Literatura


Fábula de Faetón


EL MITO DE FAETÓN EN DOS OBRAS DEL SIGLO DE ORO

ANÁLISIS DE LA FÁBULA DE FAETÓN DEL CONDE DE VILLAMEDIANA Y DE EL FAETONTE, DE PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA.

'Fábula de Faetón'

INTRODUCCIÓN

Es ingente lo publicado hasta ahora sobre cualquiera de los ejes sobre los que me gustaría articular mi trabajo, es decir, sobre el mito de Faetón y sobre la obra dramática de don Pedro Calderón de la Barca: sería, por tanto, ridículo pretender descubrir algo nuevo o hacer una aportación de mérito al estudio de ambos. Sin embargo, me gustaría empezar aclarándote lo que pretendo hacer y el porqué de mi elección. Nunca he sido partidario de los trabajos miméticos de “cortar y pegar” y supongo que a estas alturas de curso debe ser lo que menos apetece leer a un profesor. Mi intención es, por lo tanto, aportar mi (humilde y modesta) opinión personal sobre la incidencia de este mito, el más fascinante a mi juicio de las Metamorfosis de Ovidio, en dos obras del Siglo de Oro: la Fábula de Faetón del Conde de Villamediana y la obra teatral El Faetonte de Calderón.

EL MITO DE FAETÓN EN LAS METAMORFOSIS DE OVIDIO

Ya desde la primera lectura quedé embelesado por la fuerza de este mito: la tremenda sugerencia que encierran los versos ovidianos va mucho más allá del mero cuento erudito. En el mito de Faetón la tremenda alegoría contenida en el error del hijo de Apolo - recuérdese que los mitos tienen una función pedagógica y ejemplar - ha influido poderosamente en el Arte desde su gestación hasta nuestros días. Va, sin embargo, mucho más allá de un simple sermón didáctico: interviene el sentimiento, la fuerza y la pasión desatada de Faetón, que se reivindica, en términos anacrónicos, de una forma romántica, orgullosa y, quizá, ególatra.

De acción simple y clara, el mito arranca cuando Épafo, hijo de Júpiter e Io, pone en duda el origen de Faetón, que dice ser hijo de Clímene y Apolo. Enfurecido, Faetón implora a su madre que le diga la verdad, y ésta le remite al mismo Sol para que sea Él quien le confirme que es en verdad hijo suyo. Hacia el palacio del Sol se dirige Faetón, y su padre, Febo Apolo, le recibe con cariño, confirmándole su origen, y prometiéndole, alegre e inconsciente como solo los dioses Olímpicos pueden ser, concederle cualquier deseo. El orgullo de Faetón, la pretensión de ser reconocido por todos como hijo del Sol le lleva a la perdición: le ruega a su padre que le permita conducir el Carro del Sol, en el viaje del Astro por el Firmamento. Apolo, apesadumbrado y atrapado por el inquebrantable juramento que inconsciente ha pronunciado, debe ceder a la locura de su hijo. Mortal y mucho más débil que la divinidad, Faetón pierde el control del carro y a punto está de provocar el fin del mundo estrellando el Sol contra la Tierra. A fin de evitar el cataclismo, Júpiter, Dios de Dioses, fulmina al infeliz Faetón con el Rayo, Égida y símbolo de su reinado en los Cielos. El cadáver de Faetón cae al río Erídano, donde sus hermanas, las Helíades, metamorfoseadas en tristes álamos, lloran su triste destino.

Las enseñanzas contenidas en el mito van desde el peligro del Orgullo hasta el fatídico sino de aquel que intenta equipararse a los dioses. Más allá de la intención didáctica, pero, ha primado en la interpretación de este mito una tremenda fascinación por la figura de Faetón: una fascinación por una valentía rayana en la inconsciencia, por un orgullo cercano a la locura, por una voluntad de preeminencia que le llevan a emprender un sendero encaminado, a todas luces, a la perdición. En efecto, es la herida en el ego de Faetón que provoca el cruel Épafo, harto de la vanidad del joven hijo de Clímene, la que llevará al protagonista a ese momento de suprema auto-exaltación: ¿Qué mejor que conducir el carro del Sol - tarea propia de divinidades - para demostrar su origen divino?.

