ejército no ha visto “un solo hombre de ninguna condición, que fuese a llevarle la más simple noticia”. Nada se sabe del enemigo, ni de la capital. Desde Luján, los pueblos presentan un “aspecto sepulcral”, porque Rosas -cree Elía- ha obligado a todos los habitantes a dejarlos. Situación desesperada de Lavalle. La falta de pastos le impide mantener a los caballos. Sabe que la desesperada escuadra no viene y que ha llegado el almirante Mackau, que trae la misión de hacer la paz con Rosas. Se que entera de que el gobernador de Santa Fe, Juan Pablo López, ataca a las fuerzas que él ha dejado en San Pedro y que Oribe se acerca por el norte para cerrarle el camino. Se siente abandonado, acaso traicionado, y entonces, en una decisión que tiene no poco de heroica, abandona el 6 su campaña y se dirige hacia Santa Fe.

En esta dramática retirada escribe cartas impresionantes. El 9 de septiembre, a su mujer, desde San Andrés de Giles: “No he encontrado más allá sino hordas de esclavos, tan envilecidos como cobardes y muy contentos con sus cadenas”. La situación de su ejército es muy crítica, “en medio de territorios sublevados o indiferentes”. Le aconseja prepararse para partir a Río de Janeiro, porque en cuanto en Montevideo “sientan a Rosas fuerte, quién sabe hasta que punto llegará la venganza de los traidores a la causa de la libertad”. Le pide ocultar su carta “porque dirán que Rosas me ha comprado”. Y desde San Pedro, el 12 de octubre: “No concibas muchas esperanzas, porque el hecho es que los triunfos de este ejército no hacen conquistas sino entre la gente que habla; la que no habla y pelea nos es contraria y nos hostiliza como puede. Este es el secreto origen de tantas y tan engañosas ilusiones sobre el poder de Rosas, que nadie conoce hoy como yo”. Habla de abrazarla pronto. “Ya no tengo duda de que así será, porque en estas tierras no hay quien me mate, gracias al terror que inspiramos”. ¡Amargura tremenda la de este héroe fracasado! Y explicable. Pero acaso nada le amargue tanto como una carta “insolente y maligna” que ha recibido de Florencio Varela. “Este bruto -dice Lavalle- no ve ni una pulgada, pero sabe hablar bien para enredar y para se en adelante mi detractor”.

Ha terminado la gran empresa de los enemigos de Rosas. Ahora va Lavalle hacia Santa Fe, y en la retirada sus tropas saquean algunos pueblos, como el de San Pedro. Su esperanza, y la de todos los unitarios, está ahora en las provincias, que acaban de constituir la Coalición del Norte, el 24 de septiembre, y que han nombrado jefe al general Tomás Brizuela, gobernador de La Rioja.

Agosto y septiembre: grandes triunfos de los ejércitos de Rosas. El general Mariano Acha, el que traicionó y entrego a Borrego, es derrotado en San Juan por el gobernador de esta provincia y fusilado. El 19 de septiembre es vencido Lavalle por oribe, en Famaillá. El 24, Ángel Pacheco aniquila el ejército de Lamadrid en el Rodeo del Medio, en Mendoza. En los mismos días en que Acha es fusilado, Lamadrid cruza los Andes, y Lavalle, con un grupito de fieles, huyo hacia el norte. En Tucumán un oficial de Lavalle se pasa al enemigo y entrega a Oribe preso, a tres generales del Ejército Libertador, después de haber muerto a otros tres. También cae el gobernador de Tucumán, Marco Avellaneda, instigador de la Coalición del Norte. Oribe lo manda fusilar y poner su cabeza en una pica, en plaza de Tucumán.

Estancieros del sur

Los estancieros del sur son los grandes perjudicados por el bloqueo. Los gauchos también, por la consiguiente disminución del trabajo. Por este motivo puramente materialista -no poder vender sus productos-, los estancieros se levantan contra Rosas. Como los conjurados de junio, han contado también con Lavalle, que, al partir a Entre Ríos, los ha abandonado a su propia suerte. El movimiento comienza en Dolores, el 29 de octubre, encabezado de Manuel Rico, segundo jefe del 5º regimiento de campaña, a quien han seducido los unitarios. En la plaza, las gentes se arrancan las divisas y pisotean el retrato de rosas. Los estancieros han obligado a sus estancieros a acompañarlos; y a muchos de los vecinos de los pueblos y de las estancias, como lo prueban catas recientemente publicadas. “Mi hijo tuvo que seguirlos por la fuerza”, dirá meses después una madre. Así también lo asegura el jefe del regimiento 5º en carta al edecán de Rosas: “la mejor parte de la milicia ha sido llevada por las fuerzas pues llegaba una partida a las cosas y se llevaba todo hombre que encontraba”. Y es indudable que los rebeldes no han podido sublevar ni un indio ni un soldado de línea.

De Dolores, el movimiento se extiende a Chascomús. Allí nombran jefe al mayor Pedro Castelli, hijo del prócer. El ejército se compone de ochocientos gauchos y de los estancieros. No tienen armas ni disciplina. Rosas procede con rapidez. Ordenes claras y concisas a todas las guarniciones y a las autoridades de los pueblos. No tardan sus pueblos en aniquilar a los rebeldes, cerca de Chascomús. Muchos se salvan en los buques franceses. Castelli, encontrado y asesinado por un tal Durán, es degollado después y su cabeza es colocada en un palo, en la plaza de Dolores.

El movimiento vencido no ha sido espontáneo, como aseguran los historiadores oficiales. Se venía preparando desde antes de la partida de Lavalle a Martín García. Lo dicen ellos mismo. Ha habido frecuente correspondencia entre los organizadores y los unitarios de Montevideo. Calculando que los primeros trabajos hayan comenzado en mayo, resultan casi seis meses de preparativos.

Menos culpables que Berón de Astrada, que segregó de la Confederación a una provincia e hizo alianza formal con los extranjeros, los llamados “Libres del Sur” no merecen tampoco ser absueltos. Los jefes de la insurrección se la comunican a Leblanc y le piden cooperar con su escuadra, a lo que el almirante accede levantando el bloqueo a los puertos del Salado y del Tuyú y mandando allí sus barcos. Los rebeldes, los “patriotas”, según la historia falsificada que se nos ha impuesto, han estado entendidos con nuestros enemigos.

Según El Nacional, Gervasio Rosas, habría dicho al llegar a Montevideo. “todos en el sur de Buenos Aires, excepto yo, estaban conjurados contra mi hermano”. Juan Manuel lo cree culpable. Redacta una circular, que su edecán firma, donde habla de “los viejos unitarios de Dolores y Mansalva encabezados por el hombre desnaturalizado don Gervasio Rosas”. La patrulla que se dirigía al Rincón de López, su estancia, pernoctó en el campo de Newton. El sargento dijo en que andaba. Newton encargó a Vázquez, su campaña, tomar dos caballos y llevarle a Gervasio, escritas, estas palabras: “Van a Prenderlo”. Gervasio pudo salvarse e irse a Montevideo. Seguramente, se trataba de una patrulla rebelde, que lo detuvo por poco tiempo, pues el segundo jefe del regimiento 5º ha informado, el 5 de noviembre, que una partida revolucionaria lo tomo preso. A Pacheco, el 18, le cuenta Rosas como Gervasio envió un peón a su madre para decirle “que no tuviera cuidado, que el no estaba comprometido en esta rebelión y que jamás tomaría armas contra sus hermanos; que ya estaba salvo y se irá para Montevideo”. Agregó el peón, coincidiendo con el informe militar, que los sublevados prendieron a Gervasio, que Castelli habló con él en la prisión y que desde entonces le pusieron centinela de vista. A Pedro Burgos, cinco días después, Rosas le escribe, hablándole del levantamiento: “No hemos debido extrañarlo en unos partidos donde Gervasio ha criado tantos unitarios. Todos los amigos de este estaban comprometidos; solo él tiró la piedra y escondió la mano”. Rosas es muy benévolo, pues lo perdona pasado un año; y eso que, en Montevideo, Gervasio se relaciona con Leblac. Y parece cierto que a un visitante, íntimo amigo de Gervasio, y con el fin de salvarlo, le hizo decir que estaba preparando la orden para su fusilamiento. Como de ser verdad que pensaba fusilarlo, ni él lo hubiera dicho, ni el edecán se hubiera atrevido a repetirlo, debe creerse en una estratagema -muy típica de él- para que Gervasio huyera. No es de creer en la traición de Gervasio a su hermano; de ser cierto, los rebeldes no lo hubieran aprehendido. Pero es probable que simpatizara ocultamente con ellos. Es estanciero y el bloqueo lo perjudica; y cuando los bienes peligran, los hombres no suelen reconocer parentescos. Rosas también es estanciero, pero en él predomina el patriotismo sobre el interés. Uno de los empleados de su secretaría, Enrique Lafuente, comprometido en la conjuración de Maza, escribió a Félix Frías el 14 de junio: “Se acercan los momentos del conflicto para rosas, y en su casa no se habla sino de los recursos pecuniarios”.

A Juan Manuel la insurrección del sur le sorprende y seguramente le causa un cruel desengaño. El se conduce muy generosamente. Concede a los paisanos, a los cuales cree engañados, una amplia amnistía, y sólo piensa reservar su rigor para los cabecillas. Pero no lo hace así. Ninguno de ellos es ejecutado. El secretario de la Junta Revolucionario, Antonio Pillado, será puesto en libertad el 8 de diciembre, y Martín de la Serna el 31, con la ciudad por cárcel; a Barragán lo indultará después de dos años de prisión; y Ezequiel Ramos Mejia se acogerá a la amnistía del año 48, lo mismo que Pedro Lacasa, el cual escribirá en su honor.

