Historia


Franquismo perdonado


111. EL FRANQUISMO PERDONADO, 1950-1960

Un nuevo gobierno para una nueva coyuntura

Desde noviembre de 1950, fecha en que la ONU revocó el acuerdo de 1946 que instaba a la retirada de embajadores, la euforia se fue apoderando de los dirigentes franquistas. Franco afirmó en su discurso de fin de año que «el año 1950 significa, en el orden de nuestras relaciones exteriores, la solemne rectificación internacional del acuerdo de las Naciones Unidas; pero sin que ningún cambio substancial de posiciones doctrinales se haya producido en nuestra Patria». La resolución de la ONU fue considerada la señal inequívoca de que la diplomacia de Estados Unidos había cambiado su posición respecto a España, lo que abría definitivamente la puerta a la integración franquista en el bloque occidental. Desde ese momento Franco recibió un alud de informes sobre los cambios imprescindibles para acelerar y aprovechar la aceptación internacional del régimen. Luis Carrero Blanco insistía en reforzar el «carisma» de la presencia militar, Alberto Martín Artajo remarcaba la conveniencia de llevar a la práctica los cambios que propugnaba desde 1945. Ambos pretendían limitar la presencia falangista en el poder político.

Sin embargo, aunque hasta aquel momento la escena internacional había sido la principal preocupación del régimen no era la única. Al iniciarse la década de los cincuenta el racionamiento y las restricciones eléctricas continuaban siendo el símbolo de las penurias cotidianas -hambre, frío, paro en la industria- que sufría la mayor parte de la población. En febrero de 1951 en un informe dirigido a la Secretaría General del Movimiento, el gobernador civil de Asturias, Francisco Labadíe, afirmaba que «debemos reconocer fríamente que hay hambre, malestar y descontento. Y todo esto no se corrige ni con discursos, ni con estadísticas, ni con promesas para cuando la industrialización dé su fruto. Hay que resolverlo inmediatamente, urgentemente. Estamos a tiempo todavía si se pone remedio». Amplios sectores del personal político consideraban el problema de los abastecimientos como la mayor dificultad que tenía que superar el régimen porque continuaba colapsando la vida del país. Más de un decenio de privaciones había hecho que el malestar acumulado fuera amplísimo, y difícil de contener en aquellas zonas en que la memoria colectiva tenía registradas distintas formas de manifestar su rechazo ante una situación considerada insoportable.

Sin este contexto de malestar latente provocado por el esfuerzo que requería cubrir las necesidades más inmediatas y, para muchos, la frustración de no conseguirlo, no se puede explicar que en Barcelona, a comienzos de 1951, un hecho puntual -la subida de¡ precio del billete de tranvía en un 40 por 100 desencadenase un movimiento de protesta de gran trascendencia política. Los acontecimientos se desarrollaron de forma rápida y espontánea: la prensa barcelonesa había informado que el gobierno había decidido no aplicar el aumento del precio del billete que también había aprobado para el transporte madrileño. Esa discriminación se reprodujo en miles de octavillas anónimas, copiadas manualmente y distribuidas en forma de cadena, que llamaban al boicot a los tranvías hasta que el gobierno diera el mismo tratamiento a ambas capitales, Ante la incredulidad de las autoridades el boicot empezó antes del 1 de marzo, la fecha señalada, y aquel día fue absoluto, participando en él sectores sociales diversos. Finalmente, después de cinco días de boicot, que la rotunda intervención gubernamental no hizo más que agravar, fue anulado el aumento de tarifas.

El éxito de la protesta generó un clima de euforia entre amplios colectivos que veían por vez primera claudicar al régimen. En ese ambiente, en una reunión de enlaces sindicales convocada por el delegado provincial para presentar la reducción de tarifas como resultado de las gestiones verticalistas, se decidió convocar una huelga, cuyo éxito puso nuevamente al poder políti­co contra las cuerdas. El gobernador civil elaboró un amplio informe a la Secretaría General del Movimiento con el que pre­tendía mostrar su eficiencia al acabar con la huelga, pero que es al mismo tiempo la mejor prueba del éxito de la convocatoria. El cuestionado gobernador Eduardo Baeza Alegría afirmaba.<,El lunes día 12 empecé a recibir avisos de que se había decla­rado el paro total viéndose en las calles céntricas una gran masa de personas a las cuales se les unió la población obrera, que desde los barrios venían a concentrarse en el centro. [ ... ]. La masa se había hecho dueña de la calle». Después de tres días, las órdenes terminantes a la policía para que actuase con dureza -ocasionaron un muerto y varios heridos- y los refuer­zos de la Guardia Civil y de policías llegados de otros puntos de España acabaron con la protesta. Según la prensa extranjera, que había hecho un seguimiento significativo de los acontecimien­tos, habían participado en la huelga entre 250.000 y 500.000 trabajadores.

Después del éxito en el boicot a los tranvías ya nada volvería a ser igual que antes: se estaban poniendo las bases para la reorganización del movimiento obrero. En los meses siguientes se produjeron movilizaciones en otras provincias. El 23 y 24 de abril el Consejo delegado del gobierno vasco convocó una huelga que tuvo un notable seguimiento en Vizcaya y Guipúzcoa -el gobierno vasco en el exilio dio como cifra mínima de huelguistas la de 250.000-. A principios de mayo las huelgas tuvieron lugar en Vitoria y Pamplona. Incluso en Madrid el PCE convocó a finales de mayo una «huelga blanca» que, siguiendo el modelo barcelonés, llamaba al boicot a transportes, y también a prensa y espectáculos, con escaso éxito excepto en los transportes, pero que provocó un gran despliegue propagandístico y policial por parte del régimen para contrarrestar su potencial repercusión.

Tras las experiencias de la primavera de 1951, los sectores disconformes con el franquismo se sintieron esperanzados, y al mismo tiempo el régimen comprobó que la resignación popular empezaba a resquebrajarse, pudiendo estallar el malestar en cualquier momento. Las nuevas condiciones internacionales y la certeza de que era necesario un cambio de política aconsejaron relevos en el gobierno. Según ha reproducido Javier Tusell, Carrero Blanco presentó un informe en abril de 1951 en el que se reflejaba la preocupación por el malestar acumulado entre la población: «[...] forzoso es volver a considerar la situación interior porque esta situación se ha agravado por dos causas: por haber transcurrido un año más y porque las gentes, con una apreciación simplista de las cuestiones, piensan que, si con los embajadores en Madrid su vida material no mejora, la culpa no es de la presión exterior sino de la incapacidad del Gobierno, al que consideran más gastado que hace un año». Claro está que la comprensión de la gravedad del fenómeno no implicaba actitudes comprensivas respecto a las manifestaciones de descontento, afirmando que «si en España se sienta como precedente que todo el que sale a la calle a alborotar va a ser recibido a tiros por la fuerza pública, se acabarán los alborotos». El impacto de las protestas barcelonesas fue tal que incluso el mismo Franco se refirió a ellas; en mayo de 1951, ante la IV Asamblea de Hermandades de Labradores y Ganaderos, Franco afirmó: «[ ... ] las huelgas, lejos de beneficiar a las masas, las empobrecen, las arrojan en la miseria y se convierten en el instrumento que el extranjero emplea, como lo está intentando en estos momentos, para evitar el engrandecimiento de España y la plenitud de nuestra obra».

Es en este contexto en el que, el 18 de julio de 1951, se produjo una remodelación gubernamental que supuso cambios considerables, pero que no alteró el equilibrio entre los distintos componentes del régimen, porque todos ellos experimentaron mejoras y pérdidas que se compensaban mutuamente. Como novedades relevantes aparecen, por un lado, la conversión en ministro del subsecretario de la Presidencia, Luis Carrero Blanco, que desde ese momento pudo ejercer su influencia y control directamente en el gobierno. Alberto Martín Artajo continuó como ministro de Asuntos Exteriores pero su protagonismo disminuyó respecto a la etapa anterior, dado que los dos asuntos básicos de este período, la firma del Concordato con el Vaticano y la negociación de un acuerdo con los norteamericanos, estuvieron directamente en manos de la Presidencia y del propio Franco. Aun así, globalmente, los dirigentes procedentes de la Acción Católica no disminuyeron su influencia en el gobierno pues José Ibáñez Martín fue sustituido al frente del Ministerio de Educación por Joaquín Ruiz-Giménez.

Igualmente los falangistas continuaron teniendo una presencia importante en el gobierno, presencia que ha sido considerada como la plasmación de la voluntad de Franco de mostrar una ima,,en internacional de fortaleza autoconfianza, aunque también y en hay evidencias de que tendría que ser interpretada como su sin­tonía con los presupuestos del nacional sindicalismo, mientras éstos no fueron incompatibles con su continuidad al frente del régimen que, evidentemente, era su objetivo prioritario. Raimundo Fernández Cuesta volvió a ocupar la Secretaría General del Movimiento, que recuperó rango ministerial. Por otro lado, contra los consejos de Carrero, José Antonio Girón permaneció al frente del Ministerio de Trabajo, igual que Blas Pérez Gon­zález continuó dirigiendo con mano de hierro el Ministerio de la Gobernación. Al frente del nuevo Ministerio de Información y Turismo se colocó al falangista Gabriel Arias Salgado, que anteriormente había dirigido la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda; el nuevo ministerio, como antes la Vicesecretaría de Educación Popular, pretendía ejercer un rígido control de los medios de comunicación, practicando la censura más estricta y manteniendo la labor propagandística. La representación falan­gista también contó con Agustín Muñoz Grandes, comandante de la División Azul y condecorado por Adolf Hitler con la Cruz de Hierro, que pasó a dirigir el Ministerio del Ejército. En las carteras militares tan sólo Eduardo González continuó en Aire, mientras que se incorporó Francisco Moreno a Marina, además del monárquico conde de Vallellano -Obras Públicas-, Rafael Cavestany -Agricultura-, Francisco Gómez del Llano -Hacienda­ Manuel Arburúa -Comercio-, Joaquín Planell -Industria- y el tradicionalista Antonio Iturmendi -Justicia-.

Junto con la integración definitiva de España en el bloque occidental, el gran objetivo del gobierno formado en julio de 1951 era cambiar el rumbo de la política económica para salir del pozo en que la política autárquica había sumido la economía española. En ese sentido cobra significación el cese de Juan Antonio Suanzes al frente del Ministerio de Industria y Comercio, ministerio que fue desdoblado. El Ministerio de Comercio estaba llamado a desarrollar una función importante, dado que el crecimiento económico pasaba por el aumento de las importaciones. Fue dirigido por Manuel Arburúa, que durante la Segunda República había sido director de cambios del Banco de España y terminada la guerra ocupado distintos cargos en el propio ministerio. Por el contrario, Joaquín Planell no fue situado al frente del Ministerio de Industria por sus conocimientos técnicos; era un hombre conocido en Washington, donde había ocupado un cargo de agregado militar, y representaba la voluntad de liberalizar la política económica. Juan Antonio Suanzes continuó, sin embargo, al frente del INI.

La consolidación internacional del régimen

No había pasado un año desde la formación del gabinete cuando se celebró en Barcelona el XXXV Congreso Eucarístico Internacional, el primer acontecimiento con proyección mundial celebrado en España después de la Guerra Civil. La sede catalana inicialmente despertó reticencias entre los dirigentes franquistas que hubieran preferido otra capital, pero en poco tiempo su ubicación adquirió una dimensión positiva interna por cuanto permitía reforzar la imagen católica del régimen. Este aspecto era de gran relevancia porque desde la perspectiva del personal político franquista la ostentación de «catolicidad» podía servir para atraer a muchos de los asistentes a los actos, que los gobernantes catalogaban como no demasiado adictos, debido a su identificación con las señas catalanistas. Esta perspectiva interna del acontecimiento no era desdeñable y además no tenía ningún coste, aunque lo verdaderamente importante era aparecer en los periódicos de muchos países sin la connotación negativa que era habitual.

La multitud de actos que conformaron el Congreso Eucarístico Internacional, celebrado entre el 27 de mayo y el 1 de junio, tuvieron un fuerte contenido de espectáculo de masas: concentraciones de miles de escolares, comuniones igualmente de miles de personas que obligaron a confesiones masivas a lo largo de la avenida Diagonal, consagración de 820 sacerdotes en el estadio olímpico de Montjuïc rebosante de fieles. Al aparatoso espectáculo religioso se sumó una concentración de «productores», cifrada oficialmente en medio millón de personas; pero la apoteosis final fue de la mano de la misa pontifical de clausura, celebrada ante 1.300.000 asistentes, según cifras oficiales, que escucharon como a los elogios de la Iglesia vaticana «al catolicismo íntegro de España» respondía un Franco exultante con la reiterada proclama del «espíritu de servicio a la Causa de la fe católica». Los rendimientos políticos de los actos fueron de primer orden.

