Historia


Guerra de los mil días


La Guerra de los Mil Días

La agitadísima vida en Panamá de Belisario Porras

La lucha contra la Regeneracion, o gobierno de Rafael Nuñez, estaba declarada abiertamente en Panamá desde 1885. Como quiera que las libertades públicas sufrían una represión continua, hombres como Carlos A. Mendoza y Belisario Porras se pronunciaban de manera insistente contra el régimen, aunque al último le reprochaban Salomón Ponce Aguilera y otros, que en años anteriores había colaborado con el nuñismo, cuando Ricardo Arango estaba al frente del Istmo como gobernador, puesto para el cual fue nombrado en 1893. Ejercía el poder legislativo la última Asamblea Departamental.

“Y Porras, liberal radical, por su amistad con Pablo Arosemena, ayudó al gobierno en su lucha contra sus mismos copartidarios y así encontramos que el gobierno regenerador le distingue nombrándolo primero magistrado suplente en 1885, y magistrado principal después, y en 1889 adjunto a la Legación de Colombia en Italia. El 10 de agosto de 1890 regresó de Europa.”

A su profesión de abogado en ejercicio unía Porras su beligerancia política y su condición de periodista que sostuvo polémicas y fue objeto de acusaciones, alguna por calumbia. Vivía, pues, en trance frecuente de ataque y defensa, que no le daban sosiego. En busca de tranquilidad solía trasladarse en ocasiones a su finca del Pausílipo, en Las Tablas. El contacto con la naturaleza le favorecía mucho y restauraba así las fueras que necesitaba para sus frecuentes querellas, en las que propinaba golpes y era, a su vez, fuertemente vilipendiado.

Sufrió prisión en 1895, decretada por el gobernador Arango en viertud de instrucciones recibidas desde Bogotá, en donde cuasaban indignación los ataques virulentos de los liberales 0panameños. Pero aun desde la cárcel combatía al gobernador en cartas enconadas que casi provocaron un duelo con su hijo, al salir de la prisión.

En la polémica con Ponce Aguilera, ocurrida en julio y agosto de 1896, en la que cada cual hacía ostentación de sus méritos, Aguilera llegó a decir que “el doctro Porras era más ilustrado que inteligente.”

Los continuos quebrantos morales que le proporcionaba su agitada vida en la capital, llegaron a comprometer su salud seriamente, a tal punto que hubo de retirarse a su finca en busca de reposo. No pudo dormir durante seis días ni de día ni de noche, y se temió que pudiese caer en la locura. La atención médica de su buen amigo de juventud, Rafael Neira, le restableció de aquella grave crisis. Veinte días después acompañado de sus hijos Belisario y Demetrio, se embarcaba con rumbo al Salvador, en exilio voluntario. Esto ocurría en 1896. (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 272)

En el exilio

En discurso pronunciado en el municipo capitalino años después, dirá el doctro Porras: “el suicidio es un crimen horrendo y el ostracismo aunque voluntario, el peor de los castigos.” Esto suele ocurrir, sin embargo, si el exiliado encuentra toda clse de torpiezos en el empeño de ganarse la vida; no si obtiene facilidades para subsistir. Pero nuestro compatriota logró abrirse paso, aunque iba acompañado de dos hijos; y él mismo reconoce que los años vividos en tierras extrañas fueron llevaderos porque se le trató en forma generosa, y pudo desenvolverse sin graves sinsabores.

Vivió al principio un año en San Salvador; luego otros dos en el desempeño de un cargo honorífico, mas con sueldo de la Junta de Unificación de la Legislación entre ese país y Honduras. Trabajó como porfesor de Derecho Internacional y de Filosofía en la Universidad Nacional. En mayo de 1898 se trasla<dó a Guatemala para ejercer una cátedra de psicología en el Colegio de Sión, y en ese mismo año se le nombró en Nicaragua como director del Colegio de Varones.

Todo esto significa un explícito reconocimiento de sus capacidades profesionales, que mucho le sirvieron, junto con su manera de conducirse en el trato con las gentes, pues sabía granjearse simpatías y buena voluntad hacia su persona.

Eusebio A. Morales experimentó una gran sorpresa cuando fue en su busca, en el desempeño de una comisoón que consistía en ganarle para que se pusiera al frente de los planes revolucionarios que se graguaban en Panamá. Pensó hallarle en condiciones de suma penuria, mas no en posición holgada y con sus hijos Demetrio y Belisario internados en un buen clegio, mientras ejercía el cargo de abogado consultor del gobierno. Era además abogado de una compañía de navegación, al paso que tenía franquicia para ejercer su profesión.

“Y era a un hombre en aquella situación a quein yo iba a pedirle que abandonara a sus hiojs, que despreciara una fortuna segura, que perdiera una posición social y política privilegiada, para correr los azares de una invasión armada, los peligros más grandes y hasta la muerte! Debo confesar que aquello me pareció como le parecería a cualquiera persona juiciosa, una enormidad que llegaba a los linderos de lo absurdo.”

Conviene recordar que la envidiable situación que había conseguido el doctor Porras en Nicaragua se debía a la excelente amistad y admiración que le tenía entonces presidente de Nicaragua, el gneral José Santos Zelaya, a cuya protección y ayuda se debió la expedición que encabezada por Porras, se dirigió al Istmo para iniciar la revolución liberal contra el gobierno conservador establecido en Panamá.

El pasaje en que Morales relata los términos de la conversación que mantuvo con Porras en Managua, en cumplimiento de la misión que se le había encomendado, es de la mayor importancia, porque demuestra el temple de alma del político nacido en Las Tablas, la hondura de sus convicciones, la presteza con que se decidió a cabiar las comodidades en que viviía or una aventura incierta y llena de peligros:

“Generalmente el revolcuioneario tiene algo de aventurero y de desesperado y yo iba a convidar a un amigo querido a tomar parte en una aventura extraordinaria y peligrosa precisamente en la hora en que este amigo recuperaba su tranquilidad de espíritu después de torturas íntimas inmensas, cuando se hallaba en plena prosperidad, gozando de sitinguidísima posición social, querido de todas las capas del pueblo nicaragüense, estimado, agasajado, sin enemigos y sin penas.

Narro estas circunstancias porque ellas forman una base cierta para conocer el temple de un carácter y son datos positivos para estimar la calidad de su patriotismo.

El doctor Porras no vaciló un solo instante, EL deber nos llama, me dijo: cumplámoslo sacrficándolo todo, hasta nuestras vidas. Sé que vamos a lanzarnos a una aventura sin precedentes, llena de azares, de sufrimientos y peligros; pero no podemos evadir el cumplimiento de ese deber, y lo cumpliremos con fe, con valor y con entusiasmo. Estas fueron más o menos sus palabras, dichas con la vehemencia del convencido y repetidas después siempre que hablábamos sobre nuestros planes.

No es preciso que yo haga comentarios sobre esa actitud del doctor Porras, pues ella se comenta por sí misma; pero la historia de los sucesos que él narra en su libro demuestra que en aquella empresa no le tcó como cosecha final sino el sacrificio de todo, fortuna, posición política, amistades, influencias; no salvó sino la vida y el prestigio que siempre adquiere y conserva quien se arriesga por servirle a una doctrina o por realizar una aspiración nacional.”

Se le podían reprochar a Porras defectos nacidos de su culto excesivo a la egolatría, de su afán de predominio y ambición de mando, que le inckibanba a figurar siempre en primer plano. Sin embargo, no será posible desconocer que también le animaban un sano y constructivo idealismo, un hondo respeto a sus convicciones y sentimientos patrióticos; que a diferencia de otros hombres que sólo piensan en las conveniencias personales, desoyendo cualesquiera otros móvoles de la conducta, era capaz del sacrificio y del mayor desinterés, tocante casi con el heroísmo, en determinados momentos de la vida, como lo demuestra ese magnífico gesto de arrojarse a un futuro incierto y lleno de peligros, obdeciendo a los mandatos de su credo liberal y de su patriotismo. (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 273)

Preparativos frustrados de la expedición

El engaño de Estrada Cabrera

Ya decidido a lanzarse a la temeraria empresa, el doctro Porras hubo de tropezar con el obstáculo formidable de no contar con los recursos indispenables para emprenderla. Una cosa era la decisión adoptada de acometerla, y otra, muy distinta la de ponerla en marcha. Sus actividades profesionales, aquellas en que había logrado tan señalados éxitos en países extraños, quedaban atrás. ¿Cómo enfrentarse ahora al utópico problema de organizar una expedición de guerra sin dinero, sin hombres ni pertrechos, sin posibilidades de transporte?

En ese empeño le había precedido Rafael Uribe Uribe, el batallador político colombiano que se encontraba en Guatemala, porfiando por obtener la protección del dictador Estrada Cabrera para la proyectada expedición bélica.

El doctor Porras llegó a Guatemala en el mes de mayo de 1898. En la estación del ferrocarril le aguardaban Uribe Uribe, Simón Restrepo y José María Sánchez Mejía, quienes se mostraon solícitos con el recién llegado, echaron un cuarto al lado del que ocupaba Uribe Uribe, quien le dijo:

“Estamos a punto de conseguir, al fin, que el licenciado Manuel Estrada Cabrera ratifique el convenio que tenía celebrado yo con el presidente Reina Barrios y nos entregue las armas que éste se obligó a darme. La muerte de Reina Barrios ha sido una calamidad para nosotros, porque con él todo estaba listo y con el que le ha sustituido me ha sido indispensable iniciar relaciones y entablar de nuevo una negociación ya concluida. El deseo de estrada Cabrera de afirmarse en el poder y las preocupaciones electorales en que se halla, son estorbos para darle pornto término. Cuando cayó Reina Barrios, andaba yo por Costa Rica y me vine enseguida. Tengo dos meses de estar de nuevo en la brecha: con todo, muy pornto vamos a llegar al logro de estos afanes.”

Porras no había estado antes en Guatemala y estaba lejos de sopechar las terribles circunstancias por las que atraesaba ese país bajo la dictadura férrea de Estrada Cabrera. Con las cartas de recomendación que traía consigo logró anudar amistades, mas poco a poco se dio cuenta de que pisaba en terreno movedizo donde imperaban el temor y la delación. Se hablaba en voz baja de los horrores del régimen, de la inseguridad en que se viviia, de cómo en cualquier momento se podía caer en prisión y sufrir toda clase de persecuciones y angustias. Estrada Cabrera estaba comprometido en la muerte del presidente Reina Barrios, a quien sucedió en el poder, y temía por su propia vida, no confiaba en nadie, y sólo aceptaba comer lo que su propia madre le preparaba, que le llegaba en un recipiente provisto de doble cerradura.

Uribe Uribe había descendido a la situación de escribir artículos elogiosos para el tirano, con la idea de ganarlo para sus poenes, einvitó a Porras a que también lo hiciera, pero el panameño se negó.

“Eso de escribir por paga me repugna horriblemente; no lo he hecho nunca; he escrito por convicción, por entusiasmo, por amor; pero por paga, no.”

Llegó el mes de junio a su término, sin posibilidad alguna de conseguir las armas. Sin embargo, a fines de ese mes Uribe Uribe se le acercó con el mayor secreto para informarle que ya estaban arreglando las armas en sus respectivas cajas, y que además se le proporcionaban dos cañones que no figuraban en el conrado. Dos días después le aseguró que todo estaba listo y que al doctor Porras le encomendaba la misión del embarque, por estar menos vigilado y porque él tenía que arreglar sus asuntos para viajar en breve a Colombia, donde había sido nombrado para ocupar una curul en la Cámara de Representantes. Le entregó para gastos ciento ciencuenta pesos en oro, diciéndole, por último, que marchara al puerto de San José, donde un vapor llegado del Norte se encargaría de conducir el armamento.

Habiéndose dirigido a la comandancia del puerto, le sorprendieron con la noticia de que el buque había zarpado ya, con el cargamento a bordo. El 5 de julio y mortificado sobremanera, el doctor Porras resolvió dirigirse a la capital, y en el trayecto se encontró con Uribe, que iba hacia el puerto con el propósito de embarcarse. Cuando se enteró de lo ocurrido, sospechó que podía haber un engaño, y amenazó con tronar por la prensa contra el dictador. Mas serenándose, le encomendó a Porras quedar en su reemplazo en Guatemala con el fin de procurar una entrevista con Estrada Cabrera.

Tras de varias peticiones de audiencia que no fueron atendidas, el presidente le recibió al fin, y le contestó con evasivas que indignaron a Porras, aunque finalmente le prometió que cumpliría el compromiso adquirido; con lo cual añadió un nuevo engaño al ya perpetrado.

El doctor Porras, no obastante los fracasos sufridos, persistió en su empeño de obtener que el dictador cumpliese su palabra; pero sólo consiguió hacerse sospechoso de complicidad con enemigos de aquél, exponiéndose a una posible persecusión. Permaneció en Guatemala, en gestiones inútiles, durante julio y agosto, y sólo a mediados de septiembre resolvió dar por terminados aquellos humillantes requerimientos ante un hombre ue se burlaba abiertamente tanto de Uribe como de su propia insistencia. En tales desgraciadas circunstancias tomó un pasaje para dirigirse a Nicaracagua, a cuya capital llegó el 23 de septiembre de 1898.

En Managua se enteró Porras de la innoble y solapada actitud ue en las gestiones suyas y de Uribe, interpuestas ante Estrada Cabrera, había asumido el dictador guatemalteco, tan diestro en las artes del engaño y la perfidia:

“Por José Pérez, agente confidencial del general Zelaya en guatemala, y por otros amigos nuestros de allá, sabíamos lo que estaba pasando. De un lado Estrada Cabrear le prometía a Uribe y de otro lo que ocurría, dando al propia tiempo la seguridad al último de que no saldría de los parques de Guatemala para nosotros un solo rifle, ni una sola cápsula.” (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 275)

Gestiones en Nicaragua.

El general José Santos Zelaya.