Apenas ha pasado el movimiento, y sin duda por temor a otras sublevaciones, los representantes acuerdan premios en tierras a los militares y funcionarios “que permanezcan fieles”, y ellos mismos declaran que sus personas y propiedades están a disposición de Rosas, “para el sostén de las leyes de la independencia Nacional y de la Santa Causa de la libertad del Continente Americano”. Y militares de personas publican en los diarios declaraciones análogas.

Maza

En el año 1839 fue descubierta en Buenos Aires una conspiración encabezada por el coronel Ramón Maza, hijo de Manuel Vicente Maza, que era presidente de la Legislatura. Varios miembros de la Mazorca asesinaron a éste en su despacho, por suponerlo cómplice. El hijo fue fusilado al día siguiente.

Simultáneamente debía estallar en la campaña de la provincia una revolución dirigida por Manuel Rico, Ambrosio Crámer y Pedro Castelli (hijo de Juan José Castelli). Los conjurados se levantaron en armas, pero fueron vencidos en Chascomús por las tropas de Prudencio Rosas, hermano del dictador. Crámer y Castelli fueron degollados, y sus cabezas expuestas en las plazas públicas de Chascomús y Dolores, respectivamente. Rico logró escapar.

El litoral

El gobernador de Corrientes, Berón de Astrada, contando con el apoyo francés y del partido colorado se pronunció contra el gobierno de Rosas en 1839. Fue derrotado por el gobernador de Entre Ríos, Pascual Echagüe y fusilado en Pago largo.

En abril del año siguiente, el general Paz huyó de Buenos Aires dirigiéndose a Corrientes donde se entrevistó con el gobernador Pedro Ferré, quien le entregó el mando de las fuerzas provinciales contra Rosas.

Luego de vencer en Caguazú a Echagüe, el general Paz controló en noviembre de 1821 Entre Ríos. No avanzó sobre Buenos Aires, como lo tenía previsto, por desacuerdos con Rivera y denunció a su jefatura retirándose a defender Montevideo.

Oribe, que regresaba triunfante de su campaña en el norte, sometió Santa Fe y colocó en el gobierno de esta provincia a Echagüe.

El triunfo de Oribe sobre Rivera en Arroyo Grande en diciembre de 1842, hizo fracasos el levantamiento del Litoral y comenzó el sitio de Montevideo, prolongándose hasta 1851.

Problemas Externos

Francia

Va terminando el año 1837 cuando la Francia imperialista de Luis Felipe, igual, en sus ambiciones de conquista, a la de Napoleón I como a la de Napoleón III y a la de Clemenceau y Poincaré pone los ojos en los pueblos del Plata.

Varios antecedentes explican su conducta. En 1830, porque Hussein, el Rey de Argel, le había pegado un abanicazo al cónsul Dunal tres años atrás, Francia se apoderó de ese país. En los mismos días en que se inicia el atropello a la Argentina, lleva la guerra a México por diversas reclamaciones de súbditos franceses, entre ellas la de un pastelero que exige ciento veinticinco mil francos por unos hojaldres y mermeladas que le robaron varios soldados en cierto día de barullos. Por ese mismo tiempo, Francia a atropellado o se prepara a atropellar al Ecuador, a Haití, a Chile y al Brasil. Diversos escritores, políticos y funcionarios consulares y diplomáticos han aconsejado a los gobiernos franceses, en distintos momentos, convertir a estas tierras en colonias. Baradére, el cónsul en Montevideo, en su informe de 1835 a su gobierno, ver el único porvenir de estos países en “la protección de un poder europeo o el régimen monárquico” e indica la conveniencia de que Inglaterra y Francia se pongan de acuerdo para la repartija, si bien él emplea un eufemismo suficientemente vago y formulista como para no comprometerse. Napoleón pensó en sojuzgarnos, pero Inglaterra se le adelantó con sus invasiones en 1806 y 1807. Francia, de acuerdo con España, y a veces con Inglaterra, intentó crear monarquías en los pueblos de América. El actual Luis Felipe, cuando aspiraba a un trono en el Nuevo Mundo presento una memoria en la que aconsejaba empezar por México y permitir a Inglaterra que se apoderara de cuba y de Puerto Rico. Pero a Francia le mueve no sólo la codicia mercantil sino la necesidad de recuperar su prestigio colonial del siglo anterior y la de buscar un desahogo al exceso de su población. Alfredo de Brossard, en un libro muy conocido, y después de haber estado entre nosotros, alegará más tarde esa “necesidad”, precursora del “espacio vital” ditleriano, y citará en su apoyo a Bacon, según quien a un país con exceso de habitantes le es “absolutamente necesario invadir a tras naciones”. Francia ensaya crear un Imperio. Cuenta con la base de Argelia y con algo que le queda en todos los continentes. Fracasa en América, pero creará su Imperio en Asia y en África. Poco a poco irán cayendo, y no ciertamente por la persuasión, Costa de Marfil, Guinea, Cambodge, Somaliland, Cuchinchina, Túnez, Sudán, el Congo, Madagascar, Marruecos y, cuando la guerra de 1914, Siria y el Líbano, que después perdió.

Los procedimientos del imperialismo son por ese tiempo iguales a los de un siglo más tarde. He aquí uno de los más hábiles buques de guerra se apoderan de un puerto o lo bloquean, como si fuese cosa del jefe de la escuadrilla. Si el patriotismo y valentía de los nativos, u otra razón cualquiera, hace fracasar la empresa, se le echa la culpa al jefe, que ha procedido sin autorización: así ocurrió con la primera invasión inglesa a Buenos Aires. Si sale bien, el asaltante se queda con el territorio conquistado: así ocurrió con las Malvinas. Otro procedimiento: aprovechar las discordias políticas entre los nativos. La nación imperialista apoya a uno de los partidos de oposición, y siempre encuentra algunos traidores que llamen a sus fuerzas para establecer “la libertad”. Así procede Francia en el Plata, y así procederán, un siglo más tarde. Mussolini en Albania y Hitler en Checoslovaquia. Nunca falta un hacha para ultimar a los pequeños pueblos.

En Buenos Aires ningún pastelero reclama por sus hojaldres. Pero hay un almacenero francés, proveedor de un contón de la frontera, condenado a seis meses de prisión por robos e infracción de reglamentos; dos vagos también franceses que se han incorporado voluntariamente a las milicias; y un litógrafo suizo, Hipólito Bacle, preso por espío. El caso de este hombre es interesante. Rosas, tres meses antes de declarar la guerra a Bolivia, el 13 de febrero de 1837, prohibió toda comunicación con ese país, en un decreto que consideraba a todo infractor “como reo de traición al Estado” Bacle ha vendido unos planos al gobierno de Santa Cruz y, aunque es suizo, se hace pasar por francés, con lo que agrava su situación porque los franceses apoyan a Santa Cruz en contra de Chile. Para peor, ha escrito a Rivadavia aconsejándole ir a Chile a fin de que intente desde allí una revolución contra Rosas.

Todo esto es poco, pero es más que el abanico y el robo de los pasteles. Entonces ocurre uno de los más originales sucesos que registran los anales diplomáticos: el señor Aimé Roger, empleadillo del Consulado de Francia, a cuyo cargo está por muerte del Cónsul, presenta una reclamación al gobierno argentino. Se titula vicecónsul, pero si esto es, pues, según La Presse, de París, hacía tiempo que ese cargo estaba abolido en Francia. Lo monstruoso es que Roger no se limita a reclamar a favor del litógrafo, del almacenero y de los vagos: pretende que los súbditos franceses tengan los mismos derechos que los obtenidos por los ingleses, según el tratado anglo-argentino de 1825. Y hasta se permite, con la insolencia de quien se siente respaldado, amenazas veladas, como la de que, si no se accede a sus exigencias, se vera obligado “a hacer lo que le dicte el cuidado de la dignidad y los intereses de Francia”.

No es posible concebir nada más absurdo. El tinterillo del consulado de Francia no tiene la menor autoridad para semejante reclamación, que sólo puede hacerla un representante diplomático. Rosas es excesivamente amable al contestarle, y con una cortesía que el mal educado de Roger no merece. Tampoco tiene Francia el menor derecho para reclamar por la situación de sus situaciones. Una ley de 1821, sancionada por el gobierno unitario de Rodríguez, establece que todo extranjero instalado en l país, con propiedad o negocio y con más de dos años de residencia, debe alistarse en la milicia. No se trata de hacerlos soldados, sino de obligarlos a defender la ciudad en caso de ataques. Esta ley, antecedente de la ciudadanía automática, fue ratificada en 1829 por el gobierno de Lavalle, al exigir su cumplimiento a los extranjeros. Pero los inglese, en virtud de aquel tratado de 1825, están exentos de este servicio.

Contesta al ministro doctor Felipe Arana que el gobierno francés ha reconocido en 1830 el punto de vista argentino, y se lo prueba con tres notas que le adjunta. Además, le niega personería. El señor Roger habla de “la misión o investidura especial”, que dice haber recibido de su gobierno; pero no presenta “otro título que su palabra”. Y después de esta magnífica respuesta, de un contenido irónico que el francesito ha de haber apreciado, Arana agrega con firmeza y altivez: “cualquier concesión significaría no sólo menoscabar su soberanía, su independencia y su dignidad, sino también reducir a los ciudadanos de la Confederación a una condición mucho más triste y degradante que aquella en la cual vivían como colonos bajo la dominación española”.

