Literatura


Episodios Nacionales; Benito Pérez Galdós


Episodio Nacional: ZARAGOZA

(Resumen):

Un grupo de cuatro personas llegan a la capital maña, después de un duro itinerario. Vienen de participar en una guerrilla y llegaron a esta ciudad, para participar en la resistencia contra los franceses.

Una vez allí, estas personas no tenían apenas dinero, pero consiguieron juntar para comprar un solo pan, pues venían hambrientos de la guerrilla, venían agotados.

En Zaragoza solo ven Monasterios y casa hundidas por cañonazos.

Estas personas no encuentran refugio para dormir, y se ven obligados a dormir en las ruinas de un Monasterio, el de Santa Engracia, junto con otro grupo de personas que allí dormían.

Uno de estos cuatro hombres, se llamaba D. Roque y tenía amigos aquí.

-Al día siguiente van a buscar a José Montoria, amigo de D. Roque. Un compañero de "dormitorio", que era cojo, se ofrece voluntario a guiarlos hasta la casa de este zaragozano. Este cojo es conocido como Sursum Corda y por el camino a casa de José Montoria, le cuenta a éstos las batallas importantes que han ocurrido hasta el momento en Zaragoza, antes de que ellos llegaran, una de estas batallas importantes, es la del 4 de agosto, en la que murió mucha gente y participaron incluso mujeres.

Al llegar a casa de José Montoria, este no estaba, y se fueron a buscarlo por el pueblo, se dividieron en un par grupos de dos, uno compuesto por Roque y Araceli, y el otro por los otros dos. Roque y Araceli lo encuentran y le cuentan sus procedencias, José los acepta en su ejército, Araceli se irá con el hijo de José, y Roque, quedará en el hospital cuidando enfermos.

Después de las presentaciones y de los destinos, se preparan para almorzar, pues José tiene gran cantidad de comida en su poder y, gracias a su generosidad, la comparte con todo el mundo.

-José Montoria es una persona muy generosa, sin apenas educación, pero era muy bueno, no se andaba con rodeos y decía las cosas claras, no guardaba secretos.

Araceli pertenecía al ejército del centro, al cual le encontraba parecidos con el de Madrid.

Por Huesca había aproximadamente unos 40.000 soldados franceses, por lo que el ejército de pueblo, abandona Torrero, por creerlo peligroso.

En Zaragoza, el batallón de San Pedro, defendió el Monasterio de Santa Engracia y el Convento de los Trinitarios.

Agustín, hijo de Montoria, acompañaba a Araceli, había estudiado para cura, es decir, estaba estudiando teología, pero no tenía vocación.

-Agustín y Gabriel Araceli, hablan sobre el tema de la muerte, no tienen miedo a morir por la patria. Con esto Agustín aprovecha la ocasión para contarle un secreto, que es que tiene un amor, pero no lo sabe nadie, es la hija del tío Candiola, que es un hombre muy malo, rico y avaro. A esta chica la conoció paseando; desde entonces se ven todas las noches.

- Más tarde los franceses se hicieron con el cerro de Torrero, los españoles quisieron dejárselo, y tenderles una emboscada más adelante. Los franceses iban de este modo, creyendo que los zaragozanos ya eran suyos. Pues en San José le dieron una sorpresa, los franceses fueron reducidos, pero no atacaba solo por San José, sino que también atacaron por el Arrabal, hacia donde se dirigió parte del ejército zaragozano. Aquí los franceses desistieron también y se retiraron.

- Al día siguiente Agustín y Gabriel van a ver a la Virgen del Pilar, para darle las gracias por la victoria, la cual se encontraba abarrotada de gente que también fue a lo mismo. Aquí, Gabriel ve a Mariquilla, la novia de Agustín, pero estos ni se saludan con miedo a que se entere la gente.

-Al día siguiente, que era veintidós, Palafox fue a decirle a Moncey, parlamentario francés, que cuando muriera, le hablaría de la rendición.