Los continuos y decepcionantes reveses sufridos en Guatemala no amilanaron al doctor Porras, a quien los golpes y el conocimiento creciente de las personas que ejercían el poder en Centroamérica, rodeados de una corte servil de parásitos y adulaores, enseñaron que no podía esperar por buenas razones ni entendimiento honorable y franco, ni resultados positivos de sus apremiantes gestiones.

Le animaba, no obstante, para persistir en aquella porfiada lucha, su arraigada fe en la causa por la cual trabajaba, su encendido patriotismo junto con el anhelo de verle triunfante en Panamá para bien del liberalismo.

Sin embargo, en su propia tierra las cosas no andaban tampoco en términos muy halagadores. Carlos A. Mendoza le dirigió, el 10 de febrero de 1898, una carta muy pesimista:

“El gobierno está muy preparado dizque para aplastar cualquier revolución. Por todas partes ve conspiraciones. Espera una invasión por Bocas del Toro. En fin, vivimos como en un campamento, oyendo las nocturnas voces de alerta de los centinelas.”

Estaba entonces en Nicaragua, como representante del partido liberal colombiano, el doctro Modesto Garcés, que había vivido tres años de destierro en Nicaragua, y encontrándose viejo, cansado y enfermo, se disponía a regresar a Colombia, aprovechando un decreto de amnistía dictado por el presidente Marroquín.

Hizo presente el doctro Porras que muy poco podia esperarse del gobierno de Nicaragua, por ser muy pobre, y no hallarse en condiciones de ofrecer una ayuda pecuniaria. De todos modos, le dejaba la representación del partido liberal colombiano, con el ruego de comunicarle cualquiera noticia de importancia.

Comprendió pronto que no podría contar con la acogida que antes se le había dispensado en aquel país, en donde obtuvo del presidente Zelaya una recepción tan ventajosa. Ahora llegaba en plan revolucionario y buscando ayuda para un proyecto bélico, y más bien se hizo sospechoso, a casua de una manifestación suya a propósito de un mensaje presidencial que contenía declaraciones ofensivas cotral algunos ciudadanos. El documento fue confiado al doctor Porras, para su revisión, y se limitó a sugerir, por apremios de tiempo, que se atenuase ese lenguaje ofensivo, imporpio de la mesura y comedimiento que debe caracterizar el estilo de tan alto funcionario. El mensaje no fue modificado y en cambio, provocó el resentimiento y desconfianza contra Porras, cuya correspondencia fue abierta y sometida a censura en adelante.

Las relaciones con el general Zelaya dejaron de ser, por tanto, tan cordiales como antes eran. Se interpuso una especie de distanciamiento en que la correspondencia para dejar constancia de lo actuado, fue el vehículo de comunicación. Porras se convirtió, de amigo personal que antes era, en agente de la revolución en Nicaragua. Habiendo sido nombrado, en fecha muy anterior cónsul de Nicaragua en Londres, desistió de ocupar tal posición dedicándose exclusivamente al servicio de su partido, para los efectos de promover la revolución.

Zelaya no vino a ser ya el jefe de Estado a quien e imploraba ayuda directa, sino más bien, el alto funcionario al que se pedían sus buenos oficios con el fin de tramitar en Nicaragua la recepción y las facilidades para hacer llegar hacia el sur el cargamento de armas que debía llegar desde Nueva York con destino a la causa revolucionaria.

Sin la ayuda efectiva del presidente del Ecuador, el general Eloy Alfaron quien sí acogió con fervor la idea y se mostró propicio a favorecerla mediante la donación de fondos para la compra de armas, los empeños del doctor Porras y sus colaboradores nunca habrían prosperado.

“Serví de intermediario (dicen sus memorias) entre los agentes de la revolución colombiana en Londres y Nueva York, con el presidente de Nicaragua y con el mismo presidente del Ecuador, de quien conseguí que por conducto del general Zelaya depositara fondos en Nueva York destiandos a ayudar la causa revolucionaria.”

Hubo dilaciones, órdenes confusas, en relación con la entrega del dinero, ya para la compra de armas, ya para adquirir un barco que las transportara. El doctor Porras se impacientaba, y lo mismo don Temístocles Rengifo, quien escribía desde Guyaquil al primero, el 29 de febrero de 1900:

“Primero, peticiones locas al general Alfaro (pedir el buque Cotopaxi); después, cuando ya hay dinero, en lugar de comprar el buque, enviarlo a usted, el alma del asunto, a recibir un parque con el cual engañaron a Uribe Uribe, y todo a tiempo en que se le busca pleito a los vecinos. Ojalá esté yo completamente errado, pero creo firmemente que servicios distintos de los que hasta ahora nos ha prestado Nicaragua, no obtendremos de ella. Es nación pobre y cree amenazada su estabilidad si la revolución colombiana fracasa...”

Otro problema se presentaba, en caso de que el armamento llegase a Nicaragua, y era el de su transporte hacia el sur. Zelaya no quería ceder el único buque artillado con que contaba, o sea, el Momotombo, por el temor de confrontarlo con un buque colombiano más poderoso. Pensaba, más bien, que debía utilizarse la nave ecuatoriana Cotopaxi, a riesgo de que ésta corriese el mismo que la suya, y así lo pidió el general Alfaro, sin reparar en la indelicadeza de tal propuesta.

En vista de las dificultades, se llegó a la conclusión de que no habría expedición posible, a menos de contar con un buque propio, que podría costar unos treinta mil dólares. Así se le hizo saber al general Alfaro, insinuándole que la donación de veinte mil dólares más, permitiría realizar la operación en California. (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 277)

Otra vez Guatemala

El 16 de enero de 1900 Eusebio A. Morales llegó a Managua con el propósito de reforzar las gestiones de Porras, acompañado de Temístocles Rengifo. Querían sacar algún fruto de la simpatía que Zelaya había mostrado hacia los empeños revolucionarios del liberalismo colombiano, y que su actitud se tradujera en términos parecidos a los empleados por el general Alfaron, presidente del Ecuador. Enviaron un cable cifrado al político ecuatoriano tratando de conseguir que los fondos estancados en Nueva York, que él había donado, se pusiesen a disposición de ellos. La respuesta de Alfaro llegó pronto, pero dirigida al ministro Sánchez, manifestando que el presidente Zelaya debía decidir sobre el particular.

Con lo cual sobrevino a Porras una gran contrariedad: que se le enviase a Guatemala a reclarmar las armas que Uribe Uribe había comprado al presidente extinto, Reina Barrios, retenidas por Estrada Cabrera, comisión que ostensiblemente estaba encaminada a sacar a Porras de Nicaragua.

Si en la etapa anterior de su visita a Guatemala habia sufrido tantas contrariedades, ahora habrían de redoblarse con la aviesa misión que se le confiaba.

“Me mandaban -dice el doctor Porras -con el fin aparente de recbar del mandario de Guatemala, las armas que el general Uribe Uribe le había comprado a Reina Barrios y cuya entrega reclamó ese amigo en vano y solicité yo en su nombre con el mayor empeño. Para determinarme a ese viaje, me manifestaron que el genral Alfaro lo había indicado así y se había entendido a su vez con Estrada Cabrera. ¿Por qué, si se trataba de la entrega de unas armas contratadas ya, Estrada Cabrera no las entregaba al doctor José Pérez, agente confidencial de Nicaragua en Guatemala y a la sazón en ésta?”

Porras porfiaba con ahínco para no recibir ese penoso encargo. Estrada Cabrera noera su amigo, le replicaba al ministro Sánchez; era un hombre incomprensible con quien no podría entenderse jamás. Pedía que se mandara a su amigo el doctor Morales, o bien a Rengifo. Pero Sánchez insistía, diciéndole que Estrada Cabrera había manifestado su buena disposición de recibir a Porras. No pudo resitirse por más tiempo, y el 7 de febrero de 1900 llegaba al Puerto de San José. Le dirigió por telégrafo un cordial saludo y otro al día siguiente, sin obtener respuesta alguna. El 9 de febrero le escribió una carta, aludiendo a los telegramas anteriores, y suplicándole que le acordara día y hora para visitarle, ya que su venida obedecía al requerimiento de dos gobernantes a los cuales representaba.

Por fin le mandó una tarjeta para que fuese a verlo a las nueve de la noche en su casa particular. Le hizo esperar media hora para recibirlo. Le hicieron pasar entre bayonetas y espadas en la puerta de Palacio. A las nueve oyó el toque de cornetas para formar la guardia y cerrar con gran estrépito la puerta. A las nueve y media un oficial vino a anunciarle que el señor presidente le invitaba a volver al día siguiente, a la misma hora. Acudió a la cita, en una conversación cordial, pues eran amigos. Aparentemente accedió a la demanda, prometiendo entregar quinientos rifles, no mil, y treinta mil pesos en dinero. Le dijo que podía ir a verlo cuando quisiese. Mas, para volverlo a ver, “zapatos de hierro había que romper”. Tras de muchos intentos inútiles, perdió ya la paciencia, se sintió humillado y víctima de constantes engaños. Además, sometido a vigilancia y presa de la mayor inseguridad, pues hasta en el hotel donde residía cocibió fundadas sospechas de que podía ser atacado en cualquier momento. Poseído del miedo y de toda clase de presagios sombriós, el doctor Porras no pudo soportar por más tiempo el suplicio de saberse expuesto a la delación, el ultraje y la muerte, y decidió salir para Nicaragua, “huido, escapado”; y “sólo cuando a bordo del vapor Chile, éste izó el ancla, me consideré tranquilo.” (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 280)

La expedición se hace a la mar

En larga nota dirigida a Foción Soto por Temístocles Rengifo, inserta en el libro Memorias de la guerra (1899-1902), escrito pro el general Víctor M. Salazar , se da cuenta de las gestiones realizadas en países centroamericanos por Belisario Porrs, Modesto Garcés, Eusebio A. Morales, Temístocles Rengifo y otros.

“Aunque pintar las peripecias que afrontaron, los engaños que sufrieron y los desaires de que fueron víctimas sería tarea demasiado larga, sin embargo, como la historia debe contener la visión panorámica de la época en que los hechos se cumplieron, consideramos oportuno transcribir un importante documento del doctor Temístocles Rengifo, uno de los más eficaces agentes de la revolución en el exterior.”

“Todo cuanto realmente se había obtenido en esas repúblicas, era la aquiescencia del gobierno de Nicaragua para que por medio de sus agentes consulares, fueran despachados de Europa y los Estados Unidos, armas y otros elementos de guerra para los revolucionarios... Después de eso... todo se reducía a promesas hechas como lo aconseja Maquiavelo, para no cumplirlas en manera alguna”

En efecto, se puede ver a través de ese informe la falacia, mala fe y procedimientos torcidos de Estrada Cabrera, José Santos Zelaya y sus secuaces, no sólo con las personas nombradas sino con un noble jefe de estado, el general Eloy Alfaro.

Tanto Rengifo como Porras y Morales estaban en completo desacuerdo con el empeño de Zelaya en exigirle al general Alfaro el envío del único guardacostas ecuatoriano, el Cotopaxi, para el transporte del armamento que se esperaba, procedente de Estados Unidos, a sabiendas de que podía ser destruído por un buque enemigo.

A pesar de que el presidente ecuatoriano había situado fondos en Nueva York, él sí, del franco deseo de ayudar en la empresa, el ministro Sánchez, del gobierno de Zelaya, y Zelaya mismo, se mostraban extrañadamente evasivos respecto a la compra de un buque para el transporte del armamento, así como en lo concerniente a la adquisición del armamento mismo.

El viaje de Porras a Guatemala, que tanto le contrarió, fue ideado con el propósito de alejarle de Nicaragua, donde al parecer estorbaba los planes dilatorios del gobierno de Zelaya.

La certeza de que estaba procediendo con calculada mala fe la tuvieron al enterarse de que el general Sarmiento estaba detenido en Nueva York porque le faltaban $5.000 para completar el equipo de sus buques, a pesar de que Zelaya y su ministro Sánchez disponía de $40.000 suministrados por Alfaro para auxiliar la revolución.

Por fin se consideró indispensable despachar cuanto antes a Panamá la expedición encabezada por Porras. Por conducto de Morales, que fue a ver a Zelaya, hizo saber a Porras, a mediados de marzo de 1900, que estaba dispuesto a dar el auxilio prometido y a entregar la nave Momotombo par conducirlos a Panamá junto con los pertrechos de guerra. Había, no obstante, pareceres contrarios al desembarco en el Istmo, como los del doctor Rengifo, Foción Soto, Alfaro y Sarmiento. Se temía la situación vulnerable del país, el peligro de una posible ocupación yanqui, aunque se comprendía, al mismo tiempo, el valor estratégico de Panamá como centro de operaciones para el cruce de tropas destinadas, tanto al Atlántico como al Pacífico, en lo referente a Colombia.

Por conducto de Clodomiro de la Rocha, su secretario privado, el general Zelaya, que no quería recibir al doctor Porrs, dispuso entregarle el armamento que había prometido, y escogió al general Nicasio Vásquez para comandar el Momotombo. Porras comprendía que con el exiguo armamento que se le entregaba, reducido a 600 rifles, 120.000 tiros, un cañón y 150 tiros para el mismo, la expedición estaba condenada al fracaso. De la Rocha, a instancias suyas, le entregó unos pertrechos más. El armamento era viejo, usado, de escaso valor. Porras recibió además, $2.000 en billetes del Tesoro Nacional que sirvieron para dar un anticipo al general Emiliano Herrera y a los reclutas que iban en condición de soldados; pero algunos recibieron la paga y luego desaparecieron escondiéndose en Corinto el día de la salida.

No fue posible evitar que la noticia del embarque de la tropa se divulgara y provocara comentarios callejeros que indigaron al general Zelaya, que mandó llamar a Porras el 20 de marzo, a las 9 de la mañana, conminándole a salir antes del día previsto, pues de lo contrario daría contraorden y suspendería la expedición. A lo cual hubo de avenirse el atribulado panameño. El general ordenó: “El embarque será a las cuatro de la tarde aquí, y de Corinto mañana en la mañana.”