Roger pide sus pasaportes. Desde Montevideo escribe al almirante Luis Leblanc, jefe de una escuadrilla estacionada en Brasil. Leblanc viene a Montevideo y luego a Buenos Aires. Desde la Expéditive envía un ultimátum al gobierno de Rosas. Exige, que hasta la firma de un tratado, suspendamos nuestros principios y tratemos a los franceses como a súbditos de la nación más favorecida; que reconozcamos las indemnizaciones; y que se juzgue al almacenero Lavié. Agrega una indemnización a Blas Despougs, por habérsele clausurado una fábrica. Y con la insolencia de la fuerza, espera que este paso convenza al gobierno de Buenos Aires.

Rosas no se niega conceder a los súbditos de Luis Felipe lo que ha concebido a los ingleses. Pero no quiere que eso se lo imponga un empleadito del consulado y un jefe de escuadrilla. Venga un agente diplomático, y hará un convenio. El no consentirá que se nos trate como a un país de negros. Aceptar lo que pretenden esos franceses sería humillarnos, perder nuestra dignidad, colocarnos -Arana lo dice en su nota- en la situación de una colonia.

Respuesta del ministro: el Gobernador nada ha contestado sobre las exigencias y se ha reservado el discutirlas cuando, “según el uso recibido en todas las naciones, sean deducidas por medio de un ministro o agente diplomático, enviado ad hoc, bajo las formas establecidas”. Le dice al marino que su actitud “deja al Gobierno sin la libertad necesaria para que la razón y no la fuerza, conduzcan al esclarecimiento de los derechos”. Cortésmente le manifiesta cuánto le complacería que “la ilustre persona” del jefe fuera escogida para discutir las reclamaciones. Pero el imperialismo es insensible a la cortesía como al derecho, y Leblanc, en acto de brutal agresión, declara el bloqueo del puerto de Buenos Aires y de la costa argentina del Plata.

El almirante invoca “expresiones vagas” dirigidas por su gobierno a Roger, que le autorizan a reclamar su intervención, “aun coercitiva, si fuese necesaria”. Pero es inverosímil que ambas falten a la jerarquía procediendo por sí mismos en asunto tan grave y que expongan a su patria a una guerra. Probablemente ni a él ni a Roger se les ha ordenado hacer una determinada cuestión, pero todo prueba que han recibido indicaciones de promover conflictos en América.

El día en que comienza el bloqueo es el 28 de marzo de 1838. La patria está en guerra. Pero acaso Francia no pase del bloqueo mientras no encuentre traidores que le pidan atacarnos. Estos traidores ya aparecerán, como han aparecido en el México de 1865, en la Turquía de 1920 y en el Austria de 1939. Ahora comienza una nueva época en la Historia Argentina. Nuestros campos van a ensangrentarse. Vamos a luchar doce años contra el imperialismo extranjero y vamos a vencerlo. Será una segunda guerra de la Independencia. Así la calificará quien con más títulos que nadie puede hacerlo: el general José de San Martín. Es preciso, si queremos comprender a Rosas y su obra, no olvidar ni por un momento que estamos en lucha con Francia, y que mañana lo estaremos con Francia e Inglaterra.

La Argentina de 1838 no puede soportar un largo bloqueo. El país sólo produce lo suficiente par comer. De Europa viene lo que necesitamos para vestirnos, salvo los ponchos y otros tejidos; para construir las casas y amueblarlas; para cultivar el espíritu; para curar los males del cuerpo. El gaucho puede vivir en un ranchito y alimentarse con un zoquete de carne. Pero no el hombre de las ciudades. El bloqueo puede traer la miseria, la desesperación y la muerte. Los saben nuestros enemigos. En 1840, el ministro Thiers dirá en la Cámara de Diputados de Francia que el bloqueo “reducirá a una enojosa situación, a una situación casi desesperada, a los habitante de bueno Aires”.

Ha comenzado el martirio de los argentinos. Ni vendrá de Europa lo necesario para vivir, ni el Gobierno, suprimidas las entradas de aduana, no podrá pagar a los empleados, ni comprar armas, municiones y caballos para el ejército que combates contra Bolivia. Habrá que alcanzar la sobriedad del gaucho. Pero la patria se mantendrá libre. Juan Manuel de Rosas va a defenderla con uñas y dientes. Preparémonos para asistir a su obra maestra, a la mayor de sus grandezas. Sólo su poderosa energía, su patriotismo, la dureza de su mano, su genio organizador y su finísimo talento diplomático pueden realizar estos milagros: vivir sin recursos, aplastar a los traidores y a los débiles que no soportan las privaciones, y vencerá a la primera nación del mundo.

Con la iniciación del bloqueo no terminan las negociaciones. Cinco días después, Arana dirige al almirante una nota. El ministro le enseña al marino que el bloqueo es “acto de soberanía y fuera de las atribuciones del comandante en jefe de una escuadra, cualquiera que sea su fuerza y el poder de la nación a que ella pertenezca”. Se observa carecer de “la investidura que el uso común de las naciones percibe en caso de tan grave importancia”, pues a pesar de que el almirante dice que procederá por ordenes del Rey de los franceses, el Gobierno argentino “no puede persuadirse que le bloqueo se encuentre explícitamente comprendido entre esas órdenes”; lo que equivale, con buenas palabras, a tratarlo de mentiroso o de audaz. Con toda la razón del mundo, Arana arguye diciendo lo fastidioso que sería si cualquier general o jefe de escuadrilla “tuviese el derecho de hacer justicia de un Estado, de decir si la nación a que pertenece tiene justo motivo de queja contra la otra, si a llegado el caso, sólo corresponde al Rey de los franceses, “al que V. E. no representa, no siendo sino un guerrero”. Le reprocha: haber declarado el bloqueo sin tener una idea precisa de la cuestión provocada por Roger, a quien el almirante concede un carácter diplomático que no tiene; suponer rechazadas las demandas aún no discutidas; atribuir al gobierno violaciones de derecho que no han existido, y ataques contra franceses, desmentidos por los hechos, por la seguridad en que viven y por la confianza y por la confianza que los retiene en la República “a pesar de la ansiedad que la extraña declaración de V. E. ha debido producirles”. Considera ilegítimo el bloqueo. Francia no ha declarado la guerra. Las hostilidades de la escuadra bloqueadora “son contrarias a las reglas de justicia”. Es poco digna la conducta de Francia, nación que fue “magnánimo y generosa”, y tanto más chocante cuanto que ataca a un estado naciente.

El mismo día que su ministro apabulla al almirante, mostrándole su ignorancia, su pobreza mental y su arbitrariedad, y sin abandonar por un instante su actitud correcta y aún cortés, Rosas le escribe personalmente. Como Leblanc es una de sus notas de marzo dijo que el gobierno agrega “la ironía a la malevolencia” al afirmar que ningún interés francés se halla atacado, mientras detiene a varios franceses en las cárceles o en la milicia, Rosas le informa que en las cárceles solo hay dos franceses: un marinero condenado por asesinato el año anterior, y Pedro Lavié, “vivandero en uno de los cantones de la frontera de la Provincia, procesado por infracción de disposiciones vigentes sobre la disciplina y el buen orden de las tropas, ladrón confeso de cantidad de pesos a su patrón y presunto de serlo de otras sumas”, sentenciado a prisión por seis meses que vencen el próximo 15 de abril. En el ejército y en la milicia hay cinco voluntarios y un oficial y otro que, en año 35, fue aprehendido en la campaña, por vago. Con ironía, refiriéndose al marinero asesino y al vivandero ladrón: “yo no puedo hacer a V. E. la enorme injuria de que a estos criminales se refiere cuando me dice que detengo en la cárceles o los compatriotas de V. E.”…

El almirante es rabioso, poco directo y nada inteligente. Desea sin embargo ser amble. Encabeza su carta a Rosas, el 12 de abril, con la palabra “Excelencia”. Considera que Rosas ha borrado ya dos de sus reclamaciones por medio de “hechos cumplidos recientemente”: la libertad de Lavié y el haber sabido de las milicias los dos franceses que se habían allí enrolarse “contra su voluntad”. No le queda sino perder “garantías contra el retorno de actos que podrán renovarse”. Reclama -¡un jefe de una escuadrilla!- que se suspenda la ley sobre el servicio militar de los extranjeros y se trate a los franceses que hayan sufrido injustamente por actos de las autoridades argentinas. Con cándida inocencia exclama: “¿Qué cosa más justa y más merecedora que este pedido, y cómo se pretendería rehusarlo?”. El almirante procede con la terquedad que da la fuerza, pues él mismo reconoce, en esa carta, que no adopta “el papel de un agente diplomático, encargado de discutir principios de política o de alta administración”. Ni representa al Rey ni tiene poderes para tratar, y hace reclamaciones y decreta el bloqueo contra una nación amiga… Advierte que se esta extralimitando. Declara que no se encierra “en las órdenes y las instrucciones” que tiene para “intervenir en todas las circunstancias en que el interés o la seguridad de nuestros connacionales podrían exigirlo”. ¡Preciosa declaración! Esto quiere decir que, no oficialmente, pero si en secreto, está autorizado para atropellar; y que él no se limita a estas órdenes e instrucciones, que, sin duda, le parecen vagas. Y tratando de ser amables, ofrece una corbeta para que vaya a Francia el representante argentino que haya de discutir el tratado.

Pero lo estupendo es que el gobierno francés tolera en el Uruguay lo que rechaza en la Argentina. El 31 de enero de 1838 el conde Molé, Ministro de negocios extranjeros de Francia, le ha escrito al cónsul en Montevideo reconociendo la conveniencia de no oponerse al servicio militar de los franceses en esa ciudad. Después de manifestarle su complacencia de que el presidente Oribe haya dejado sin efecto una resolución dictada durante su ausencia, agrega que si el servicio exigido a los carniceros se reduce en adelante “a mantener el orden y la tranquilidad en el edificio que ellos ocupan, así como en las calles adyacentes, cuando la capital se halle desprovista de fuerzas necesarias para su defensa, y si en el caso de un ataque exterior este servicio no cambiase de naturaleza, se podrá considerarlo, en efecto, como puramente municipal”.