Tras esto, empezaron de nuevo los enfrentamientos, uno de ellos, muy peligroso en el que se vieron afectados Gabriel y Agustín, pero del cual resultaron ilesos. Luego fueron con Renovales, para atrincherar a los franceses, acabar con ellos, de hecho mataron a muchos. Más tarde la caballería de Numancia y Olivenza, entraban en la lucha, ocupando el camino de Alagón y Muela, arroyando a los franceses que allí estaban. Fue luego cuando el ejército de Renovales y del brigadier Butrón consiguieron lo que querían y se dirigieron al pueblo, pero luchando antes contra las columnas de franceses que les seguían. En el pueblo se celebró con una fiesta esta nueva victoria.

Pero el ejército no bajaba la guardia.

Gabriel presenta a unos guerrilleros de su escuadrilla, su forma de luchar, aspecto físico y carácter, algunos de estos son Pirli, Garcés y Fray Mateo del Busto.

Todos organizan otra fiesta en el reducto, donde aguardaban y se refugiaban de los franceses. De pronto, empezaron a sonar los cañones del enemigo, se trataba de la segunda paralela que habían recibido, estos eran refuerzos. Esta, era una respuesta al disparo que Pirli efectuó al aire. Manuela, una mujer que se encontraba en el reducto, y que fue allí para llevarle de comer a los guerrilleros, intervino en el tiroteo, disparando un fusil sin ningún temor. Estos disparos acabaron pronto, pues los franceses tomaron este tiroteo como una prueba para sus nuevos hombres y armas.

A la mañana siguiente, empieza el verdadero bombardeo, se produce una batalla en San José y en el Monasterio de la Santa Engracia. Se hace una llamada por parte de los jefes, a todos los zaragozanos para luchar contra los franceses, a esta lucha llegaron pronto Renovales y O´Neilly, que se presentó junto con José Montoria y D. Roque, los cuales se encontraron juntos en la batalla.

Al anochecer solo quedaba una tercera parte del ejército de Zaragoza, solo quedaban los de Renovales que se tuvieron que reformar tras tener gran parte de sus hombres, diezmados. Por la noche e ininterrumpidamente, continuó el fuego por parte de los dos bandos, e incluso siguió hasta la mañana del día siguiente, hasta que el enemigo consiguió hacerse con San José. Las fuerzas francesas se acercaban cada vez más al pueblo, consiguiendo los mejores edificios para una buena estrategia. Pese a esto, a la mañana siguiente Palafox intentaba levantar los ánimos a los guerrilleros que aún quedaban con vida.

-El enemigo, por temor, no quería tomar el pueblo de golpe, para no arriesgarse y poner en peligro a sus tropas. Mientras, los guerrilleros planeaban destruir el puente que los dejaría incomunicados con los franceses, así no podrían capturarlos y podría seguir defendiendo su ciudad y pueblo. Así lo hicieron, conforme a los planes y les dio gran resultado.

Al día siguiente a esto, tuvieron una fiesta, como ya era habitual, en la que cantaron que la Virgen del Pilar no quería ser francesa, al oír esto los franceses, les respondieron con proyectiles.

-El veintidós y veinticuatro, se hicieron salidas en defensa del Molino de aceite y a ocupar posiciones a las espaldas de San José.

Los zaragozanos esperarán confiados unos refuerzos que no llegarán, que se han anunciado en el periódico "Gaceta", pero que más tarde se da la noticia de que es mentira. Ahora Palafox pedía una tregua al enemigo que consistía en enfrentarse sin cañones, debido a la falta de recursos que tenían en estos momentos los guerrilleros.

El presidente de la Junta de Abastos, junta formada en Zaragoza, que era José de Montoria, había recibido ordenes supremas de sus superiores, de obligar a los ciudadanos a dar una lista de provisiones que tenían, para ver lo que la junta podía comprar, para mantener a su ejército en pie. Todos obedecieron, a excepción del tío Candiola, que quería vender la harina a un altísimo precio y no quería rebajarlo al precio estándar que ponía la junta. Al final este problema se soluciona con violencia entre José y el tío Candiola, que se ven envueltos en una pelea, de la que el tío Candiola se ve perjudicado. Al final, consiguen sacar la harina a 48 reales, pero con el desacuerdo de su amo.