Se despidieron fríamente, casi con hostilidd por parte del militar nicaragüense.

“A las cuatro de la tarde en el muelle de Managua. ¡A las cuatro es decir, a la luz del día, a la vista de todos, de amigos y enemigos, y eso, para poner remedio al rumor que circulaba de nuestra partida!...”

La consigna recibida por el buque expedicionario era “rehuir todo combate con la nave Boyacá, si la encontraba, y contentarse con avistar la primera tierra colombiana que hallara para echarnos en ella, y regresar inmediatamente, sin volver la vista atrás”. (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 284)

El desembarco en Punta Burica

El Momotombo era un buque viejo, de marcha lenta, acosado por el temor de encontrarse con la fragata colombiana Boyacá, cuyo posible ataque podría hundirlo; de modo que navegaba con toda clase de precausiones, alejándose de la costa por la noche y aproximándose durante el día. Los capitanes eran dos, no muy expertos en el conocimiento de la ruta, a tal punto que se equivocaban en cuanto a los sitios de la costa que se divisaban.

A las dos de la tarde del 30 de marzo se avistó la Punta Burica, y quisieron que se efectuara el desembarco en dos sitios inadecuados, a lo cual se opuso el doctor Porras, quien logró al fin disuadirles, pues se trataba de promontorios fuertemente azotados por las olas. En busca de un desembarcadero más accesible, llegaron al brazo del mar llamado Charco Azul, en la propia garganta de Punta Burica.

“Allí anclamos para que una comisión fuera a tierra a inspeccionar si el sitio era a propósito para el desembarque. Se había alcanzado a ver un rancho en la costa y el lugar debía estar habitado. Compusieron esa comisión Carlos A. Mendoza y los dos Morales, Eusebio y Pablo Emilio. Un bote manejado por cuatro nervudos remeros los llevó a tierra. Con las últimas luces del crepúsculo y ayudados por anteojos de larga vista, vimos cómo el bote era juguete de las olas, cómo orillaron por diferentes lugares para poder allegarse a la playa, y cómo, en fin, entre tumbos y marejadas que los alzaban y hundían en los senos de las olas, tocaron a tierra y montaron por la playa a la barranca.”

Con la oscuridad de la noche fue imposible ver lo que ocurría en la costa, y el transcurso de las horas hacía concebir serios temores respecto a lo que hubiera podido acontecerles, pues no fue sino a la una de la noche cuando regresaron los remeros solos, que explicaron cómo los comisionados prefirieron no aventurarse a regresar en la oscuridad, por no exponerse a mayores peligros.

Al romper el día, se les mandó un bote para que volvieran, y contaron que a causa de las nubes de insectos que les perseguían, tuvieron que dormir enterrados en la arena.

Intentaron persuadir a los capitanes del buque a fin de buscar un mejor sitio para el desembarque; pero todo fue en vano, y a la una de la tarde del 31 de marzo de 1900 se procedió a desembarcar a la gente y al armamento. Cuando todo estuvo en tierra, a las seis de la tarde, el Momotombo levantó anclas, en viaje de regreso.

A las penalidades que los expedicionarios habían sufrido durante la travesía, hacinados en el buque y mal alimentados, siguió el calvario que les esperaba en el lugar inhóspito donde habían desembarcado. Los zancudos, en nubes aterradoras, no les dejaban tranquilos un solo momento, a pesar de las fogatas que hacían para ahuyentarlos.

“Se cernían sobre nosotros en nubes negras y se dejaban caer sobra la cara y las manos, las piernas el cuerpo todo, con ansia y rabia insaciables, y herían a través de los vestidos, de los sacos de henequén con que se cubrían algunos, y aun de la lona de las carpas que llevábamos.”

Porras consiguió acomodarse en uno de los dos ranchos, muy destartalado, donde había acomodado las cajas del armamento, y se cubría con una fuerte lona que lo protegía contra la lluvia. De igual modo habían hecho varios expedicionarios, que sin sospechar que él se encontraba allí, se quejaban de la triste condición a que les había arrastrado el doctor Porras, agravada por la falta de provisiones. Decían que el abogado tableño, en su carácter de tal, sabría defender un pleito, pero no dirigir una fuerza armada; y que a lo mejor ni siquiera se atrevía a entrar en combate. Tal conversación refiere el mismo Porras, le impresionó profundamente, pues no podía soportar que sus subalternos dudasen de su valor. Salió del rancho, sin poder conciliar el sueño, y se dirigió al lugar donde se encontraban Mendoza y Morales, metidos hasta el cuello en la arena, para resguardarse contra los mosquitos; y les contó todo cuanto había oído. Mendoza trató de confortarlo, quitándole importancia al asunto; aunque comprendió, por el tono de voz, que también se había impresionado. (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 286)

Primeros actos de la expedición

Llegados a Punta Burica, Porras se constituyó en jefe civil y militar del departamento de Panamá; designó al general Emiliano Herrera, que les acompañaba, jefe de operaciones militares; a Carlos A. Mendoza y Eusebio A. Morales, secretarios de Gobierno y Hacienda, respectivamente.

Expidió un manifiesto a la nación, en el que daba cuenta de lo expuesto y defendía la necesidad de la revolución. Mendoza, por su parte, dirigió una cirular a los extranjeros, exhortándoles a observar estricta neutralidad en la contienda.

Porras había ofrecido al general panameño Rafael Aizpuru, el comando militar de la expedición, quien le contestó regocijado que aceptaba el cargo, y que podía contar con su experiencia militar y su cooperación más decidida. Pero desistió de la propuesta porque el general José Santos Zelaya, que amparaba la empresa, presentó dos candidatos que le inspiraban confianza: los generales Abraham Azevedo y Emiliano J. Herrera. Porras escogió al último.

Dada la exigüidad de sus tropas, pues sólo contaba, entre oficiales y soldados, con 110 hombres, necesitaba robustecerlas con un contigente de Chiriquí, que le podría proporcionar el teniente Manuel Quintero, quien gozaba de simpatías en su provincia. Porras querría su concurso, mas no or reconocerle méritos militares, pues no concedia preponderancia civil ni militar a nadie, empeñado en reservarse el primer puesto en todo. Ni siquiera pensó, cuando más adelante entró en escena el general Benjamín Herrera, reputado como notable estratega, en subordinarse a su pericia bélica; y de allí surgió una agria disputa con aquel notable hombre de armas, de la cual hubo de salir muy mal librado.

Sobre su incapacidad para el mando militar circularon opiniones coincidentes. Del general Emiliano Herrera:

“El doctor Porras no pasa de ser un buen abogado; viene haciéndose muchas ilusiones, pero va a sufrir una muy grande decepción.”

El general José Santos Zelaya desconfiaba de su protegido en cuatno a su pericia para dirigir la guerra, y por ello le presentó los candidatos antes mencionados (generales Azevedo y Herrera), de los cuales Porras escogió al segundo.

El general Emiliano Herrrera, una vez aceptado y jurado el cargo de jefe de las operaciones militares, organizó a los 100 hombres de que disponía en cuatro cuadros de oficiales, tres para la infantería y uno para la artillería, al manod de jefes con el grado de coroneles.

Hubo ya diferencias con Porras, pues no designó jefe de Estado Mayor, “no hubo juramento de banderas, ni de obediencia y respeto a las autoridades supremas de la revolución y del nuevo gobierno”, desconociendo así las insinuaciones del primero.

La razón que opuso fue la conveniencia de someter a prueba a todo el personal, para no proceder con ligereza. (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 288)

El avance hacia David

El haber desembarcado en lugar tan apartado y solitario, poblado de zancudos y otros insectos insoportables, fue indudablemente una desgracia para aquellos hombres. La casualidad, sin embargo, les dio una buena pista con el encuentro del indio Martín Beitía, que venía de Alanje con un motete al homrbo, y era conocedor de la región. Llevado a presencia del doctor Porras, le dijo que no había en los contornos noticias de la llegada de los expedicionarios. El venía de la tienda de Rosendo Herrera, una de las dos con que contaba Alanje, y con ello suministró un dato importante a Porras, quien consideraba a Herrera amigo y copartidario. Beitía convino en volver a la población para informar a Herrera acerca de la expedición en marcha.

Avistaron al día siguiente a un hombre corpulento, que les sirvió de inestimable auxiliar. Sabía, informado por Beitía, del arribo de los revolucionarios, y les suministró noticias valiosas sobre el estado de inquietud y disgusto que reinaba en esa provincia. La desesperación del pueblo favorecía el movimiento que ellos encabezaban. Nadie comía carne; la sal y los impuestos de degüello eran enormes. Las gentes abandonaban sus ranchos, pues carecían de medios para vivir. Brígido Ceballos era el nombre de aquel inesperado servidor, quien tras una salida vino provisto de dos caballos con los cuales el general Emiliano Herrera inició la marcha de la mayor parte de la gente, dotándola de fusiles, maletera y cápsulas que, en concepto de Porras, les recargaban mucho, ya que iban a pie, por terrenos fangosos.

Porras se quedó en el lugar del desembarco, con diez hombres, custodiando el parque. La tropa comandada por Herrera partió a las seis de la tarde del 1 de abril. Mendoza contó después a Porras que la travesía fue muy penosa, pues no existía otro camino que la playa, si la marea estaba baja. La marejada les estorbaba de manera inclemente, impidiendo el avance. A las doce de la noche llegaron a la boca del río Majagual, de un lecho movedizo; el pie se hundía y hacía perder el equilibrio. La bestia que llevaba el cañón no pudo resitir y cayó, sin poder avanzar en la oscuridad de la noche. Sólo la pericia y fortaleza de Brígido les salvó del desastre, pues les ayudaba e infundía alientos cuando estaban en dificultades, y recuperó el cañón atado a la bestia.

Con el exilio de Rosendo Herrera, el buen amigo de Alanje, y de veinticinco hombres que se le unieron, lograron pasar en botes la boca del río Los Espinos, en la cual confluyen otros. Tras ocho horas largas, a las cinco y media de la tarde, llegaron a Alanje.

Rosendo Herrera fue al encuentro de Porras, provisto de caballos, y cuando las tropas estaban ya acuerteladas en Alanje, emprendieron la marcha hacia esa población, en tanto que el parque era transportado por tierra, al cuidado de personas de confianza.

“A medida que avanzábamos, iba engrosando el acompañamiento. Las gentes salían a la vera del camino a ofrecernos tortillas, chicha, café y licores, y mujer hubo que vino a la barranca, cerca del Majagual, a ofrecerme un hijo y un sobreno para que combatiera a mi lado.” (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 290)

La toma de David

La entrada en Alanje fue recibida con vítores entusiastas, que festejaban a la revolución y al partido liberal. Eran las dos de la tarde del día 3 de abril, y era necesario aprovechar, junto con el entusiasmo reinante, el elemento sorpresa para el ataque a David, distante tres horas de Alanje. Aunque ya se habían adelantado, desde esta población, jinetes montados de familias distinguidas, que se disponían a secundar los planes revolucionarios. Salvado el paso de Los Ladrillos, lecho de un profundo estero que se llena de agua con la mar crecida, los de a pie hubieron de atravesarlo con el agua al pecho, y los de caballo mojándose hasta las rodillas. Acamparon en lugar resguardado para para la noche, y se aguardó el nuevo día para pedir la rendición de la plaza. Tanto el doctor Porras como el general Emiliano querían evitar el derramamiento de sangre; y como las fuerzas invasoras eran considerables, se estimó que ello podría contribuir a la capitulación.

Convenía evitar la lucha sangrienta en las calles y la alarma consiguiente de los habitantes de la ciudad. Se nombró a un parlamentario que llevara a los jefes de la resitencia el mensjae de intimidación, pero no dieron tiempo a que les llegara, pues desde el primer toque de diana los que guardaban la torre hicieron un disparo de cañón y otros de fusil. El general Herrera dio la señal para responder al fuego enemigo; las tropas de infantería fueron divididas en dos alas, y la pieza de artillería, convenientemente situada en una loma, debía proteger el asalto.

Porras pidió un buen caballo para dirigir el ataque por el centro, visto lo cual por Mendoza, se le acercó alarmado, presintiendo el peligro. Le respondió el primero que estaba obligado a hacerlo, reconrdándole lo escuchado en Burica, cuando se puso en duda su coraje para entrar en combate.

“Entonces Mendoza, con lágrimas en los ojos, me dijo: “Pues yo te acompañaré; donde tú caigas, caeré del propio modo.”

Únicos combatientes a caballo, que avanzaban por una calle rodeada de parapetos, ofrecían un magnífico blanco para el disparo enemigo. El fuego se mantuvo durante 1 hora y media. El coronel Morales, que manejaba la pieza de artillería, bajaba desde la loma en donde operaba para situarla en la plaza, frente al cuartel; allí pareció de un tiro de fusil, y quedaron heridos sus dos ayudantes; por lo cual se inutilizó el cañón.

Arreció el ataque de los patriotas, mientras Porras y Mendoza avanzaban por el centro. En lo alto de la torre apareció una bandera blanca, en señal de rendición; pero ello no impidió que del modo más alevoso saliese de una de las ventanas del cuartel una descarga, posiblemnte por no haber avistado la bandera blanca enarbolada en la torre.

Dueños ya del campo, Porras cuenta que le llnó de satisfacción comprobar que algunos de los que antes le motejaban de abogado hábil únicamente para ganar pleitos, se le acercaron paa felicitarle por la victoria alcanzada. En esos instantes les hicieron una descarga desde una de las casas de alto de la plaza, que por fortuna no dio en el blanco.