Como ya has dicho en clase, a la fascinación de los autores del Siglo de Oro por la mitología debe añadírsele la tremenda utilidad de ésta en una literatura que pretende ser culta, elitista, complicada y hermética. Los mitos son parte de esa codificación erudita que se aleja de la “vulgarización” en la que había caído la poesía anterior: solo los cultivados podrán superar la simple literalidad del poema u obra dramática y, tras decodificarlo y entenderlo, acceder al placer estético de llegar al sentido último del poema. El poder alegórico de los mitos, gracias al cual puede encerrarse en un único nombre (sin ir más lejos, el de Faetón) un sentido último que ocuparía extensas páginas, los hace idóneos en las manifestaciones artísticas del Siglo de Oro. Se remonta, además, a la Antigüedad clásica, dotando a las obras en ellos basados de la misma aureola canónica y venerable de que gozan los clásicos grecolatinos. Por todos estos motivos se suceden las referencias mitológicas en el Arte - no solo en la literatura, como demuestran, en otros campos como la Pintura o la Escultura, obras tan sublimes como La fragua de Vulcano de Diego de Velázquez o el Apolo y Dafne del italiano Bernini - desde el redescubrimiento de los clásicos hasta nuestros días.

'Fábula de Faetón'

Veamos pues, en primer lugar, el tratamiento que le da el Conde de Villamediana al mito en su Fábula de Faetón.

FÁBULA DE FAETÓN del CONDE DE VILLAMEDIANA

Sintetizador de los estilos dominantes en la lírica de su época (aunque sin llegar nunca a las cotas excelsas de sus modelos, don Luis de Góngora y, en menor medida, don Francisco de Quevedo), más famoso en vida por sus excesos, vida agitada y violenta muerte, la crítica suele considerar esta Fábula de Faetón (1617) la obra cumbre del Conde de Villamediana.

En primer lugar, la lectura (difícil lectura) del largo poema de más de 1800 versos me permitió constatar la teoría sobre la poesía culteranista del Siglo de Oro con un ejemplo práctico: en Villamediana se aprecia claramente el hermetismo y la búsqueda de la dificultad, la codificación del sentido del poema a través de continuas referencias eruditas y la exaltación de la forma más allá del ámbito narrativo. Solo de esta forma se entiende que el conde pudiera extender su particular lectura del mito de Ovidio (en las Metamorfosis, éste ocupa los versos 750-779 del primer Libro y los 1-330 del Libro II): los poco más de 400 hexámetros ovidianos se convierten en cerca de 2000 versos de la pluma del Conde.

En una estructura que recuerda a la Fábula de Polifemo y Galatea, obra cumbre de las fábulas mitológicas y pieza maestra de Luis de Góngora, el Conde de Villamediana intercala numerosos mitos secundarios en una demostración de conocimientos, prácticamente en un alud de erudición que dificulta enormemente la lectura a los lectores profanos como yo. En ocasiones se aleja totalmente del hilo narrativo principal del poema, como en la extensísima descriptio del exterior del palacio de Apolo (strs. XL a LXXX): siguiendo el modelo homérico (narración de mitos secundarios grabados en el escudo de Aquiles en La Ilíada) o virgiliano (descripción de las escenas esculpidas en el templo de Cumae, libro VI de La Eneida), el Conde intercala numerosos mitos en la descripción del aúreo palacio de Febo, que contempla embelesado Faetón.

Pero empecemos por el planteamiento mismo del poema. El Conde es absolutamente fiel a la estructura del mito ovidiano en cuanto a los avatares de Faetón: su fábula se inicia con la muy clásica invocación a las Musas para que le iluminen en su tarea de cantar el destino del hijo de Febo y con una captatio benevolentiae (I-IV), tan útil para iniciar, con pretendida modestia, una obra por la que el Conde aspiraba alcanzar la Fama inmortal.