-Araceli ve a Agustín, el cual tras ver lo ocurrido con el padre de su novia, dice que desearía explotar, morir, por las consecuencias que puede acarrear el suceso en relación con Mariquilla.

Olvidándonos de esto y centrándonos en la ciudad, ésta se ve muy afectada por la guerra, en cuanto a lo que a inmuebles se refiere, pues están todos destruidos y en muy mal estado; los arquitectos de la zona, están ideando el reconstruir murallas que den consistencia a los Monasterios e iglesias, para poder seguir aguantando las batallas de los franceses.

- Ahora hay como un pequeño paréntesis en la guerra y lo zaragozanos que aún quedan con vida se dedican a recoger cadáveres y almacenarlos, para mantener las calles limpias de estos y que las enfermedades no avancen con tanta rapidez, ya que el que no moría por los disparos o la metralla, moría de enfermedad.

Ya están hablando de que los enemigos atacarán pronto, por el tiempo que han estado sin atacar y que deben terminar pronto con la recogida de cadáveres para estar alerta a los franceses cuanto antes.

De pronto se oye el estallido de una bomba, la cual ha caído en la casa del tío Candiola, y Agustín se muestra preocupado por María, aunque disimula tal preocupación, por la cuenta que le tiene.

-Agustín y Gabriel analizan el peligro que corren si van a ver la casa del tío Candiola, pero se arriesgan los dos y van a ver que les ha pasado; hablan con María de lo ocurrido. Ahora María le cuenta a Agustín lo que José le hizo a su padre, ya que esta no sabe cuales son los padres de Agustín. Sin saber nada, María le dice mil barbaridades al padre de Agustín, pero este mantiene la calma y el secreto, por temor a que si se lo cuenta, destroce el amor de su vida.

De pronto María se pone a contarle a los dos como es el carácter de su padre, por culpa de este a pasado mucha vergüenza y en el pueblo nadie la quiere.

Tras esto hablan sobre descubrir su amor a todo el mundo incluyendo a sus padres, para que no tengan que verse siempre a escondidas.

De repente tocan las campañas, signo de que empieza otra batalla, y se van a luchar, cuando están lejos se oyen tres estruendos, son tres bombas que han vuelto a caer en la casa de Candiola.

Los franceses, que vienen con fuerza, empiezan a abrir brechas en las murallas, con los cañones, dejando al descubierto a toda la gente que allí dentro había.

El Monasterio de San José no aguanta más bombardeos y se desploma con la gente dentro, aunque alguna le da tiempo a salir. Cuando Araceli se refugiaban con otros guerrilleros en una casa, de las bombas francesas, tras poder escapar del Monasterio con vida, se encuentra con Manuela, que está defendiendo su casa con un fusil, pues a su madre la han herido. Unos guerrilleros la llevan hasta el hospital, tras tener que ser abandonada la casa por las tremendas sacudidas a las que se estaba viendo obligada.

Los franceses consiguieron los Mártires, el Monasterio de la Santa Engracia y con el Convento de los Trinitarios. Pero pese a esto los franceses permanecían atónitos, tardaban dos días para hacerse con una sola casa privada.

Los guerrilleros construyeron una gran muralla que les protegía para comunicar todas las casa entre sí, para poder trasladarse de un lado para otro, pues no les quedaba otro refugio.

La continuidad de la guerra, no les dejó tiempo para poder descansar ni alimentarse, y se encontraban sin fuerzas.

Dos franceses intentaron colarse por una cuadra, para abrirle el paso a sus compañeros, pero fueron capturados. El fuego enemigo también iba perdiendo fuerza.

Por la cabeza de los zaragozanos pasaban dos ideas: la de rendirse y la de resistir para proteger hasta el último ladrillo de la ciudad, optan por seguir luchando.

Cuando Agustín y Gabriel se acercan a ver a Mariquilla, a su casa, se la encuentran por el camino, la cual les suplica que saquen de allí a su padre, no quiere abandonar su casa en ruinas, para poder recupera sus bienes.