El parte del general Herrara fue muy laudatorio, haciendo ver que los soldados revolucionarios pelearon a pecho descubierto, con arrojo y decisión, y que los adversarios, no obstante estar parapetados, no resistieron el fuego liberal. Quedó así la provincia en manos de los revolucionarios, que apresaron al prefecto de la provincia, al jefe de policía, y a los oficiales miembros de la guarnición policial. Además, les quedó algún armamento, no muy crecido. (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 290)

Los egocentrismos del doctor Porras

Si en los sucesos que precedieorn al desembarco en Chiriquí, los relacionados con el desembarco mismo, las pereipecias que siguieron y la toma de David, las Memorias de las campañas del Istmo de Belisario Porras constituyen una buena guía, pues se ajustan objetivamente a lo que en verdad aconteció, no sucede lo mismo en el curso posterior de la Guerra de los Mil Días, pues comienza a intervenir, con predominio cada vez más creciente, un factor que hará cada vez más dificil la prosecución de la campaña, a saber: la autosuficiencia desorbitada del doctor Porras, que no se detiene ante nada, pues el título que se dio a sí mismo, de jefe civil y militar del departamento del Istmo, le hace pensar que todo queda subordinado a su mentalidad omnisciente, lo mismo en los asuntos civiles que en los militares, cuando de éstos últimos no sabía ni podía saber nada. Pretendía, sin embargo, estar por encima de quienes habían estudiado la milicia y tenían experiencia en los combates, pues discutía con ellos no sólo en plan de igualdad, sino con una suficiencia de criterio superrior al que pudiera tener el mejor de los estrategas.

Ello le creó toda clase de problemas con el general Emiliano Herrera, a quien nombró jefe de operaciones militares, reservándose para sí la capacidad de decisión irrevocable, y ello le colocó más tarde, abiertamente, en conflicto irreconciliable con un militar de carrera como el general Bejamín Herrera, cuya versación en la materia era unánimemente reconocida.

Las Memorias de las campañas del Istmo se resienten, por tal razón, del egocentrismo exagerado del autor, de su propensión a defender sus puntos de vista como si fuesen la última verdad, pues se tenía formada la idea de ser el jefe supremo de la guerra, cuya autoridad nadie podía ni debía desconocer. En esto no cejaban un punto, y de aquí los muchos errores cometidos, las fluctuaciones del conflicto y el desastre del Puente de Calidonia (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 293)

Los sucesos posteriores a la toma de David

El general José María Campo Serrano había llegado al Istmo al terminar el mes de diciembre de 1899, designado como gobernador, jefe civil y militar del departamento de Panamá, y comenzó a ejercer el cargo desde el 1º de enero de 1900. Una de sus priemras providencias consistió en recuperar la ciudad de David, caída en manos de los revolucionarios. Con tal fin envió a Chiriquí el crucero Boyacá, con una fuerza de 400 hombres, bajo el mando del genral Carlos María Sarria, acompañado de varios oficiales y de algunos chiricanos que habían salido de la provincia: los hermanos de la Lastra y el doctor Oscar Terán. Advertido Sarria de que Porras sólo había dejado en David una guarnición de 60 soldados, que no era capaz de oponer resistencia, sólo mandó a esa población 200 hombres el 9 de mayo de 1900, que se apoderaron de ella sin dificultad, y dio posesión del gobierno a José María de la Lastra, nombrado prefecto mediante decreto ejecutivo del 26 de abril.

Entre tanto, el general Emiliano Herrera se encaminaba a Santiago, mientras Porras avanzaba hacia Aguadulce, y ocupaba la plaza. Enterado el gobernador Campo Serrano del movimiento revolucionario en las provincias centrales, dispuso exterminarlo antes de que intentase acercarse a Panamá, y nombró jefe de operaciones militares en esa región al general Belisario Lozada, secundado por varos batallones, la artillería y el Estado Mayor.

La población de Bejuco, donde el general Emiliano Herrera había acampado, fue escogida por el ejército del gobierno para dar la batalla. Porras y el general Herrera, enterados del plan, se aprestaron a buscar la posición mas adecuada para situar sus torpas, y escogieron, en el lugar denomidando La Negra Vieja, cinco colinas donde acamparían sus batallones de combate, entre la scuales habrían de pasar las tropas del gobieron que desembarcaran de la Boyacá.

A las siete de la mañana del día 8 de junio se inició el reñido encuentro, que duró hasta el crepúsculo. Los disparos de los cañones de ambos bandos y las descargas de fusilería se oyeron sin interrupción hasta las cinco de lat arde, en que cesó el combate. Las torpas del gobierno abandonaron el campo en completo desorden, retirándose en desbandada hacia La Chorrera, desde donde emprenderían el regreso a Panamá.

Las consecuencias del serio revés sufrido por el gobierno con motivo del desastre de La Negra Vieja están reseñadas en las Memorias del genral Salazar antes mencionado. De acuerdo con ellas, en el pueblo de La Chorrera permanecieron hasta el 11 de junio, y se le nombró para atender todo lo realcionado con la curación de los heridos y con el traslado de las torpas al puerto de La Chorrera, desde donde habrían de embarcar con destino a Panamá. Las instrucciones se cumplieron en parte, pues navegaban con rumbo a la capital, los heridos, el parque y algunas fuerzas. El resto de las tropas llegó al puerto y estaba esperando el turno del embarque, tratando de dormir. Pero a la una de la adrugada les despertó el genral Sarria para anunciales que la vanguardia del ejército revolucionario empezaba a llegar, y era preciso salir de La Chorrera cuanto antes. En medio de la confusión y el sobresalto, se les dijo que había una trocha, por la montaña de Emperador, que podría conducirlos a la estación del mismo nombre, en el ferrocarril de Colón a Panamá. Rápidamente se internaron en la montaña, por esa trocha abrupta, y a las cinco de la tarde lograron llegar a la estación de Emperador.

Otra seria preocupación embargaba al genral Campo Serrano, con motivo de la derrota; no disponía de fuerzas para contener al enemigo que, proclamándose victorioso, podría emprender el ataque a la ciudad de Panamá. Consultándolo con el general Salazar, decidió marhcar inmediatamente a Barranquilla para conseguir los refuerzos que le eran indispensables.

Entre tanto Carlos A. Mendoza, en su carácter de secretario de Gobierno de la revolución, dirigió una circular a los cónsules extranjeros establecidos en Panamá, con fecha de 14 de julio de 1900, en la cual les rogaba que interpusieran sus buenos oficios ante las autoridades colombianas, con el fin de obtener que sus tropas salieran a batirse en despoblado con las del Ejército Restaurador, o que se entregaran a discreción las plazas de Panamá y Colón. De tal modo se conseguiría evitar que fuesen teatro de operaciones bélicas que resultarían desastrosas para personas y propiedades, al promover la lucha en las calles y el pánico entre la población civil. (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 297)

Conflicto entre el doctor Porras y el general Emiliano Herrera

Enterados los jefes del comando revolucionario del viaje a Barranquilla del general Campo Serrano, gobernador de Panamá, en busca de refuerzos para hacer frente al posible ataque a la capital, después de consumado el desastre de La Negra Vieja, fue convocado, por parte de aquéllos, un consejo de militares del que se excluyó al coronel Manuel Quintero y a otros oficiales de igual graduación.

Hay un contraste visible entre la relación que ofrecen Armando Aizpurúa y Belisario Porras acerca de lo sucedido en esa reunión , en la que chocaron abiertamente los pareceres de uno y otro, con la desgraciada consecuencia de que tan lamentable controversia torció por completo el destino de la guerra, que hasta entonces había mostrado un signo favorable a los insurgentes. La insistencia del doctor Porras en hacer prevalecer su punto de vista sobre cuestiones militares, en las cuales notenía competencia, contrariando de modo tajante el de Emiliano Herrera, a quien había nombrado jefe de ellas, creó un abismo entre ambos, y precipitó el desastre del Puente de Calidonia.

Todo hacía pensar, antes de ea reunión, que la victoria estaba al alcance de los revolucionarios. Todo se tornó después de ella en despeñadero tras el cual no hubo ya sino desgracia, muchos muertos y esperanzas hundidas. Dice al respecto Armando Aizpurúa, que recoge la opinión táctica expresada por el general Emiliano Herrera:

“En el curso de las deliberaciones del referido consejo, el general Herrera, según propia manifestación (artículo publicado en junio de 1900), propuso hace el ataque a Panamá por Peña Prieta, lugar apenas defendido por unos 60 soldados, según informe recibido de la capital. En el mismo mensaje se le decía que el resto de las fuerzas nacionalistas estaba distribuido entre La Boca, Calidonia y varios otros puntos de la costa, por donde se creía pudiera penetrar el enemigo; pero el lugar más descuidado era Peña Prieta, el más cercano a la ciudad. De haberse aceptado la proposición de Herrera, la toma de Panamá habría sido un hecho incontrovertible, toda vez que el genral Albán (quien sustituía a Campo Serrano, que estaba en Barranquilla), no habría podido reunir en un solo cuerpo, con la rapidez del caso, los 700 hombres que tenía bajo las armas.

El plan de ataque sugerido por Herrera fue acogido con entusiasmo por varios militares allí presentes, tal vez adictos a él, e impugnado por quienes quizá no lo eran. Entre los enemigos del proyecto en discusión estaba el doctor Porras, el más opuesto, a quien llegó a calificarlo de barbaridad.

Varias otras medidas, como la anterior, fueron presentadas y discutidas en el seno de la asamblea de militares o consultados directamente al director de la revolución, sin resultado alguno para sus proponentes, porque siempre el elemento antagónico a Herrera les achacaba defectos para negarles su efectividad. Pero el doctor Porras sí logró que se le aceptara y pusiera en práctica un plan suyo, como el mejor de todos...”

El plan de ataque a la ciudad de Panamá debía hacerse, según Porras, y así quedó establecido, por La Boca y Corozal.

El general Simón Chaux, uno de los partidarios de Herrera propuso a Porras designar al general Herrera comandante de las fuerzas unidas del Cauca y Panamá, ya que en el ejército había considerable elemento cuacano organizado en batallones con jefes de la misma procedencia. Con la medida, además, de ser de inaplazable necesidad, “se le daban a Herrera sus legítimas credenciales para los efectos de la unidad de mando y éxito de las operaciones futuras.”

Las sugerencias anteriores no le cayeron bien al doctor Porras, quien veía en todo un ataque a su persona; veía en tal medida la tendencia calculada de restarle autoridad o de anularlo en la jefatura del ejército, que se empeñaba en conservar a todo trance, desde que en Punta Burica se proclamó así mismo jefe civil y militar de la expedición. Contestó con un “no” rotundo a esa recomendación y para demostrar que su autoridad no admitía límites, y para lastimar y ultrajar a Herrera, efectuaba movimientos de la tropa prescindiendo de los derechos de su comandante.

“No pudiendo, pues, Herrera mantenerse por más tiempo en condiciones deprimentes para su personalidad militar después de una acalorada discusión con Porras, dispuso retirarse definitivamente del comando de las fuerzas y seguir al Cauca en la escuadrilla revolucionaria llevando tres batallones, constantes de 600 caucanos, la oficialidad, que era numerosa, y la artillería correspondiente.”

En un arranque de indignación, Herrera dijo a Porras: “Yo sé que usted trata de suplantarme con otro, y es preciso que nos entendamos definitivamente sobre esto para saber a qué atenernos...”

A lo cual Porras replicó: “Vea Herrera, he sido y soy su amigo y por eso está usted a mi lado; pero yo no puedo detenerlo caso que usted quiera irse.”

Como movido por un resorte y visiblemente alterado, Herrera abandonó su puesto en la mesa y ordenó a su corneta tocar llamada a los cuarteles para disponer su marcha.

Su actitud, como puede suponerse, cortaba totalmente la continuidad de la campaña revolucionaria y la condenaba al fracaso. Varios amigos de Porras que comprendieron el peligro provocado por su odio hacia el militar que aparentemente mandaba las tropas, se le acercaron para disuadirle de su irreflexiva decisión, haciéndole comprender que si la mantenía, todo estaba perdido. Hubo un superficial y avenimiento; no ya la voluntad, por parte de ambos, de obrar sinceramente y de común acuerdo. (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 300)

La tragedia del Puente de Calidonia

Es de una cruel ironía comprobar que el gesto del general Emiliano Herrera, reseñado anteriormente, en el sentido de no proceder de modo inmediato al asalto de la ciudad de Panamá, después de la victoria de Corozal, por deferencia al doctor Porras, haya producido en éste la amarga reacción de culparlo de la trageida que se produjo después, atribuyéndole la responsabilidad de la derrota.

Tampoco le reconoce el triunfo de Corozal.

“En Corozal, decían, triunfamos, porque triunfar era lo inevitable...

Cuando Herrera llegó al lugar del combate... llegó a tiempo para cobrar el precio de la victoria, y ese precio, que era la ocupación o conquista de Panamá, no lo cobró. Todavía a su llegada se oían las pisadas de los fugitivos y podían ponérseles los pies en los talones. La ciudad estaba tan cerca, que allí se oyen las campanas de su catedral...”

En otro aparte de su extensa lamentación, que es a la vez una apasionada diatriba contra el militar colombiano, dice Porras:

“De modo que Herrera había trocado su papel por otro muy distinto; su impetuosidad de antes del combate se habia convertido en moderación después de la victoria. No quería forzar, conquistar, emplear la violencia para tomar la ciudad, sino entrar a ella como amigo a recibor los lauros, en virtud de una entrega oficial: renunciaba a su actitud batalladora de guerrero y se asentaba en el sillón del magistrado; envainaba la espada y empuñaba la pluma.”

Pero Porras, en aquella cruenta lucha, en la que no había puesto a contribucón, como copartícipe en el ataque, su capacidad de combatinte, sino que llegó, ya perdida la batalla, a contemplar el campo cubierto de cadáveres que dejó como saldo trágico la batalla del Puente de Calidonia, censuraba duramente al genral Emiliano Herrera por errores cometidos y le arrojaba baldones infamantes en lugar de elogios al soldado ensangrentado en el combate.

En otro lugar de su relación el doctor Porras acusa al general Herrera de pretender “dislocar el plan de ataque a la ciudad, que era un pacto; violarlo, desacretidarlo, hundirlo, impedir que se cumpliera.”