I. Hijo fue digno del autor del día

el peligroso y alto pensamiento

que pudo acreditar con su osadía,

si no feliz, famoso atrevimiento,

costosa emulación, nueva porfía,

ceder mortal al inmortal intento,

culpa peligrosamente peregrina

que su Fama adquirió con su ruina.

Ya en esta primera estrofa señala el Conde las líneas maestras del mito: aún cuando la hazaña de Faetón (expresado en este umbral del poema con la sinécdoque del “peligroso y alto pensamiento”) es una locura, alcanzó por ella Fama y Dignidad. Sobre la importancia máxima de la Fama y el reconocimiento que concede el Conde en su interpretación del mito hablaremos más abajo.

Tras esta introducción, Villamediana pasa ya a referir el agravio, la ofensa de Épafo a Faetón que provocará la airada reacción del joven y será la causa de su perdición. El hijo de Io y Júpiter, harto de la vanidad de Faetón, pone en duda su origen:

XXXII El ser tú hijo de la luz febea

Con mejor testimonio es bien que aclares

¿juzgas que basta para darte padre

la incierta fe de tu ambiciosa madre?

Agraviado y ofendido, cabe recordar aquí la importancia máxima del origen en la sociedad de principios del siglo XVII, máxime partiendo el poema de un aristócrata como el Conde: es perfectamente plausible que una afrenta como la sufrida por Faetón hubiera acabado, en la realidad contemporánea a la obra, en un duelo a muerte. Se entiende, pues, que el Conde alabe la determinación de Faetón de recuperar su honor, por encima de la locura de sus medios y del trágico fin que le depara.

Así, Faetón acude a su madre, Clímene, en busca de la verdad: ésta le asegura que es en verdad el hijo del Sol y le conmina a comprobarlo por sí mismo visitando a su divino progenitor. De esta forma señala el Conde el viaje de Faetón (que Villamediana retrata con el símil de un cometa):

XXXVIII Dijo, y el joven temerario aceta

verificar la duda que le ofende,

cuyo norte es mental aquella meta

que el camino al honor abrir pretende; [...]

Tal en dudosa fe partió Faetonte [...]

llegando por la zona sólo ardiente

al atrio sacro del señor de Oriente.

Villamediana inicia aquí la extensísima (un total de ¡62! estrofas, de la XL a la CII) descripción del palacio de Febo Apolo: en la descriptio intercala el poeta, como ya he referido, numerosos mitos secundarios, en un alarde erudito de conocimiento de los clásicos. Citaré, como ejemplos, la mención a los signos del Zodíaco (XLIX a LII); el relato de cómo Perseo rescata a Andrómeda (LVII); el mito en el que el propio Apolo, señor del palacio, persigue a Dafne, metamorfoseada por Diana en laurel para huir del dios (LVIII); el magnífico mito órfico, que tanto entusiasmó a su admirado Góngora, en LIX; el rapto de Europa por Júpiter, metamorfoseado en toro, en LX; el juicio de Paris, hijo de Príamo, rey de Troya, al que la Discordia pide que elija a la más bella entre la vengativa Juno, la guerrera Palas y Afrodita, optando Paris por la diosa del Amor, que le había prometido la mano de Helena a cambio. (LXIII). Y, por último, menciono especialmente el mito de Polifemo y Galatea, por tener que estudiar en esta asignatura la obra gongorina: así trata el Conde el mito que Góngora empleó más tarde como base de su famosa Fábula.

LVI Fraterna unión del coro panopeo

Selva de ninfas aparente enseña,

Donde impugnado vio mayor deseo

Gran cíclope de ninfa zahareña;

Tras la descripción del palacio, el arrobado Faetón hace acopio de valor y entra en el palacio del Sol. Además de una extensa descripción del Palacio, en la que el Conde habla del Tiempo, las Estaciones y otras referencias mitológicas, el poeta hace especial hincapié en un aspecto que creo debe señalarse: la importancia excelsa de la Fama inmortal, del aplauso eterno por los actos in vitam. Ésta es, para el Conde, la causa de la locura de Faetón y de su desmedida ambición: pretende ser recordado, pasar a la Historia y pervivir mucho después de su muerte a través de sus actos y obras, en este caso, conducir el carro del Sol. Idéntico objetivo de inmortalidad, a través de la Fama que le conceden sus obras, puede atribuírsele al Conde:

XCVI Un libro en hojas de diamante puro

El obstinado viejo siempre muerde,

Donde imprimió el honor con sincel puro

La gloria que por muerte no se pierde;

Minerva en él, esplendor seguro,

El vencedor laurel conserva verde,

Que mereció magnánimo y constante

El digno aplauso del valor triunfante..