Gabriel intenta sacar de la casa a Candiola, pero no quiere, lo que quiere es que alguien lo ayude a desenterrar sus objetos de valor, insulta a todas las personas que por allí hay, pues nadie le quiere ayudar, él cree que se merece por lo menos una poca de ayuda, pero el pueblo sabe como es y no le piensa ayudar, entre otras cosas porque no es tiempo de recuperar las riqueza, sino de luchar contra los franceses. Gabriel no logra traerse al tío Candiola.

Se produce un ahorcamiento, se trata de Fernando Estallo, era el encargado del almacén de provisiones y material, de la junta; es ahorcado por haber escondido unas veinte camas en secreto, mientras en el hospital los heridos ya tenían que estar por el suelo. Esta iniciativa de ahorcarlo, se hace para dar ejemplo de lo que harán al que como él no preste ayuda a su propia ciudad. Palafox da el comunicado de que morirá el que no presta ayuda contra los franceses.

El enemigo abrió una nueva brecha, pero ahora fue en el Convento de la Santa Mónica, el cual fue bombardeado, más tarde se desplomó pillando debajo a centenares de zaragozanos. Este convento, o lo que quedaba de él, pasa a manos enemigas.

Todo lo que ocurre ahora se produce entre el treinta de enero y el dos de febrero.

Se empiezan a producir batallas en las casas, los guerrilleros pasaron de la guerra a cielo abierto, a una nueva modalidad, a defender las habitaciones de las casas. Estos ataques se producían de la siguiente manera: los franceses empezaban a hundir tabiques que comunicaban unas casas con otras, para avanzar, mientras los zaragozanos, ponían barricadas para hacer más difícil su paso, pero pese a esto y a la dureza de las batallas, conseguían entrar y seguir avanzando.

El próximo edificio que pensaban que atacarían los franceses sería el Convento de los Agustinos Observantes, al que se dirigieron Araceli y Pirli, que habían sido ascendidos a sargento 1º. Mientras Agustín había sido ascendido a teniente, el cual se encontraba herido de un brazo, tras defender una casa.

Pero los franceses se adelantaron a las ideas de los zaragozanos y habían llegado antes que ellos al convento, los cuales habían cogido las mejores posiciones. Además de esto, el enemigo también quería hacerse con Puerta de Quevedo, que era un punto muy importante, desde allí enfilarían su artillería. Pero para los guerrilleros sería imposible vencer en el barrio de las Tenerías.

Empiezan otra vez las batallas de las casas. Palafox le dice a los guerrilleros que hay que ir a las ruinas, hay que salir de las casas e ir a las ruinas que van dejando los franceses, echarle ganas y solo así lo conseguirían. Este Palafox era el mejor jefe que había, y el que mejor organizaba al ejército.

La táctica utilizada sería la de derribar y quemar las casas antes de que los franceses llegaran a ellas, para así dejarles al descubierto.

Había ya muchos muertos, no había donde meterlos, todos los vivos estaban ya agotados. Gabriel se creía que se moría de epidemia, mientras que los síntomas que tenía eran de agotamiento, hambre y fatiga, los cuales desaparecieron en cuanto comió.

Muere un hijo de José Montoria, Manuel Montoria, el cual deja a su mujer viuda a la que además se le acababa de morir su hijo.

Se respiraba un ambiente de cansancio, enfermedad, agotamiento, etc.

El tres de febrero los franceses se apoderaron del Convento de Jerusalén, y se creó la Orden Militar de Infanzones. Palafox intentaba animar a los soldados.

Los túneles que había por debajo de las casas que comunicaban casas con monasterios y conventos se utilizaban para luchar. Los franceses comienzan a comprar a los zaragozanos. Candiola y José se reconcilian. Casi matan a Candiola porque creen que se ha vendido a los franceses.

Bombardearon el Monasterio de Jesús y el templo del Pilar, también se hicieron con las ruinas del hospital y ahora querían hacerse con San Francisco en pleno día.