En fin, sería largo mostrar cómo el que fue más tarde un gran presidente de Panamá, en sus momentos de ofuscación perdía el sentido de la mesura, del equilibrio y del recto juicio, pues el general Herrera no era en verdad merecedor de tantos denuestos; má bien de reconocimientos por su efectiva colaboración, no obstante las graves desaveniencias que habían enturbiado las relaciones entre uno y otro, a causa del agresivo y humillante tratamiento que el doctor Porras le dispensaba.

El tremendo desconcierto que se produjo, y dio al traste con los planes revolucionarios, nació de esa profunda discordancia. La Batalla del Puente de Calidonia pudo evitarse en buena hora si un recto entendimiento entre ambos hombres hubiese dispuesto las cosas con más orden y armonía de pareceres. Un hado fatal se interpuso, inoftunadamente, para dislocarlo todo y provocar la desgracia, el duelo y las lágrimas.

Amaneció, dice Porras, el funesto 24 de julio de 1900. Se dirigieron a la playa para ver y oír lo que pasaba. A medida que avanzaba el día comenzaron a oírse los cañonazos y descargas cerradas. Había comenzado la batalla, y ya el fuego no cesó. El viento alejaba unas veces las detonacionaes y otras las volvía a traer “secas”, claras y distintas.

“En un momento de despecho me había quedado en Farfán, significando así mi reprobación, mi protesta acerca de los autores de tan forzada y tremenda desgracia; pero ahora, cuando a larabia impotente sucedía el dolor, ahora debíamos ir al campamento los que allí estábamos a ver s podíamos servir de algo, a dar también la vida o a prestar un nombre, como quien da una mortaja o una capa para encubrir la vergüenza de la irreparable desventura, fruto de obcecados errores.”

A las diez de la noche se embarcaron los pocos que ya quedaban: unos cuartenta poco más o menos; salieron del estero con la marea creciente y pusieron proa hacia Panamá Viejo, en la parte llamada Boca la Caja. Llegaron a las cinoc y media de la mañan y saltaron a la costa.

“Cuando me hallé en tierra y vi a esos hombres descalzos, con el pantalón arremangado hasta la rodilla, cubiertas las piernas de lodo, el rostro pálido y la mirada triste, fue cuando me cercioré de lo que pasaba. Me rodearon en silencio, y uno de ellos, José Antonio Granados, me dijo con voz ahogada, sacudida por el llanto:

“Todo ha acabado, doctor... Tenemos como quinientas bajas... Han muerto Agüero, Temístocles Díaz, Joaquín Arosemena, Juan Antonio Mendoza, Fabio Tejada, Eugenio Porras... Nos queda poca gente...”

Las tropas liberales lucharon en condiciones sobre manera desventajosas, en tanto que las conveservadoras, que se habían preparado para la lucha, disponían de trincheras recién construidas sobre zanjas protegidas con rieles de acero y durmientes; en el puente tenían, además, alambres y planchas de hierro que cerraban la entrada de la ciudad...”

Todo este largo relato está destinado a formular inculpaciones contra Emiliano Herrera, a reprocharle su incapacidad para disponer a las tropas en las mejores condiciones de lucha, arrojándoels, no en pelotones, sino en masa, sin ningún ataque preparatorio de la artillería, en tanto que peleaban contra un enemigo atrincherado, que gozaba de notables ventajas. La matanza fue horrible; y para colmo de males, el general Campo Serrano llegaba a Colón al mando de 1250 hombres traídos de Cartagena; y se anunciaba el próximo arribo de la Boyacá, con 150 adicionales. La revelación fue horrible, comenta el doctor Porras.

Ante aquella pavorosa situación, no hubo otro remedio que capitular.

Mendoza aceptó el sacrificio, con las credenciales que el general Herrera le suministró, de firmar la rendición en los términos propuestos por Albán.

Las tropas traídas por el general Campo Serrano estaban apostadas en la línea del ferrocarril, cerrando el paso para Corozal. “Y así, idos ya Paulo Emilio Morales, Chaux, Ramírez, Toledo y Herrera, con todos los que quisieron irse,... a la vista de aquellas tropas o al alcance de sus proyectiles, se firmó el arreglo por Mendoza, a nombre del general Emiliano Herrera, y fue aprobado por mí.”

“Poco a poco me fui quedando solo en Perry's Hill. El primero que se alejó de mí fue Mendoza, cuyo hermano acababa de alzar del campo de batalla... No fue nunca ese amigo hombre de sensibilerías, pero esa ez no pudo más: ¡tan quebrantada tenía el alma!

Amigos en la adversidad -me dijo estrechándome en sus brazos- amigos de siempre.” (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 301)

Los protagonistas de la guerra, tras el desastre del Puente de Calidonia

Porras consiguió de inmediato viajar a Centroamérica. Carlos A. Mendoza y Eusebio A. Morales tuvieron la mala suerte de quedarse en Panamá por la imposibilidad de salir a otra parte y sufrieron, en consecuencia, que se concentrara en ellos el odio y la persecución de los adversarios, que con motivo de la guerra habían perdido sus bienes o se encontraban rencorosos por los perjuicios experimetnados; o temían que intentaran promover nuevos disturbios.

En situación tan desfavorable se les tomó presos en agosto de 1900, pues el general Albán no prestó atención a sus reclamos y les trató con el mayor desdén. Pero una circunstancia providencial vino a salvarles. El general los llamó a su despacho en fecha posterior para hacerles saber que habiendo pedido a don Rodolfo Chiari, que los tenía en depósito, los libros y papeles de la revolución, después de leerlos con cuidado se formó una magnífica opinión de quienes habían dirigido:

“Ustedes -les dijo- han hecho una revolución con guante blanco y con una honradez que me complazco en proclamar con orgullo, porque todos somos hermanos en el país, todos somos colombianos. Yo me consideraría como un hombre injusto y muy pco noble si después de haber adquirido esta convicción les dejara a ustedes presos un solo día más. Y al doctor Porras, díganle que por los documentos que he leído, he podido apreciar su carácter; que se venga a su país, pues acá encontrará de mi parte respeto, estimación y absolutas garantías, a más de posibilidades inesperadas, porque yo tampoco soy sostenedor de los gobiernos corrompidos que hemos tenido y soportado. Yo también he sido oposicionista y podría hsta ser revolucionario a mi modo contra el desorden y el desgreño que hemos estado viendo en Colombia. Me alegro de haber encontrado hombres como el doctor Porras y ustedes. Quedan en libertad sin fianzas y sin condiciones de ningún género.”

El testimonio anterior procede del propio Eusebio A. Morales; fue escrito en mayo de 1922 y está impreso, como epílogo, en las Memorias de las campañas del Istmo, de Belisario Porras. Morales visiblemente agradecido por la nobleza de alma del general Albán, dice en el párrafo final de su escrito:

“Es justo y es necesario que un rasgo semejante del adversario más noble e inteligente que tuvimos los liberales en las campañas del Istmo, quede consignado en este libro.” (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 302)

Porras y Victoriano Lorenzo

Con los vientos adversos que le perseguían, no fue ya posible para Porras proseguir sus gestiones en busca de ayuda, emprendidas en Nicaragua. Por ello decidió cambiar de rumbo, y pensó en obtener la cooperación del indio Victoriano Lorenzo, su amigo, quien se batía victoriosamente en las provincias centrales de Panamá, hostigando de continuo a las huestes gobernistas. Ostentaba ya el grado de general, y aunque le tildaban de bandolero, por la ferocidad de sus acometidas, realizaba una campaña de rencorosa venganza en defensa de su raza, vilipendiada y escarnecida, ala cual se le negaban toda clase de derechos, persiguiéndola -se decía - por ingorante, malévola y salvaje. Su manera de actuar no era la del enfrentamiento directo, sino a mansalva, mediante la táctica de guerrillas, en las que Victoriano llegó a ser consumado maestro. Atacando por sorpresa y desapareciendo luego, entre la tupida maraña de la selva y la montaña, por sendas abruptas, muy conocidas por los indios, nadie podía darles casa.

“Armó, con tal motivo, de machetes y escopetas, a centenares de aborígenes de su extensa comarca, que reclamaban sus derechos conculcados por el gamonalismo feudal. Con dicho sistema el general Lorenzo se hacía invencible, como impenetrable el territorio donde ejercía su autoridad de gobernador de las indiadas de la Trinidad, La Churuquita, Cacao, La Pintada, Sorá, pues cuanto batallón enemigo se acercaba por aquellos lugares, no obstante la superioridad de sus armas, de perseguidores resultaban perseguidos y diezmados.”

Armados al principio de escopetas y machetes, mejoraron considerablemente su equipo como resultado del siguiente episodio histórico. Cuando todavía al general José Santos Zelaya favorecía los propósitos de la revolución en el Istmo, pues estaba informado de los triunfos obtenidos con la toma de David y el combate de La Negrita, arribó a San Carlos, en junio de 1900, la nave Momotombo, en la que viajaban Eusebio A. Morales, Guillermo Andreve y el general guatemalteco Salvador Toledo, ex ministro de Guerra del presidente Estrada Cabrera, quien traía el empeño de participar en la campaña que los revolucionarios realizaban en Panamá.

La nave mencionada conducía un armamento que constaba de 600 rifles, un cañón de 100.000 tiros que el doctor Morales, personaje de la revolución, había conseguido mediante sus gestiones ante el presidente Zelaya. Tal cargamento era sin duda una valiosa ayuda y fue desembarcado en San Carlos, desde donde se le trasladó a Chorrera con el pensamiento de utilizarlo en el ataque a la ciudad de Panamá. La persona a quien se comisionó para este delicado encargo fue a Victoriano Lorenzo, con el auxilio de 300 indios. Pero cuando llegaron a Chorrera y se enteraron del desastroso fin de las tropas insurgentes, ocurrido en el Puente de Calidonia, los indios regresaron a sus montañas llevando consigo el valioso cargamento de armas, pues nadie ya estaba en condiciones de reclamarlo entre los jefes revolucionarios.

Con este inesperado material de guerra, que los indios trasladaron a sus montañas sin el menor contratiempo, pues caminaban por senderos enscondidos que sólo ellos conocían, Victoriano Lorenzo y los suyos disponían de armas que sustituyeron con ventaja a los machetes y escopetas antes empleados; y ahora sí estaban en capacidad de acabar con cuantos soldados enemigos trataban de perseguirlos, haciéndose así temibles e inexpugnables. (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 304)

Porras, en campaña con Victoriano Lorenzo

En los comienzos de octubre de 1900 Porras, hospedado en una pensión de San José Costa Rica, no cejaba en sus planes de volver a Panamá en plan revolucionario, y buscaba afanosamente aliados y recursos; con tal fin escribió al coronel Quintero, invitándole a secundarle; y aunque éste, aleccionado pro los ingratos recuerdos de la campaña anterior, pensaba más bien en retirarse, dedicándose a los negocios privados, al fin consintió en unírsele en la quimérica aventura; y de igual modo llegaron a San José el doctor Carlos A. Mendoza y el coronel Manuel Antonio Noriega.

Un buen día Noriega recibió un mensaje en que se le invitaba a firmar una petición dirigida al general Domingo Díaz, quien se encontraba en Managua gestionando un armamento para la campaña revolucionaria que había emprendido desde Chepo, proclamándose jefe civil y militar del Istmo.

Tal petición consistía en que renunciara a favor del doctor Porras la jefatura que se había asignado. Noriega se negó a firmar esa indicada solicitud, basada en el desconocimiento, por parte del doctor Porras, de los méritos militares del general Domingo Díaz.

Sabedor el gobierno de Colombia de la maniobra que se estaba incubando en Costa Rica, consiguió que el gobierno de este país llamase a los revolucionarios panameños para darles la ciudad por cárcel, prohibiéndoles salir de ella. Esta orden fue respetada mientras ellos indagaban cuál podía ser el lugar más accesible de Panamá desde el cual pudiesesn ponerse en contacto con Victoriano Lorenzo. Una vez averiguado, se dirigieron furtivamente, cada cual por su lado, al puerto de Martina, cercano al de Limón, con el fin de no ser sorprendidos en la fuga. Como Porras sabía que Noriega no secundaba su plan, buscó un pretexto para alejarle mientras, con los otros conjurados, se embarcó en Martina con rumbo a la desembocadura del río Coclé del Norte, desde donde esperaba, navegando río arriba, encontrase con Victoriano Lorenzo.

Al cabo de ocho días y tropezando con un mar proceloso, lograron llegar Porras, Mendoza y su comitiva hasta el punto en que les esperaban los indios comisionados por Lorenzo para que los condujeran. Su campamento militar estaba situado en Chiriguita Grande. Acompañados del jefe indígena se encaminaron después a Penonomé, donde Lorenzo tenía acampado su ejército. Esto ocurría a principios de enero de 1902.

Enterados de que las fuerzas del gobierno marchaban hacia Penonomé, Victoriano dispuso, para evitar un encuentro con ellas, retirarse hacia el lugar montañoso llamado La Negrita, antiguo cuartel de las guerrillas, desde el cual y a causa de su altura, le era dado observar bien el movimiento de las tropas enemigas. (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 307)

Primera Batalla de Aguadulce

El general Benjamín Herrera, mientras Quintero realizaba su memorable hazaña en Chiriquí, había movilizado sus tropas, desocupó su escuadra y encaminó su ejército hacia Chame, donde estableció su cuartel general, disponiéndose a esperar al general Francisco de Paula Castro, que mandaba las tropas gubernistas.

Pero cambió de idea al saber que éstas se encontraban acantonadas en una extension de tres kilómetros, desde Pocrí de Aguadulce hasta el Cerro Vigía. El 15 de febrero de 1902 se puso en marcha hacia Antón, y pasando por Natá de los Caballeros, situó sus fuerzas muy cerca de la línea enemiga. Propuso a su contrincante que se rindiera mediante un acuerdo decoroso, pero fue desatendido arrogantemente.

Picado en su orgullo militar, Herrera desiste de todo intento conciliador y se lanza con intrepidez al combate, que comienza en la mañan del día 23, con participación de todas las armas, desde los fusiles, hasta las ametralladoras y los cañones. Se mantiene de modo constante durante todo el día, hasta que los emisarios del general Castro a la hora del crepúsculo, portan la bandera blanca en señal de rendición.