Mientras tanto, la diplomacia franquista avanzaba en la negociación de los dos acuerdos internacionales más importantes de toda su trayectoria: el Concordato con el Vaticano y el pacto con los Estados Unidos. El Concordato, finalmente firmado el 27 de agosto de 1953, en realidad era una recopilación de los pactos y prácticas establecidas a lo largo de la década de los cuarenta. Confirmaba la confesionalidad del Estado: «La Religión Católica, Apostólica, Romana sigue siendo la única de la nación española [ ... ]. El Estado español reconoce a la Iglesia Católica el carácter de sociedad perfecta». Establecía competencias eclesiásticas en la regulación de la vida civil: en el ámbito matrimonial las prerrogativas eran prácticamente absolutas y la disolución del matrimonio estaba en manos de la Iglesia; en el ámbito de la enseñanza la Iglesia se aseguraba que el contenido de las materias se ajustase a los principios del dogma y la moral católica, además de que la religión obligatoria fuera una asignatura con pleno valor académico; del mismo modo, el Estado se comprometía a velar para que las creencias católicas estuvieran presentes de forma continuada en los medios de comunicación al mismo tiempo que a prohibir la circulación de libros contrarios al dogma y la moral católica. El Concordato, por otro lado, consagraba un status privilegiado ante la ley para el personal eclesiástico y aseguraba el sostenimiento financiero de la Iglesia así como la presencia eclesiástica en las instituciones estatales. Franco declaró ante las Cortes españolas en octubre de 1953, dos meses después de la firma del Concordato, que «la demora en comenzar la negociación de un Concordato, lejos de deberse a ningún género de supuestas resistencias por parte de la Santa Sede, se debió a nuestra propia decisión de no envolver a la Iglesia a ningún precio en nuestras dificultades exteriores». Corresponde esta afirmación a la retórica franquista pero no a la realidad; el Vaticano quiso asegurarse de que el régimen estaba consolidado internacionalmente antes de rubricar unos acuerdos que nada nuevo le proporcionaban, aunque también es cierto que estaba dispuesto a colaborar en aquel cometido. Las negociaciones las había iniciado Joaquín Ruiz-Giménez poco después de la resolución de la ONU de 1950 y las culminó Fernando María Castiella.

El régimen era bien consciente de las prerrogativas que cedía a la Iglesia. Aunque Franco afirmó inicialmente en aquel discurso ante las Cortes que «no hemos firmado para obtener nada distinto al bien espiritual de la nación», en sus frases finales no dejó de resaltar que «estoy seguro de que la Iglesia de España, nuestros prelados y nuestro clero tienen conciencia de la gran responsabilidad que echamos sobre nuestros hombros al reconocer sus derechos, fueros y libertades, al contribuir al sostenimiento económico de¡ altar y de sus ministros, y, sobre todo, de los Seminarios en que éstos se forman, y, en fin, al abrir a su labor apostólica las puertas de la sociedad española, singularmente por lo que toca a la formación de la juventud». Ciertamente, la Iglesia católica veía sancionada de iure su preeminencia social, mien­tras que las contrapartidas materiales para el régimen no eran demasiado significativas; con el «derecho de presentación» Franco intervenía en el nombramiento de nuevos obispos, con lo que, hipotéticamente, tan sólo se aseguraba que éstos fueran afines al régimen o, como mínimo, no hostiles.

Para la dictadura, sin embargo, la firma del Concordato era esencial porque reforzaba una legitimidad interna e internacional que necesitaba. El Vaticano aparecía como garante de que el discurso que habían propagado los gobernantes franquistas correspondía a la realidad: eran ante todo y sobre todo católicos. Ese discurso y ese aval, tan determinantes para la aceptación del régimen entre los sectores sociales para los que la religión católica era un signo esencial de identidad, ayudaron a que el Nuevo Estado fuera aceptado implícitamente por los gobiernos europeos, una parte de ellos dirigidos por partidos demócrata-cristianos. Y el aval vaticano complementó a lo que políticamente fue definitivo: la inclusión de España en el área de influencia norteamericana.

Los primeros embajadores en volver a Madrid, después de la resolución de Naciones Unidas de noviembre de 1950, fueron los de Estados Unidos y la Gran Bretaña. Paralelamente al regreso del resto de embajadores, representaciones españolas se fueron incorporando a los organismos internacionales de menor calado político: la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO), la Organización Mundial de la Salud (OMS), la UNESCO. No obstante, fue el estallido de la Guerra de Corea, en un encendido clima de guerra fría, lo que aumentó el interés norteamericano por la posición geoestratégica española, reflejado en la rápida concesión de un préstamo por valor de 62,5 millones de dólares.

El Pentágono tuvo desde entonces interés en llegar a un rápido acuerdo con las autoridades franquistas para poder utilizar territorio español a cambio de una compensación económica. Fue la diplomacia militar la que ejerció una presión continuada para conseguir ese objetivo, y en ese sentido se explica la llegada a Madrid del almirante Sherman, que se entrevistó con Franco en julio de 195 1, tres días antes del cambio de gobierno. La negociación, sin embargo, duró dos años más porque tuvo que superar obstáculos de distinta naturaleza. La mayoría demócrata, la administración Truman y, en concreto, el propio presidente recelaban de las políticas franquistas en general y de la religiosa en particular: el primer mandatario norteamericano consideraba de primera importancia eliminar los escollos a las prácticas religiosas no católicas. En cualquier caso fue el triunfo republicano en las elecciones de 1952 y la llegada a la Casa Blanca de Dwigth Eisenhower en enero de 1953 lo que aceleró el acuerdo.

Un convenio con los Estados Unidos era tan importante para el régimen que Franco controló directamente toda la operación, bien personalmente, bien a través de Carrero Blanco, que la siguió por medio de dos hombres de confianza que también lo eran del Caudillo: el general Vigón, jefe del Alto Estado Mayor, y el embajador en Washington, José Félix de Lequerica. El ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo, quedó en un discreto segundo plano. Aunque la voluntad de un acuerdo era absoluta, inicialmente la diplomacia franquista aplicó la táctica que tan buenos resultados había dado en la coyuntura crítica de 1945-1946: mostrarse exigentes. Pero la coyuntura era muy distinta: en 1945 la dictadura se jugaba la supervivencia y por tanto no había nada que negociar; en 1953 se trataba de asegurar un acuerdo posible e imprescindible.

El 23 de septiembre de 1953 se firmó el Convenio hispano norteamericano que constaba de tres piezas diferenciadas: ayuda para la mutua defensa, ayuda económica y técnica, y convenio defensivo. El texto de los convenios era voluntariamente ambiguo, sin grandes declaraciones políticas; por el contrario, estaba formulado como si de un contrato técnico-empresarial se tratara. Incluso así, los acuerdos plasmaban un gravísimo desequilibrio entre los derechos y las obligaciones de ambas partes. España cedía bases territoriales para uso militar: Torrejón, Zaragoza, Motón de la Frontera, Rota, que, según una cláusula entonces secreta, podían ser utilizadas en un eventual conflicto tan sólo comunicándolo al gobierno español. Aunque las bases eran de utilización conjunta, en la práctica fueron de exclusivo control del ejército norteamericano, cuyos miembros, además, obtuvieron exenciones de impuestos y tributos. En cuanto a una hipotética defensa española, el apoyo norteamericano era difuso, supeditado a los intereses internacionales de los Estados Unidos y a la concesión de crédito por parte del Congreso.

En realidad la única contrapartida real fue una ayuda económica que, según cifras publicadas por Ramón Tamames, ascendió a 1.184 millones de dólares entre 1951 y 1963. La mayor parte de esta suma se canalizó en forma de préstamos (45 por 100) y donaciones (35 por 100); otro 15 por 100 se destinó a la construcción de las propias bases militares. En cuanto a la distribución por partidas, el 35 por 100 se destinó a bienes de equipo, la mayoría para la industria militar; otro 33 por 100 se destinó a la obtención de materias primeras -especialmente algodón y soja, de los que los norteamericanos tenían grandes excedentes y un 32 por 100 se destinó a la adquisición de alimentos.

Se puede afirmar que las contrapartidas económicas a la cesión territorial fueron escasas, y que muchos otros gobiernos obtuvieron en sus acuerdos con Estados Unidos mayores recursos con costes menores. La explicación es clara: la posición negociadora española era muy débil. El régimen sólo podía ofrecer el enclave estratégico del suelo español. La dictadura no contaba con un apoyo activo en el mundo y la situación económica del país era desesperada; por eso mismo los norteamericanos sabían que no tenían necesidad de ceder. Ahora bien, las escasas contrapartidas no contradicen el hecho que los acuerdos firmados en Madrid fueron esenciales en la trayectoria del régimen. Económicamente permitieron la recuperación de las importaciones, necesarias para reanimar los circuitos productivos; pero la verdadera significación de lo que ha venido en llamarse el «Pacto de las bases» era de carácter político. La dictadura franquista dejaba de estar aislada en el ámbito internacional, es más, se convertía en aliado de la primera potencia occidental, en cuyo discurso se ensalzaba paradójicamente la defensa de los valores de la libertad. Esa alianza impedía que las relaciones internacionales fueran una fuente de desestabilización para el franquismo, y al mismo tiempo, abría las puertas a la recuperación económica.

Simbólicamente la consolidación internacional del régimen quedó culminada el 14 de diciembre de 1955, cuando España se convirtió en miembro de pleno derecho de las Naciones Unidas. Desde aquel momento y hasta el declive final de la dictadura la esfera internacional dejó de ser un problema candente para los gobernantes franquistas. Pero justamente desde mediada la década de los cincuenta la contestación interna no hizo más que aumentar.

La cruzada redentora del nacionalcatolicismo

Aunque dedicara tantos esfuerzos a conseguir el reconocimiento internacional, el discurso franquista siempre insistió en que la legitimidad del régimen procedía de la victoria, del triunfo de las armas en la Guerra Civil, argumento siempre edulcorado por la sublimación de la victoria como salvación de la patria de sus enemigos interiores y exteriores, entre los que destacaban un abstracto enemigo comunista y un concreto anticlericalismo. Conviene no olvidar que la transmutación del golpe de Estado contra la República en cruzada en defensa de la religión tuvo una importancia capital para conseguir aglutinar fuerzas diversas en torno a los insurrectos. Así pues, la debilidad internacional del régimen y las convicciones religiosas de los ganadores de la guerra ofrecieron a la Iglesia la posibilidad de moldear la sociedad espanola según las pautas del integrismo católico, por otra parte compartido por la mayoría de las fuerzas que formaron el Movimiento Nacional. La jerarquía eclesiástica se dispuso a aprovechar aquella oportunidad; el obispo de Madrid, Leopoldo Eijo y Garay, afirmaba en Ecc1esia en 1942 que «España no volverá a tener una ocasión más propicia que la que tiene ahora para que el catolicismo arraigue». Desde aquel momento la Iglesia adquirió un protagonismo tan abrumador en la vida pública que fue capaz de detener temporalmente el proceso de secularización que estaba experimentando la sociedad española como el resto de las europeas.

La imposición de los valores cristianos según las pautas dominantes se realizó a través de distintos canales. A largo plazo la enseñanza se convirtió en la plataforma fundamental. La Ley de Reforma de la Segunda Enseñanza aprobada en septiembre de 1938, la Ley de Educación Primaria de 1945 y la Ley de Bases de Enseñanza Media y Profesional de 1949 conformaron el articulado básico de la educación en España hasta 1970. En una orden circular de la Inspección General de Primera Enseñanza de 5 de marzo de 1938 se afirmaba que «el restablecimiento del Crucifijo en las escuelas [ ... ] no significa tan sólo que a la Escuela laica del régimen soviético sustituya nominalmente el entusiasmo de la Escuela nacional. Es preciso que en las lecturas comentadas, en la enseñanza de las Ciencias, de la Historia, de la Geografía, se aproveche cualquier tema para deducir consecuencias morales y religiosas». FET y de las JONS afirmaba que «es misión esencial del Estado, mediante una disciplina rigurosa de la educación, conseguir un espíritu nacional fuerte y unido e instalar en el alma de las futuras generaciones la alegría y el orgullo de la Patria», que tenían que ser profundamente católicas. Para asegurar ese objetivo el Consejo Nacional de Educación fue encargado en 1941 de la censura de libros de textos escolares, aunque no tenía competencia plena sino compartida con la Iglesia: ningún libro podía ser publicado con la oposición eclesiástica. Dado ese control los manuales eran muy homogéneos, reiterando los dos valores básicos ya sabidos: un nacionalismo exacerbado y una identificación entre España y la catolicidad: España, martillo de herejes, luz de Occidente... Generación tras generación aprendió que existía una España auténtica, la de los Reyes Católicos, impulsora de la Contrarreforma, y una Antiespaña que habían promovido las ideologías «disolventes»: liberalismo, comunismo, separatismo, etc.