Retoma el Conde el hilo narrativo principal con Faetón ante Apolo: su súplica ante el dios está llena de fuerza y, teniendo en cuenta quien es su interlocutor - nada menos que el dios del Sol - , de ese descaro que siempre se ha atribuido a la fogosa juventud. Rezuma, además, de la pretensión ambiciosa de Faetón de ser aclamado como hijo del Sol y de un orgullo aristocrático por su origen:

CVI “Si tu luz es común, ¿por qué consiente

que obscuro viva y más obscuro muera,

no me dando la señal donde se vea

que soy un rayo de tu luz febea?”

Esenciales son, como señala la editora L. Gutiérrez Arranz, las estrofas CX-CXI en el devenir del poema: en ellas Apolo reconoce a Faetón como hijo suyo y le promete cualquier don, jurando, inconsciente, sobre la laguna Estigia. El libre albedrío, tema esencial en la obra calderoniana, queda en el verso 884 del poema de Villamediana en manos de Faetón:

CX “Clímene, madre tuya, no te miente,

Prole desciendes de mi seno eterno,

Origen inmortal muestra tu fuente”.

[...] “Porque deseches el injusto miedo

que con prolijas dudas te importuna,

cuanto quieras pedirme te concedo,

dispón tú mismo el Hado a tu Fortuna.

Osado sin mesura o loco inconsciente, Faetón le pide en CXII a su padre que le deje guiar durante un día el carro del Sol. Aterrorizado por el destino de su hijo - que vislumbra, pues recuérdese que Febo es, además, patrón de Delfos y tiene el don de escudriñar el futuro -, al que ama profundamente, como se verá más adelante, pero atrapado por su infausto juramento, Apolo intenta por todos los medios disuadir a Faetón: durante las estrofas CXIV a CXXIII intentará Febo convencer a su hijo de lo titánica de la tarea de conducir el carro del Sol por el firmamento y de la locura de su empeño; intenta hacerle entender que aún entre los dioses Él es el único capaz de gobernar con éxito el carro, que Él es el único auriga ante quien los caballos de fuego se someten, y que esta tarea sería irrealizable aún para el gran Hércules. Desesperado por la tozudez de su hijo, Apolo le relata los peligros - materializados más tarde - de un mal gobierno del carro, que podrían suponer el fin del mundo. Significativo es el postrer verso del ruego de Apolo, en el que el poderoso Dios del Sol se humilla intentando (sin éxito, claro... ¿has intentado convencer de algo a un adolescente tozudo?) hacer desistir a su hijo: ¿Has de tomar, Faetón, de un padre viejo / el peligroso carro y no el consejo?. (984, str. CXXIII).

Haciendo oídos sordos a todos los peligros, Apolo pone finalmente las riendas del carro solar en manos de su hijo, aleccionándole antes (sin demasiadas esperanzas, pues sabe bien de las limitaciones de su hijo mortal y de lo suicida de su propósito) y encomendándose a la Fortuna en v. 1019.

Poco dura la alegría del exultante y orgulloso Faetón de pie en el carro. La estrofa CXL señala el principio del Apocalipsis que supone la pérdida de control del carro solar en las débiles manos del muchacho. Villamediana, en la escena del poema que más me ha gustado y conmovido, retrata con tremenda violencia el desbocamiento de los salvajes caballos y la caída del carro ingobernable y del aterrorizado Faetón hacia la Tierra.