Castro aparentemente salío de las trincheras con su Estado Mayor, varios coroneles y parte del ejército, con el pretexto de efectuar un movimiento envolvente; pero esto noe ra verdad, puesto que cuando se vio libre de fuego enemigo, huyó con otros prófugos, por el camino de tierra, rumbo a Bocas del Toro.

Los términos de capitulación los firmó el comandante José Segundo Ruiz ya que el general Castro, eludiendo responsabilidades, según se deja expuesto, les había abandonado, para salvar la vida, comprometiendo gravemente su honor militar. (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 310)

Segunda Batalla de Aguadulce

En aquellos días, muerto ya el General Carlos Albán, asumió la Gobernación de Panamá y la Comandancia de sus fuerzas armadas el General Víctor M. Salazar. Salazar se trazó un plan que tal vez le hubiera dado un triunfo si hubiese tenido mejor colaboración: aprovechando la ausencia, real o simulada, del “Padilla”, organizó una expedición, al mando del General Luis Morales Berti, la cual Transportada por la cañonera “Boyacá” y por el “Chuchito”, desembarcaría en el puerto de Antón, y un poco más tarde, cuado la flotilla estuviera de regreso a Panamá, sería reforzada con varios batallones de la división “Carlos Albán”, comandados por el General F. de P. Castro, quien debía desembarcar poco más al occidente, cerca al caudaloso río Santa María, pero del lado oriental de éste. Así, se reveía que cuando Morales Berti avanzara desde Antón hacia Aguadulce para atacar a los liberales, Castro taponaría una posible retirada de éstos antes de que llegaran al río Santa María, pasado el cual ya los revolucionarios podrían establecer contacto con el grueso de su ejército. El plan, teóricamente, era perfecto. “¿Pero qué sucedió?”. Que Castro, en lugar de desembarcar en el río Santa María, prefirió quedarse en Antón, con Morales Berti. Gracias a este primer funesto error, Plaza pudo retirarse tranquilamente de Aguadulce, cruzar sin ningún obstáculo el río Santa María y trasladarse con sus tropas a Santiago, buscando conexión con Herrera.

La situación se invirtió, entonces. El 21 de junio, Morales Berti y Castro se apoderaron de Aguadulce, pero Herrera hizo venir al “Padilla” desde Corinto a todo vapor, y cortó las comunicaciones marítimas, únicas aprovechables en gran escala por los conservadores, con su base en la ciudad de Panamá. El zorro estaba ya en la trampa y no había sino que sitiarlo por hambre.

Sobre la Segunda Batalla de Aguadulce o el “Segundo Aguadulce”, como se ha llamado a esta famosa y última victoria de Benjamín Herrera en el Istmo, se ha discutido mucho, negándole, algunos, mérito superior y atribuyéndole otros, las características de una acción solo comparable al sitio de Alesia, por César, en las Galias. Don Lucas Caballero en su parte de victoria con su pluma “centellante y panglosiana” como la llama el general Salazar, cuenta toda suerte de hazañas de disciplina y heroísmo cumplidos por el ejército revolucionario, y nos habla de la previsión, de la paciencia, del valor y en fin, de la generosa magnanimidad de Herrera antes, durante y después de la capitulación de sus enemigos. El General Salazar, en cambio, como es apenas explicable, trata de restar valor a aquella acción diciendo que cuando Herrera sometía a Morales Berti, obligándolo a capitular en Aguadulce, el mismo Herrera era vencido, pues se había entretenido durante casi tres meses poniéndole un meticuloso cerco, que él (Herrera) consideraba científico, a la modesta plaza de Aguadulce, sin caer en la cuenta de que, mientras tanto, el gobierno le preparaba un bloqueo sin escapatoria posible, reforzando aún más las fortificaciones de Panamá y de Colón, acoplando nuevos elementos de guerra, y adquiriendo, en fin, en California, el vapor “Bogotá” de mayor velocidad y poder ofensivo que el “Padilla”. Pero sobre todo, corriendo aterrorizado a solicitar oficialmente al gobierno de los Estados Unidos el desembarco de su infantería de marina para que mantuviera libre el tránsito de un mar a otro, y para que a Herrera no se le fuese a ocurrir, de una vez por todas, acercarse a Colón o Panamá.

Este último paso desesperado del gobierno, vino a la postre a ser contraproducente, como se verá adelante, porque ahondó más la división en el partido de gobierno, causó grave trastorno en las negociaciones iniciadas sobre el Canal y le dio, además, cierta fuerza moral a la revolución, la cual, olvidando que una de las causas remotas del desembarco yanqui era ella misma, rasgó sus vestiduras y se apresuró a presentar a los conservadores como traidores a la patria.

Sea lo que fuere, lo cierto es que al cabo de casi dos meses de asedio implacable, metódico, paciente, técnicamente calculado, llevado a cabo con matemática precisión y con máxima economía de sangre (26 muertos y 73 heridos) Herrera se hizo dueño nuevamente de Aguadulce mediante una generosa capitulación que dejó entre sus manos 3.600 prisioneros, entre ellos 13 generales y 500 jefes y oficiales, una embarcación armada en guerra, 4.000 fusiles Grass, 600.000 tiros, 5 cañones e innumerables elementos bélicos. Todo aquel ejército había peleado con bravura; pero llegó un momento en que no tuvo materialmente qué comer y no le quedó más camino que capitular.

En ese momento culminante de su carrera militar, Benjamín Herrera llegó a tener bajo su mando, entre el Istmo y el Cauca, algo más de 8.000 hombres y con razón se ha dicho que es tal vez el ejército revolucionario más grande que caudillo alguno tuvo en al América Latina. ¿Pero de qué le servía aquella fuerza? Adelantarse hasta la línea del ferrocarril o atacar sus ciudades terminales, estrellándose contra las defensas del gobierno reforzadas por los “marines”, ya llamados por Marroquín, era un suicidio. Reembarcarse hacia el Cauca por el Pacífico, era, además de muy aleatorio, la confesión de la inutilidad de su campaña ístmica, así hubiera ésta resultado victoriosa. Y organizar (como cuenta don Lucas Caballero en sus Memorias que fue su última intención), una expedición marítima por el Atlántico (donde el gobierno tenía dos buques de guerra y la revolución ni siquiera transportes) para desembarcar en las costas del Sinú, y por allí al interior de Colombia, no era más que “un sueño de hadas”, como acertadamente la califica su adversario el General Salazar. Además, en sus propias filas no reinaba tampoco perfecta cohesión. Obregón, uno de sus más distinguidos jefes, había sido asesinado poco antes por un ordenanza, y la propia autoridad de Herrera había sido desconocida por varios de sus generales, pero sobre todo por el propio doctor Belisario Porras, motivo por el cual no se contentó Herrera con condenarlo teóricamente a varios años de prisión, sino que cierta vez, en un rapto de ira, increíble pero cierto, se le abalanzó y a mordiscos le arrancó un pedazo de oreja. Por otra parte, el Istmo estaba totalmente arruinado, no obstante los esfuerzos realizados por Herrera para impedir en lo posible las arbitrariedades, los despojos y la exacciones, así que el mantenimiento de aquel enorme ejército ocioso era materialmente imposible, a menos que Nicaragua, que tampoco estaba boyante, continuara ayudando a la revolución colombiana como venía haciéndolo, con la esperanza de que los norteamericanos desecharan definitivamente la vía de Panamá para la construcción del Canal.

Los únicos caminos que al victorioso caudillo revolucionario se le ofrecían como alternativa eran: 1º permanecer en su sitio por algún tiempo, pero sin oficio y con muy pocos recursos para sostenerse (lo que habría traído más desolación de su ejército), y 2º capitular, porque ya surcaba las aguas del Pacífico, rumbo a Panamá el vapor “Bogotá”. Herrera, que sentía los dolores de la Patria tanto como los de su partido, se avino entonces a la capitulación. Y como ya a fines de octubre el General Uribe Uribe, que había regresado de Nueva Cork para seguir batallando en precarísimas condiciones, en el Departamento del Magdalena, había capitulado también signado el Tratado de Nerlandia, el jefe liberal no lo pensó más y el 21 de noviembre de 1902, firmó mediante los buenos oficios del Almirante norteamericano Silas Casey, el histórico Tratado del “Wisconsin”, celebrado en este acorazado norteamericano surto en la bahía de Panamá con el cual terminó la última guerra civil en Colombia.

¿Cuáles fueron las razones verdaderas que impulsaron al general Benjamín Herrera a llevar la guerra hasta el Istmo de Panamá?

La generalidad de los comentaristas, inclusive conservadores, ha creído que su objetivo principal fue ponerse en condiciones, una vez tomadas las ciudades de Colón y Panamá, de adquirir armamentos que luego serían fácilmente despachados desde allí, por ambos mares, al resto de la República, hasta lograr el derrocamiento del gobierno. Esto es probable; pero no se puede olvidar que la sola amenaza de a taque a esas ciudades podría dar pie, como sucedió, a una intervención norteamericana; y que hasta el momento, había demostrado ser más fuerte que la revolución.

Últimamente ha salido a relucir, sin embargo, la teoría, no abonada por pruebas documentales, de que Herrera “se batía en 1902 en el Istmo y en Cauca no solo por el predominio de un credo político sino principalmente por la ambición más alta que haya inspirado a un compatriota, la de forjar una nueva Gran Colombia, englobando a Centro América”. Este bello y ambicioso plan cuyo verdade3ro inspirador era el General Eloy Alfaro implicaba nada menos que la reagrupación de Colombia, Venezuela Ecuador y la América Central, bajo un gobierno federal, con sede en Panamá, que se turnaría entre mandatarios de cada uno de esos países siendo Alfaro el primer presidente, pero esto no pudo pasar de ser ilusión de la excitada mente de algunos jefes revolucionarios que ya desde 1895, contagiados por la imaginación optimista del Presidente ecuatoriano y so pretexto de ese atractivo plan integracionista, tramaban con los mandatarios y tiranuelos de las naciones vecinas la caída del régimen regenerador de Colombia.

Es preciso, pues, buscar por otro lado los objetivos perseguidos por Benjamín Herrera al llevar la guerra a Panamá. Y estos no podían ser en ningún caso, conseguir desde allí la caída del gobierno Marroquín. Pues salta a la vista que aunque el gran caudillo liberal hubiese cumplido su propósito de tomar la totalidad del territorio ístmico incluso Colón y Panamá, el mar y la selva lo habrían detenido en su propósito de impedir que los conservadores siguieran gobernando el resto de la república. Aquella invasión carecía pues, de todo valor estratégico en el sentido militar de esta palabra. Así lo proclamó el periódico liberal civilista “El Nuevo Tiempo”, en su edición del 17 de febrero de 1903, en la que se expresó sobre la guerra en el Istmo diciendo que “fue la campaña más ineficaz y estéril, y al propio tiempo más costosa del país. Y el mal que con ella se hizo a la Patria, fue inmenso y el beneficio para la revolución ninguno”.

Tampoco pudo ser, como se han afirmado, el de impedir que Panamá se separase de Colombia porque habría resultado absurdo prevenir esa separación procediendo de hecho a consumarla, como en la práctica se hizo, puesto que el 90% del Istmo habitado quedó fuera de la jurisdicción de Bogotá. Así pues, los fines de la compañía liberal de 1902 en el Istmo, no pudieron ser sino principalmente políticos en el orden internacional, encaminados a perturbar las negociaciones sobre el Canal, las cuales, mal que bien, venían adelantado en Washington el gobierno del señor Marroquín. (Eduardo Lamaitre; Panamá y su Separación de Colombia. Pág. 292)

Conspiración de Porras contra Herrera

El ejército liberal, al mando del general Bejamín Herrera, entró a David el 12 de marzo. No estaban presentes Belisario Porras y Carlos A. Mendoza, cuyas desavenencias con el jefe de la guerra determinaron que viajasen por tierra, en el largo trayecto de Aguadulce a David, en lugar de hacerlo en el buque Almirante Padilla, que servía de transporte a la expedición. No llegaron a David sino a fines de marzo.

En el barco en cuestión sí vino embarcado, en cambio, el mayor Armando Terán Pomar, quien hizo una visita al cononel Quintero, para decirle de parte de los doctores Porras y Mendoza, que contaban con él para deponer al general Herrera del cargo de director general de la guerra, “lo que cumplía en comunicarle para que fuera pensando lo que iba a resolver sobre este delicado asunto.”

El decreto de ascenso a favor de los coroneles Quintero y Buendía no estaba dictado cuando Porras y sus compañeros llegaron, el 27 de marzo, a David, en el ejército que mandaba el general Victoriano Lorenzo. Porras, empeñado en su plan subversivo, visitó a Quientero con el fin de enterarlo personalmente, a lo cual respondió el militar chiricano:

“Yo no em presto para semejante acción. Hay que tener en cuenta que acabaríamos con el único ejército panameño, porque los 2.500 hombres aguerridos que componen las fuerzas expedicionarias, entrarían en lucha inmediatamente en defensa de sus jefes, hasta morir por ellos. Nuestras tropas de 1.500 hombres solamente, con poca experiencia militar, no resistirían el empuje de las caucanas y perderíamos la acción, a la vez que caeríamos en el ridiculo. La revolución del Istmo terminaría aquí con este movimiento. Además, soy de opinión, y de ello estoy convencido, de que el general Herrera es insustituible en la dirección de la campaña.”

Convencido Porras del rechazo de su plan de promover el enfrentamiento de las tropas panameñas a las caucanas y lo que llevaría a la segunda derrota de las primeras ante la pujanza y experiencia militar de las segunda, enderezó la subversión por otro camino, que consistía en que los jefes y oficiales del ejército desconocieran la autoridad del general Herrera como director de la guerra, de modo que él pudiera sucederle.