Rosas le contesta el 29 de abril. No es por las reclamaciones del almirante que la situación de los franceses se ha solucionado. Lavié fue sentenciado en última instancia el 21 de marzo, con anterioridad al bloqueo. No ha retirado a franceses de la milicia. Ni hay francés alguno destinado al servicio de las armas. La cuestión son el almirante -Rosas no dice “con Francia” sino “con V. E.”- ya no es, pues, sobre agravios a franceses ni violaciones de derecho alguno de Francia “Es -dice Rosas- sobre pretensiones que, siendo efecto de un tratado, el Gobierno argentino puede expedirse sobre ellos con la misma libertad que cualquier otro, según convenga a sus interese y sin que su negativa pueda ser un motivo justificado para hostilizarlo”. En otras palabras: tratándose de una materia que sólo puede ser considerada en un convenio, el Gobierno, mientras no se afirme ese convenio, tiene derecho a proceder como quiera. Don Juan Manuel insiste en sus amistosas disposiciones. Está decidido a entrar por las vías diplomáticas, de acuerdo con el derecho de gentes, apenas el almirante abandone su actitud y el gobierno tenga la libertad necesaria “para que la razón, y la fuerza, conduzca al esclarecimiento de los derechos”. Y agradece que le haya ofrecido la corbeta.

Razón y lógica están de parte de Rosas. Leblanc se reconoce sin atribuciones diplomáticas y procede como si las tuviera. Reconoce que sus reclamaciones son materia de un tratado. Quiere un tratado, y, para obtenerlo -cosa nunca vista en el mundo-, bloquea y amenaza. Hay en Leblanc, aporte de una gran ignorancia en materia de derecho internacional, la torpeza y el cinismo de la fuerza. Pero no se siente seguro, y manda a París a Roger.

Rosas le ha puesto banderillas de fuego. Con rabia, y mostrando su falta de razón, el almirante contesta el 5 de mayo. Suprime el encabezamiento “Excelencia”. Dice que la liberación de varios franceses del servicio en las milicias y la salida de Lavié de la prisión son hechos reconocidos por el Gobierno de Buenos Aires. “Ellos han existido, por vuestra orden han cesado. La consecuencia simple y natural es que pueden reproducirse”. Y porque “pueden” reproducirse, exige garantía y declara que continuará el bloqueo. Asombra la falta de lógica y la estupidez de este hombre, que persiste en un acto de guerra, en virtud de sucesos que aún no han acontecido. Afirma que él ni cambia la cuestión y que sus pretensiones no son de aquellas que no sólo pueden considerarse en un tratado. Si el Gobierno le rechaza su carácter legal para discutir, “nada más razonable”; pero se engaña -le dice textualmente, con cinismo- si cree posible extender esta “prohibición” a su derecho de intervenir cuando el interés o la seguridad de sus compatriotas los exijan. Asegura que todas las naciones ejercen ese derecho. No se equivocan en este almirante. Es el derecho del fuerte para atropellar al débil, el derecho que, un siglo más tarde, Rusia ejercerá en Finlandia y que en 1838, en esos mismos días el almirante exhibe sus arbitrariedades y sus rabietas, Francia está ejerciendo en México. Y Leblanc se va furioso a Río de Janeiro y deja la escuadra a un capitán, con el encargo de no levantar el bloqueo hasta que sus exigencias no hayan sido atendidas.

Inglaterra

Días antes del fusilamiento de Cullen, han llegado de Inglaterra noticias que La Gaceta publica. He aquí frases del Morning Chrosick, diario semioficial: “Francia no tiene justicia”; “El gobierno francés no tenía derecho para hacer la guerra a aquel país sin ninguna especie de razón”; “La conducta del gobierno francés ha sido enteramente contraria a los principios que debiera practicar un gobierno independiente para contra otro estado”.

Pero nada tan favorable para Rosas tan favorable para Rosas como la sesión en la Cámara de los Comunes, el 19 de marzo. Lord Sandon, conservador: “En el año 1821, bajo la administración de aquel primer ministro -se refiere a Chateaubriand- el gobierno francés entabló negociaciones con el objeto de establecer una dinastía borbónica en aquel país”. Esta explica los actos recientes y permite “creer que no es tan sólo con el objeto de obtener la reparación de agravios” que Francia ha recurrido a la guerra. Considera muy “triviales” esos agravios, y que “de ningún modo justifican el recurso a las hostilidades”. Y critica a Francia, que ha unido su bandera a la de unos sublevados para derrocar “al gobierno legal de Montevideo, con el cual se hallaba en paz”. Habla de la toma de Martín García, que Francia está fortificando. Todo esto prueba “que los movimientos que se están practicando en Sudamérica no tienen el objeto que dice el gobierno francés, sino que son la prosecución del plan iniciado, aunque negado por él, en 1821, para apoderarse de alguna porción de los estados sudamericanos”. El diputado liberal doctor Lushington juzga que las pretensiones francesas son “totalmente injustificables y jamás se hubieran hecho valer contra un país que tuviese los medio de defenderse”. Las quejas de los franceses le parecen “frívolas e infundadas”, y afirma que, por los mismos fundamentos, Francia “podría cerrar los puertos de todas las costas del mundo” ¡Palabras estupendas para Rosas, las de estos diputados ingleses!

La petición dirigida al gobierno inglés por los “comerciantes, navieros y negociantes de Londres, menciona el diverso criterio de Francia, prueba de la mala fe: ha protestado porque Chile bloqueo las costa de Perú y ella bloqueo las del Plata. Opinan esos señores de Londres que ha desaparecido “todo fundamento substancial de diferencia” entre Francia y Argentina, no obstante lo cual continúa el bloqueo. Y Palmerston, el primer ministro británico, declara, según Mandeville se lo comunica a Rosas, que cualquier estado tiene derecho para llamar al servicio de las milicias a los extranjeros domiciliados cuando no haya tratado en contrario y que Francia no lo tiene para exigir del gobierno argentino, por la fuerza, un tratado de amistad y comercio como el de Gran Bretaña con nuestro país.

Así son las opiniones del mundo entero. En la Cámara de Diputados de Brasil se ha hablado como en Londres. Los diarios de toda América, los diarios españoles, están de parte de Rosas. Y el Journal of Commerce, de Nueva York, dice que la respuesta del gobierno de Buenos Aires al ultimátum de Roger es “un documento diplomático sobresaliente”, y este ultimátum “exorbitante y absolutamente inadmisible”.

Países limítrofes

Uruguay

La providencia sigue favoreciendo a Rosas: el 6 de diciembre, en Arroyo Grande, Echagüe ha aniquilado prolijamente a las tropas de Rivera. Todo lo ha perdido Rivera: armamentos, caballada, soldados. En Montevideo comprenden que va a ser preciso organizador de la defensa de la ciudad. Sólo un hombre puede hacerlo: Paz, que ha llegado hace poco tiempo. Don Frutos no lo pasa, pero en Montevideo se aprovechan de que esté ausente para encargar a Paz la defensa.

Rosas decreta una amplía amnistía. Buen número de emigrados vuelven a la patria. Algunos, los que más han vociferado contra “el tirano”, mandan primero a sus familias hasta que, desaparecido el resto de pudor, se embarcan también ellos. En Buenos Aires vivirán tranquilos, alejados de la política los más. Otros se acercarán a Rosas, se incorporarán a la corte de Manuelita. Lograrán el desembargo de sus bienes y ninguno de ellos será jamás molestado. Rosas ha cumplido siempre su palabra para con los que se acogen a las amnistías que ofrece.

Ahora el ejército vencedor se divide en dos partes. Una queda en Entre Ríos y la otra, mandada por jefes y oficiales orientales y formada principalmente por soldados orientales, cruza el Uruguay y avanza hacia Montevideo. Inútil que Mandeville y De Lurde quieran impedirlo, exigiéndole a Rosas el 16 de diciembre -de acuerdo con ordenes recibidas, el día anterior, de sus gobiernos, que han “resuelto” poner término a la guerra- el regreso de las tropas al territorio argentino. Mandeville espera la intervención armada, y el 8 de enero le escribe al ministro de Relaciones Exteriores del Uruguay: “No puedo creer que las fuerzas navales inglesas y francesas no ataquen antes que el enemigo esté a las puertas”. En su marcha triunfal ese ejército se va engrosando y llega contar con doce mil hombres; y le 16 de febrero de 1843, el general Manuel Oribe pone sitio a la capital. El gobierno de Ribera domina en algunos puntos de la costa y posee el Cerro de Montevideo. Oribe se instala en otra elevación situada al norte de la ciudad, el Cerrito de la Victoria.

Los partidarios de Rivera y los enemigos de Rosas afirman que el gobierno de la Confederación ha reconocido y seguirá reconociendo la Independencia del Uruguay. Un mes después de comenzado el sitio, el 24 de marzo, se redacta en Río de janeiro, entre el canciller brasileño y nuestro ministro Guido, un proyecto de alianza: los gobiernos de Brasil y de Argentina intervendrán unidos para apaciguar por la fuerza la provincia brasileña de San Pedro del Río Grande del Sur y la república del Uruguay y restablecer la autoridad legal de ambos territorios. En los considerandos, se juzga al gobierno de Rivera como incompatible con la paz interior del Uruguay y la de los países limítrofes, como “mantenido por una política dolorosa y sin fe”. Para Rosas este tratado sería magnífico. Significaría la caída de Rivera, la vuelta de Oribe al poder y el fin de la guerra. Y sin embargo, se niega a ratificarlo, porque “sin la concurrencia del gobierno oriental aparecería humillada la suprema autoridad legal d todos sus intereses, por no humillar la soberanía y la dignidad de una república hermana, es un bello de americanismo.

