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Fotografía: nacimiento


EL NACIMIENTO DE LA FOTOGRAFÍA

El cuerpo se encuentra extrañamente ladeado en su ataúd, la cabeza medio torcida, apoyada en un almohadón blanco, y la mano izquierda aferrada a un crucifijo. Nadie recuerda su nombre, ni probablemente lo supiera la misma persona que, sin proponérselo, lo lanzó a una fama post mortem: este cadáver sirvió de modelo para el primer retrato fotográfico de la historia. Se trata de un viejo daguerrotipo, con un formato de 7,6 x 9,9 centímetros, realizado aproximadamente en 1840, aunque la fecha exacta no se sabe.

En aquellos tiempos resultaba imposible hacer fotos de personas vivas, porque la bajísima sensibilidad de las emulsiones fotográficas existentes exigía horas de exposición. Demasiado como para pedir a la gente absoluta inmovilidad delante de la cámara. Es por eso que los pioneros del retrato fotográfico elegían cadáveres para experimentar con esos extraños aparatos, considerados en aquel entonces como de muy alta tecnología, capaces de retener imágenes de la realidad como por arte de magia. Curiosamente, en décadas posteriores, aunque todavía en el siglo XIX, cuando ya se disponía de emulsiones más sensibles y el retrato de estudio se había convertido en algo normal (por lo menos entre las clases mas acomodadas), se puso de moda sacar fotos a los difuntos, que los familiares guardaban como recuerdo.

Mas sin embargo, el arranque de la historia de la fotografía se remonta a otros pocos años atrás. Fue en 1826 cuando el francés Joseph-Nicéphore Niépce logró, por primera vez, fijar de forma duradera una imagen del natural sobre una placa de zinc. Esta auténtica reliquia puede admirarse en la actualidad en el museo Gernsheim de la Universidad de Tejas, y muestra una vista desde la ventana de la casa de Niépce en Saint Loup de Varenne. Aunque difícil de reconocer, en los extremos se adivinan los batientes de la ventana y en el centro se vislumbra el tejado de el asa vecina. Para obtenerla, Niépce había colocado una cámara oscura a la ventana de su habitación durante ocho horas, tiempo suficiente para grabar la imagen sobre una placa de zinc recubierta de betún de Judea diluido en petróleo.

El principio de la cámara oscura ya era conocido por los sabios chinos en el siglo IV antes de Cristo: si se hace un agujero en la pared de una habitación a oscuras, en la opuesta surge una imagen del mundo exterior. Esta, aunque un poco borrosa y vuelta al revés, se puede reconocer con claridad. Ya en la Edad Media se mejoró notablemente la nitidez al disponer en el orificio una lente de vidrio para concentrar los haces de luz, un perfeccionamiento derivado probablemente de los estudios sobre óptica del científico árabe Alhazen de Basora en el siglo X. Al mismo tiempo también fueron reducidas las proporciones del artilugio, hasta convertirlo en un cajón de madera. En cuanto a las aplicaciones, durante muchos siglos la cámara oscura sólo sirvió como curiosidad científica, y en todo caso como instrumento para estudiar los eclipses solares. A partir del siglo VXVII comenzaron a usarla los artistas del pincel: sustituyendo la pared opuesta al objetivo por un cristal esmerilado, calcaban la escena sobre un lienzo apoyado contra dicho cristal.

Además de los principios teóricos de la cámara oscura, en tiempos de Niépce también se conocía ya la propiedad que poseen determinadas sustancias de mudar su apariencia cuando se exponen a la luz, unas oscureciéndose y otras aclarándose. De hecho existía incluso una especie de papel fotográfico. Alrededor de 1800, el científico inglés Thomas Wedgwood untó pliegos de papel con sales de plata sensibles a la luz, con los que producía las llamadas heliografías, impresiones solares que aparecían sobre los pliegos de papel tratado al colocar sobre ellos objetos o vidrios con dibujos y exponerlos a la luz. Sin embargo, después de la exposición, las fotos debían guardarse a oscuras, pues de lo contrario se volvían completamente negras, debido a que sales de plata seguían presentes. Wedgwood no conseguía fijar sus imágenes. Avergonzado, sólo las mostraba ocasionalmente a sus mjores amigos a la luz tenue de una vela, hasta que acabó por abandonar todo intento de mejorar su invento.