Con el carro descontrolado amenazando estrellarse contra la Tierra y destruir el mundo, el conde retrata a continuación el padecimiento de Ares, Hefesto, Mercurio y muchas divinidades más. El desastre universal es retratado en el incendio de los bosques y tierras, en la destrucción de las plantas y la vida, en la erupción de volcanes, el derretimiento de las cumbres nevadas, la muerte de los ríos, y en la - ¿pesa tal vez la visión cristiana del Conde sobre el Apocalipsis? - apertura de las tierras mostrando las llamas del Infierno: el Hades, dominio de Plutón. La loca carrera del Sol, además de secar los ríos desde el Tigris al infernal Erebo, abre además los mares, provocando la cólera de Neptuno, y altera los vientos, enfureciendo a Eolo. Toda la Creación sufre por la locura de Faetón.

Debe recordarse en este punto la aplastante justicia esgrimida siempre en los mitos clásicos: aquel que afrenta a los dioses y atenta contra el Orden - Licaón, Prometeo, Ixión, etc. - es castigado pronta y severamente. La intención pedagógica y moralizante de los mitos exigían que el principio de respeto a la autoridad estuviera firmemente asentado en la base de los mismos. Pues bien, la terrible afrenta cometida por Faetón - poner en peligro la Creación, creyéndose además capaz de realizar una tarea propia de divinidades - exige un castigo, que comienza a vislumbrarse con la aparición de las Erineas en la estrofa CLXXIV: son éstas las protectoras del orden y se presentan normalmente como las divinidades de los castigos infernales que sufren, empleando una terminología cristiana, los “pecadores”.

Abierto el Infierno, Hades clama ante su hermano Júpiter por la intromisión de la Luz en sus dominios. Finalmente, tras esta gran escena de destrucción, Gea, la Tierra, le suplica a su hijo Júpiter, soberano del Olimpo, que evite el fin del mundo:

CLXXXVII “Padre del Cielo, si a la eterna altura

llega piedad, si alcanza justo ruego,

mis adustas reliquias asegura

el portento infeliz asegurando luego.

Ante la petición de todo el orbe, que clama vengativo contra Faetón, Júpiter se ve obligado a matarle. Villamediana retrata al Señor del Olimpo apesadumbrado por tener que fulminar con el rayo a su nieto (Júpiter es el padre de Apolo). Derribado por la fulminante saeta, Faetón cae como estrella fugaz al río Erídano, que le recibe piadoso, aún después de la tragedia que su locura ha estado a punto de causar.

CXCIX Cayendo muere el joven presumido,

flecha es eterna, eterna vengadora;

Erídano piadoso le recibe

y urna en su blando seno le apercibe.

Muerto Faetón, Villamediana dedica el final de su poema al dolor de Clímene, su madre (strs. CCXI - CCXX): en boca de ella pone el poeta su propia conclusión. Los actos de Faetón, aún locos y desmedidos, no pueden ser reprochados, pues actúa siempre en pos del honor y para alcanzar la Fama. A ojos del poeta, fascinado claramente por el valor del muchacho, tal es la conclusión, puesta en boca de Clímene:

CCXI Sobra tuvo de honor pero no falta

pecho que osó emprender cosa tan alta.

Finalmente, dedica el Conde las últimas estrofas al llanto de las hermanas de Faetón, las Helíades, a quienes ni la metamorfosis en álamos puede despojar de dolor, pues lloran eternamente a su hermano caído a orillas del Erídano.

La fascinación y la admiración que siente el lector por el valor (cuando no locura) del protagonista de la fábula se contraponen al trágico sino de éste: la última estrofa de Villamediana refleja bien este contrapeso entre efectos positivos - la honra y la Fama - y negativos - el trágico fin -.

CCXXVIII Cayó Faetón de la mayor altura,

conductor claro de la luz paterna,

a sobrado valor faltó ventura,

mas no faltó a su muerte Fama eterna;

sufragios de dolor y sepultura

la náyade del Po le ofrece tierna.

Tú, enfrena el pie y el llanto fugitivo,

si muerto admiras al que lloras vivo.