Bolivia

Otra de las cuestiones internacionales fue la guerra con Bolivia, motivada por la actitud hostil a Rosas asumida por el presidente de aquel país, general Andrés Santa Cruz, quien protegía a los unitarios y les permitía la organización de fuerzas en territorio boliviano.

La guerra fue declarada en 1837. Las tropas argentinas, al mando del general Heredia, obtuvieron varios triunfos, pero el conflicto con Francia y las campañas de los unitarios en el litoral solicitaron después la atención de Rosas. Mientras tanto, Chile también combatía a Santa Cruz. Al ser este derrotado en 1839, la paz de Bolivia con las provincias argentinas se restableció.

Brasil

Por esos días del segundo semestre del 48, tanto rosas como los unitarios han empezado a despreocuparse de Europa. Es cierto que los diarios de Montevideo, con intenciones pérfidas, acusan a Rosas de injuriar a Inglaterra en la persona de Soutdern y del joven cónsul Hood, con la vaga esperanza de que Albión reanude sus agresiones. Pero lo hacen por vicio, pues tienen la certidumbre de que ya nada podrán esperar de Europa, en donde la revolución del 48 ha traído aires de libertad, incompatibles con los atropellos a las pequeñas naciones.

Ahora el tema es Brasil. Igual El Comercio del Plata que La Gaceta Mercantil no hacen sino transcribir todo cuanto en el Imperio se habla y se escribe sobre la política del Plata. Rosas no ignora que allí está el enemigo. No ha olvidado que Brasil fue el culpable de las intervenciones francoinglesas desde 1845, y no duda de que quiere recuperar su antigua provincia Cisplatina. Es cuantioso lo que en brasil se discute sobre Rosas y su política. Se está creando allí un clima belicoso. Acusan a Rosas de pretender apoderarse de paraguay, de mantener tropas en Uruguay con intento de conquista y de tener en Bolivia un presidente suyo. Algunos hombres del imperio ven a Rosas como el jefe de un estado poderoso, como el futuro enemigo de Brasil, y temen que pretenda independizar o conquistar a Río Grande del Sur. Una persona de Buenos Aires escribe al unitario Valentín Alsina, residente en Montevideo, cómo Rosas ha dicho a alguien de su confianza que apenas “se desembarace de la intervención se le ha de pagar el Brasil”, cuyo gobierno les está haciendo el mayor mal sordamente.

Los unitarios desesperados por la caída de la Colonia en poder de Oribe, ya sólo confían en el Imperio. El mismo Alsina, el 22 de diciembre de 1848, le escribe a Lamas, que representa en Río al gobierno de Montevideo. Después de asegurarle que “esto está cadavérico “, que “la emigración es constante”, que sólo por necesidad se alistan los hombre en el ejército y de que Rosas no da en la abundancia, agrega: “Hoy los ojos están más fijos quizás en Brasil que en Francia”. Pero Brasil “¡piensa tanto lo que al fin ha de tener que hacer!” Teme que pueda suspenderse el subsidio francés. Si eso ocurriera, “esto estaba disuelto a los ocho días”. Teme también un arreglo con Rosas, pues la población de Montevideo, “marchita, desesperada, en su mayor parte extranjera”, sólo ansía la paz.

Chile

Otros enemigos y otros amigos tiene Rosas, que si no atacan o defienden con las armas, atacan o defienden con la pluma, a veces más poderosa que las armas.

Sarmiento ha vuelto a Chile, después de un viaje por Europa. Se ha encontrado con que el diario El Progreso no le permite escribir contra Rosas. Tanto defiende a don Juan Manuel ese diario que por esos días dice que donde “la emigración acuden espontánea”, donde “los ciudadanos vuelven a la confianza pérdida” y donde “el comercio extranjero aparece con poder”, no existe el terror, “no hay tiranía y sólo hay paz, garantía y leyes”. Sarmiento, entonces, funda, a principios de enero del 49, La Crónica, en donde continuará su empresa contra Rosas y contra su patria.

Si, contra su patria. Recordemos cómo en 1842 inicio en El Progreso su campaña para que Chile ocupara el estrecho de Magallanes, vale decir, para que se apoderara de algo que era argentino. En Chile pocos habían pensado en eso. El dio argumentos, puso calor en su prosa y el gobierno de Chile acabó por convencerse y ocupar el estrecho y parte de la Patagonia. El gobierno argentino tardó años en enterarse. A fines del 47 reclamó. Hubo un cambio de notas diplomáticos. Y he aquí que ahora Sarmiento, en lugar de mostrarse arrepentido o de callar, para no perjudicar las reclamaciones de su patria, se alaba con impudor de aquella campaña suya. El 29 de abril de 1849 la recuerda en La Crónica. Y hay algo todavía peor: un mes y unos días antes de ese artículo, ha publicado otro sosteniendo los derechos de Chile a toda la Patagonia. No basta el odio a Rosas para explicar estas traiciones. La verdad es que Sarmiento renegó de su patria. No la siente en su corazón. Por esto pudo decir, en 1843, que “la patria no está en el lugar que nos ha visto nacer”, y que “los argentinos residentes en Chile, proscriptos de su patria, pierden hoy la nacionalidad que los constituía una excepción y un elemento extraño a la sociedad en que viven”. En nuestro país la traición de Sarmiento indignó. Hoy esta olvidada, tapada, por los panegiristas del por ese tiempo mal argentino. Pero en esos años, y después, fue tenida en cuenta. El 6 de octubre de 1868, cuando la Historia no era “dirigida”, La Nación Argentina, el diario que respondía a Mitre, dijo: “Sarmiento ha sido abogado de un gobierno extranjero contra su propio país”.

¡Que distinto este hombre del gran patriota que es el general San Martín! Si aquél vilipendia a Rosas, el vencedor de Chacabuco lo alaba una vez más. Le ha escrito el 2 de noviembre del 48. Le dice que sus triunfos son “un gran consuelo” en su vejez. Le declara su verdadera satisfacción por el levantamiento del bloqueo, “satisfacción tanto más completa -agrega- cuanto el honor del país no ha tenido nada que sufrir, y, por el contrario, presenta a todos los nuevos estados americano un modelo que seguir”. Así lo dijo, textualmente: “un modelo que seguir”. ¡y cómo ha confiado en Rosas! Por eso le asegura: “jamás he dudado que nuestra patria tuviese que avergonzarse de ninguna concesión humillante, presidiendo usted sus destinos”. Más bien ha temido que Rosas tirase demasiado la cuerda porque se trataba del honor nacional. Se agradece la honrosa memoria que de él ha hecho su mensaje a la legislatura, diciéndole que no es indiferente a la aprobación de su conducta “por los hombres de bien”. Y se despide, llamándose su “apasionado amigo”. De modo que, para el libertador de nuestra patria, Juan Manuel de Rosas es un hombre de bien. Pero a pesar e estas palabras, que constituyen el más valioso de los títulos, hay todavía, en 1940, quienes lo consideran un bandido…

Paraguay

Rosas no reconoce la independencia del Paraguay, que es, para él, usa provincia argentina. Se funda en que, situado en el centro del continente, el Paraguay no puede tener vida propia. Ya el convenio comercial con Corrientes, firmado el año anterior, le pareció una traición, sobre todo por parte de esta provincia, que no tiene derecho para firmar tratados de semejante índole. Ahora, la situación va a empeorar, Corrientes acaba de firmar, el 11 de noviembre de 1845, una alianza ofensiva y defensiva con el paraguay. En una declaración de guerra, de guerra “personal” contra rosas y las fuerzas que le sirven, dice el tratado; pero sabemos que no existen tales guerras personales. Quien sufre es el pueblo entero, no es el mandatario al cual se quiere derrocar. El convenio ha sido también firmado por el general Paz, como director de la guerra.

Este convenio contiene una cláusula secreta, según la cual Corrientes le estregará a Paraguay, a cambio de diez mil soldados, parte de su territorio. La existencia de esta cláusula se conoce por varios conductos, principalmente por la declaración que hará semanas después el general Juan Madariaga, al caer prisionero de Urquiza. Según Madariaga, hermano del gobernador de Corrientes, esta provincia le concedió al paraguay el territorio comprendido desde la Tranquera de Loreto, “tocando por las puntas del Aguapez, hasta dar con el territorio brasileño, sobre la costa del Paraná”. Por la misma cláusula secreta, si el gobierno de Corrientes ni el director de la guerra pueden “entrar en acomodamiento con ningún gobierno paraguayo”.

Mientras tanto, hombres del propio bando unitario se indignan ante la intervención extraño. Uno de ellos es Martiniano Chilavert, que fue lugarteniente de Lavalle. Desde Brasil escribe que considera como “el más espantoso crimen” de un argentino el llevar contra su patria armas extranjeras. El se alejó de su partido cuando la intervención francoinglesa: “Un solo deseo me anima -dice-: el de servir a mi patria en esta lucha de justicia y de gloria para ella”. Y se reincorpora a ejército de la Confederación.

Caída de Rosas. Batalla de Caseros

Después de tantos años de dictadura, prácticamente había terminado la lucha entre federales y unitarios. La violenta oposición de los primeros tiempos al gobierno de rosas ya no existía y, por consiguiente, no había motivo para cometer los actos de fuerza característicos del régimen dictatorial. Además, Rosas se sentía ya cansado de gobernar.

Mientras tanto, un caudillo del litoral adquiría creciente prestigio: era Justo José de Urquiza, gobernador de Entre Ríos. Bajo su administración gozó esta provincia de gran prosperidad económica, El buen estado de las finanzas permitía sostener un ejército numeroso y bien organizado, que podía ser la base de un serio movimiento de reacción.