Niépce tuvo problemas similares al trabajar con cloruro de plata. Como quiera que no encontraba un sistema para eliminar el cloruro sobrante tras la exposición, no conseguía evitar el posterior ennegrecimiento de la placa. Utilizando betún de Judea diluido en petróleo, logró por fin fijar una imagen, pero este método tampoco resultaba realmente bueno para realizar fotografías: la sensibilidad a la luz era demasiado escasa y, consiguientemente, el tiempo de exposición, muy largo.

En 1827, Niépce conoció, a través de los ópticos parisinos Chévalier, al investigador, empresario y pintor de decorados Louis Jaques Mandé Daguerre. Este distinguido dandy tenía instalado en París un famoso espectáculo ilusionista, el Diorama, donde se mostraban maravillosas panorámicas tridimensionales construidas a base de lienzos pintados e iluminados con gran destreza. Consumado experto en el manejo teórico y práctico de las leyes ópticas, rápidamente se interesó por los experimentos del mucho más provinciano y reservado Niépce. Este, al principio desconfiado, acabó firmando en 1829, anciano ya y obligado por las deudas, un contrato con Daguerre para perfeccionar y explotar juntos el procedimiento.

De cualquier manera, poco provecho pudo sacar de su asociación con el avispado cosmopolita parisino: murió cuatro años más tarde. Y Daguerre se encontró con las manos libres para mejorar el invento de cara de su futura comercialización. Durante años trabajó en su laboratorio químico en pos de la fórmula ideal, hasta que, en 1837, realizó el experimento definitivo. Pulió una placa de cobre recubierta de plata hasta que estuvo brillante como un espejo y sin rastro alguno de residuos químicos. A continuación colocó dicha placa, que tenía un formato de 16 x 21 centímetros, sobre una caja llena de yodo, de manera que los vapores que ascendían se iban fundiendo con la plata hasta formar yoduro de plata fotosensible. Inmediatamente después introdujo la placa en una cámara oscura y la expuso: en virtud de una sencilla reacción química y proporcionalmente a su intensidad, la luz convirtió el yoduro en plata.

Al principio no se veía nada en absoluto, pero al tratar la placa con vapores de mercurio comenzó a surgir lentamente la imagen. Por ultimo, en una habitación a oscuras, Daguerre lavó la placa expuesta en una solución fuerte de sal común para eliminar los restos de yoduro de plata. Así quedó, por fin, fijada la imagen.

No obstante, para observarla había que hacer gala de una cierta destreza. La amalgama de plata blanquecina reproducía las zonas claras de la foto, mientras que la superficie pulida reproducía las zonas oscuras. Por eso, para reconocer las zonas oscuras había que sostener la plaza orientada hacia un fondo negro, pues de lo contrario la luz reflejada sobre el espejo plateado deslumbraba al observador y eliminaba los contrastes. En consecuencia, siempre guiado por su olfato publicitario, Daguerre lo llamó “espejo con memoria”, y lo embaló en un elegante cajón almohadillado.

Había llegado la hora de pensar en los negocios. Como primera medida concluyó un nuevo contrato con los herederos de Nicephore Niépce, donde se estipulaba que el nuevo proceso llevaría exclusivamente el nombre de daguerrotipia, obviando del todo el apellido de su inventor original. Después convenció al gobierno francés para que le comprara la cesión de los derechos a cambio de una renta vitalicia de 6.000 francos anuales. Y finalmente, el 19 de agosto de 1839, hizo la presentación oficial de su método “para fijar la imagen de cualquier objeto”. El magno evento tuvo lugar en la Academia de Ciencias de París, desbordante de científicos, artistas, técnicos, periodistas y curiosos en general, tanto nacionales como extranjeros. La conferencia levantó tanta expectación y fue tan concurrida que cientos de invitados tuvieron que seguirla desde la calle.