La enseñanza fue un ámbito cuyo control estuvo en manos falangistas y de la jerarquía eclesiástica. Ambos controlaban los centros académicos sin que surgieran discrepancias relevantes en cuanto a los contenidos. Conviene no olvidar que bajo control falangista estaba el Servicio Español del Magisterio (SEM), por el que forzosamente tenían que pasar los maestros, y falangistas eran específicamente los profesores de Formación del Espíritu Nacional (FEN), de hogar y de educación física. Igualmente lo eran la mayor parte de los inspectores de enseñanza. Ahora bien, entre la jerarquía eclesiástica y los falangistas se desarrolló una tensa pugna respecto a la titularidad de los centros, una cuestión que para ambos era fundamental. Para los falangistas la escuela tenía que ser fundamentalmente responsabilidad del Estado; para la Iglesia la enseñanza incumbía a la sociedad, lo que equivalía entonces a dejarla en manos eclesiásticas. Esa batalla sí la perdieron claramente los falangistas.

A lo largo de los años cuarenta la Iglesia consiguió que el Estado sancionara su preeminencia en el ámbito escolar, que para ella era esencial. No hacerlo le hubiera supuesto a la dictadura, además de un enfrentamiento que no podía permitirse, tener que realizar unas inversiones que ni podía ni tenía interés en llevar a cabo. En concreto, la enseñanza secundaria, que era considerada socialmente la más importante y a la que otorgaron las autoridades ministeriales prioridad, pues «una modificación profunda de este grado de enseñanza es el instrumento más eficaz para, rápidamente, influir en la transformación de una sociedad y en la formación intelectual y moral de sus futuras clases directoras», se dejó en manos de la Iglesia. En España había en el curso 1946-1947 119 institutos nacionales de enseñanza media, y en el curso 1960-1961 tan sólo uno más; los centros privados, casi sinónimo de centros religiosos, pasaron en cambio de 802 en el curso 1946-1947 a 1.248 en el curso 1960-1961, para hacer frente al crecimiento del alumnado. La evolución de la matrícula en los distintos tipos de centros explicita aún más claramente el control que la Iglesia ejerció sobre la educación secundaria. Según cifras reproducidas por Gregorio Cámara, mientras que en el curso 1940-1941 la matrícula de los centros eclesiásticos doblaba la oficial -104.005 y 53.702, respectivamente-, en el curso 1950-1951 aquélla casi cuatriplicaba la oficial -136.508 y 35.749, respectivamente- Aun así, en aquellos años la Iglesia no desistió nunca de ampliar su presencia social, y en los espacios que parecía que podían hacer de contrapeso de esa presencia -léase socialización política juvenil, potencialmente en manos del Frente de Juventudes- consiguió introducirse en grado suficiente -sobre todo a través de sacerdotes- como para ejercer su influencia.

El control de los contenidos educativos no era lo único importante para asegurar el adoctrinamiento católico, también era necesaria la «regeneración moral» de la sociedad. Si en el ámbito educativo hubo confluencia de planteamientos entre política y religión, en lo que afectaba a la vida pública cotidiana lo que se produjo fue una amplia aceptación de los planteamientos eclesiásticos por parte de las autoridades políticas. A corto plazo la recristianización se entendió como una catarsis moralizadora, haciendo ésta equivalente a la represión sexual en la acepción más amplia del término. Todo se convirtió en pecado. En un marco social en el que las únicas diversiones posibles eran el baile, el cine y, cuando llegaba el buen tiempo, el baño en el río si lo había y el ocio en las playas en las zonas costeras, la Iglesia consiguió una regulación implacable de esas actividades lúdicas. La censura cinematográfica no tan sólo impidió durante muchos años ver películas como Las uvas de la ira, Casablanca, Por quién doblan las campanas y un largo etcétera, sino que continuadamente suprimió secuencias y alteró diálogos, lo que, además de hacer difícilmente comprensible más de un filme, estimuló de forma notable la imaginación popular.

Paralelamente, y de forma especial en los años cuarenta, el baile se convirtió en el centro de las iras eclesiásticas. La pastoral de Pentecostés de 1941 del obispo de Pamplona es una buena muestra de la variedad de argumentos que se podían utilizar para limitar la libertad individual: «Si somos sinceros; si hemos ido a la guerra a revalorizar el contenido de las ideas "RELIGIÓN Y PATRIA"; si hemos salido a ella por Dios y por España; hay que volver a lo que Dios y España piden; hay que volver a la moral sincera, hay que enlazar las manos con la España que dejamos, [ ... ] hay que barrer la basura que importamos, necios, de otros pueblos de la Europa salvaje. Hay que desterrar el baile agarrado.- [ ... ] Si no son españoles esos bailes.- Si no son morales.- Si son un sarcasmo al espíritu de la Cruzada.- ¿No sentís el grito de ¡TRAIDOR! lanzado a vuestra espalda?- Vosotros sois los que no tenéis derecho a bailar el agarrado; los de izquierda, sí; los rojos, sí; vosotros, no.- ¿No decíais de ellos que no son España?». Incluso en los años cincuenta continuó vigente el discurso que señalaba el baile como la expresión de una relajación de las costumbres intolerable. En septiembre de 1951 el Diario de Andalucía publicaba una admonición pastoral del cardenal Segura, según la cual «episodio desolador de esta lucha entre la carne y el espíritu es el que estamos contemplando con la irrupción de inmoralidad que inunda todo el mundo y que se va extendiendo también por nuestra Patria. Y este episodio se realiza principalmente en los pueblos, por medio de los bailes impúdicos y deshonestos». Para erradicarlos prohibía la celebración de fiestas religiosas en los pueblos en que se organizaran bailes, con o sin apoyo municipal, lo cual era equivalente a impedirlos. Y junto al baile adquirieron protagonismo en los cincuenta las playas y piscinas. En 1951 se llegó a celebrar el 1 Congreso Nacional de Moralidad en Playas, Piscinas y márgenes de ríos, bajo el auspicio de la Comisión Episcopal de Moralidad y Ortodoxia de España, exigiendo los congresistas que se pusiera «coto a la invasión paganizante y desnudista de extranjeros que vilipendian el honor de España y el sentimiento católico de nuestra Patria».

Como era tradicional la represión se centraba en las mujeres considerándolas agentes y objeto del pecado: faldas, mangas, escotes eran los símbolos de la honestidad y sobre ellos se atrevían a intervenir hombres desde los púlpitos y las revistas. La obsesión moralizadora -de la que no se libró ningún ámbito privado o público-, llevó a crear en noviembre de 1941 un Patronato de Protección de la Mujer dependiente del Ministerio de Justicia, presidido por Carmen Polo, esposa de Franco. Aunque el Patronato se denominaba de «Protección a la Mujer» sus estatutos señalaban que tenía como objetivos principales: «Informar al Gobierno sobre el estado de hecho de la moralidad en España. Someterle las orientaciones fundamentales que deban regir la política de saneamiento moral y defensa de las costumbres. Realizar la función moralizadora y la defensa de las víctimas del vicio de cuatro maneras: ayudando a la Iglesia en su función social redentora; amparando a las instituciones sociales que surjan con este mismo objetivo; orientando la acción de las autoridades y emprendiendo por sí mismo las tareas vacantes». La protección de la mujer era sinónimo de control de la «moralidad».

Según los informes provinciales reproducidos por Assumpta Roura, a mitad de los años cincuenta ya se había moralizado la vida pública. Aun así, el 31 de mayo de 1957 los obispos españoles publicaron una «Instrucción sobre la moralidad pública», de trece páginas, en la que se continuaba denunciando el cine, «los peligros que se presentan en playas y piscinas», y «los bailes modernos, tortura de confesores». Mayor trascendencia social tenía el hecho que los obispos «notamos que la santa institución del matrimonio se va inficionando de un concepto materialista que le resta fecundidad y aptitud para constituir la sana familia cristiana y española», para señalar a continuación, en una relación de causa-efecto, que «un feminismo absurdo aleja a muchas mujeres de su destino en pos de entretenimientos y libertades que no condicen con el decoro y sus deberes de la maternidad [ ... ]. Su padre, haciendo dejación de su autoridad paterna, que es don divino y base de la familia, no es reconocido en ella como repre­sentante de Dios, ni como cabeza de la mujer>.

Desde 1936, en todas las zonas que controlaban los insu­rrectos, se anuló la legislación civil republicana que había ampliado los derechos civiles femeninos. Desde ese momento la legislación franquista afianzó de forma categórica la subordina­ción femenina, que era una pieza esencial del mantenimiento de una sociedad jerarquizada que tanto el régimen como la Iglesia impulsaban. Veinte años después, ambos poderes no habían cam­biado ni un ápice su posición respecto al espacio social que reservaban a la mujer.

¿Revolución o restauración?

De los ministros nombrados en julio de 1951 Joaquín Ruiz-­Giménez resultó ser la figura más relevante y dinámica. Militante de Acción Católica como Ibáñez Martín, pero alejado de las posi­ciones integristas de éste, Ruiz-Giménez fue el primer director del Instituto de Cultura Hispánica -donde contó con la colabo­ración de Alfredo Sánchez Bella-, y miembro del Instituto de Estudios Políticos, organismo encargado de alimentar la elabo­ración ideológica del régimen. En 1950 fue nombrado embaja­dor ante el Vaticano, donde desarrolló la primera fase de las nego­ciaciones del Concordato. En 195 1, Fernando María Castiella no aceptó la propuesta de convertirse en ministro de Educación, y al ocupar Ruiz-Giménez la cartera, Castiella le sustituyó en Roma.

Ruiz-Giménez estaba convencido de que el régimen fran­quista tenía que impulsar un proceso de renovación de cara a su desarrollo y adaptación al mundo que se había conformado des­pués de la Segunda Guerra Mundial, que ya no lo rechazaba. Desde su perspectiva la renovación incluía forzosamente el dar cabida dentro del régimen a determinadas figuras intelectuales marginadas por el exilio y la represión, iniciando una nueva etapa de apertura cultural. Pretendía, al mismo tiempo, revitalizar la vida universitaria, y el sistema educativo en su conjunto -impulsó la reforma de las enseñanzas medias- para lograr un mayor desa­rrollo de la sociedad española. El ministro de Educación -al que, insistamos, guiaba una voluntad de ampliar los apoyos al régi­men- declaró al diario falangista Arriba, en marzo de 1953, que no pretendía otra cosa que «no sea necesario que hombres que en la creación, en la investigación o en la técnica tengan algo positivo que decir, hayan de salir de nuestro suelo para obtener la amplitud, la libertad de espíritu que son necesarias para rea­lizar una obra científica». Ante los recelos que su actuación despertó reiteró que, si lo que se quería era crear una España nueva, sería necesario «espíritu de fortaleza contra los tres prin­cipales complejos de inferioridad que en este orden de la cul­tura nos atenazan. El miedo a la concurrencia, el miedo al error y a la crítica, el miedo a la libertad», según escribió en la revista del SEU Alcalá, también en 1953.

En el marco de ese proyecto, en el ámbito universitario, los dirigentes ministeriales consideraban que era imprescindible un proceso de apertura cultural para, por un lado, poder atraer a los jóvenes con mayores inquietudes sociopolíticas y, por otro, esti­mular los avances del conocimiento. En definitiva, intentaban sacar la institución universitaria del pozo intelectual en el que se encontraba desde 1939. Para esta finalidad el equipo minis­terial de Ruiz-Giménez estableció una colaboración estrecha con figuras emblemáticas del falangismo, como Pedro Laín y Anto­nio Tovar, a los que más tarde se unió Dionisio Ridruejo. Al mismo tiempo estimuló un proceso de apertura en el SEU -que, paralelamente, intentaba ampliar su protagonismo político en un contexto general de revitalización de la Falange- para dinami­zar la vida estudiantil.

En definitiva, Ruiz-Giménez confiaba en la capacidad del régimen para renovarse, integrando en sus filas a todos aquellos que no lo cuestionaran abiertamente. Sin embargo, sus proyec­tos fracasaron antes de ser cesado, en 1956, debido a la combi­nación de múltiples factores. El principal fue, como ocurrió en ocasiones posteriores, la imposibilidad de llevar adelante cual­quier tipo de reforma política significativa, aunque no pusiera en peligro la propia supervivencia del régimen. Esta incapacidad de fondo se combinó con la acción de la Iglesia, un poder fác­tico que, al margen de no ver con buenos ojos el proceso de aper­tura cultural, se movilizó con tal de evitar el mayor protagonismo estatal en el control y regulación del ámbito educativo, que resultaría de las reformas que el ministerio preparaba.

La batalla que en la primera mitad de los cincuenta se desa­rrolló en torno al Ministerio de Educación también ilustra sobre las características del poder político franquista y su evolución. Las reformas de Ruiz-Giménez se cruzaron desde el mismo 1951 con el debate que se estaba dando, desde finales de los años cua­renta, entre distintos sectores intelectuales, que querían impul­sar su programa ideológico-cultural en el marco del régimen. Esa batalla, por tanto, tenía forzosamente un gran contenido político y también implicaciones personales de primera magnitud.