Partidario del federalismo, Urquiza había luchado contra los unitarios y, por lo tanto, en favor de Rosas, pero, una vez pacificado el país, no veía razón para Rosas se perpetuara en el mando y siguiera disponiendo de la suma del poder público, que se le entregó en momentos de extraordinaria gravedad. Consideraba que el dictador, si bien se titulaba defensor del federalismo, de hecho mantenía un régimen unitario, pues todas las provincias estaban sometidas a su voluntad.

La continua propaganda en contra de la tiranía, efectuada desde los países vecinos por los hombres del pensamiento, comenzaba a dar sus frutos. Todo el elemento culto de la población anhelada la constitución de un gobierno democrático.

Existían, además, importantes razones de orden económica que justificaban el descontento de una parte considerable de la oblación argentina.

El dictador no se ocupo la producción; más bien le uso trabas. En lugar de continuar la obra que inició Rivadavia al dividir las tierras públicas para su explotación, él dejó que pasaran a manos de unos cuantos propietarios, que las mantenían improductivas. Nada hizo por fomentar la inmigración, lo que hubiera significado introducir brazos para explotar esas tierras. Como le convenía tener dominado al populacho, evitó el tomar medidas que permitieran a la gente humilde conquistar independencia económica. Prefería halagarla con regalos o distribuir empleos que le aseguraran el apoyo de una gran masa de protegidos. Con excepción de la ganadería, que continuó progresando en la provincia de Buenos Aires, las industrias no adelantaron.

Aunque Rosas fue muy honrado en el manejo de los dineros públicos, ya que jamás empleó un centavo de los mismos en beneficio personal, las finanzas llegaron durante su administración a un estado desastroso, contribuyendo a ello el bloqueo anglofrancés soportado por el país durante varios años y que hizo disminuir grandemente la renta aduanera. Los gastos que demandaba el sostenimiento del régimen despótico eran siempre superiores a los ingresos, y Rosas procuraba equilibrar el presupuesto emitiendo papel moneda, que pretendía imponer, no solamente en buenos Aires, sino también en las provincias del litoral. Los resultados de esta desorganización financiera fueron: el crecimiento de la deuda pública y la desvalorización de la moneda.

El estancamiento de la industria, la ruina de muchos comerciantes, el encarecimiento de la vida, fueron factores más decisivos que los de orden político para provocar en el pueblo una reacción contra el tirano, convenciendo a muchos de su antiguos partidarios de que Rosas era un obstáculo para el progreso del país.

Todos los años de Rosas, alegando razones de salud, presentaba la renuncia de su cargo, la que nunca le era aceptada. Por delegación de las provincias, varias veces reiterada, continuaba representando al país ante los gobiernos extranjeros.

El 1º de mayo de 1851, a raíz de una nueva renuncia de Rosas, Urquiza dictó un decreto pronunciándose contra el tirano. En él decía que retiraba al gobernador de Buenos Aires las facultades, delegadas en lo relativo a relaciones exteriores, guerra y paz, y que la provincia de Entre Ríos quedaba en situación de entenderse directamente con los demás gobierno del mando hasta tanto fuera definitivamente constituida la Republica.

Por otro decreto, Urquiza ordenó substituir el lema “Mueran los salvajes unitarios” por el de “Mueran los enemigos de la organización nacional”. El 25 de mayo dirigió una proclama a los pueblos, dando el grito de “libertad, organización y guerra al despotismo”. El 29 del mismo mes fue firmado en Montevideo un tratado de alianza entre las provincias de Entre Ríos y Corrientes, Brasil y la república Oriental con el fin de hacer la guerra al tirano.

Urquiza se dirigió por escrito a los gobernadores solicitándoles su adhesión, pero todos se manifestaron contrarios al pronunciamiento, tratando algunos al gobernador entrerriano de “traidor, loco y salvaje unitario”.

Antes de atacar a Rosas era necesario libertad a Montevideo, ciudad que estaba sitiada por Oribe desde 1843.

Con fuerzas entrerrianas y correntinas, pues aun no se habían incorporado los brasileños, Urquiza cruzó el río Uruguay y entró en territorio uruguayo, apoderándose de importantes poblaciones, como Salto y Paysandú.

Muchos jefes y soldados del ejército de Oribe se pasaron a las filas libertadoras. El general rosista comprendió que era inútil luchar y decidió entrar en negociaciones.

El 8 de octubre de 1851 firmaron Urquiza y Oribe una convención de paz, en la que se declaraba que no había vencidos ni vencedores. El sitio de Montevideo quedo levantado sin levantamiento de sangre.

Cumplido el propósito que lo llevó a la República Oriental, Urquiza volvió a entre Ríos y estableció en Diamante su cuartel general, poniéndose allí a organizar el llamado Ejército Grande, compuesto de 24000 hombres entre correntinos, entrerrianos, brasileños y uruguayos, a los que se agregan 4000 que habían pertenecido al ejército de Oribe y que eran en su mayoría hijos de Buenos Aires.

Varias naves brasileñas que se dirigían a Diamante fueron atacadas desde tierra por las baterías rosistas que defendían el Paso del Tonelero, pero lograron forzar dicho paso (17 de diciembre de 1851).

El 23 de diciembre Urquiza emprendió la marcha sobre Buenos Aires. El pasaje del Río Paraná por un ejército tan numeroso fue una grandiosa operación ejecutada en perfecto orden.

En la provincia de Santa Fe se produjeron movimientos revolucionarios a favor de Urquiza. Este completó allí la organización del Ejército Grande y continuó avanzando hacia la Capital.

Las fuerzas de Rosas, que ascendían as 22000 hombres, se concentraron en Santos Lugares.

El 1º de febrero la vanguardia de Urquiza llegó a Morón y al día siguiente los dos ejércitos estaban a la vista. Las tropas rosistas ocupaban las pequeñas elevaciones de terrenos que se extienden desde Caseros hasta Santos Lugares.

En la mañana del 3 de febrero de 1852 se inició la célebre batalla de Caseros, una de las más importantes que se han librado en territorio argentino. Poco después de mediodía, la victoria de Urquiza era completa.

Rosas, en cuanto se dio cuenta de que el resultado de la lucha le sería desfavorable, se retiro del campo de batalla acompañado de un ayudante y en el camino escribió su renuncia con lápiz. Una vez en la ciudad, se refugió en la legación británica. Esa noche se embarcó en una fragata inglesa, acompañado de su hija Manuela. Seis días permaneció frente a la ciudad mientras gestionaba le facilitaran un buque de guerra inglés, pues carecía de recursos para costearse el viaje a Inglaterra. El almirante Henderson accedió al pedido, y a bordo del “Conflict” se alejó Rosas para siempre de su patria.

El ambiente social. Las fiestas parroquiales

Uno de los espectáculos que evidencian el grado de idolatría a que llega la sociedad porteña durante la dictadura son las fiestas parroquiales, celebradas en honor a Rosas. El retrato del tirano era paseado en un carro triunfal que arrastraban magistrados y ciudadanos sin distinción de clases sociales. Después la imagen era colocada en el altar de la iglesia parroquial, donde el sacerdote daba gracias a Dios por la elevación de Rosas al poder y exhortaba a rendirle culto.

En las representaciones teatrales, el público prefería las obras políticas, en las que siempre se ridiculizaba a los unitarios y se les hacía aparecer como culpables y perversos.

El desprecio por la cultura y el odio al extranjero fueron otras de la características de aquella época. El cierre de colegios, la supresión de los sueldos a los profesores y maestros, y la entrega de inspección y vigilancia de las escuelas al jefe de policía, demuestran cuán poco preocupaba a Rosas la educación popular.

Con el objeto de halagar a la gente humilde e ignorante, Rosas concurría a las fiestas que hacían los negros, y no perdía ocasión de humillar en público a las personas distinguidas.

Movimiento social e intelectual

En estos dos primeros años del segundo gobierno de Rosas, se produce en Buenos Aires un interesante movimiento social y cultural. La seguridad de haber sido vencida la anarquía; el orden y la economía que establece Rosas en la administración; la obra de progreso que el Gobierno empieza a realizar, todo invita al acrecentamiento de la sociabilidad y al desarrollo de la cultura.

Las fiestas en homenaje al Restaurador inicia una época de reuniones sociales. A fines del año anterior se han publicano los Consuelos de Esteban Echeverría; y los versos del poeta argentino que traen los primeros ecos del Romanticismo, recién nacido en Francia, son aprendidos de memoria por los jóvenes y recitados en los salones. En las fiestas de esos años predominan dos personas de la familia de Rosas: Manuelita, cada día más suave y encantadora y cuyos enamorados le forman una corte; y Agustina, hermana de don Juan Manuel, la mujer más bella de su tiempo, casada con el brillante general Lucio Mansilla. En la casa de Rosas se ve siempre a Mercedes Fuentes y Arguibel, prima segunda de Manuelita y que en septiembre del 35 se ha casado con Juan, hijo del Restaurador.