A partir de ese momento, considerado por muchos historiadores como el nacimiento oficial de la fotografía, el nuevo arte comenzó su irrefrenable avance. Los periódicos divulgaron la noticia del milagro por todo el mundo; ni los mas modestos querían escatimar la sensacional nueva a sus lectores. Todo el mundo quería sacar sus propios puntos de vista, como llamaba Niépce a sus fotografías. El mismo Daguerre, asociado a su cuñado Giroux, empezó a fabricar y vender cámaras de daguerrotipia, junto con todos los accesorios pertinentes. Paralelamente surgieron cientos de talleres artesanales que también producían cámaras y placas, cuyos negocios se veían asaltados por una multitud de compradores, a pesar de que los equipos salían bastante caros.

Y no sólo el precio resultaba un inconveniente. Así cada placa debía ser preparada una por una utilizando productos químicos tóxicos y malolientes, por no mencionar la enorme dificultad de fotografiar personas a causa de los larguísimos tiempos de exposición. Algo ayudaban grandes espejos con los que se focalizaba la luz solar sobre el rostro e la victima a retratar, la cual debía permanecer completamente quieta durante largos minutos para no salir movida. Un cronista de 1841 relata así la tortura que sufrir en el estudio del primer fotógrafo profesional de Londres, Richard Beard: “Sentado en una rara silla provista de un soporte para la cabeza, tuve que quedarme inmóvil durante ocho minutos, soportando una luz que me deslumbraba y con las lagrimas surcando mis mejillas. Mientras tanto, el fotógrafo recorría la habitación con el reloj en la mano, anunciando el tiempo restante cada 5 segundos”.

Aunque el sistema de Daguerre fue perfeccionado con posterioridad consiguiéndose placas mucho más sensibles a la luz y objetivos más luminosos, no tardó mucho en aparecer otro proceso que soslayaba el principal inconveniente del complicado método del empresario francés: la imposibilidad de realizar copias. Lo descubrió el físico y matemático ingles William Henry Fox Talbot, a quien se le ocurrió la idea durante unas vacaciones a orillas del lago Como, en el norte de Italia, en 1833. Para entretenerse, llevaba consigo una cámara lúcida, un instrumento óptico inventado a finales del siglo XVIII que servía para ayudar a los pintores a reproducir sus modelos. Cómodamente instalado en la terraza del hotel, pasaba horas haciendo dibujos del espléndido paisaje que se abría ante sus ojos. Pero, muy exigente consigo mismo, mas tarde comentaría: “En realidad, solo intentaba, desgraciadamente con los mas modestos resultados; ni una sola vista resulto satisfactoria”.

Según la leyenda, Talbot tiró sus lápices y blocs de dibujo y regresó a su casa de Lacock Abbey decidido a construir una máquina que reprodujese la imagen de la naturaleza de forma completa y auténtica. Fue un proceso largo, pero, partiendo del metodo usado por Thomas Wedgwood en sus heliografías, consiguió desarrollar un todavía primitivo sistema negativo-positivo. Sus esfuerzos se redoblaron a raíz de la presentación oficial de la daguerrotipia en 1839, y en 1841, convenientemente perfeccionado, patentó por fin su invento, al que llamó calotipia (del griego kalós, bello).

Básicamente consistía en lo siguiente: en vez de usar placas pulidas como Daguerre, el soporte fotosensible era un pliego de papel tratado con nitrato de plata, yoduro de potasio y ácido gálico. Una vez expuesto, el papel conteniendo la imagen latente en negativo se revelaba, se fijaba con hiposulfito y se convertía en transparente lavándolo con cera derretida. A partir de este negativo ya se podían hacer copias en positivo que desearan, simplemente colocándolo encima de un papel sensibilizado con nitrato de plata y exponiendo el conjunto a la luz solar durante unos minutos.

