Historia


Historia del pueblo judío en España


Sefardi

Introduccion:

Según las más antiguas tradiciones, los primeros judíos debieron llegar a España en aquellas naves de Salomón que, junto con las fenicias de Hiram[1], comerciaban con Tarsis; esas naves de Tarsis en las que se embarcó el profeta Jonás y que debían llegar a la Tartessos del Guadalquivir. Otra tradición afirma que su llegada tuvo lugar tras la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor el año 587 a. C. en calidad de refugiados, encontrando aquí a sus compatriotas venidos durante el comercio fenicio. Si bien todo ello es posible, no existe documentación que lo pruebe.

Es más razonable suponer que los primeros asentamientos judíos en la Península Ibérica tuvieron lugar tras la destrucción de Jerusalén por Tito el año 70. La guerra contra Roma y la desaparición del Templo abrieron la gran Diáspora hebrea por el Mediterráneo que pudo alcanzar Hispania en el siglo I. En el año 135, los romanos sofocan la última sublevación judía aplastando el levantamiento de Bar-Kochba. En esta época ya se encuentran epitafios y monedas en nuestras excavaciones. Otro dato importante es la carta que san Pablo escribe a los romanos sobre su visita a España, lo que puede indicar la existencia de comunidades judías en la Península. También en esta época Jonatán ben Uziel identifica a España con la Sefarad bíblica y de ahí que los judíos españoles se llamen safardíes.

Origenes del odio:

Aparte de los habituales anatemas eclesiásticos oficiales contra el pueblo proclamado como asesino de Cristo, los cristianos medievales de la Península lbérica no fueron antijudíos en razón de creencia o por prurito racial. La mezcla de pueblos era demasiado obvia entre nuestros antepasados. Hubo eso sí, matanzas casi increíbles de judíos, saqueos de juderías y vejaciones y discriminaciones y, sin embargo no había cristiano que hiciera ascos por ponerse en manos de un medico hebreo, ni rey que no atendiera las predicciones astrológicas de un rabino cabalista, ni obispo o canónigo que tuviera reparo alguno en dejarse cortar y coser sotanas y sobrepellices por sastres judíos, ni párroco que necesitase fumigar con sahumerios benditos los cálices o los candelabros de altar labrados por orfebres de la aljama vecina.

Habría que pensar que, al menos en su origen, los odios al pueblo judío formaron parte de lo que podríamos llamar una desviación. Constantemente se daba la circunstancia, a lo largo de toda la Edad Media de que reyes, nobles y jerarcas de la Iglesia recibían de judíos acomodados el dinero que necesitaban bien para campañas militares o para gastos suntuarios. A cambio de ese dinero adelantado aquellos poderosos hebreos compraban el derecho a cobrar sus tributos y con su producto se resarcían -a menudo con ventajas- del capital previamente desembolsado. Pero esa ventaja económica llevaba consigo su parte negativa pues, para buena parte del pueblo, era el judío, y no el rey o el señor o el obispo, el que le cobraba los impuestos el que le estrujaba su escasa economia el que daba la cara y representaba -como hoy lo hace un inspector de Hacienda asalariado- el desagradable oficio del que los poderosos se habían librado tan limpiamente.

Hechos así contribuyeron en buena medida a crear una atmósfera de animadversión hacia el judío, atmósfera en la que ya no se discriminaban razones ni personas y todos, por el hecho de formar parte de la aljama, quedaban incriminados. Era evidente, por otra parte, la manifiesta prosperidad que llegaron a alcanzar numerosas familias judías, muy por encima de la que podían llegar a aspirar los estamentos acomodados de la sociedad cristiana urbana o rural. Según Baer, en la Castilla del siglo XIV, los judíos controlaban los dos tercios de los impuestos indirectos y de los derechos aduaneros tanto interiores como de fronteras y puertos. Y ya anteriormente en 1260 los prohombres de la judería de Monzón obtenían del rey Jaime I autorización para cobrar las deudas que la ciudad tenía contraídas con la Corona. En aquella ocasión, los vecinos cristianos amenazaron con arrasar la aljama hasta sus cimientos si el decreto real no se aplicaba a todo el territorio de la Corona de Aragón, y tuvieron que ser los caballeros del Temple los dueños del castillo defensor de la villa, los encargados de proteger en aquella ocasión a los judíos en peligro. No podía negarse, por supuesto que hubo muchos judíos que ejercieron la usura y que obtuvieron de ella pingües beneficios. Sin embargo, también tendríamos que recordar y no precisamente en su descargo, sino como simple puesta a punto de la ideología medieval que en el siglo XII se pusieron en vigor leyes muy estrictas que prohibian tajantemente el cobro de intereses en casos de préstamos entre cristianos. Lógicamente, tales medidas cortaban de raíz el motivo mismo que generalmente ampara al préstamo y ponían la usura en manos de los judíos, puesto que tampoco los musulmanes mudéjares el otro núcleo de población no cristiana en la España medieval podía ejercerla toda vez que permanecieron siempre en un estado de indigencia que les habría impedido escapar si quiera a su condición de esclavos o de simples siervos campesinos mal asalariados.

Si a esto añadimos que soberanos como Jaime I o FernandoIII llegaron a fijar mediante leyes el tipo de interés que podian tomar los judíos sobre los préstamos que realizaran el veinte por ciento en 1228 según normas de la Corona de Aragón, nos daremos cuenta de que, en buena parte, el ejercicio de la usura era una práctica casi oficialmente fomentada, lo mismo que puede serlo hoy mismo por parte de las entidades bancarias o similares. Dejar caer de modo exclusivo la culpa de la usura sobre los judios era y sigue siendo, por parte de muchos historiadores de prestigio una especie de esquema mental preconcebido que, en buena parte, coincide con el que sirvió y todavía sirve para la manipulación de diversos fenómenos históricos: el mismo esquema que, en su momento, constituyó el caldo de cultivo más inmediato e idóneo para fomentar el deporte de la caza del hebreo, ejercido a la par por el pueblo y por las autoridades eclesiásticas.