Sabía ya Porras que no merecía la confianza del general, y le presentó renuncia del cargo que se había dado, de jefe civil y militar, seguida de la que presentó Carlos A. Medonza el 24 de febrero de 1902 como secretario general, secundándole.

El general nombró en su reemplazo al coronel Quintero, por quien tenía una particular deferencia, pues jutno con el general Lorenzo le había prestado una efectiva y leal cooperación. Para tener de cerca al doctor Porras y observar sus manejos, que le permitirían comprobar las sospechas que abrigaba, le nombró secretario general de la dirección de la guerra.

Comienza luego un forcejeo de Carlos A. Mendoza, Francisco Filós y Aníbal Ríos, en el sentido de convencer a Manuel Quintero de que renuncie del cargo, pensando que de tal manera Porras volverá a ocuparlo. Quintero, para complacerles, se dirigió al doctor Lucas Caballero, jefe del Estado Mayor del Ejército, quien le replicó:

“En cuanto a la designación recaída en usted, por orden del generalísimo, para jefe civil y militar de las secciones del Istmo ocupadas por la revolución, no se puede revocar, y su deber es tomar posesión del destino inmediatamente, porque no se nombrará a otro en su lugar y menos a quien lo ocupaba.”

En cumplimiento de la decisión, Manuel Quintero se posesionó del cargo para el cual había sido designado y comenzó a actuar, dirigiendo el 30 de marzo una prclama a sus compatriotas.

Por su parte Porras no podía llevar adelante, con desembarazo, bajo la mirada vigilante de Benjamín Herrera, el desarrollo de la trama subversiva, de la cual sin embargo, se enteró, aunque imperfectamente, el general Herrera, quien procedió a destituirlo.

El buque Almirante Padilla se disponía a salir de David con rumbo a Corinto, con fines de negocios, y viajaría en el mismo el comerciante davideño Salvador Jurado, quien llevaba consigo una carta del doctor Porras para el general Vargas Santos, quien desempeñaba en Nueva York el cargo de jefe supremo del liberalismo colombiano. La carta sería entregada a los hermanos Padilla, agentes en Nicaragua de la revolución, para hacerla llegar a su destino. Enterado el generalísimo de esta comisión, dispuso ir a Pedregal, el puerto de embarque, en compañía del coronel Quintero, a quien le hizo saber que el comandante de la escuadra, general José Antonio Ramírez Uribe, estaba comprometido en la subversión, y había decidido reducirlo a prisión, de igual modo que el coronel Payán. Le habló del complot a Quintero, a quien no creía informado del plan subversivo. Este no le confesó el secreto, que conocía y había rechazado antes, del cual no había hablado al general Herrera, según dijo después, porque la vida de Porras peligraba, y no quería precipitar su posible fusilamiento, dado el vínculo de amistad que les unía.

El generalísimo ordenó al comandante Ramírez Uribe acompañarle al camarín del barco, en donde, en presencia de Quintero le interrogó sobre su participación en la conjura. No pudo negar el interrogado el compromiso contraído con Porras, su complicidad en lo que se tramaba. Con voz firme y decidida le ordenó hacerle entrega de la espada y revólver, y no opuso ningún reparo.

Después y ya en tierra, simulando un abrazo a Salvador Jurado, le sustrajo la carta que llevaba en el bolsillo interior de la casaca, diciéndole: “Con esta carta me quedo yo.”

Estas incidencias ocurrían cuando Porras, con su amigo Mendoza, no había regresado de Pocrí, Aguadulce, donde se hallaba cumpliendo una comisión que el general Herrera les había encomendado. Cuando llegó, a fines de junio, fue llamado a su presencia para interrogarle. Sobre su mesa escritorio había un revólver y un puñal. Después de un breve cambio de palabras, le presentó la carta dirigida al general Vargas Santos, conminándole a leerla. Porras le responde que no es necesario, pues conoce su contenido. Ante esta actitud, y lleno de ira, le increpa con indignación:

“Usted no sólo me desacredita a mí con esta carta, sino que acaba con el prestigio de la revolución en el exterior. ¡Usted es un miserable! ¡Traidor! Escoja una de esas armas y atáqueme (indicando el revólver y el puñal).”

Porras se quedó perplejo, mientrs crecía la ira de Herrera, quien cada vez más violento y agresivo, le arrojó un pisapapel de cristal a la cara que le rompió los anteojos y le hizo caer al piso, a causa del golpe. Herrera, con furia incontenible, se le fue encima, con ánimo de estrangularlo.

Acudieron prontamente varios generales que desde un local contiguo presenciaban el incidente, e impidieron que aquel hombre iracundo acabara con Porras, a quien no procuraba defenderse. La herida le sangraba mucho. Bajó la escalera con orden de arresto, y fue confinado en una cárcel, después de la primera curación.

Más tarde el general Herrera se trasladó a las provincias centrales. Porras y su compañero de infortunio, Ramírez Uribe, desembarcaron en Puerto Mutis (Veraguas), custodiados por cuatro soldados que tenían el encargo de conducirles a una cárcel situada en las afueras de Santiago. Personas amigas le llevaban las comidas al cuartel. Tres días después Porras logró burlar la vigilancia de sus custodios, ayudado pro su amigo José María Goytía, quien le preparó una cabalgadura y un guía que le condujera a la Costa Atlántica, desde donde embarcaría hacia Costa Rica. (Baltasar Isaza Calderón; El Liberalismo y Carlos A. Mendoza en la Historia Panameña. Pág. 317)

La Paz de Wisconsin

Se comprende que, después del gran triunfo obtenido en Aguadulce y de algunas acciones menores, como la cumplida en Bocas del Toro, donde el general Buendía derrota las fuerzas atacantes del Gobierno, sólo quedaba al general Benjamín Herrera el golpe final de apoderarse de las ciudades de Panamá y Colón. Con tal fin, a mediados de septiembre salen de Aguadulce los cuerpos de vanguardia, al mando del general Federico Barrera, para llegar hasta la población de La Chorrera, desde la cual habría de emprenderse la marcha hacia los dos objetivos propuestos.

Más aún no había saido de Chorrera el ejército, cuando el jefe de la guerra recibe en su cuartel general una nota del cónsul general de Estados Unidos en Panamá, haciéndole saber, a nombre de su gobierno, que no se permitiría librar combates en las ciudades de Panamá y Colón, ni en la línea del ferrocarril. Por su parte, el comandante de la Marina estadounidense, T.V. Mc Klean, dirigió una nota al general Benjamín Herrera concebida en los siguientes términos:

“A bordo del Cincinnati. Estimado señor: Tengo el honor de informarle que las fuerzas armadas de los Estados Unidos vigilan las vías del ferrocarril y la línea de tránsito a través del istmo de Panamá de un mar a otro y que ninguna persona será autorizada para molestar o estorbar en ninguna forma la circulacion de los tránsitos y obstruir la ruta de tránsito. No hay más tropas que las de Estados Unidos que puedan ocupar o utilizar la línea. Todo ello con la mayor imparcialidad y sin ningun deseo de intervenir en luchas intestinas de los colombianos.

Suplícole acusarme recibo de esta comunicación.”

El generalísimo había convocado un consejo de generales para darles a conocer la nota del cónsul de Estados Unidos, en el que no se tomó una decisión. Se complicaba aún más el problema con la enviada por el comandante de la Marina, a quien, de acuerdo con su expreso deseo, había notificado el recibo de su comunicación.

El asunto, como se puede ver, era de extrema gravedad y urgencia. Quiso el director de la guerra que el general Quintero, panameño que le merecía el mayor respeto y consideración, expresara su parecer, y éste, aunque al principio se mostró vacilante, acabó por ceder a tan reiterada instancia, exponiéndolo en los siguientes términos:

“Debía atenderse la nota del gobierno de los Estados Unidos y abstenerse de proceder contra las ciudades de Panamá y Colón; suspender la marcha de las divisiones del ejército estacionadas en Chorrera, hasta tanto se consideraran nuevas medidas más convenientes y menos peligrosas para la soberanía de Colombia; porque perseverar en la acción contra ciudades supervigiladas por el ejército y la marina de guerra norteamericana, sería provocarle un conflicto a la nación con un país rico y poderoso como los Estados Unidos.”

La opinión del general Quintero fue acogida por todos cuantos formaban el consejo de generales. El generalísimo, quien también la compartió, dispuso de modo inmediato la contramarcha, con instrucciones a los jefes de las distintas divisiones para que las situasen en lugares donde fuese más fácil el aprovisionamiento.

Quedó muy contrariado por la actitud desafiante y abusiva de las gentes del Norte, que de manera tan terminante hacían sentir su poder, aunque no era, ni mucho menos, la primera vez que actuaban en términos parecidos. El Istmo de Panamá, era para ellos territorio de principalísima importancia y nunca consentirían en someter sus intereses a cualquier riesgo o menoscabo.

El gobernador de departamento, general Víctor Salazar, se avino a concertar los términos de paz con el ejército revolucionario comandado por el general Benjamín Herrera. El contralmirante Silas Cassey puso a las órdenes de los comisionados para firmar el convenio, el acorazado “Wisconsin”, bajo su mando; por la cual se le dio el nombre de Tratado de Wisconsin. El 21 de noviembre de 1902 se efectuó la ceremonia de la firma, que lleva estampadas las de los signatarios por parte de Colombia, generales Victor Manuel Salazar, Alfredo Vásquez Cobo; y por parte del ejército revolucionario, las de Lucas Caballero y Eusebio A. Morales. Fue refrendado por los generales Nicolás Perdomo y Benjamín Herrera.

Así terminó la llamda Guerrra de los Mil Días, la más sangrienta de cuantas se libraron en el Istmo. Tras de ella, un año más tarde, habría de producirse un hecho sobremanera controvertido: Panamá abandona la tutela colombiana y decide constituirse en república independiente.

Colombia Luego de la Guerra de los Mil Días

La Economía Colombiana Después de la Guerra

Las "Señas" en la Guerra de los Mil Días, Billetes y Monedas Emitidos por Particulares

En los inicios de la guerra, hace cien años, el gobierno colombiano no pensó que el conflicto armado fuera de la magnitud y duración que en realidad llegó a tener, empezando por el título que se le dio de rebelión. Con este nombre, “La Rebelión”, se encabezaron los carteles de las noticias que se fijaron en las paredes, con las transcripciones de los telegramas enviados desde el frente de combate.

El gobierno colombiano, en realidad, no estaba preparado para un nuevo conflicto armado, pues poco tiempo había transcurrido desde el fracasado movimiento revolucionario de 1895. Muestra de esto es el hecho de tener prácticamente liquidado su banco emisor, el Banco Nacional, lo cual sorprendió a su Tesoro Nacional sin dinero; sólo existía una pequeña reserva de billetes destinados para el cambio de los deteriorados, algunos recogidos para incinerar y la moneda de níquel de 2 ½ y 5 centavos que se había retirado de la circulación.

Los gastos de la guerra requerían mucho dinero, y nada mejor y de solución inmediata que producir y emitir papel moneda, recurso que, desde tiempos del presidente Rafael Núñez, se había usado, aunque en forma más prudente a como se utilizó en el conflicto iniciado en 1899.

Como las necesidades de dinero eran inmediatas, se tomaron las emisiones que existían guardadas en bancos particulares, se habilitaron sus billetes mediante un decreto que se sobreimprimió en el reverso, y para legalizarlos como billetes del Banco Nacional se colocó el sello de éste en el anverso. Sin embargo, como se había retirado la moneda de níquel, y el circulante en billetes de baja denominación había escaseado y como, además, los billetes de emisiones particulares antiguas que se habilitaron no eran de baja denominación, se presentó una gran escasez de circulante menudo; se intentó solucionar el problema contratando con varias litografías particulares la fabricación de billetes de baja denominación, mientras la Litografía Nacional trabajaba de día y de noche adaptando los billetes particulares que se habían conseguido.

Sin embargo, el esfuerzo en un momento dado no alcanzó a suplir las necesidades de circulante pequeño y en Bogotá, centro de producción de los únicos billetes nacionales a nombre del difunto Banco Nacional, ocurrió lo inesperado: en las cajas militares no tenían con qué pagar las tropas por falta de moneda sencilla, pues los pagos del ejército habían de hacerse de acuerdo con la ley 39 de 1896, que fijaba el pago del ejército en cinco contados, uno el primero de cada mes y los otros los días 7, 13, 19 y 25. Es fácil comprender el problema, si se tiene en cuenta que el sueldo de un sargento era de $ 28,50 y el de los soldados, los más numerosos, era de 24 pesos dividido en cinco pagos, todo lo cual requería de un gran número de monedas o billetes de baja denominación.

Esta situación no sólo fue extrema en el ejército sino también entre el público en general, y se llegó el caso de cambiar los billetes grandes con un descuento hasta del 30% para conseguir monedas o billetes de baja denominación. En el ejército esto no se podía hacer, y para sortear la emergencia se le ocurrió al ministro de Guerra, Manuel Casabianca, habilitar 280.000 tarjetas postales telegráficas que existían en un depósito, en denominaciones desde 10 centavos a 1 peso, para que los habilitados de la guarnición pagaran haberes y raciones, y los que recibieran estas "señas billetes" las pudieran cambiar por billetes grandes en la pagaduría central (resolución de la Comandancia en Jefe del Ejército. Bogotá, junio 8 de 1900).

El problema del circulante menudo se presentó en muchos sitios de Colombia, y en algunos lugares, para no paralizar sus comercios y atender a los clientes, los propietarios emitieron señas que dentro de su habitual clientela funcionaron bien. Esta solución también fue asumida a nivel de industrias, sectores mineros y agrícolas para el pago de empleados o trabajadores y funcionó como moneda dentro de cada entidad, cambiándola en oficinas de caja por billetes del Banco Nacional, cuando alguien tuviera interés de hacerlo. Ejemplo de esto son las señas billete de la Manuelita, emitidas en 1900, y otras en forma de moneda, como las de Grau & Cía. O las de la firma Manzano Farming Co., de Sotaquirá y Paipa, y muchas más que se puedan encontrar en las colecciones numismáticas.