José es herido y de pronto estalla la mitad del Convento de San Francisco. La única forma de que lo hubieran hecho, era poniendo dinamita en los túneles subterráneos que unían a la casa de los Duendes, que era del tío Candiola, y dicho convento. Ahora piensan que es cierto que el tío Candiola es un traidor. Por esta herejía, el tío Candiola es condenado a muerte y el que lo tiene que matar es Agustín, al cual lo intenta convencer Mariquilla para que no mate a su padre. Para no terminar su amor y quedar mal visto en el pueblo por no matar a un traidor, lo que hace es retirarse de militar, renuncia a sus cargos, pero María no está conforme, pues de todas maneras su padre morirá e intenta convencer a otras personas para que su pobre padre no muera.

Gabriel es el que sustituirá a Agustín en la ejecución del tío Candiola, quien tras pensarlo mucho, grita la palabra de ¡fuego!

Días más tarde Gabriel se encuentra moribundo por la epidemia y es don Roque el que le comunica que se rendirán a los franceses, que le entregarán la ciudad, tras morir el general. La resistencia a estos, a producido unos 52.000 muertos, pero pese a esto el sentimiento de nacionalismo no ha quedado ni mucho menos en duda.

Para el veintiuno de febrero ya a acabado todo y Palafox es encarcelado.

Agustín entierra a su amada Mariquilla, la cual ha muerto sin ningún rasguño, y no saben de que ha podido morir. Este decide seguir estudiando teología para cura.

Y Gabriel y don Roque siguen su ruta, hacia otras ciudades en las que hallan tropas francesas y una resistencia, para participar.

BIOGRAFÍA

BENITO PÉREZ GALDÓS (1843-1920):

Este famoso y gran escritor nació en Las Palmas de Gran Canarias, pero casi toda su vida la pasó en Madrid. Su única actividad profesional fue la literatura, a la que se entregó de modo tenaz e incansable. Conocía muy bien casi toda España y también viajó por el extranjero. Intervino en la vida política - llegó a ser diputado- y perteneció a la Academia de la Lengua. Sus últimos años fueron muy tristes: perdió la vista, pasó por dificultades económicas, y su obra y su persona fueron injustamente atacadas por algunos sectores intransigentes de la sociedad española.

Galdós fue un hombre tímido y retraído que llevó una vida humilde, sin grandes pretensiones. En cuanto a ideología, fue un liberal progresista, de mentalidad abierta y tolerante. Lector entusiasta de Balzac, Stendhal, Dickens, Dostoyevski... y especialmente de Cervantes. Con aquéllos se empareja en la gran novelista europea del siglo XIX, y, después de Cervantes, es el más importante novelista español.

CONTEXTO HISTÓRICO:

1. CRISIS DE LA MONARQUiA ABSOLUTA

El primero que asoció guerra y revolución en un título clásico fue el conde de Toreno, la Historia del levantamiento, guerra y revolución de España. La escribió al final de los años veinte, cuando tenía tras de sí una larga experiencia como revolucionario en 1808, diputado en las Cortes de Cádiz y presidente del Consejo de ministros, experiencias que le dieron una clara visión del carácter de los acontecimientos de su tiempo. La coincidencia de la guerra y la revolución no fue fortuita. Las circunstancias de la guerra no crearon un partido revolucionario, pero proporcionaron a sus miembros la oportunidad de hacerse con el poder, cuando su ejercicio implicaba un alto riesgo personal, que los políticos del régimen anterior prefirieron eludir. Dueños del poder, los liberales emprendieron la construcción de un nuevo régimen y la configuración de una nueva sociedad, pero su temprana y pacífica victoria, en ausencia del rey, no se consolidaría sino a través de una dura lucha, que se prolongó durante tres décadas en las que sucesivamente ejercieron el poder, sufrieron la persecución y combatieron en una guerra civil, antes de consolidar su victoria inicial.