Bastaria recordar aparte las grandes matanzas de sobra conocidas, que, en muchas ciudades españolas y en la misma Toledo el Viernes Santo era un dia en el que, tradicionalmente, el pueblo se en tregaba a la diversión de apedrear las calles y las ventanas del barrio judío; que, en 1268, el rey Jaime I de Aragón tuvo que prohibir que esta misma costumbre siguiera ejerciéndose en la ciudad valenciana de Xátiva; que en Gerona, y siempre por esas fechas señaladas de la Semana Santa, los clérigos catedralicios practicaban la costumbre de subirse a las torres del templo, que dominaban el recinto del call y, desde ellas, apedreaban sus casas y a sus gentes, propiciando unas prácticas que, poco después, se convertirian en ejercicio corriente del pueblo y en matanzas que, como las iniciadas en Sevilla en 1391, diezmarian la población israelita de la Peninsula y condicionarian las amenazadoras campañas de conversión masiva llevadas a cabo por todo el ámbito peninsular por el dominico Vicente Ferrer, luego santo, a principios del siglo XV.

La expulsion de España:

El día 31 de marzo de 1492 los Reyes Católicos firmaban en Granada el edicto de expulsión de los judíos de la Corona de Castilla, mientras otro documento con ligeras variaciones era firmado sólo por Fernando para los judíos de la Corona de Aragón; ambos textos partían de un borrador elaborado pocos días antes por el inquisidor general. fray Tomás de Torquemada. Las argumentaciones oficiales de tan rigurosa medida eran fundamentalmente religiosas

La actividad que desarrolló la Inquisición sevillana contra los judaizantes llegó, a partir de 1480, a los más reprobables extremos. Solamente en 1481 fueron quemadas vivas unas 2.000 personas; otras tantas fueron quemadas en estatua, por haber muerto o huido, y 17.000 sufrieron penas más o menos graves. Los muertos fueron desenterrados y sus huesos incinerados. Los bienes de todos los que, vivos o muertos, habían sido declarados reos de muerte eran confiscados y sus hijos inhabilitados para oficios o beneficios. En Andalucía quedaron vacías más de 4.000 casas.

No sabemos todavía muy bien por qué, los historiadores continuarán durante mucho tiempo debatiéndolo, pero ocurrió que el 31 de marzo de 1492 los Reyes Católicos emitieron el famoso Edicto de Expulsión que ponía fin a la presencia centenaria de judíos en territorios de la Corona de Castilla y de la Corona de Aragón. Sabemos que el texto del famoso documento llevaba varios días redactado y reposaba, incómoda y molestamente, en la mesa de despacho de los reyes. Allí había sido depositado una vez que el inquisidor fray Tomás de Torquemada lo hubiera redactado, arguyendo las mismas razones que explicaban, una decena de años anteriormente, el establecimiento del Santo Oficio de la Inquisición.

Los origenes:

Los primeros asentamientos parece que tuvieron lugar en la costa mediterránea y su presencia se ha detectado en ciudades como Ampurias, Mataró, Tarragona, Adra, Málaga, Cádiz y Mérida. Uno de los primeros restos arqueológicos con que contamos es la estela funeraria del samaritano Iustinus de Mérida, fechada en el siglo II. Este epitafio, así como la lápida de la niña Salomónula o la del rabí Lasies, permite asegurar la llegada de judíos en los primeros siglos de nuestra Era. Los judíos de la España romana debieron ser simples trabajadores o incluso esclavos y fueron medrando poco a poco en las ricas ciudades comerciales de la costa. La importancia de las comunidades judías debía ser tal en el siglo IV que el Concilio de Elbira, Granada, se pronuncia en algunos de sus cánones contra ellos. Es la primera vez que la Iglesia se preocupa por el peligro que los judíos representan para los nuevos cristianos que, con la convivencia, pueden judaizar.

Las primeras invasiones bárbaras de la Península supusieron notables convulsiones tanto en la sociedad hispano-romana como en la judía. Los hebreos habían ido creando una tímida explotación agraria para subsistir, pero el enfrentamiento con la Iglesia se acentuó, produciéndose la conversión forzosa de los judíos de Mahón. Con la invasión de España por los visigodos se produce una época de tolerancia del poder hacia los judíos. La monarquía arriana, pese a su inestabilidad política, será complaciente con sus súbditos judíos. Durante esta etapa, judíos y cristianos no se diferenciaban más que por su religión. Los judíos eran pequeños propietarios y se dedicaban al comercio, contando con la tolerancia de los visigodos.

Pero la conversión de Recaredo en el III Concilio de Toledo supone el comienzo de las persecuciones bajo la monarquía católica: Sisebuto expulsa a los judíos del reino, Egica los persigue y separa de los cristianos y Chintilla obliga a los judíos de Toledo a abjurar de los ritos y prácticas de su fe. Los niños judíos eran separados de sus padres para ser educados como Cristianos. De entre los restos arqueológicos de ésta época, bastante escasos, destacan varias inscripciones, como la pileta de Tarragona o la memoria de Meliosa. También es de gran interés una estela del siglo VI-VII decorada con pavos reales y arranque de menorah.




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Enviado por:Juanjo Calvo Aguirre
Idioma: castellano
País: España

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