De un lado aparecían los intelectuales falangistas, cuya figura señera era entonces Pedro Laín Entralgo, que propugnaban la creación de un Estado «verdaderamente nacional» pero al mismo tiempo moderno, para lo cual era imprescindible recuperar el patrimonio intelectual español anterior a 1936, simbolizado en aquellos momentos por el pensamiento de Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset; desde su perspectiva, la creación de un Estado «nacional» y «moderno» requería eliminar el lastre más tradicionalista del discurso franquista aunque, evidentemente, manteniendo las esencias católicas. Como Álvaro Ferrary ha seña­lado, en último extremo aquellos falangistas intentaban dar res­puesta a un problema irresoluble: asegurar la libertad de pensa­miento en un régimen autoritario y confesional sin renunciar a que continuara siendo autoritario y confesional. La única fórmula factible consistía en que la política cultural oficial fuera contro­lada por una minoría política fiel, posibilidad que encontraron en la colaboración con los proyectos reformistas de Ruiz-Giménez.

Por otro lado, desde 1947 se había ido rearticulando un pro­yecto político-cultural tradicionalista, capitaneado por Rafael Calvo Serer, que contó entre sus colaboradores con distintos miembros del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, organismo que, desde la fecha de su constitución en 1939, fue ocupado en una proporción significativa por miembros del Opus Dei. Calvo Serer consideraba que las crisis políticas de los años treinta en Europa habían sido el resultado inevitable de la des­trucción del orden cultural cristiano, que a su vez había sido posi­ble por la generalización entre las minorías intelectuales euro­peas de actitudes político-sociales guiadas por el principio del libre examen y la autonomía racional. Según Calvo Serer ese pensamiento «heterodoxo» continuaba vivo en las filas del régimen, lo que estaba en contradicción con el pensamiento católico que, siguiendo a Menéndez Pelayo, era la única posible escuela de pensamiento nacional.

En 1949 se había plasmado el enfrentamiento entre ambos sectores. Pedro Laín publicó entonces el ensayo España como problema, en el que consideraba que la «esencia» de España estaba en pocos elementos: en el sentido católico de la existen­cia, en su unidad, en su libertad política y económica, siendo todo lo demás accidental y mudadizo. A ese planteamiento, que pre­tendía ser integrador por cuanto «todo lo intelectualmente valioso de la historia de España, hiciéranlo católicos o librepensadores, es parte de nuestro patrimonio», respondió Calvo Serer con un texto titulado España sin problema en el que se afirmaba que «la única síntesis posible es la hecha sobre la base de la más fiel orto­doxia». Desde esa perspectiva, el concepto España era claro, y había quedado bien dibujado por Menéndez Pelayo, concluyendo que «él nos dio la España sin problema, para que a nosotros nos sea posible enfrentarnos con los problemas de España».

La colaboración entre el Ministerio de Educación y los intelectuales falangistas aún acentuó más la hostilidad del cato­licismo integrista y, en ese contexto, el retorno a la arena polí­tica de Dionisio Ridruejo cristalizó el enfrentamiento entre ambas corrientes, lo que habría de tener importantes consecuencias. Ridruejo irrumpió en la vida pública en 1952 al frente de una publicación cultural barcelonesa titulada Revista, en cuyo pri­mer número publicó «Excluyentes y comprensivos» -fórmula que se convertiría en lema del debate político de aquellos años­ y en el que afirmaba «a la ocasión del 18 de Julio -decía en un oportunísimo y reciente discurso polémico, Raimundo Fernán­dez Cuesta- concurren dos mentalidades: una partidista y exclu­yente, otra comprensiva e integradora. Ciertísimo. Y esto por­que quienes concurren son, por una parte, los hombres de la "España sin problema", reaccionarios y restauradores y, por otra, los hombres de la "revolución pendiente" herederos de todos los problemas y enderezadores -porque las comprenden- de todas las subversiones. Estos últimos no han luchado para excluir sino para convertir, convencer, integrar y salvar españoles. Dicho de otro modo: Para el reaccionario toda acción encaminada a defi­nir un problema español es una traición. Para el español abierto a la historia -sea cual sea el último matiz de su ideología- toda tentativa para resolver ese problema -en cuanto tentativa- es un precedente de la propia intención».

Manuel Fraga Iribarne, joven falangista que formaba parte de lo que ha venido en llamarse «generación de los cincuenta», publicó en 1953, en Alcalá, un artículo que puede ser conside­rado el manifiesto de lo que para una nueva generación del régi­men era importante y que recogía el espíritu de la argumenta­ción de Ridruejo: «[...] se trata, en efecto, de saber si el 18 de julio fue "revolución" o "restauración", y, por tanto, del programa de acción que nos traza para la configuración del futuro. [ ... ] En la España actual hay, muy claras, dos actitudes posibles y bien polarizadas; [...] o se sigue considerando como iniciada y en curso una "revolución nacional" o se opta por una visión de "res­tauración". [...] Frente a la "Restauración" está la "Revolución". [ ... ] La de quienes creen que España es un país nuevo, después de las crisis de los últimos ciento cincuenta años, que necesita fórmulas nuevas. [ ... ] Hay pues, dos actitudes claras. [...] y que las diferencias son básicas, según la posición que se adopte, en lo que deba ser la educación, la economía, el derecho, el Estado, en fin, todo en la nueva España».

Ambas corrientes se enfrentaron sin concesiones con el obje­tivo de conseguir el control de los aparatos ideológicos del régi­men. El problema para ellas residía en que desde la cúpula del poder político no se estaba dispuesto a aceptar aquella pugna, y en que el dinamismo social haría obsoletos rápidamente algunos de sus planteamientos. El desenlace final de la crisis y la acción gubernamental a partir de 1957 comportó que estas iniciativas de reforma se convirtieran en el último intento de vitalización cultural en el ámbito oficial. Desde entonces la antorcha de la renovación estuvo en las manos de la militancia antifranquista.

Del inconformismo al disentimiento

Las reformas propuestas por el equipo de Ruiz-Giménez no comportaban una modificación del modelo educativo cultural vigente en las décadas anteriores, según el cual la función prio­ritaria de la universidad era la formación de las minorías dirigentes que, lógicamente, tenían que estar fuertemente politizadas. Como ya se ha dicho, el cambio propuesto lo que sí pretendía era reno­var -según su criterio- la capacidad de liderazgo del aparato fran­quista, lo cual requería cierta apertura cultural. Dado que ese planteamiento exigía que la universidad saliera de su letargo, Ruiz-Giménez creyó imprescindible contar con el SEU.

En los primeros años cincuenta, la organización FET-JONS experimentó una revitalización significativa en la que confluye­ron distintos factores. Pasadas las dificultades internacionales de la segunda mitad de los cuarenta, la recuperación del carácter ministerial para la Secretaría General del Movimiento significaba una reafirmación del falangismo que se sintió lo bastante fuerte como para convocar el primer -y único- Congreso Nacional de FET-JONS. También en esos años llegaba a la edad adulta una nueva generación muy activa que, a diferencia de la «vieja guar­dia», consideraba que, para asegurar la continuidad y el carác­ter del Movimiento, era necesario hacer cambios en las formas de hacer política, manteniendo la intransigencia respecto a lo con­siderado incompatible con el régimen, pero ampliando el terreno de la compatibilidad, sobre todo en el ámbito cultural. Jorge Jor­dana, persona de confianza del ministro de Educación, fue nom­brado jefe nacional del SEU para esa nueva andadura. Siguiendo ese espíritu tenuemente «reformista», el Sindicato Español Universitario, que era la única organización en que los estudiantes podían agruparse legalmente, desarrolló una política de puertas abiertas que hizo posible multitud de iniciativas culturales, pro­movidas por universitarios inquietos que carecían de otro espa­cio en el que actuar. Funciones de teatro, proyecciones de cine, conciertos de música, recitales de poesía, fueron organizados sin censura previa, proliferando los autores prohibidos, lo que ayudó a despertar en muchos estudiantes inquietudes político-culturales.

El equipo de Ruiz-Giménez, es decir, Pedro Laín como rec­tor de la Universidad de Madrid y Jordana en el SEU, hizo de 1953 un año de actividad frenética en el distrito universitario madrileño. En la primavera tuvo lugar el Congreso Nacional de Estudiantes, organizado por el SEU, con el que se pretendía recu­perar espacio real dentro de la Universidad a través de la rei­vindicación de la mejora de las condiciones docentes. Conseguir una buena imagen entre los estudiantes era una condición impres­cindible para reforzar el papel político falangista y obtener recur­sos para la organización en tanto en cuanto se demostraba el servicio que el SEU realizaba al Estado. Ciertamente, aunque los acontecimientos posteriores frustraron de manera definitiva el intento, a corto plazo el SEU logró captar la atención de los diri­gentes del régimen, lo que se plasmó en la asistencia de Franco al acto de clausura del Congreso. Por otro lado, tres meses des­pués, en julio de 1953, se celebró la Asamblea Nacional de Universidades convocada por el Ministerio de Educación con el objetivo de analizar colectivamente los problemas de la enseñanza superior y proponer soluciones; a la Asamblea asistieron las jun­tas de gobierno de todas las universidades y un catedrático ele­gido en cada facultad o escuela. Pero la Asamblea quedó en un acto aislado porque desde 1954 empezaron a manifestarse las contradicciones que las reformas universitarias estaban generan­do, y la alianza renovadora se quebró.

Ya en el mes de enero se produjo el primer enfrentamiento abierto y masivo de los estudiantes madrileños con el SEU. Ante la visita de Isabel II de Inglaterra a Gibraltar, el SEU convocó una manifestación reivindicando el Peñón, a la que acudieron miles de estudiantes que desfilaron en un ambiente festivo. Pero ante la sorpresa general, empezando por la de los propios diri­gentes seuistas, después de haber escuchado una arenga del pro­pio ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo, los manifestantes fueron apaleados por la policía, produciéndose importantes disturbios y enfrentamientos. Los pequeños núcleos de militantes antifranquistas no tuvieron ninguna dificultad para dirigir la indignación general contra el SEU, al que acusaron de haber propiciado la encerrona. En los días siguientes los enfren­tamientos continuaron y el desprestigio del SEU creció extraor­dinariamente.

La renovación deseada por los dirigentes seuistas en los cin­cuenta implicaba una contradicción de fondo: la pretensión de ser el canal a través del cual se manifestasen las inquietudes uni­versitarias cuando se era un aparato del Estado. Ante la disyun­tiva de mantener cierta credibilidad entre los estudiantes o apo­yar las directivas del régimen, el SEU no dudó sobre cuál debía ser su posición. En parte porque los dirigentes scuistas espera­ban ser recompensados, pero sobre todo porque el SEU no había cambiado de carácter. Como ha señalado Miguel Ángel Ruiz Car­nicer, habían apostado por la apertura para atraer a su seno a los estudiantes más inquietos para que formaran parte de la elite dirigente del Movimiento, no para que pudieran desarrollar sus inquietudes político-sociales si éstas eran contrarias a aquél. El objetivo de los falangistas en la universidad no había sido otro que aumentar su protagonismo político. Cuando los dirigentes del SEU no pudieron controlar la situación decidieron acabar con el experimento. A finales de 1954 el SEU declaraba: «En las actividades deportivas, asistenciales, culturales, en los aspectos profesionales, en el SEU caben todos. Pero la dirección de su polí­tica, la pertenencia a la Falange, la voluntad revolucionaria tiene que ser vigilada por una minoría de mando o de ofensiva que no permitirá que, so pretexto de cuestiones de escasa importancia, sean ni discutidas ni alteradas. Para ello empleará toda su fuerza». Ciertamente, con ese objetivo habían creado la Primera Línea, que era el equivalente a las Falanges Juveniles de Franco del Frente de Juventudes: un grupo selecto entre los selectos, guar­dián de las esencias e impulsor del proselitismo falangista.

Como, desde el inicio de la década, el reforzamiento del papel de la Falange había agudizado las críticas de los sectores cató­licos más integristas que, con Calvo Serer a la cabeza, buscaron y obtuvieron el apoyo de la jerarquía eclesiástica, la ruptura de la alianza entre el SEU y el equipo Ruiz-Giménez dejó en falso a este último, que no pudo avanzar en sus proyectos en los dos años ulteriores de su mandato ministerial. La incapacidad para controlar la contestación estudiantil hizo el resto.