No obstante, el procedimiento de Talbot todavía tenía inconvenientes. En el negativo transparente se podían los filamentos irregulares del papel, que lógicamente se transmitían a la imagen cuando era positivada. La solución al problema fue propuesta por varios investigadores: extender las sales de plata fotosensible sobre una placa de vidrio. L idea no era mala, aunque muy difícil de llevar a la práctica, porque las sales no se dejaban fijar al vidrio así como así. Se llegaron a ensayar las fórmulas mas estrambóticas, como jugo de frambuesa o mucosidad de caracoles, pero ninguna servia como pegamento. Finalmente lo consiguió otro miembro de la imaginativa familia Niépce. Abel, un primo segundo de Nicéphore, cubrió el cristal con una fina película de clara de huevo (albúmina), logrando así adherir la solución de nitrato de plata.

En vista del éxito el sistema en las placas de negativo, también se comenzó a utilizar la albúmina para fijar la solución fotosensible al papel de positivos. El procedimiento funcionó tan bien que en poco tiempo surgieron fábricas de papel a la albúmina por todas partes. En la factoría más grande del mundo, que se encontraba en Dresden, Alemania, cientos de obreros y obreras cascaban 60.000 huevos diarios.

La fabulosa pléyade de fotógrafos, científicos y aficionados en general embarcados en continuos proyectos de mejora, así como la guerra de patentes asociada a esta desaforada carrera innovadora, provocó que durante muchos años coexistieran diferentes sistemas fotográficos, pero todos adolecían de los mismos dos inconvenientes: los tiempos de exposición seguían siendo demasiado largos como para captar sujetos en movimiento y no existía uniformidad en la sensibilidad de las películas, puesto que los fotógrafos debían impregnar en ellos mismos los clichés con la solución fotosensible justo antes de cada exposición.

El primer problema quedo resuelto en 1851 con el colodión húmedo, una sustancia pegajosa que, en combinación con el yoduro de plata, ofrecía un tiempo de exposición quince veces menor que la mejor y más rápida cámara de daguerrotipia disponible entonces. En cuanto al segundo inconveniente, en 1871 el investigador y fotógrafo londinense Richard Leach Maddoz hizo público un procedimiento para fabricar industrialmente placas fotográficas presensibilizadas, utilizando gelatina como soporte en vez de vidrio.

Ello modificó sustancialmente el trabajo de los fotógrafos, que hasta ese momento elegían el tiempo de exposición y la abertura del diafragma mas o menos al ojo, puesto que nunca conseguían el mismo grado de fotosensibilidad al impregnar sus placas. En cambio, ahora ya merecía la pena ajustar los mandos con mayor cuidado. Y para eso se invento el actinómetro. Parecido a un reloj de bolsillo medía la intensidad de la luz con la ayuda de una muestra de papel fotográfico: lo que tardara en volverse negro servía de referencia para leer en una escala graduada el tiempo de exposición y la abertura de diafragma más adecuados.

Entre de 1870 y 1880 los materiales fotográficos al colodión ya eran tan sensibles que a plena luz bastaba una exposición de apenas una fracción de segundo. Y si hasta entonces el estado de la técnica solo permitía fotografiar monumentos, bodegones o retratos de personas patéticamente inmóviles, ya por fin se pudo capturar el movimiento.

Uno de los primeros y mas renombrados fotógrafos de instantáneas fue el ingles nacionalizado estadounidense Edweard Muybridge, que se especializó en la descomposición y el análisis del movimiento de animales y personas, trabajando con tiempos de exposición de centésimas de segundo e incluso menos. Su estudio más famosos fue El trote de la yegua Sallie Gardner, que realizó disponiendo 24 cámaras a lo largo de la pista de carreras cuyos obturadores eran accionados por cables que rompía la yegua al pasar. La publicación de este trabajo causó una viva polémica, pues por primera vez quedó demostrado que los cuatro cascos del animal quedan suspendidos en el aire por un pequeño lapso de tiempo, desbaratándose las teorías manejadas hasta el momento. Entre 1884 y 1885, Muybridge realizó más de 30.000 instantáneas de personas y animales en movimiento, que reunió en un libro titulado Animal Locomotion.