EL FAETONTE DE PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA

Con el análisis de esta obra teatral, escrita por Calderón en 1671 (al menos, tal es la fecha de su publicación en su Quarta parte de Comedias famosas), cumplo el doble objetivo de comentar de nuevo la incidencia del mito en una obra del Siglo de Oro - surgida de la pluma de uno de los más grandes genios de la literatura española - y comprobar con un ejemplo práctico la teoría teatral que nos has venido dando en la asignatura: aunque a ello dedique solo este breve párrafo, El Faetonte responde perfectamente a todo cuanto nos dijiste sobre la revolución teatral de finales del XVI en el panorama dramático español, iniciada por los italianizantes, consolidada por Lope y sublimada con la obra del genio calderoniano. A la complejidad argumental se suma la profundidad psicológica de los personajes - en este aspecto la crítica coincide en otorgar maestría absoluta a Calderón por encima de todos los demás autores del áureo siglo -, la espectacularidad escénica (ascenso a los cielos de Clímene y Faetón, aparición del propio Faetón en el carro solar, etc.) o los cambios de escenario y acción (Calderón hace coincidir los cambios temporales con los entreactos) que hubieran horrorizado sin duda al buen Estagirita. Debe decirse, sin embargo, que la complejidad barroca va de la mano en el caso de El Faetonte del genio indiscutible de don Pedro: no es de estas obras, sino de sus posteriores degeneraciones y aberraciones - las llamadas “comedias de teatro” surgidas ya en el XVIII - de las que abominarán los ilustrados en su reacción neoclásica: el propio Moratín reconocerá en su Comedia Nueva la indiscutible maestría de Calderón, Tirso o Lope.

Centrándonos ya en el mito de Faetón, tras la lectura de la obra me ha parecido que Calderón actúa de forma similar a Lope con su Caballero de Olmedo: partiendo de la base de un acontecimiento conocido desarrolla el autor su propia creación literaria. Como ya se ha visto, el Conde de Villamediana es totalmente fiel al texto ovidiano: no así Calderón, que construye su obra aunando elementos del mito y otros originales suyos. La tensión dramática - indispensable en toda comedia según Lope, como ya vimos en El arte nuevo de hacer comedias (1607) - se mantiene así, pues el público español del XVII, aún conociendo la historia de Faetón, asistía a un argumento basado en ella pero original, y de alguna forma, novedoso.

Son muchos los cambios - algunos exigidos por la propia naturaleza del formato, el dramático y otros que obedecen únicamente a la voluntad creadora de Calderón - que el autor introduce en la obra: tanto es así que en mi primera lectura de la Jornada I llegué a dudar de estar ante un texto inspirado en el mito ovidiano que ya conocía.

El protagonista, Faetón - que se llama en un primer momento Erídano - se nos presenta como humilde pastor, hijo adoptivo del sacerdote de Diana Erídano, a quien debe el nombre. Épafo, hijo de Júpiter e Io en el mito, es aquí también hijo de Erídano (al menos, en un primer momento). Ambos están enamorados de Tetis, deidad marina, que admite los halagos sin decantarse por ninguno. Se nos presentan además en esta primera jornada la ninfa Galatea, aquí náyade que ama fraternalmente al protagonista y que será su mayor apoyo en la obra, y la también ninfa Amaltea, que desprecia profundamente al joven Erídano por que éste la ha rechazado: el furor que siente y la vengativa maldad con la que actúa a lo largo de la obra muestran la importancia que Calderón concedía al despecho y los celos en toda su obra. Aparecen también los prototípicos “graciosos”, encargados de darle el contrapunto humorístico a la acción, encarnados aquí en Batillo y Silvia (recuerdan claramente al Clarín de La vida es sueño, la otra obra calderoniana que he leído).

La acción de la obra, como ya se ha dicho, se inicia en la galante adoración que tanto Erídano como Épafo tributan a Tetis: en éstas llega a sus oídos que una fiera terrible asola los montes y ambos, ansiosos por granjearse la admiración de la dama, parten a su captura. Erídano socorre a un anciano que está a punto de matarse por su caballo desbocado y, más tarde, salva a Tetis de la fiera, que resulta ser una mujer salvaje, que reconoce misteriosamente al protagonista:

CLÍMENE ¿Tú [eres] a quien la anciana vejez

crió de Erídano, aquel río,

en cuyo margen se ven

los ganados que guardó

Apolo, de Admeto rey

le dio el nombre que él te dio?