La actitud aperturista de las autoridades universitarias había permitido que la inquietud estudiantil se manifestase a través de las estructuras legales, pero también había hecho posible que aquélla se ampliase. En ese proceso de politización las activi­dades culturales tuvieron especial protagonismo, actividades que en Madrid, después de la plasmación del rechazo estudiantil al SEU en 1954, fueron adquiriendo autonomía organizativa, aun­que su desarrollo hubiera sido muy difícil sin la protección de Pedro Laín. 1955 fue un año importante desde la perspectiva de la articulación de la disidencia estudiantil. Los trabajos de pre­paración de un Congreso de Escritores Jóvenes permitieron difundir entre los estudiantes las posiciones críticas respecto a la vida cultural e intelectual española de un grupo reducido pero muy activo de militantes de izquierda. La estrategia estudiantil estuvo orientada por el dirigente comunista Jorge Semprún, lle­gado desde el exilio como responsable de la política cultural de la organización, y serían miembros del PCE -entre los que des­tacaban Enrique Múgica, Javier Pradera y Ramón Tamames- los elementos más destacados, aunque participaron muchos otros y contaron con el asesoramiento de Dionisio Ridruejo. El SEU se opuso radicalmente a la celebración del congreso, muestra ine­quívoca de que percibía claramente la pérdida de control de la situación. Las tensiones que éstas y otras actitudes oficiales generaban impulsaron al rector Laín a elaborar un informe para «las autoridades políticas y religiosas de nuestra Patria», en el que responsabilizaba al régimen de la situación que vivía la uni­versidad. Laín afirmaba que, por el contrario a las interpreta­ciones difundidas por los medios de comunicación del Movimien­to y de la Iglesia, según los que «lajuventud universitaria se está desviando con creciente rapidez de la ortodoxia católica y de los ideales que promovieron el Alzamiento Nacional del 18 de Julio», lo que ocurría era que «la minoría activa y operante del alum­nado [ ... ] se siente descontenta del pábulo científico, filosófico y literario que la sociedad española le brinda». Con ese diag­nóstico Laín propugnaba una revitalización de la vida intelec­tual como única vía para impedir el alejamiento de los jóvenes universitarios respecto al régimen; en ese sentido, y como la última de sus propuestas, defendía «una inteligente y flexible apertura a todo lo importante que en el mundo intelectual, lite­rario y artístico acontezca dentro y fuera de nuestras fronteras. La tesis de la censura a palo seco, tan cómoda para las gentes simplificadoras y perezosas, es, en nuestro siglo, insostenible y contraproducente, porque nada seduce tanto a las almas jóvenes como lo condenado al silencio».

Ciertamente, las actitudes represivas del SEU no hicieron más que acelerar el descontento. Los acontecimientos que provoca­ron la fractura definitiva entre buena parte de los jóvenes universitarios y el régimen fueron los ocurridos en febrero de 1956. En enero el grupo más activo del estudiantado se decidió a cuestionar abiertamente el SEU convocando un Congreso Nacional de Estudiantes «para dar una estructura representativa a la organización corporativa de los mismos». Con ese objetivo elaboraron un manifiesto que pasaron a la rúbrica de los estu­diantes para propagar la reivindicación. Recogieron más de tres mil firmas, y el amplio apoyo conseguido disparó la ira del SEU. El 3 de febrero la policía empezó a interrogar a los impulsores del documento, pero fue el día 7 cuando la milicia falangista, la Guardia de Franco, irrumpió en la Facultad de Derecho, iniciando una batalla campal con los estudiantes. En la refriega símbolos de la Falange fueron destruidos y ésa fue la excusa utilizada para proyectar un escarmiento que acabase con la contestación. Al día siguiente un gran despliegue falangista atemorizó los estudian­tes pero, al salir del recinto universitario, se formó una gran mani­festación que se encontró cara a cara con los falangistas, que aquel día celebraban el Día del Estudiante caído. En el enfrenta­miento, de las filas falangistas -las únicas en que había armas­ saltó un disparo que hirió gravemente a uno de los suyos. Fue entonces cuando la tensión se desplazó directamente a la esfera gubernamental, que optó como siempre por la vía represiva: cie­rre de la Universidad de Madrid, establecimiento por primera vez del estado de excepción, con la anulación de los artículos 14 y 18 del Fuero de los Españoles, en los que se declaraba el dere­cho a la libre residencia dentro del territorio y la duración límite de la detención. Fueron detenidos, entre otros, Múgica, Pradera, Tamames, Sánchez Mazas, Ruiz-Gallardón y Ridruejo. La con­dición social de los detenidos tuvo un notable impacto en el per­sonal político aunque por eso mismo fueron puestos en libertad rápidamente. Pedro Laín fue cesado.

Desde la perspectiva política lo esencial de los aconteci­mientos fue, por un lado, que se cortó de raíz cualquier intento de reforma real desde dentro, dado que la apertura cultural podía tener consecuencias incontrolables. Los sectores más conserva­dores, que se habían opuesto desde el principio a la gestión de Ruiz-Giménez, más todos aquellos que se sentían enojados por la plasmación de las contradicciones que se iban generando, respiraron con alivio cuando el 14 de febrero era aceptada la dimisión de Joaquín Ruiz-Giménez, a la que Franco añadió la destitución de Raimundo Fernández Cuesta, como medida, ya tópica, de castigar en igual medida a todos los implicados en la afloración pública de los conflictos políticos internos.

Por otro lado, el SEU quedó herido de muerte y, a partir de aquel momento, todos los intentos de mantener un cierto con­trol sobre la masa estudiantil resultaron inútiles. Los aconteci­mientos de Madrid fueron los de mayor relevancia, además de por sus dimensiones, porque se inscribieron en una batalla más general de carácter político, desarrollada «intramuros» del régimen. Pero no fueron los únicos. Inicialmente en Barcelona no se produjo una reacción de solidaridad con los estudiantes madrile­ños porque, dado que las conexiones eran todavía escasas, de las noticias de la prensa se dedujo que los enfrentamientos se esta­ban produciendo en el interior del régimen. Pero esa percepción cambió en los meses siguientes. A finales de 1956 estudiantes de diversas procedencias ideológicas empezaron a establecer una estrategia común, aunque todavía débil. Como en Madrid y como sucedería en muchas ocasiones posteriormente, fue la propia acción represiva del régimen la que precipitó las protestas. En un ambiente de movilización anticomunista impulsada desde el gobierno con ocasión de la intervención soviética en Hungría, medio centenar de estudiantes decidieron manifestarse al grito de «¡Viva la libertad! ¡Viva Hungría!». Sin embargo, ante la experien­cia madrileña, el gobernador civil Acedo Colunga no estuvo dis­puesto a admitir ninguna clase de alteración del orden público, reprimiendo la manifestación con toda contundencia. A partir de entonces la hostilidad antifranquista se extendió y se articuló un programa reivindicativo: libertad de los detenidos, supresión del SEU, convocatoria de un congreso de estudiantes. Un año des­pués de los acontecimientos madrileños se celebró, en febrero de 1957, la denominada Primera Asamblea Libre de Estudiantes en el paraninfo de la Universidad de Barcelona, donde se defendieron aquellas propuestas estudiantiles. La represión fue muy intensa pero levantó una solidaridad importante tanto en Barcelona como entre los intelectuales del resto de España.

Aunque las movilizaciones estudiantiles no tuvieron conti­nuidad en los siguientes años inmediatos, en la universidad se había producido ya una ruptura generacional y se había puesto en evidencia que las condiciones políticas estaban cambiando; como entre los trabajadores, estaban apareciendo sectores minoritarios pero significativos que estaban dispuestos a enfren­tarse a las condiciones impuestas por la dictadura franquista.

La crisis de 1956

Las protestas aparecidas en Barcelona y en otros lugares en la primavera de 1951 habían hecho inaplazable el abandono de la política autárquica que tanto había contribuido a la depresión económica de los años cuarenta. Habían pasado doce años desde el final de la Guerra Civil y el poder adquisitivo de la mayor parte de la población no alcanzaba todavía el nivel de preguerra. En un informe fechado el 14 de marzo de 1951, y enviado a la Secre­taría General del Movimiento, con el título «Algunas conside­raciones políticas a cuenta de los sucesos de Barcelona», se afir­maba que «la gente se pregunta cómo es posible, en un régimen cuya sustentación es precisamente el principio de autoridad y cuya última justificación es el orden público, éste puede res­quebrajarse y aquél desaparecer si no es que existen razones pro­fundas, fundadas en la desorganización económica y en el des­barajuste político, que hagan al sistema incapaz de mantener aquello de que hasta ahora podía con justicia vanagloriarse: su fortaleza». El informe acababa con un contundente «se comenta, en último extremo, que si el gobierno no modifica radicalmente su política justificará con su actitud nuevas subversiones ante las que se piensa llegará un día en que se descubrirá que el sistema no tiene, como se pensaba, los cimientos de hierro sino los pies de barro». Como ya hemos dicho, mejorar la situación econó­mica se convirtió en un objetivo político prioritario del gobierno formado en julio de 1951.

Ahora bien, ¿era posible romper con la autarquía sin desesta­bilizar el régimen, teniendo en cuenta, además, que el modelo autárquico continuaba teniendo importantes partidarios en el apa­rato estatal? Desde 1951 sí. Al iniciarse la década, los dirigen­tes franquistas estaban convencidos de que el acuerdo con los norteamericanos se produciría más pronto que tarde, y era un signo claro un primer crédito concedido por la banca norteame­ricana que permitió el mismo año importar materias primas. Des­pués, la contrapartida económica a la cesión de las bases supuso un balón de oxígeno para la maltrecha economía española. El aumento de la capacidad importadora reabrió los circuitos de aprovisionamiento de las materias imprescindibles para el fun­cionamiento del aparato productivo. La necesidad de mejorar la situación económica y la garantía de estabilidad política permi­tieron a los ministros del área económica tomar las medidas pre­cisas para estimular la actividad productiva. Sin embargo, a dife­rencia de lo que sucedió desde 1957, al inicio de la década los cambios fueron resultado del abandono de algunas de las prác­ticas intervencionistas características de los años anteriores y no la consecuencia de aplicar un programa de liberalización. El tér­mino liberalización -siquiera aplicado a la economía- desper­taba rechazo en distintas esferas del poder franquista, incluido, claro está, el dictador.

La dinamización económica se produjo en concreto por la combinación de distintos factores. En aquellos años marcados por el hambre, la evolución de la producción agraria tenía una importancia esencial. El nuevo ministro, Rafael Cavestany, impulsó una subida de los precios de tasa y la eliminación de algunas medidas interventoras, con lo cual los productores ten­dieron a regularizar la producción, ayudada por la bonanza climatológica que hizo posible un aumento de las cosechas. El resultado fue la desaparición del racionamiento alimentario en 1952. Por otro lado, el aumento de la capacidad importadora ase­guró el suministro de petróleo en 1954, por primera vez desde la instauración del régimen; también aumentó el suministro de abonos, con los que crecieron los rendimientos agrarios, al mismo tiempo que la compra de maquinaria hizo posible iniciar la renovación del utillaje industrial y ampliar la maquinaria agrícola. El resultado conjunto fue un aumento de la productividad muy importante, lo cual no era difícil dado el nivel ínfimo al que se había llegado en la década de los cuarenta.

La progresiva normalización de la producción y el incremento de la emigración del campo a la ciudad comportó un aumento de la demanda. Además la consolidación internacional del régimen dio confianza a aquellas personas e instituciones, como la banca, que habían acumulado grandes capitales en los cuarenta, en buena medida a partir de los negocios del mercado negro. En los años anteriores esos capitales no se invertían de manera productiva, pero en el nuevo contexto de los cincuenta sí, de modo que la reac­tivación fue muy rápida. Paralelamente, en mayo de 1955, el gobierno decretó una amnistía fiscal con el objetivo de aflorar los capitales ocultos y aumentar los ingresos públicos. El conjunto de factores citados explica que la renta nacional aumentase un 50 por 100 entre 1950 y 1957, lo que implicó superar, también por primera vez, la renta nacional y la renta percápita de preguerra. La mayoría de la población recuperaba al menos la normalidad económica interrumpida por la Guerra Civil y la autarquía.

Sin embargo el crecimiento duró poco tiempo, haciéndose evi­dentes sus limitaciones. Para mantener el ritmo expansivo era necesario un flujo continuado de importaciones que las exportaciones clásicas -cítricos y minerales sobre todo- y las limitadas partidas del acuerdo hispano-norteamericano no podían compensar, de manera que la falta de divisas se hizo angustiosa en 1956. Para­lelamente, la inflación, propiciada por las propias políticas guber­namentales, había llegado a unos extremos insostenibles. La infla­ción venía de lejos porque, desde el inicio de la guerra, el dinero en circulación era muy abundante, en parte como consecuencia de la continua emisión de deuda pública para sufragar los gastos estatales; la deuda -adquirida sobre todo por los bancos- era pig­norable - es decir, liquidable en el Banco de España-, lo que for­zaba a emitir nuevos títulos para compensar los anteriores. Un endeudamiento tan contraproducente se explica porque los ingre­sos fiscales eran muy bajos -el nivel de 1935 no se alcanzó hasta 1960- debido a que, atendiendo a los intereses de las capas socia­les acomodadas, la presión fiscal directa era insignificante.