Después de esto todo el mundo quería fotografiar motivos en acción, y la industria comenzó a fabricar cámaras más pequeñas y rápidas. Se las llamó cámaras-espía, porque permitían actuar discretamente y sin trípode. Algunos aparatos tenían el aspecto de unos binoculares, una cartera o un sombrero, otros estaban ocultos en el mango de un bastón. Nadie estaba ya a salvo de los fotógrafos, excepto de noche.

Por poco tiempo. A fines del siglo XIX se inventó el flash. Consistía en un recipiente de metal en el que se depositaba algodón-pólvora mezclado con polvo de magnesio: su ignición provocaba un brillante fogonazo acompañado de una nube de humo maloliente. Antes de que se generalizara su uso, el sistema provocó no pocos equívocos. Así, el diario neoyorquino Sun reportaba en 1888: “ Extraños acontecimientos han sumido en la intranquilidad las noches de nuestra ciudad. Son varios los testigos que afirman haber distinguido en la penumbra a tres o cuatro fantasmagóricas figuras cargadas de bultos. Luego vieron un relámpago, oyeron unas pisadas que se alejaban... y los misteriosos habían desaparecido sin dejar rastro.”

Alertada la policía, pronto descubrieron la identidad de los fantasmas: eran el reportero Jacob A. Riis y los fotógrafos aficionados Henry G. Piffard y Richard H. Lawrence. Estaban recopilando material para el primer trabajo documental sobre los vagabundos, borrachos y otros personajes del submundo neoyorquino. La obra se publicó en 1890 bajo el titulo de How the other half lives (Cómo vive la otra mitad).

Sobre las mismas fechas, George Eastman, un antiguo empleado de banco, llevaba ya dos lustros dedicado a la fabricación de placas secas en la ciudad norteamericana de Rochester. El negocio iba viento en popa, pero su autentica ambición residía en simplificar al máximo el nuevo arte de la fotografía. Lo primero que hizo fue desarrollar una película, en rollo, de papel encerado transparente recubierto de una capa de gelatina. Posteriormente utilizó el celuloide, recién descubierto, como material de soporte. Con ello se obviaba la complicada manipulación de placas de cristal. Por fin, en 1886, inventó su propia cámara. Parecía una caja y le puso el nombre de Kodak. A este respecto, se dijo que la palabra se le ocurrió porque imitaba el sonido del obturador, pero él mismo aclaró que lo único que pretendía era que fuese de fácil pronunciación en cualquier idioma.

En 1888 perfeccionó y patentó su invento, que comenzó a fabricar en serie y vender a 25 dólares la unidad. El éxito de la fórmula fue rotundo. La cámara se suministraba con un rollo para cien vistas. Una vez expuestas el aficionado remitía la cámara a la fábrica de Eastman, donde los especialistas revelaban la película, haciendo copias de todas las fotos que habían salido bien, introducían una película nueva y enviaban la cámara por correo de vuelta a su propietario. Y todo por diez dólares.

Alrededor de 1900 habían quedado sentados los principios básicos de la fotografía actual. Por supuesto, aún habrían de inventarse muchos dispositivos, procesos y mejoras, pero la época de los pioneros empezaba a languidecer. Los científicos autodidactas que experimentaban en el sótano de su casa a la luz de un candil estaban llamados a desaparecer. A partir de ahora los adelantos iban a venir de la mano de las grandes empresas del sector, que se podían permitir el mantenimiento de complejos laboratorios de investigación gracias al respaldo de una clientela de aficionados cada vez mayor.

Hoy en día las cámaras están llenas de electrónica y hasta de inteligencia artificial. Algunas ni siquiera necesitan carrete: la imagen se graba en un disco magnético o en un chip de memoria y se visualiza en la pantalla del televisor o en una computadora, y se pasa al papel con una impresora láser. Pero el lema publicitario inventado por George Eastman para lanzar sus primeras cámaras de cajón sigue plenamente vigente: “Usted dispara el botón, nosotros hacemos el resto”.




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Enviado por:El Gato
Idioma: castellano
País: México

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