Como las “funciones” y los desfiles se repiten por cualquier motivo -aniversario de la revolución de los Restauradores y de la ascensión de Rosas al poder, fiestas patrias, inauguración de la Legislatura, cumpleaños de rosas- y las familias se reúnen para presenciar esos espectáculos, la sociabilidad adquiere un esplendor no conocido hasta entonces. Y junto a estas fiestas distinguidas se realizan otras en que las gentes de abolengo se mezclan con los hombres de bajo origen que acompañan a Rosas en el poder. He ahí la guardia de Honor del 1º de enero de 1837. Entre las doscientas personas que la forman, figuran, al lado de los aristócratas Juan Peña y Laturmino Unzué, los coroneles Ciriaco Cuitiño y Andrés Parra y el indio ramón Coñuepán. Ese mismo día don Juan Manuel da un baile en su casa, “federalmente adornada”. Tapicerías blancas y punzoes. Las damas llevan divisas, están “federalmente vestidas”, y entre ellas se ven algunos hombres nuevos de la Federación. He ahí, el año 36, en el aniversario de Octubre, una gran fiesta en la quinta de Martín Santa Caloma, uno de los fieles de Rosas. Música, cohetes, banderas, carne con cuero al aire libre, brindis. Preside doña María Josefa Ezcurra. Comienzan a comer a las cuatro y terminan al toque de oraciones. Al partir, todos los concurrentes montan en caballos con testeras y colores punzoes. En un coche van las damas de la casa de Rosas: María Josefa, Agustina y Manuelita. Y la cabalgata la acompaña al son de músicas y entre cohetes y vítores.

Aparecen varios poetas y escritores jóvenes. Un librero, más tarde meritísimo escritor, Marcos Sastre, ha abierto en su librería un gabinete de lectura. Allí acuden aquellos jóvenes. Ferviente entusiasmo intelectual los anima, y Sastre no tarda en crear el Salón Literario, en donde se reúnen los que, antes de año y medio, serán enemigos de rosas. Entre ellos está Esteban Echeverría, figura principal del grupo. El Salón no es, por ahora, adverso a Rosas, tanto que Sastres le envía, por medio de otra persona, y con muy elogiosa dedicatoria, los discursos pronunciados en la inauguración.

Pero no con ellos los únicos poetas y escritores. Ahí está José rivera Indarte, a quien su Himno de los Restauradores ha dado popularidad. Ahí está Nicolás Mariño, que acaba de publicar algunos capítulos de una novela, a la que los diarios tribuyen mérito. Por ahora ambos son calidamente rosistas, y también amigos entre ellos: los trazos de la novela de Mariño han sido publicados en la Valkameria o Aguinaldo para el año 1835, de Rivera Indarte. Ahí están los poetas federales, algunos anónimos, cuyos versos en honor de Rosas o de Encarnación -a quien llaman “la nueva Judith”- son casi siempre mediocres o sencillamente detestables.

El gusto por la lectura es mayor que antes, y ya no rige, o no de cumple, el decreto sobre libros prohibidos. Una librería anuncia en La gaceta obra de D`Alembort, de Voltaire, de Quinet, de otros autores irreligiosos, y hasta un libraco sobre Inconvenientes del celibato de los clérigos. Hay, pues, libertad espiritual, que acaso compense a algunos de la falta de libertad política.

Con la poesía florece la música. Se componen valses y minués. El más interesante de los músicos es Juan Pedro Esnaola, cuyo Minué Federal vivirá por largos años. También compone el joven escritor Juan Bautista Alberti, uno de los ases del Salón Literario; y Esteban Manzini, el músico del Himno de los Restauradores, enseña e piano y escribe algunas piezas. Aumenta el interés por el teatro y comienza a construirse uno nuevo, y el regreso a Chile de la famosa actriz criolla Trinidad Guevara, que representa dramas y comedias españolas, renueva el brillo de los espectáculos.

Rosas no es indiferente a las actitudes intelectuales. Se interesa por los trabajos del paleontólogo Francisco Muñiz; auspicia la Memoria sobre los pesos y las medidas, de su amigo Felipe Senillosa, que votó contra la suma del poder; dispone una recopilación de leyes y la publicación de observaciones y datos para la descripción geográfica y geológica del país y para su historia natural y antigüedades; y fomenta la trascendental y monumental Colección de obras y documentos relativos a la historia antigua y moderna de las provincias del Río e la Plata. El autor de esta colección, quien prologa y anota los trabajos, es don Pedro de Angelis, el gran humanista napolitano, incorporado a nuestra vida. De Angelis reproduce una serie de libros de importancia fundamental para nuestra historia. Muchos de ellos no son conocidos o están olvidados. Recordemos entre tantas obras valiosas: la Historia del descubrimiento, población y conquista del Río de la Plata, de Ruy Díaz de guzmán; la Descripción de la Patagonia, de Falkner, el Viaje a la costa magallánica, del padre Lozano. De Angelis comienza a publicar la colección en 1835. El primer suscritor es Rosas, que también ha alentado a los jóvenes del Salón Literario.

La maquina infernal; adhesiones y fiestas

El fracaso del asesinato de Rosas renueva las fiestas y las adhesiones, ahora más entusiastas que nunca. Los brindis, notas y discursos revelan lo que hubiera ocurrido de haber muerto Rosas. Cuitiño: “la sangre inmunda de esos caribes habría corrido por las calles de la ciudad a torrentes, y nuestros puñales, hundiéndolos de uno en otro pecho, serían incansables en saciar nuestra venganza”. El coronel Quesada pide que cesen “todas las consideraciones con esta canalla, y todo el que sea enemigo nuestro, que perezca, pues es éste el destino que ellos tenían preparado para nosotros”. Manuel Maestre: “sólo los respetos a V. E. nos han contenido hasta ahora de concluir con la canalla unitaria y toda su miserable descendencia”. Y el cura de Salta afirma que, si Rosas muere, el pueblo aserrará los pescuezos de los unitarios, para llenar con la sangre de esos hombres “un hondo estanque en el que se bañarán los patriotas”. Es de notar que no prometen hacer semejantes cosas, sino que creen han de suceder en el caso que muera asesinado el Restaurador. El Nacional, sin embargo, cambia el texto, para hace decir a esos entusiastas federales, no lo que el pueblo haría, sino lo que cada uno de ellos tiene resuelto hacer.

Algunos festejos el buen suceso a su manera. Así el coronel Mariano Maza, que está en Catamarca, al frente de una de las divisiones del ejército. Le escribe a Oribe: “Cuando recibí su muy apreciable y me enteré de la maldad y perfidia de los salvajes, mandé fusilar al salvaje Luis Manterota y tres prisioneros más”. Le dice también: “desde hoy en adelante no daré cuartel a ningún salvaje”. Por los mismos días, el general Eugenio Garzón, que manda otra división de ese ejército, fusila a veintiún prisioneros en la Pampa de Gato.

Pero no todo ha de ser atrocidades. Una buena noticia merece ser señalada: el arribo de considerable número de inmigrantes. Esto ha empezado en el corriente año, y tiene dos causas: la paz con Francia y el término de la guerra carlista en España. En febrero esos inmigrantes han sido mil doscientos setenta y dos, en su casi totalidad vascos. No obstante esta cifra, la historia oficial, dice, cuando habla de la caída de Rosas, que “empieza a llegar la inmigración”…

Otro hecho revela el grado a que alcanza el prestigio de Rosas. Algunos personajes piensan que puede morir asesinado. Les asusto lo que sobrevendría. Entre ellos figuran generales de la Independencia y hombres de consejo como José Nepomuceno Terreno, íntimo del Restaurador, y José María Roxas y patrón, ex ministro de Borrego y de rosas. El ex ministro toma la palabra, y después se establece la necesidad de pensar en una persona que reemplace al Restaurador en caso e muerte súbita y violenta, propone a Manuela Rosas y Ezcurra, y todos aceptan.

¡Qué no puede hacer el miedo! Estos señores, tan respetables como asustados, intentan una atrocidad. Roxas y Patrón le escribe a don Juan Manuel de Rosas les agradece, pero más sensatos que sus fieles, contesta: “Como ustedes lo dicen, es cierto que la niña esta impuesta de los asuntos de la administración y de la marcha que ellos deben seguir; pero es más cierto que ustedes pretenden en nada menos que el gobierno hereditario en nuestro país, el cual ya ha aventado tres o cuatro monarquías, porque eran hereditarias”. En esta fase mal escrita y confusa, pero inspirada por un auténtico espíritu republicano. Rosas se refiere a los diversos proyectos de monarquía, surgido en años anteriores, y que el país rechazó. El 1º de julio de 1839, el Restaurador, en carta a Vicente Gonzáles, nombraba a sus hijos y decía: “si yo falto por disposición del cielo, en ellos han de encontrar ustedes quienes puedan sucederme”.

Seguramente han supuesto que el solo nombre de Rosas, elevado por quien ocuparse el poder, bastaría para impedir cualquier grave desorden, y que nadie puede vencer a la anarquía sino quien descienda del Restaurador. También es probable que hayan tenido a don Juan Manuel.

Renace el fanatismo federal

El otoño trae un poco de tranquilidad a Buenos Aires, a los que contribuye la presencia de los oficiales franceses y la libertad de los presos políticos. Se dan bailes en honor de Dupotet: uno, la viuda de Juan Facundo Quiroga, y otro Antonio Díaz, ministro de guerra y Oribe. En esta fiesta canta Alcira Díaz, “la que dicen es novia del Restaurador”, según El Nacional, de Montevideo. Hay deseos de paz. Francisco Javier Muñiz envía a Rosas sus descubrimientos paleontológicos, con “la admiración -dice- que me propele hacia sus sublimes cualidades”, a quien “produjo en Héroe esta tierra, siendo el más justo apreciador de cuanto le pertenece”.

Renace el federalismo federal. Individuos exasperados aguardan a las puertas de las iglesias y pegan moños rojos, en la cabeza de las unitarias. El comandante de Tapalqué comunica que dos mil indios se ofrecen para ir a la ciudad, a exterminar a los unitarios y al mismo tiempo, en los ejércitos que combaten contra Rosas crece el número de los pasados. A Brizuela, jefe de la coalición del Norte, que mandaba seiscientos hombres, lo han abandonado doscientos diez de infantería y un cuerpo de caballería. En otros combates se pasan el comandante Juan Francisco Villafañe con toda la fuerza de su mando y la caballería; el sargento mayor Juan de Dios Videla, con siete oficiales; el escuadrón Cullen y hasta jefes de la legión de Mayo. Estas deserciones en gran escala anuncian el triunfo de Rosas.