A mediados de los cincuenta, a aquella política monetaria se añadió un importante incremento de salarios que los empresa­rios repercutieron en los precios. Hasta aquel momento los gobiernos franquistas se habían servido de las reglamentaciones de trabajo, que elaboraba el ministerio dirigido por José Anto­nio Girón, para mantener bajos los salarios. Pero en los años cin­cuenta se estaban produciendo, cada vez con mayor frecuencia, movilizaciones obreras exigiendo mayores salarios para hacer frente a la supervivencia. En concreto en 1956 el malestar obrero estaba alcanzando nuevamente un punto límite. Girón, que era consciente del desasosiego, en el mes de marzo decretó un aumento general de salarios del 16% con el objetivo de desactivar el malestar popular. Pero ya era demasiado tarde; nue­vamente en las grandes empresas del País Vasco, de Cataluña, y en la minería asturiana, apareció un movimiento huelguístico de notable amplitud, empujado en parte por trabajadores jóve­nes, en algunos casos experimentados en protestas de «baja inten­sidad» en los años anteriores e impulsores de la fórmula de «comisiones», que se habían mostrado como un sistema eficaz para negociar con la patronal dentro de la empresa.

Las importantes movilizaciones que tuvieron lugar, más el deseo de ganar apoyos en la pugna que los falangistas estaban manteniendo con otros sectores por el control de la influencia política, llevó a Girón a decretar otro aumento salarial que, sumado al de marzo, supuso un incremento casi del 50%, y permitió que los trabajadores recuperaran -por primera vez­e- el poder adquisitivo de preguerra. El aumento salarial no sirvió para evitar nuevos conflictos pero estimuló un aumento general de los precios. La espiral inflacionista se añadió al deterioro de la balanza comercial, creando una situación económica insoste­nible que sufrían especialmente los trabajadores. Así, el males­tar popular se manifestó a lo largo de 1957 de formas diversas: protestas en la minería asturiana, un nuevo boicot a los tranvías en Barcelona y Madrid, que tuvo un importante seguimiento en la capital catalana, aunque el gobierno hizo caso omiso de las reivindicaciones populares, manteniendo una posición de firmeza e intransigencia. En 1958 la conflictividad laboral se hizo nue­vamente importante, primero en la minería -en Asturias se sus­pendieron algunos artículos del Fuero de los Españoles- y desp­ués en las áreas industriales del País Vasco y Cataluña. La repre­sión fue implacable, se produjeron centenares de detenciones y algunos de los detenidos fueron sometidos a consejos de guerra.

En la segunda mitad de los años cincuenta algunos sectores de la sociedad española ya no estaban tan paralizados por el miedo como en los años anteriores. También existía un acuerdo generalizado entre los dirigentes franquistas sobre la imposibili­dad de mantener una política de parches como la realizada en los años anteriores. En 1956 era ya imprescindible clarificar qué modelo económico se seguiría en el futuro. No obstante, la bata­lla económica se cruzó con importantes tensiones políticas y el camino a seguir no quedó clarificado hasta la formación de un nuevo gobierno.

El 16 de febrero de 1956 fue nombrado ministro secretario general del Movimiento José Luis de Arrese, sustituyendo al cesado Raimundo Fernández Cuesta. Desde 1945 Arrese se había mantenido alejado de la primera línea de la escena política, pero en 1956 se reincorporó a ella, además de porque se lo pedía Franco, porque vio en aquella coyuntura la oportunidad de ins­titucionalizar el Movimiento, como había pretendido en los pri­meros años del régimen siguiendo la estela de Ramón Serrano Súñer. Arrese confiesa en Una etapa constituyente, un libro de memorias dedicado a analizar el debate político, las tensiones y presiones que en torno a su proyecto de Leyes Fundamentales tuvieron lugar en 1956, que «el Caudillo estaba incómodo con una Falange que se le iba de las manos y quería disciplina, a cam­bio de lo cual adivinaba yo una serie de posibilidades infinitas [ ... ]. El Caudillo insistía sobre todo en pedir a la Falange disci­plina, unidad y sometimiento a las órdenes del mando». Y es que, como demostró en múltiples ocasiones, Falange era para Franco una pieza insustituible, la más fiel por ser la más dependiente. Por otro lado, aunque los referentes ideológicos nunca fueron determinantes para la acción política de Franco, sin duda sinto­nizó con el proyecto político falangista más que con ningún otro y el nacional sindicalismo era la doctrina que, teóricamente, orien­taba la política del régimen. Arrese pretendía hacer la teoría rea­lidad, consciente de que si Franco moría desaparecía cualquier posibilidad de supervivencia política del Movimiento. Ésa era una diferencia capital entre el falangismo y otros sectores del personal político franquista; la capacidad de adaptación de esos sectores a otras realidades políticas era mucho mayor, lo que no significaba que no se sintieran cómodos dentro del sistema for­malmente nacional sindicalista.

José Luis de Arrese argumentaba que todo el aparato del Movimiento y sus funciones habían quedado relegadas a un papel simbólico, y la Falange en particular era percibida exclusiva­mente en su papel represivo de los sectores sociales y políticos que cuestionaban el régimen. Su propósito, por el contrario, era reforzar «el Movimiento en su triple función de titular de prin­cipios, agrupador de partidos y sistema de vigilancia y defensa de lo permanente, así como convertir a la Falange, y a los demás grupos de tendencia, en organizaciones humanas encargadas de encuadrar los diferentes modos de servir a los principios funda­mentales». Es decir, pretendía convertir la estructura del Movi­miento en el foro de debate político entre las distintas tenden­cias que apoyaban el régimen, pero exigiendo que fuera el Movi­miento el centro decisivo del que surgirían las directrices políticas de la gestión gubernamental, superando el papel subalterno a que había quedado relegado durante más de una década.

Para impulsar su proyecto «constitucionalizador» Arrese pro­pugnaba aprobar tres nuevas leyes fundamentales: una Ley de Principios Fundamentales del Movimiento, donde se definiese la doctrina del Estado español, una Ley Orgánica del Movimien­to, que fijaría los poderes del Movimiento dentro del Estado, y una Ley de Ordenación de la Jefatura del Estado, que señalaría las funciones distintivas del jefe del Estado y las del jefe del gobierno. Los «Principios fundamentales debían ser pocos, rotun­dos y esenciales», y el Consejo Nacional del Movimiento se encargaría, «no ya de organizar concentraciones ni de aplaudir al paso de las jerarquías, sino de vigilar para que la legislación y los actos de los organismos correspondientes salieran y se man­tuvieran de acuerdo con una doctrina previamente proclamada en esos principios». Unas notas redactadas en el Instituto de Estu­dios Políticos, y entregadas por Arrese a Franco para que éste integrara sus líneas maestras en el discurso habitual del 18 de julio, pueden ser consideradas la explicitación más clara de los objetivos globales de su propuesta; según la nota, las leyes funda­mentales tenían que «dar rango constitucional a esta realidad his­tórica de España, a esta exigencia de nuestro régimen, estructu­rando el Movimiento Nacional como fuente de poder que asegure, por encima de los caprichos y las veleidades de los hombres, la continuidad del régimen, estableciendo las facultades que deben tener los Jefes de Estado [ ... ]; fijando un sistema de garantías políticas que aseguren la adecuación de la gestión del Gobierno a esos principios inmutables [ ... ] a los que deben someterse todos, jefe de Estado, ministros, Gobierno y Cortes, pues todos nacen de la voluntad de instaurar y mantener esos principios».

Como Franco incluyó el párrafo en su discurso sin hacer modificaciones la sorpresa se extendió entre numerosos dirigentes del régimen. A la vuelta del verano el debate y las fricciones entre los distintos sectores del personal político franquista se fueron haciendo intensas, y al llegar diciembre las tensiones se hicieron prácticamente insostenibles. La oposición al proyecto falangista de los monárquicos representados en las instituciones del régimen -de los que el ministro de Obras Públicas, conde de Vallellano puede ser considerado el máximo exponente- no tenía mayor consistencia; su único objetivo era mantener el statu quo entre las «familias», a la espera de que, a la muerte de Franco, un monarca estableciera la preeminencia de los monárquicos sobre los demás, proceso mucho más difícil si las prerrogativas institucionales esta­ban prefijadas. La oposición de los tradicionalistas, representa­dos por el ministro de Justicia Antonio Iturmendi, procedía de su voluntad de impedir un reforzamiento de la Falange -elemento común al resto- Pero la oposición que verdaderamente cerró el paso a los proyectos de Arrese fue la de la jerarquía eclesiástica.

Según ha relatado Javier Tusell, Alberto Martín Artajo había hecho saber a José Luis Arrese su oposición a la Ley Orgánica del Movimiento tanto porque no era necesaria ni oportuna, como por sus características de fondo «que no se conforma a los prin­cipios de Derecho público cristiano ni al magisterio de la Igle­sia Católica». Pero la posición de Martín Artajo ya era débil a los ojos de Franco; para Franco lo verdaderamente vital era la actitud de la jerarquía eclesiástica y ésta, como hizo siempre en todas las batallas que consideró importantes, manifestó directa­mente al dictador cuál era su postura. En diciembre los tres car­denales españoles entregaron a Franco un texto de cuatro folios, mostrando su oposición radical a la reforma. Su oposición se basaba en que «se pone como poder supremo del Estado un par­tido único, aun cuando sea con el nombre de Movimiento, por encima del Gobierno y de las Cortes, cuyas actividades juzga y limita, quedando aun muy mermada la autoridad del Jefe del Estado». Pocos días después Franco hizo saber a Arrese la con­veniencia de modificar sus propuestas, dada la hostilidad que habían generado, en especial la de la jerarquía eclesiástica a la que no quería enfrentarse.

Desde ese momento la batalla en torno a las leyes funda­mentales puede darse por acabada, pero el cambio de gobierno que formalizase la recomposición de fuerzas internas todavía tar­daría dos meses en producirse, porque Franco, que estaba per­diendo agilidad mental de forma manifiesta, necesitaba más tiempo. Franco quería mantener en el poder a la Falange, entre otras cosas por los altos réditos que obtenía: era su ejército de reserva para controlar las organizaciones de masas (OSE, Frente de Juventudes, etc.); todavía desarrollaba un retórico discurso social y movilizador, útil ante algunas capas de la población; ejer­cía de pararrayos de los ataques al régimen y nutría la infraes­tructura política. De nadie más obtenía globalmente esos beneficios. Cuenta Arrese en sus memorias que en el Consejo de Ministros del 18 de enero de 1957, ante un gabinete parali­zado y tenso, Franco «recordó a los ministros antifalangistas que la unificación obligaba a todos o a nadie; que no se podía asig­nar a los falangistas el duro trabajo de sostener el régimen y per­mitir a los monárquicos el privilegio de poder torpedearlo; que así era fácil ganar el aplauso de la galería y decir que la Falange se hacía antipática; que si la Falange hiciera lo mismo, ya verían los tradicionalistas disidentes y los monárquicos impacientes, qué pronto ganaba los puntos perdidos», Franco también necesitaba a los falangistas porque eran al mismo tiempo un contrapeso con­tra una excesiva fuerza política católica. Por muy católico que fuese, el dictador veía cada vez más claramente la Acción Cató­lica como un grupo con conexiones internacionales y por tanto peligroso.

En definitiva, Franco tenía serias dudas sobre cómo conse­guir el equilibrio que más le convenía. En esa coyuntura la figura de Carrero fue decisiva, apremiando las decisiones. La quiebra económica y las protestas que obreros y estudiantes habían pro­tagonizado en 1956, la expresión cada vez más frecuente del malestar popular -como se había considerado el nuevo boicot a los tranvías en Barcelona y Madrid en enero y febrero de 1957-, hicieron evidente la necesidad de acabar con las tensiones inter­nas que paralizaban la acción gubernamental.

El ascenso de la tecnocracia

El 25 de febrero de 1957 quedó constituido el nuevo gobierno y la renovación que se produjo fue de gran magnitud, pues no tan sólo eran nuevos titulares 12 de los 18 ministros que lo for­maban, sino que, al mismo tiempo, las sustituciones respondían a un cambio cualitativo de orientación política. Luis Carrero Blanco, al que en buena medida correspondió el diseño del gabi­nete, aprovechó la irritación que en Franco habían provocado las tensiones del año anterior para reducir de forma esencial el peso de las distintas corrientes fundacionales del régimen. Por supuesto, José Luis de Arrese perdió la cartera de la Secretaría General del Movimiento, cese que había solicitado en diciembre y que Franco no le otorgó. Arrese, en actitud sumisa, le había prometido ade­más permanecer en cualquier cargo ministerial «si mi marcha se podía interpretar como una ruptura de hostilidades entre la Falange y su Caudillo». Le asignaron el Ministerio de la Vivienda, un nuevo ministerio creado para hacer frente a las necesidades que la ola inmigratoria estaba provocando en las grandes ciu­dades pero al que se asignó un presupuesto irrisorio. En 1960 dimitió y fue sustituido en el cargo por José María Martínez Sán­chez Arjona.