FAETÓN Sí, yo soy, ¿qué admira?

CLÍMENE Ver

a quien es todo mi mal

y a quien es todo mi bien.

Tanto el anciano, que resulta ser Admeto, rey de Tesalia, como la deidad marina caen inconscientes sin reconocer a su salvador. Más tarde, el Hado quiere que ambas heroicidades sean atribuidas erróneamente a Épafo, que recoge así los laureles que corresponderían a Erídano. Enfurecido, éste intenta matarle con el puñal de su padre adoptivo, con tan mala fortuna que al final de la escena el rey Admeto reconozca a Épafo como hijo suyo, convirtiéndose así éste en el príncipe Peleo. Con Erídano maldiciendo su mala fortuna concluye la primera jornada.

En una nueva batida para cazar a la fiera - de la que destaco la muy cómica escena en la que Erídano quiere usar al infeliz Batillo como cebo para atraerla -, Erídano se encuentra de nuevo con Clímene, y esta vez - por una intuición o por el mismo Hado - debe salvarla a ella de sus cazadores, Tetis y Épafo. No puede evitar, sin embargo, que sea entregada por el rey Admeto en sacrificio a Diana. En el templo, Clímene revela por fin el porqué de su maldición a vagar como una bestia: tuvo un hijo de Apolo, que entregó a un sirviente - en realidad, al viejo Erídano -, para ser perseguida después por la furia de Diana y Júpiter, sin que Febo la socorriera. De inmediato, Erídano se reivindica a sí mismo como hijo del Sol, recibiendo de todos - excepto de su madre, Clímene, y de Galatea y sus ninfas, sus hermanas - sonoras burlas e incredulidad. Comparte el personaje calderoniano con el protagonista del mito de Ovidio el orgullo y la vanidad que le llevarán más tarde al palacio del Sol, su padre:

FAETÓN Loco o no, he de presumir

desde hoy de hijo del Sol.

Arranca la tercera jornada con Erídano, herido en su orgullo y vanidad por no reconocérsele su divino origen, y Clímene, expulsada del templo sin ser sacrificada, dispuestos a acudir a los pies del mismo Apolo en busca del reconocimiento del dios. Al palacio del Sol llegan, en una escena espectacular que debió de hacer las delicias del público, en la nube con la que Iris, a petición de la dulce Galatea, les permite ascender a los cielos. Como en el mito y en la obra del Conde, Calderón señala la admiración de Erídano al llegar a las esferas celestes. En la que, a mi juicio, es la escena más bella de la obra, Febo Apolo reconoce a su hijo y, ahora ya en el hilo narrativo original del mito, jura complacerle en cualquier don que le pida:

APOLO Antes que me digas más,

no Erídano le pronuncies,

Faetón es su nombre, en muestra

que el fuego al fuego produce.

Y si es vuestra pretensión

que por hijo le divulgue,

ya lo está, pues lleva el nombre

que es carácter de mi lumbre. [...]

¿Qué seña quieres?

FAETÓN Si una

a que mi altivez me induce,

a que mi aliento me llama

y mi soberbia me infunde

me otorgaras, ella fuera

su desengaño y mi lustre.

APOLO Nada habrá que tú me pidas

que otorgarte no procure, [...]

por la gran laguna Estigia,

juramento indisoluble

de los dioses, cumplir yo

juro cuando tú pronuncies.

FAETÓN Pues déjame que tu carro

hoy rija, para que triunfe

tan de todos de una vez

que todos de mí se alumbren.

En esta apoteosis de Faetón, en la que, a guisa de reconocimiento divino, Apolo le concede su nuevo y auténtico nombre, se aprecia claramente la vanidad - quizá locura, como ya comentamos antes - y el orgullo del joven, que ansía - en esta obra - la preeminencia por encima de Épafo, el príncipe Peleo, y el amor admirado de Tetis, además del aplauso y reconocimiento del mundo entero.