Es interesante anotar que el uso de señas, tanto en la forma de monedas como en forma de billete, fue una práctica generalizada durante la última mitad del siglo XIX, en los grandes cafetales, minas y fincas ganaderas, lo que permitió a sus propietarios manejar un capital de trabajo con el solo costo de la fabricación de las señas.

Un caso muy curioso es el de la firma Reyes González & Hermanos, dueños de buena parte de la ciudad de Bucaramanga y de varios establecimientos comerciales, además de una hacienda inmensa llamada Luisiana. En 1888 emitieron señas moneda, con valores de 10 y 20 centavos, y en la ciudad emitieron billetes en varias denominaciones. El prestigio y la fortuna de Reyes González lo llevó a ocupar la Secretaría de Hacienda en 1898, y con los sucesos de la guerra prestó grandes servicios al gobierno, hasta el punto de facilitar sus propias señas billetes a la Junta de Emisión para completar los $ 500.000 que había ordenado el jefe civil y militar del Departamento y convertirlas en billetes de tesorería del gobierno, debidamente respaldados por el Estado, hasta que se pudieran convertir por billetes nacionales.

Las señas, aunque no eran una moneda legal, ayudaron enormemente al desarrollo de la economía colombiana, que nunca dispuso de un medio circulante adecuado y suficiente, problema que se incrementó enormemente con el desbarajuste producido por la guerra, en la cual y aun después de ella fue muy útil este tipo de moneda privada. En el norte del país (antiguo Bolívar, Santander y Magdalena), se llegó a establecer una seña típica, cuya equivalencia no está aún muy definida, que se llamó Mitad; así están marcadas, y fueron hechas caprichosamente por cada propietario. Con el transcurso del tiempo se presentaron abusos que ocasionaron multitud de demandas, hasta el punto de obligar al gobierno a prohibir el uso de señas.

Fue corriente el caso de que algunos empresarios e industriales pagaran los salarios con señas, que eran amortizadas sólo con víveres o artículos de primera necesidad que vendían o daban en pago las mismas empresas, lo cual ocasionó muchas irregularidades y abusos. Por otra parte, era deber del gobierno suministrar un medio circulante adecuado, y así no había razón para pagar un salario con moneda que no fuera de circulación legal en toda la República. Fue en 1910 cuando el uso de señas quedó prohibido y se comenzó lentamente a estabilizar el circulante. Por resolución Nº 13 de 22 de febrero de ese año, el ministro del Tesoro, Antonio José Cadavid, decidió: "Se prohíbe la circulación de vales, señas o bonos que emitan los particulares en sustitución de la moneda nacional. Los obreros y trabajadores de toda especie tendrán derecho a que sus salarios y sueldos se les paguen en la moneda nacional que circula bajo la garantía del Estado, y las autoridades cuidarán escrupulosamente de que este derecho sea en todo caso respetado. Las compañías o particulares que tuvieran en circulación vales o señas de las que se ha expresado, deberán recogerlos en el término de dos meses, contados desde la fecha en que esta Resolución sea publicada en el Diario Oficial, cambiándolas por moneda nacional".

¿Qué eran las Señas?

El significado etimológico de seña, según una acepción es: cualquier cosa que de concierto esté determinada entre dos o más personas para entenderse. Pero este significado real, aplicado a la numismática, se puede definir así: "Se entiende por seña un tipo de moneda privada de circulación restringida a los dominios de su emisor, ya sea una hacienda, mina, industria o actividad comercial, cuyos peones, obreros empleados o usuarios en general, la acepten como tal en su medio circulante, ya sea por el prestigio u honorabilidad e inclusive por el dominio impuesto por el emisor, el cual debe responder de su valor asignado en moneda nacional cuando se le solicite.

Para el pago de algunos trabajos especializados, las señas no expresan dinero (reales o centavos) sino una labor, una tarea, una cantidad, como en el caso de la cuartilla y algunas, más explícitas, se expresan en arrobas. Pero existe una denominación en la cual no se han puesto de acuerdo los numismáticos y es en las marcadas mitad, de las cuales hay registro desde 1838; a consecuencia de la guerra de los Mil Días, la mitad parece haber tenido un gran desarrollo debido al cambio del papel moneda de la guerra, por el papel moneda al 10.000/100. Lo anterior hace pensar que la denominación mitad corresponda a la mitad del salario que por necesidad tenía que variar, tanto en su monto, por la inestabilidad del dinero, como en la denominación del mismo, por los cambios que ésta sufrió, agravado además por la introducción de moneda extranjera. Todos estos factores afectaron la uniformidad del circulante hasta que se logró la estabilidad del nuevo papel moneda y el restablecimiento de cupro níquel en las denominaciones de $1, $2 y $5, marcadas papel moneda, "p/m", emitidas a partir de 1907 en forma abundante y equivalente al nuevo papel moneda, ayudó a que la resolución de 1910 de Ministerio del Tesoro, acabara con la señas, pues al ser suficiente y uniforme el circulante, no había razón para emitir señas billete o señas moneda. Sin embargo, el uso de fichas, que algunos coleccionistas confunden con las señas, ha seguido hasta nuestros días, con gran incremento.

Entre las señas más conocidas emitidas en papel podemos mencionar algunas de óptima calidad fabricadas por industrias extranjeras especializadas en hacer billetes y otras por litografías colombianas. Entre las primeras se destacan Vicente B. Villa e Hijos de Medellín, y la Sociedad de Zancudo, correspondiente a las minas de este nombre. En Bogotá Uribe e Hijos, la Agencia General de Negocios y Casa de Préstamos y en el ramo agrícola, la Hacienda de la Unión de Lagunilla y, tal vez la más conocida, La Manuelita.

En cuanto a las señas mitad (moneda), existen clasificadas más de noventa tipos de distintos emisores, fuera de las que hemos mencionado con una denominación específica, e inclusive existe una muy curiosa, fabricada en ebonita y emitida por Ernesto Cerruti en Buenaventura, personaje de ingrato recuerdo por haber sido el causante del sito de Cartagena por la Armada italiana. (Catálogo Latin American Tokens, 1760-1920, Rusell Rulau; James O. Sweeny y Enrique Bernal M., "The Mitad Tokens of Latin America", Tames Journal, Vol. 31, Nº 1, febrero 1991).

Anexos

“Combatientes”

'Guerra de los mil días'

“Combatiente de la Guerra”

'Guerra de los mil días'

“El Padilla, Embarcación en la que el general Benjamín Hernández llegó al Istmo”

'Guerra de los mil días'
'Guerra de los mil días'

“Escena de la Guerra”

“Figuras Sobresalientes de la Guerra”

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

“Señas”

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

“Clásico Guerrista”

'Guerra de los mil días'

“Tropas del General Herrera en Formación”

'Guerra de los mil días'

'Guerra de los mil días'

“La Guerra de los Mil Días dio el golpe decisivo

a esa unión política entre Colombia y Panamá y rompió

definitivamente el lazo que nos vinculaba a los panameños

con la que fue durante casi cien años nuestra patria”.

Ernesto J. Castillero

“Digámoslo de una vez: Haber llevado la guerra al Istmo

fue un error, una desgracia, una calamidad nacional.

Aquello carecía de objetivo patriótico. Fue la culminación

De la ceguedad liberal que se agitaba en el vacío, y sin

orientación y sin rumbo.

Víctor M. Salazar

Reflexiones sobre la Guerra de los Mil Días

¿Fue una Guerra Necesaria?

Claro, ocurrió, y así sencillamente fue inevitable en el simple sentido de que no se evitó, y se peleó en seguida entre "hombres miopes para el bien y para el mal" --la frase de Joseph Conrad en su novela “Nostromo”, que en parte deriva de la guerra--. Pero la mayoría de los líderes del partido liberal y los más lúcidos --Santiago Pérez, Aquileo Parra-- estaban en contra de un levantamiento armado. No se puede tildar a los opositores de cobardes, ni de "oligarcas", y tampoco es que fueran todos civiles. Su lectura de la situación fue que el régimen de la Regeneración, como lo practicaba el gobierno saliente de Miguel Antonio Caro, dogmático, autoritario y "excluyente", iba cayendo por sus propios vicios y debilidades. Aunque la impaciencia de los belicistas nunca permitió poner esta tesis a prueba, se sospecha que sus defensores tuvieron la razón. Mirando a esa guerra de hace cien años en medio de los conflictos de hoy, cualquiera tiene que preguntarse ya si fue una guerra justa o no, si sus medios y sus sufrimientos fueron proporcionales a sus fines. Puede ser que esa pregunta no haya sido formulada con suficiente insistencia.

Como fue común en tales conflictos, los protagonistas tuvieron varios enemigos, y algunos fueron los rivales en su propio partido. Los belicistas quisieron tumbar no sólo a los enemigos declarados, sino también al viejo liderazgo de su propio partido, los sobrevivientes del Olimpo Radical. Es su desbordada ambición lo que da a Uribe Uribe su decidido gusto por la guerra, y que resta mucho a lo atractivo de su figura. Como siempre, los violentos fueron una minoría.

¿Fue una Guerra Popular? ¿Cómo fue, en esta lucha, lo que algunos de los Manuales del Siglo Pasado llamaron "El Arte de Entusiasmar a la Tropa", y Hasta dónde se Entusiasmó?

Un trabajo paciente puede reunir, pedacito por pedacito, la evidencia necesaria para responder a esa pregunta, como el trabajo de Carlos Eduardo Jaramillo ha reunido los rasgos de las guerrillas en su libro Los guerrilleros del novecientos. La evidencia no es masiva; impresiona en lo material lo poco que queda de la guerra de los soldados. De los jefes, hay uno que otro uniforme, aunque ellos también andaban poco uniformados, con su modesto dril y su machete. De los soldados rasos, aún más escuetamente uniformados, casi no ha sobrevivido una sola prenda. En gran contraste con la Revolución Mexicana, que empezó una década después y dejó un archivo fotográfico muy extenso, nuestra guerra fue poco fotografiada. Hay muchos retratos de los jefes, mayores y menores, pero pocas representaciones de las filas. Uno interroga intensamente las que han sido reunidas en la exposición del Museo Nacional Colombiano --muchas de ellas frescas, porque son desconocidas--, los emblemas y las reliquias, buscando en el porte, en el aire de su gente, en la contemplación de su indumentaria, cualquier indicación de cómo pensaron y cómo sintieron. Y hay que releer todas las memorias, y leer los nuevos fondos que recientemente han sido donados al Archivo General de la Nación, como las treinta mil hojas de vida con las que los veteranos de la guerra, liberales y conservadores, apoyaban sus solicitudes de pensión treinta años después.

La guerra sí produjo reputaciones perdurables, héroes y villanos, y muchas cuando uno recuerda, además de las figuras nacionales, la legión de figuras de reputación regional y local: irían a formar en primera línea la "clase política" durante más de tres décadas, como se ve en cualquier listado de gobernadores y ministros. Hubo para los gustos más variados, desde la severidad fanática pero desinteresada del general conservador Agustín Fernández, mandamás de Bogotá y ministro de Guerra --hombre de extracción relativamente humilde -- hasta la noble figura del general Ramón Marín, el Negro, principal guerrillero liberal del Tolima. Todavía, conmueve la respuesta de Marín a alguien que le preguntó por qué él no fusilaba a sus presos como los estaban fusilando los conservadores: "No lo haré, porque entonces, ¿en qué está la diferencia?"

Cada rincón del país mandó sus contingentes; aunque su intensidad no fue la misma en todas partes, pocos lugares escaparon al reclutamiento, y fue universal el palpable impacto de la guerra de uno y otro modo. El curso del conflicto calentó los ánimos, y muchos de quienes al principio fueron escépticos terminaron comprometidos. Se tejió, lugar por lugar y familia por familia, una red de miedos, de odios o de vendetas que envolvió a todo el mundo

Miguel Antonio Caro tiene que compartir parte de la responsabilidad por la guerra, por su gobierno exclusivista, su estilo poco conciliatorio. Fuera del poder, su actitud cambió, y sus escritos posteriores muestran mucha desilusión y aun algunas notas de arrepentimiento. Entre ellas se halla una especulación sobre el legado ambiguo de la guerra, palabras que quienes visitan la exposición en el Museo Nacional de Colombia pueden leer a la salida. Por su profundidad merecen sobremanera ser divulgadas de nuevo:

"No sabemos si la militarización del país donde cada uno de esos bandos cuenta por miles sus generales; si los hábitos contraidos de depredación, de persecución, de especulaciones aleatorias; si el desprecio de las leyes morales, mucho más grave y alarmante que las leyes positivas, si todo ese cúmulo de males haya de retardar todavía por largo tiempo la marcha regular de la república. No sabemos si, por el contrario, la desgracia haya de ser purificadora para todos, para todos provechoso el escarmiento; si el exceso del mal haya de despertar vigoroso el instinto de conservación y determinar un movimiento político uniforme salvador. No sabemos hasta qué grado la generación nueva viene ya pervertida por los malos ejemplos y envenenada por el fanatismo sectario, en mala hora erigido en doctrina; o si en su mayor parte, atenta a la enseñanza de los hechos, habrá de ser más sabia, más cristiana, y por lo mismo más dichosa que sus padres".

Cuando se mira el curso del siglo que siguió, uno concluye de manera tentativa que pasaron ambas cosas: hubo escarmiento, una reacción saludable, una resolución en muchas mentes de nunca más recurrir a la guerra. Pero, como dijo el general Santander al filósofo Schopenhauer: "Nadie se escarmienta en cuerpo ajeno". Con el tiempo, la lección se olvidó, y prevaleció el veneno. (Malcolm Deas; Revista Credencial Historia; Bogotá Colombia).

Bibliografía

Baltasar Isaza Calderón

“El Liberalismo y Carlos Mendoza en la Historia Panameña”

Primera Edición, 1994

Colombia

Eduardo Lamaitre

“Panamá y su Separación de Colombia”




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Enviado por:Karlotita F Ceballos
Idioma: castellano
País: Panamá

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