También fue cesado Alberto Martín Artajo porque, además de haber ocupado el Ministerio de Asuntos Exteriores durante doce años, ya no era necesario como símbolo identificados entre franquismo y catolicismo. Prescindiendo de él de paso se reducía drásticamente el ascendente de la Acción Católica en el aparato del Estado. Ciertamente, tanto Martín Artajo como Arrese fueron sustituidos por personas que, aun siendo de su misma procedencia, no simbolizaban lo mismo que ellos, El Ministerio de Asustes Exteriores fue ocupado por Fernando María Castiella, que había sido falangista, miembro de la División Azul y autor, junto con José María de Areilza, del libro Reivindicaciones de España, escrito en cuando Francia parecía definitivamente vencida y el régimen negociaba con Alemania la incorporación española a la guerra mundial. Después Castiella se convirtió en miembro destacado de la Acción Cató­lica y acabó la negociación del Concordato con la Santa Sede. Para los falangistas, por tanto, Castiella no simbolizaba la representación vaticanista en el Consejo de Ministros, para Franco y Carrero tampoco. Por su parte Arrese fue sustituido por José Solís, que era desde 1951 el delegado nacional de Sindicatos, cargo que en 1957 compartió con la Secretaría General del Movi­miento. Solís combinó su talante amable -fue calificado como «la sonrisa del régimen»- con una voluntad de presencia férrea en la vida política, tal como se manifestaría ya en la década de los sesenta.

José Antonio Girón, que había estado al frente del Ministerio de Trabajo desde 1941, fue sustituido por el también falangista Fermín Sanz Orrio; eran, sin embargo, personalidades muy distintas, este último con un perfil mucho más gris. Girón había cultivado durante más de quince años la imagen popu­lista del nacionalsindicalismo, lo que lo había convertido en uno de los ministros más populares del régimen. La hostili­dad que en los ministerios económicos despertaron los aumen­tos salariales de 1956 sentenciaron su salida del ministerio, ya amenazada por los enfrentamientos que había tenido con otras personalidades. En el Ministerio de la Gobernación Blas Pérez fue sustituido por Camilo Alonso Vega. Años atrás, Franco había dicho de él a su primo, Franco Salgado, que «es demasiado duro y no tiene flexibilidad para la cartera de Gobernación». No es que Franco hubiera cambiado de opinión, es que después de la experiencia de 1956 el propósito era usar mano dura para hacer desistir de cualquier manifestación de protesta, como había propugnado Carrero en 195 1. Alonso Vega -por otra parte más influenciable por Carrero que Blas Pérez- facilitó a aquél un control de los nombramientos en la estructura gubernativa pro­vincial. Jesús Rubio, falangista de primera hora continuó como ministro de Educación, cargo que ocupaba desde el cese de Joa­quín Ruiz-Giménez en febrero de 1956.

Para los ministerios económicos se buscaron técnicos com­petentes que consiguiesen sacar la economía del callejón sin salida en el que se encontraba. Mariano Navarro Rubio fue nom­brado ministro de Hacienda y Alberto Ullastres ministro de Comercio ambos eran miembros del Opus Dei. Los restantes nuevos ministros fueron Antonio Barroso -Ejército-, Felipe Abarzuz-. -Marina-, José Rodríguez y Díaz de Lecea -Aire-, Jorge Vigón -Obras Públicas-, Cirilo Cánovas -Agricultura- y Pedro Gual Villalbí -ministro sin cartera-. Sin embargo el cam­bio más importante, que no aparece reflejado en la modificación del gabinete, fue la ampliación de competencias de Presidencia del Gobierno, al frente de la cual continuaba el «subsecretario» Luis Carrero Blanco. Carrero tenía como objetivo asegurar que el gobierno era el centro de decisión política, al que tenían que estar subordinados todos los organismos y organizaciones exis­tentes en el régimen. Desde su perspectiva, las tensiones entre dirigentes de distintas procedencias, significativamente entre falangistas y «católicos», actuaban como «fuerzas disgregado­ras». Conviene precisar que Carrero utilizó siempre, en sus dis­cursos y en sus informes, los referentes ideológicos del Movi­miento y que su enfrentamiento con los dirigentes de esa procedencia eran funcionales, no doctrinales. Carrero, al que siempre había guiado la teoría del caudillaje, no admitía que los falangistas no se subordinaran plenamente a la dirección guber­namental y aprovecharan las instituciones que controlaban para desarrollar una política propia.

Carrero tuvo la suerte de encontrar a lo largo de 1956 la per­sona que reunía las más importantes condiciones que anhelaba para reorientar la acción del régimen: Laureano López Rodó, tam­bién miembro del Opus Dei. Laureano López Rodó acaparó una parcela de poder extraordinaria en poco tiempo, porque fue capaz de señalar las claves de la renovación política y económica que en aquel momento de crisis era imprescindible acometer. Las leyes fundamentales que había propugnado Arrese enfatizaban la necesidad de separar la figura del jefe del Estado y la del jefe de gobierno para asegurar la continuidad del régimen, dada la edad de Franco. Carrero y López Rodó opinaban lo mismo pero, ciertamente, querían evitar a toda costa la consolidación del poder de la Falange, que era la intención del primero. López Rodó, cate­drático de derecho administrativo, cuya primera intervención en la crisis de 1956 había sido a través de un informe preparado para el ministro de Justicia Iturmendi, desde el otoño tuvo una relación directa con Carrero, al que propuso una reforma de la admi­nistración del Estado y un cambio de política económica como solución a los principales problemas del régimen en aquella coyuntura.

La estrecha colaboración entre Carrero y López Rodó no implicó necesariamente una plena identificación política entre ambos. Carrero siempre afirmó que su objetivo era mantener el norte del «18 de Julio». Pero mediados los años cincuenta era una necesidad política asegurar la estabilidad económica y aumentar la eficacia en la administración del Estado. Laureano López Rodó fue un colaborador insustituible en ese cometido, y a su vez pudo ejercer un gran poder sólo porque tenía la con­fianza de Carrero. Como la mayoría de tecnócratas ilustres, López Rodó no actuó como miembro destacado de una organiza­ción con algún tipo de capacidad de influencia y con un programa político más o menos perfilado. Los tecnócratas, muchos de ellos de filiación opusdeísta, como mucho tenían en común una pro­puesta en la que se combinaba el objetivo de modernización del capitalismo español con una concepción radicalmente autorita­ria del poder político. Ese horizonte se adaptaba perfectamente a las necesidades del régimen en aquel momento; además muchos tecnócratas reunían los requisitos deseables en los años cincuen­ta: procedían del Movimiento y habían tenido distintas responsa­bilidades en el aparato del Estado, pero no estaban vinculados a aquellas «familias» ideológicas originarias a las que se pre­tendía reducir protagonismo. Eran católicos ortodoxos -ultraor­todoxos se podría afirmar considerando los cambios que en el ámbito europeo empezaba a experimentar la Iglesia católica-. Frente a los miembros de la Acción Católica que era una institución amplia y diversa, con sectores como la HOAC o la JOC, que tenían un discurso de acción social que la institución como tal no compartía pero que no podía rechazar de plano, el Opus Dei, implícitamente, defendía al unísono una sociedad jerarqui­zada. Por último, los tecnócratas vinculados al Opus Dei eran favorables a la instauración de la monarquía en los términos previstos en la Ley de Sucesión, que no eran los de la restauración que pretendían los monárquicos. Ésas eran las cartas con que con­taban; el programa económico, tal como se desarrolló después, no estaba formulado inicialmente.

A finales de 1956 Carrero había nombrado a Laurcano López Rodó secretario general técnico de la Presidencia y le había encargado la realización de las propuestas para aquellas refor­mas. El 25 de febrero de 1957, inmediatamente después de cons­tituido el nuevo gobierno, se aprobó un decreto-ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado que trasladó el centro de la acción gubernamental a la Presidencia del Gobierno y, por tanto, a las manos de Carrero Blanco. En él aparecía como prin­cipio inspirador una voluntad de «economía, celeridad y efica­cia», para lo cual se creaban distintas Comisiones Delegadas de Ministros y Subsecretarios, todas ellas presididas por Carrero Blanco por delegación de Franco. Dicha estructura de funcio­namiento era evidentemente mucho más eficaz, por cuanto eli­minaba la descoordinación entre las distintas áreas ministeriales que intervenían en un mismo asunto, pero tenía al mismo tiempo implicaciones políticas de primera magnitud.

Carrero y López Rodó diseñaron una redefinición de las estructuras del régimen en la cual se reduciría el papel de FET ­JONS, denominada ya genéricamente Movimiento, y sus orga­nizaciones. Como se trataba de evitar la confrontación abierta, entre otras cosas para impedir la intervención de Franco en aque­lla redefinición, la estrategia se centró en crear nuevas estructu­ras para vaciar de contenido las antiguas, sin necesidad de que desaparecieran. Evidentemente los falangistas no se quedaron impasibles ante la maniobra. Desde entonces en la Cortes se pro­dujo una pugna continuada entre los falangistas y los nuevos miembros del personal político franquista de procedencia tec­nócrata, pugna en la que éstos alcanzaron éxitos esenciales, sin conseguir reducir definitivamente el papel del Movimiento. Un primer éxito lo obtuvieron con la ratificación por las Cortes del decreto-ley de Régimen Jurídico, en julio de 1957. El mes ante­rior, Emilio Lamo de Espinosa, director del Instituto de Estudios Políticos, había enviado a José Solís un informe con observa­ciones a la totalidad del proyecto, en el que resaltaba el «fun­damental reparo de querer llevar a cabo una institucionalización del poder político, desconociendo o haciendo abstracción del con­tenido político peculiar del Régimen». Sus conclusiones, después de un pormenorizado análisis de alguno de sus artículos, eran taxativas: «Configurar el sistema del Gobierno, arbitrar la figura de la Presidencia, fijar las relaciones con la Jefatura del Estado, regular la provisión de los cargos de máxima representación y responsabilidad política sin establecer conexión alguna con la organización política del Movimiento es negarle por la tácita toda vía de acceso a la acción política y a la custodia de sus princi­pios que, justamente, son los principios del Régimen».

La pérdida de protagonismo falangista en la gestión guber­namental no significó que no se aprobaran unos Principios del Movimiento Nacional tal como se había propuesto. En torno a ellos apenas hubo discusión porque fueron presentados como lo que realmente eran: una actualización de los Veintiséis Puntos de FET y de las JONS. Los Principios aprobados el 17 de mayo de 1958 se redujeron a doce y eso facilitó atenuar los acentos y modificar el lenguaje, eliminando las formulaciones excesivamente inconvenientes por su carácter fascista más nítido. Pero en los Principios se confirmaba el nacionalismo español excluyente de cualquier otro signo de identidad: «España es una unidad de des­tino en lo universal» (Principio I) y «la unidad entre los hom­bres y las tierras de España es intangible» (IV); el nacionalismo radical, que convertía a la «nación» en sujeto de derecho (V), estaba en la base de la negación de los derechos individuales, considerando las denominadas «entidades naturales» -familia, municipio, sindicato- las estructuras básicas de la sociedad (VI); así, «toda organización política de cualquier índole al margen de este sistema representativo será considerada ilegal» (VIII). Por otro lado, la religión católica continuaba siendo la «única ver­dadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación» (II). Los principios ideológicos que teóricamente tenían que inspirar la acción gubernamental eran en 1958 los mis­mos que en 1937, lo que cambiaron fueron las formulaciones, que aspiraban a ser lo más inocuas posible. Además, en 1958 se introdujo una modificación que jurídicamente tenía gran impor­tancia. Los Principios del Movimiento Nacional se convirtieron en la ley de mayor rango entre todas las existentes, señalándose en el artículo tercero la nulidad de cualquier ley que vulnerase su contenido. Y en el artículo primero se afirmaba algo más importante todavía: los principios eran «por su propia naturaleza, permanentes e inalterables», constituyendo la esencia del régi­men franquista.

Paralelamente a la acción política, cuestión prioritaria para el nuevo gobierno era superar el colapso económico. En el seno de la Presidencia se creó una Oficina de Coordinación y Programación Económica también presidida por Carrero y dirigida por López Rodó, que habría de tener un protagonismo estelar en la política gubernamental, orientada a conseguir la recuperación definitiva de la economía española. Los ministros del área econó­mica hicieron ver a Franco que para resolver la crisis económica no había otra solución que romper definitivamente con el modelo autárquico y avanzar por la vía de la liberalización de la econo­mía. El deterioro de la situación económica se fue agudizando a lo largo de 1957: los precios continuaban elevándose, el males­tar popular era explícito y el déficit exterior tan grande que ame­nazaba con la quiebra. En ese contexto se tomaron un conjunto de medidas que tenían como objetivo reducir el desequilibrio de la balanza comercial y controlar la inflación. Se suprimió el sis­tema de cambios múltiples, vigente desde 1948, y se estableció en abril de 1957 un cambio único de 42 pesetas por dólar, aun­que en la práctica se aplicaron nuevamente cambios múltiples. Para contener la inflación y reducir el déficit público el gobierno congeló los salarios, en el mes de julio tomó medidas monetarias para frenar la circulación de dinero, y en diciembre aprobó una reforma tributaria que consiguió aumentar los ingresos públicos.