La vida cotidiana en la etapa rosista

El aspecto que presentaba Buenos Aires hacia la década del `40 era el de una ciudad de casas bajas, sin mayores decorados en sus frentes, pocos comercios, calles angostas que se cruzan en ángulo recto, muchas de ellas en mal estado, barrosas y con baches, aunque unas pocas tenían empedrado (piedra bola), veredas pequeñas de ladrillos gastados y mal entrazadas, y una gran plaza, la Plaza de la Victoria (hoy Plaza de Mayo), sobre la cuál daban los edificios más importantes, con sus recoras y sus tiendas más distinguidas, el Cabildo, el Departamento de Policía, la Catedral y el Fuerte. La iluminación era mediante el uso de velas introducidas dentro de faroles.

El paseo más famoso era el de La Alameda (actual avenida Paseo Colón), situado a orillas del Río de la Plata; y cuando los atardeceres veraniegos asomaban, era costumbre refrescarse en tan hermoso camino arbolado, donde las damas se vestían con sus mejores ropas, con sus infaltables mantillas o sombreros. La mayoría iba a pie, pero también se veía a visitantes montados en sus caballos o paseándose en bonitos coches que en fila iban y venían.

La mayor parte de la población vestía rústicas prendas de algodón, calzaban ojotas de cuero o botas de potro y el poncho era una prenda infaltable. Las clases altas, por el contrario, compraban vestimentas importadas o paños para hacerse aquí sus vestidos. La moda de la época rosista mostró el furor de las peinetas realizadas en carey.

Las diversiones típicas de la época eran la carrera de caballos (cuadrera), el juego de la taba, naipes, pato, sortija, bailes, espectáculos circenses y guitarreadas.

Documento. Federación o muerte (1835)

El Banco Nacional creado por Rivadavia con el objeto de acrecentar las economías del interior del país, es abolido por Juan Manuel de Rosas. En la disolución del banco se hace referencia a las “soberanías financieras” de las provincias. Pero estas soberanías no hacen más que complicar las cosas ya que al permitirles emisiones de moneda a voluntad son un nuevo motivo de desunión de país. Además, y como apunta Levene, “El Banco Nacional acostumbraba otorgar créditos al 6% anual. Eliminado el Banco, los grupos de aprovechados capitalistas realizaron sus acostumbradas operaciones de préstamos al 20 y al 25% de interés”. Significativamente este año queda fundado el Banco de la Provincia de Buenos Aires. La política rosista tiene un emblema -el de FEDERACIÓN O MUERTE- que día a día extiende su poder. Por primera vez este año la bandera rosista flamea en el Fuerte, que es la tradicional residencia de Gobierno. No así la nacional, creada por Belgrano. Se establece también la Compañía de Jesús y en acto oficial se reabre la Catedral reformada, ceremonia que Buenos Aires celebra jubilosamente. Queda a su vez reglamentado el tránsito de vehículos y peatones, mientras la ciudad va adquiriendo un tono “colorado” en sus paredes. Quienes aún conservan al pintura celeste -característica de las viviendas a partir de mayo de 1810- optan por acompasarse a esta nivelación que se produce en todos los otros ámbitos de que hacer porteño. Dos muertes sacuden a la opinión pública. La de fray Justo Santa María de Oro y la del general Juan Ramón Gonzáles Balcarce. SARMIENTO -que permanecía en Chile trabajando EN UNA MINA de plata- regresa a San Juan para dedicarse a la enseñanza. La alimentación porteña no parece estar en crisis. La ciudad posee diversos mercados, destacándose el de carne -donde hoy esta ubicado el Congreso Nacional- y el de verduras y aves, donde se encuentra hoy el edificio de la Aduana. El Mercado del Centro -el más grande y antiguo de los pertenecientes a la municipalidad, poseía su entrada principal en la esquina de las calles Alsina y Perú, y otra en las calles Chacabuco y Moreno. El comercio de la leche está en manos de criollos. Los más traen el producto de los alrededores de la ciudad, donde tienen sus tambos, “en botijas o porrones de barro forrados en cuero” como bien informa Manuel Bilbao. Estas lecheras venden además mazamorra, la que los porteños juzgan más sabrosa por el hecho de se transportada a caballo. Confiesan que el movimiento del animal, el traqueteo, influye notablemente en el gusto del típico alimento. El lechero es muy querido por la población. Hay repartidores muy jóvenes -10 años- a quienes se pilla más de una vez cuando bajan al río “donde bautizan su mercancía”. Pero quienes dan la nota insólita son LAS LECHERAS. Visten original atuendo: PONCHO DE PAÑO -casi siempre deteriorado por la intemperie y las lluvias- UNA ENAGUA Y UN GRAN SOMBRERO DE HOMBRE, perforado.

Fuente: Diario “La Razón” Buenos Aire, 9 de julio de 1966.

Conclusión

De 1835 a 1852 gobernó Buenos Aires Juan Manuel Rosas. Conocido como el gran dictador, fue sin dudas un poderoso estanciero y un caudillo político, que representó los intereses porteños. Ejerció una dictadura y demoró mientras estuvo al poder la organización nacional con el argumento de que el país no estaba preparado. Si bien se lo conoció como el Restaurador de las Leyes, solo sancionó dos leyes en sus 17 años de gobierno; Rosas anhelaba la libertad anárquica y despreciaba las reglas.

Rosas tuvo movimientos de resistencia en casi todo el país, protagonizados por unitarios y federales liberales. Montevideo fue el centro de esa conspiración, cuyos métodos eran el terrorismo, el asesinato, el fraude, la unión con el extranjero, confiscaciones. Los opositores sentenciaron a Rosas a gobernar sin un día de tranquilidad. Su fracaso se debió a la falta de unidad en su coordinación y a la diversidad de tendencias que participaron. En su mayoría recurrieron al apoyo extranjero, lo que les acarreó desprestigio frente al caudillo porteño que se mostraba como defensor de la soberanía nacional. Estos solo tuvieron éxito cuando se unieron para luchar contra el dictador.

La oposición fue perseguida y ejecutada durante 15 años en el poder. Los unitarios, con imprudentes golpes de estado, con medidas, arbitrarias, con su recurso a los actos habilidosos, crearon el clima propicio al desprecio por la ley. Fueron éstos quienes tildaron a Rosas como el personaje más siniestro del siglo XIX en la Argentina. Buscando material sobre Rosas me he encontrado con autores que estaban a favor (José M. Rosa), y otros en contra (Dellepiane); Rosas hizo cosas buenas y cosas malas; pero ¿Por qué nunca intentó organizar al país? En todo el tiempo que gobernó ¿nunca se podría haber hecho una constitución? Rosas se equivocó al haber rehusado a su pueblo a un régimen estable y organizado.

Por otro lado debe remarcarse la intención de ejercer una economía proteccionista y favorecer a las industrias locales. Aunque es verdad que siempre terminó actuando con los intereses de Buenos Aires (Ej: La ley de Aduana). También defendió enérgicamente la soberanía nacional ante las pretensiones extranjeras de disponer libre tránsito en ríos nacionales, y nunca dejó de reclamar la devolución de las islas Malvinas por parte de Inglaterra. Y justamente el mismísimo general San Martín lo elogiaba por su patriotismo y defensa contra el extranjero: " El sable, que me ha acompañado en toda la guerra de la Independencia de la América del Sur, le será entregado al general de la Republica Argentina, don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarnos."

Por otro lado debemos decir que Rosas persiguió y castigó a los unitarios, catalogándolos de salvajes, mientras su gobierno no tuvo nada de federal. El era un federal personalista, lo que lo diferencia con los federales liberales. Centralizó el poder en Buenos Aires, y otorgó a esta provincia el manejo de los fondos de la Aduana. Además las provincias respondían a él, ya que sus respectivos gobernadores habían sido elegidos por Rosas.

 

 

Bibliografía

  • Alcaide, Alfonso; Resumen de Historia Argentina, Buenos Aires, Editorial Ángel Estrada y Cia.

  • Gálvez, Manuel; Vida de don Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Editorial Tor, 1954.

  • Historia viva, Buenos Aires, La Razón, 1966.

  • Internet.

  • Piccolo, Adrián; Historia Argentina, Capital Federal, Editorial Betina, 1996.

  • Vinardell, Arturo; Lecciones de Historia Argentina, Buenos aires, Editorial Luis Lasserre, 1941.

Índice

Llegada de Rosas al poder………………………………..1

Suma del poder público…………………………………..1-2

Medidas de gobierno……………………………………...2-11

Política económica………………………………………..11-12

Problemas internos:

Generación del `37………………………………………..12-13

Lavalle

…………………………………………………….13-16

Estancieros del sur………………………………………...16-17

Maza………………………………………………………17-18

El litoral…………………………………………………...18

Problemas externos:

Francia…………………………………………………….18-23

Inglaterra…………………………………………………..24

Países limítrofes:

Uruguay……………………………………………………24-25

Bolivia……………………………………………………..25-26

Brasil………………………………………………………26

Chile……………………………………………………….26-27

Paraguay…………………………………………………...27-28

Caída de Rosas. Batalla de Caseros………………………..28-30

El ambiente social. Las fiestas parroquiales……………….31

Movimiento social e intelectual……………………………31-33

La máquina infernal; adhesiones y fiestas…………………33-34

Renace el fanatismo federal………………………………..34

La vida cotidiana en la etapa rosista……………………….34-35

Documento. Federación o muerte (1835)………………….35

Conclusión…………………………………………………36-37

Bibliografía………………………………………………...38

Índice………………………………………………………39




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Idioma: castellano
País: Argentina

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