De la pluma de Calderón es la trama secundaria en la que Tetis le dice a su confidente Doris su preferencia por Erídano - aún antes de confirmarse su origen divino - y su rechazo a Épafo, que vuelve a pretenderla ya investido como príncipe, recibiendo sonoras “calabazas” contenidas en estos versos:

TETIS Desengaños tan corteses

Admitid, porque obligada

No esté a usar de los groseros,

Si los corteses no bastan. (Vase.)

ÉPAFO Oye, espera.

SILVIA En vano es

el seguirla, que no alcanza

planta que por tierra corre,

deidad que vuela por agua.

Despechado, celoso y enfurecido, Épafo acepta el cruel plan de la vengativa ninfa Amaltea, que le propone forzar a Tetis con tal de fastidiar a Faetón. Queda convenido a asaltarla - cobardemente y con ayuda de viles embozados, a la manera del anti-héroe don Rodrigo en El caballero de Olmedo - a la señal, en forma de coro, de Amaltea.

Sin embargo, Faetón aparece en triunfo en el cielo conduciendo orgulloso el carro de su padre, que ha cedido a su loco deseo obligado por el inquebrantable juramento. Clímene, que ha vuelto a la tierra para cantar la hazaña de su hijo - ¡el hijo que tuvo con el Sol! -, Galatea y sus náyades y la misma Tetis saludan a Faetón con exultantes coros, que se confunden con la traidora señal de Amaltea. Aún así, Épafo, enloquecido de celos al ver a su odiado competidor conduciendo el carro solar, asalta a Tetis: viéndolo desde las alturas del firmamento, Faetón desvía la trayectoria del carro para salvar a su amada, provocando el holocausto descrito por Ovidio. Es interesante ver que en la obra de Calderón Faetón no pierde el control del carro de su padre por su incapacidad o por los límites de su condición humana, sino que lo hace a sabiendas, por amor, aún sabiendo el peligro de su acto. Calderón acerca aquí a Faetón al mito órfico, otro de los episodios que más le fascinaban de la obra ovidiana.

Puesta en peligro la creación, Faetón es fulminado por el rayo de Júpiter, cayendo al río Erídano y siendo llorado eternamente por sus hermanas, las Náyades - Galatea y sus ninfas de las fuentes - metamorfoseadas en tristes álamos.

TODOS ¡Clemencia, cielos piadosos!

ERÍDANO Ya Júpiter aceptó

vuestros lamentos piadosos,

pues cortando con un rayo

el brío de su ambicioso

espíritu, que abrasando

iba el mundo, en el undoso

Eridano, que la cuna

le dio, y el mausoleo. [...]

TETIS Clímene, todas

las Náyades al asombro

inmóviles han quedado.

ADMETO Y aún convertidas en troncos.

AMALTEA De álamos negros serán

desde hoy sus suspiros roncos,

que las lágrimas destilen

de el ámbar.

Solo me queda, a modo de conclusión, que Calderón refleja, como Villamediana, su fascinación por esta figura mítica, por la valentía alocada de sus actos, que en el caso del Conde perseguían la Fama y la Honra, y en el de Calderón, la gloria y el Amor, en el nombre del cual todo es sacrificable.

BIBLIOGRAFÍA EMPLEADA.

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- CALDERÓN DE LA BARCA, Pedro. El Faetonte. Texto en línea del Centro Virtual Cervantes.

- CONDE DE VILLAMEDIANA. “Fábula de Faetón”, en Las Fábulas mitológicas. Kassel, Edition Reichenberger, 1999. Edición de Lidia Gutiérrez Arranz.

- NAVARRO DURÁN, Rosa. Mitos del mundo clásico. Madrid, Alianza Editorial, 2002.

- OVIDIO, Publio. Metamorfosis. Madrid, Alianza Editorial, 2001. Traducción de A. Ramírez de Verger y F. Navarro Antolín, edición de A. Ramírez de Verger.

Ilustraciones.

Portada: La caída de Faetón, de Jan van Eyck. Museo del Prado, Madrid.

Página 3: La fragua de Vulcano, de Diego Rodríguez de Silva Velázquez, 1630. Museo del Prado, Madrid.

Se refiere al Tiempo, que Villamediana había personificado en estrofas anteriores.




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