Esas medidas eran indispensables para ingresar en los orga­nismos económicos internacionales, lo que sucedió en los meses siguientes: en enero de 1958 en la Organización Europea de Coo­peración Económica, y en julio en el Fondo Monetario Interna­cional y en el Banco Internacional de Reconstrucción y Desa­rrollo. Aun así, la situación económica continuaba siendo igual de crítica y esa circunstancia se veía acrecentada por la consta­tación del intenso crecimiento de la mayor parte de la economía mundial. Aquellos sectores que no veían otra vía que la liberalización para conseguir la recuperación económica, enfatizaron el contraste entre la evolución española y la de los países del entorno, insistiendo en que en Europa los miembros de la OECE habían acordado la convertibilidad de sus monedas y la libera­lización de su comercio exterior para estimular el crecimiento. Si para sentar las bases de un desarrollo equilibrado y para inte­grar la economía española en las instituciones económicas internacionales era imprescindible conseguir ayuda externa, tam­bién lo era un giro en la política económica. Los impulsores de ese proceso han explicado ampliamente las dificultades que encontraron en el aparato del Estado y, lo que es más significa­tivo, en el propio Franco para iniciar un programa de liberali­zación económica, después de que en veinte años el régimen hubiera sido incapaz de estabilizar la economía. Ello ayuda a reforzar también la tesis de que la autarquía no fue sobre todo el resultado de las circunstancias económicas de los años cua­renta sino, ante todo, la consecuencia de supeditar la evolución económica a los objetivos políticos del nacionalismo económico que impregnaba el proyecto franquista.

La constatación de la quiebra técnica financiera y la posición firme en sus propuestas de los ministros económicos forzó la apertura de un proceso de negociación con los organismos inter­nacionales sobre un plan de estabilización, cuyo diseño quedó recogido en el memorándum que el gobierno español envió en junio de 1959 al FMI y a la OECE, los cuales ofrecieron ayuda financiera para asegurar su viabilidad. El golpe de timón en la política económica se plasmó definitivamente en el decreto-ley de 21 de julio de Nueva Ordenación Económica, generalmente denominado Plan de Estabilización. Sus efectos a corto plazo fue­ron traumáticos, como lo habían sido los de las restantes medi­das preestabilizadoras. Las restricciones del crédito y la caída de la demanda provocaron el cierre de muchas empresas, lo que a su vez comportó un aumento del paro, una disminución de «horas extraordinarias» y, en definitiva, una disminución global del poder adquisitivo de la población. En ese escenario, por un lado, aumentó la emigración al extranjero y, por otro, el males­tar popular se intensificó. Los efectos recesivos no empezaron a remitir hasta 1961, dando paso entonces a un ciclo expansivo de gran alcance. Desde entonces, el «desarrollo» económico se convirtió en el eje del discurso político franquista.

Continuidad y discontinuidad en el antifranquismo

A finales de los cincuenta la oposición también había con­seguido vislumbrar el final del túnel por el que se había visto for­zada a transitar a lo largo de más de quince años. La oposición antifranquista vivió los primeros años cincuenta todavía con extrema languidez, como resultado del fracaso de un modelo de oposición anclado mayoritariamente en los presupuestos de la Guerra Civil y la ilegitimidad del régimen. La constatación del reconocimiento internacional de la dictadura, que hizo perder toda esperanza en su próxima caída, provocó incluso la desapari­ción de algunas organizaciones y la hibernación de otras, entre ellas las dos grandes organizaciones obreras de preguerra. La CNT conservó algunos grupos de militantes aunque con escasa actividad, y además sufriendo continuadamente los efectos de la división interna alimentada por el exilio. Por su parte, el PSOE y la UGT quedaron reducidos a pequeños núcleos, localizados sobre todo en Asturias y el País Vasco, muy cerrados en sus estructuras clandestinas, con lo cual la renovación de la militancia quedó prácticamente limitada a su círculo social más próximo.

No obstante, mediada la década, especialmente a raíz de la suma de los conflictos que estallaron en 1956, se manifestaron los primeros indicios de reconstrucción de una oposición al fran­quismo construida sobre bases nuevas. En las movilizaciones obreras de aquel año, el PCE y el PSUC pudieron comprobar los primeros resultados del «cambio táctico», la nueva estrategia impulsada desde finales de los años cuarenta que vinculaba la acción política de los militantes comunistas a las preocupaciones inmediatas de la población, y no a planteamientos ideologiza­dos que sólo atraían a los ya convencidos. Aunque las movili­zaciones estuvieron vinculadas a las necesidad de los trabajado­res de compensar los aumentos de precios, los militantes clandestinos jugaron un papel relevante a la hora de extender la reivindicación salarial. Igualmente se ha señalado ya que una parte de los estudiantes que encabezaron la movilización estu­diantil de 1956 eran también militantes comunistas.

Por otra parte la aprobación de una nueva estrategia política denominada de «reconciliación nacional», en los meses poste­riores al V Congreso del PCE, celebrado en 1955, aumentó la audiencia de los comunistas entre los sectores distantes del régimen. La política de reconciliación nacional se proponía como la superación definitiva de los estragos de la Guerra Civil y la consecuente división de la sociedad española en vencedores y vencidos, ofreciendo un programa mínimo para el establecimien­to de un régimen democrático. Aunque el anticomunismo estaba muy extendido, y una parte de las organizaciones clandestinas rechazaban la colaboración con los militantes comunistas -sobre todo aquéllas en que las estructuras del exilio tenían mayor influencia-, éstos adquirieron progresivamente la mayor rele­vancia. Esta realidad no era contradictoria con el hecho que las convocatorias exclusivamente políticas lanzadas por el PCE, como la «jornada de reconciliación nacional» de mayo de 1958 y la «huelga general pacífica» de junio de 1959, convocada junto con otras organizaciones, fueran un estrepitoso fracaso; era tan sólo la evidencia de que los trabajadores no estaban dispuestos a participar en convocatorias desligadas de sus necesidades más concretas, convocatorias que difícilmente podían tener éxito y que en cualquier caso conllevaban una gran peligrosidad. Ahora bien, también era lógico que las organizaciones que pretendían acabar con el franquismo hicieran aquellas convocatorias, por­que desde la perspectiva política eran indispensables: extendían las reivindicaciones democráticas y obligaban al régimen a mos­trar en la calle su cara represora ante cualquier demanda de liber­tad. Forzar las contradicciones del régimen se convirtió en uno de los hilos conductores de las actividades del PCE, dirigido oficialmente por Santiago Carrillo desde el VI Congreso cele­brado en 1960, momento en el que Dolores Ibárruri pasó a ocu­par la presidencia del partido.

Al calor de las movilizaciones de 1956 también aparecieron nuevas organizaciones, como el Frente de Liberación Popular. El FLP -integrado por jóvenes católicos que se habían ido apro­ximando al marxismo- se definía como una organización socia­lista cuyo modelo pretendía ser tan distante del estalinismo como de la socialdemocracia, pero muy influido por movimientos de liberación nacional como el argelino y el cubano. Aunque el aná­lisis del FLP sobre la realidad social española era más radical que la del PCE -consideraban que la alternativa al franquismo debía ser no una «democracia burguesa» sino un régimen socia­lista-, ambas organizaciones competían por el mismo espacio político antifranquista, lo que no impidió que colaboraran en distintas iniciativas políticas, como la señalada anteriormente de 1959. El FLP propugnaba la construcción de un Estado federal, por lo que en el País Vasco adoptó las siglas de ESBA (Euskal Sozialista Batasuna). En Cataluña la organización corres­pondiente al FLP fue el Front Obrer de Catalunya (FOC) en el que, a diferencia de aquél, el predominio intelectual no era abso­luto dado que consiguió su propósito de atraer a un pequeño núcleo de militantes obreros. En Cataluña también creció el núcleo socialista alrededor del Moviment Socialista de Catalunya, que aunque mantenía contactos regulares con el PSOE, apostaba por el activismo antifranquista en el interior del país.

A lo largo de los años cincuenta los espacios del nacionalismo periférico también experimentaron cambios significativos. En el País Vasco, en 1959, nacía ETA (Euskadi eta Askatasuna) for­mada porjóvenes nacionalistas, algunos vinculados inicialmente al PNV, organización que habían abandonado el año anterior más por dificultades de entendimiento generacional que de desacuerdo ideológico. Aquellos jóvenes consideraban imperioso pasar a la acción para acabar con el régimen, aunque, en realidad, en los primeros años apenas tuvieron actividad distinta a la del debate y aprendizaje del discurso nacionalista.

En Cataluña la situación era distinta. Las organizaciones republicanas habían desaparecido y en buena medida ese espa­cio no se volvió a cubrir a lo largo del período franquista. La mifi­tancia catalanista se integró bien en las organizaciones de izquier­da, que fueron las grandes impulsoras de la defensa de la identidad nacional desde la perspectiva política, o bien participó de las múltiples iniciativas de carácter cívico-cultural que se extendieron desde los años cincuenta, teniendo sus impulsores principales un perfil católico y mayoritariamente conservador.

La creación del CC -siglas que correspondían a Católics Cata­lans o Crist Catalunya- puede ser considerada la plasmación de la revitalización del catalanismo católico. Los jóvenes de CC desarrollaron campañas de sensibilización catalanista, y al final de la década dos hechos propiciaron su compromiso en una acción pública: en primer lugar la campaña contra el director de La Yanguardia Espaíiola, Luis Martínez de Galinsoga, que en junio de 1959 había exclamado públicamente «Todos los cata­lanes son una mierda», y que finalmente tuvo que ser cesado dada la caída de ventas del periódico y la movilización pública. Por otro lado, en mayo de 1960 se produjo un incidente en el Palacio de la Música de Barcelona que alcanzó una gran difusión; tuvo lugar cuando, en un homenaje al poeta Joan Maragall al que asistía una buena representación de los ministros que habían acompañado a Franco en su visita a la ciudad, en el último momento, se prohibió el programado “Cant de la Senyera”. El intento de una parte del público de cantarlo, que se sumaba la difusión previa de un opúsculo acusador titulado “Us presentem el general Franco”, desencadenó una acción represiva que llevó a la cárcel a uno de los líderes de ese movimiento de jóvenes cató­licos, Jordi Pujol, lo que provocó como reacción una oleada de solidaridad con el represaliado y de rechazo al régimen. En los años cincuenta la incapacidad del régimen para integrar cualquier símbolo de reconocimiento de la identidad catalana también contribuyó a ampliar los límites sociales del antifranquismo, que eran en Cataluña algo más anchos que en la mayor parte de España.

Aunque su impacto social puede considerarse mínimo, entre la nueva oposición al franquismo hay que señalar la existencia (le pequeños núcleos monárquicos liberales y demócrata-cristianos. La experiencia de 1956 fue definitiva para que la demo­cracia-cristiana europea impulsase una organización de aquellas características en España, aunque desde el principio fue muy débil dado que, por un lado, un segmento importante de sus potenciales miembros formaba parte del personal político del régimen, y por otro, porque incluso los que propugnaban un régi­men democrático estaban divididos entre un sector derechista, el organizado en la Democracia Social Cristiana en torno a José María Gil Robles, y un grupo más liberal e intelectual -Izquierda Demócrata Cristiana- presidido por Manuel Jiménez Fernández. Por otro lado, en 1957 se constituyó un nuevo grupo monárquico, la Unión Española, que inicialmente se formó no como una orga­nización sino como «un vínculo moral», de manera que agrupaba gentes bien diversas, algunas con militancia en distintos núcleos derechistas moderados; pero en poco tiempo quedó como un grupo monárquico liberal liderado por Joaquín Satrústegui. Aun­que su actividad no fue más allá de confeccionar manifiestos, Unión Española, junto con el resto de grupúsculos que fueron apareciendo, fueron la confirmación del inicio del resquebraja­miento de la unidad política conservadora en torno al régimen franquista.

Si esa oposición no tuvo significación social, sí que la tuvo la de las organizaciones de apostolado católico, JOC y HOAC que, aunque no fueran organizaciones políticas, en el marco de reconstrucción del antifranquismo de finales de los cincuenta, cubrieron un espacio arrasado por los instrumentos represivos de la dictadura. La Hermandad Obrera de Acción Católica había sido creada en 1946 con la finalidad de atraer hacia la Iglesia a los sectores obreros que las jerarquías eclesiásticas consideraban ale­jados desde el siglo xix por la influencia del anticlericalismo y el republicanismo. Sin embargo, muchos de aquellos sacerdotes jóvenes encargados de la recristianización interpretaron que su labor de apostolado exigía la denuncia de las condiciones de vida y de trabajo que sufrían la mayor parte de sus potenciales feli­greses, especialmente en las poblaciones de inmigración reciente, lo que los condujo a un enfrentamiento con las autoridades polí­ticas franquistas. Y si las denuncias reflejadas en las publica­ciones de la HOAC alcanzaron gran resonancia, la Juventud Obrera Católica tuvo mayor protagonismo en la socialización antifranquista de colectivos de jóvenes, de la misma manera que los jesuitas estimularon las más reducidas Vanguardias Obreras. De esos núcleos surgió una parte de la militancia antifranquista de los años sesenta.

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Enviado por:Juan
Idioma: castellano
País: España

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