El origen de la Guerra de la Independencia se encuentra tanto en la ambición de Napoleón, en un momento en que sus victorias sobre Austria y Prusia y el acuerdo con Rusia le permitieron dictar la ley al continente, como en la debilidad de los reyes españoles, enfrentados con el heredero del trono como consecuencia de la privanza de Godoy. En el origen de la revolución se descubren la frustración de las elites dirigentes y el descontento de la burguesía, tanto rural como urbana. Las expectativas económicas de la época ilustrada quedaron arruinadas como consecuencia de unos conflictos en los que no se ventilaba ningún interés nacional, en tanto las políticas se cerraron cuando los ministros ilustrados hubieron de ceder el paso a Godoy, un joven de veinticinco años, cuya meteórica carrera no se justificaba por sus méritos políticos. La burguesía, con una conciencia de clase, que los acontecimientos posteriores pondrían de relieve, veía creada su promoción social por la existencia de privilegios estamentales, que reservaban los empleos a los nobles, y no podía consolidar su situación económica al no encontrar vía de acceso a la propiedad de la tierra, debido a que la vinculación mantenía fuera del mercado la mayor parte de ésta.

El mantenimiento de Godoy al frente de los negocios del Estado durante más de tres lustros hizo aún mayor la frustración de muchas gentes, y en primer término l a de los príncipes de Austrias, que llegaron a organizar campañas de desprestigio contra el valido, sin preocuparse de las implicaciones que tenían para la imagen de sus padres y en última instancia para la de la corona. La muerte de la princesa de Austrias, en 1806, y el establecimiento de José Bonaparte en el trono de Nápoles dejó a Fernando sin el apoyo que le daban sus suegros en la sorda lucha que mantenía contra Godoy. Este último tampoco demostró una especial capacidad a la hora de estimar la evolución de los acontecimientos en Europa y la equívoca proclama que dio en el mes de octubre, cuando Napoleón avanzaba sobre Prusia, le comprometió ante el emperador, que no podía ignorar contra quién se dirigían las amenazas de la guerra en ella contenidas. Después de la aplastante victoria de Napoleòn sobre el que había sido el mejor ejército de Europa, el valido trató de restaurar su crédito en tanto el príncipe de Asturias buscaba en un matrimonio con una Bonaparte una seguridad para su futuro. Ambas negociaciones llegaron a resultados diferentes casi en el mismo día. El 27 de octubre de 1807 Carlos IV ordenaba la detención del príncipe de Asturias, por mantener relaciones secretas con un soberano extranjero, y dos días después se firmaba en Fontainebleau el tratado de reparto de Portugal, con la promesa de un trono para Godoy.

En tanto el tribunal que entendió en el proceso de El Escorial declaraba inocentes a los cómplices de Fernando, las tropas francoespañolas, de acuerdo con el tratado, alcanzaban Lisboa en diciembre. La ocupación de Portugal, hasta tanto se pusiese en práctica lo convenido en Fontainebleau, exigía la prolongación de la presencia de las tropas francesas en España. Para asegurar sus comunicaciones y para presionar sobre la corte, Napoleón decide la ocupación de las plazas de Pamplona y Barcelona que en otras circunstancias habrían podido interrumpir las comunicaciones con el ejército expedicionario, operación desarrollada sin violencia gracias a la incompetencia de los comandantes de las fortalezas. Al mismo tiempo despliega en la carrera que lleva a Madrid las divisiones de Moncey y, para coordinar la acción de los varios ejércitos que han entrado o se preparan a cruzar la frontera, envía a Murant como lugarteniente general en la Península.

Al descubrir que Napoleón no pensaba cumplir los términos del tratado de Fontainebleau, Godoy vio que la independencia del gobierno exigía alejarse de los ejércitos franceses. La retirada hacia Cádiz permitiría en caso de necesidad buscar refugio en América, pero era preciso que el príncipe de Asturias figurase en la expedición para evitar fuese utilizado por Napoleón. Fernando y sus consejeros esperaban, por el contrario, que la presencia francesa les ofreciese una oportunidad para acabar con la privanza de Godoy. Consiguieron que la guardia real, que custodiaba Aranjuez, se mantuviese al margen y movilizaron a un grupo de gentes que dada su vecindad sólo podían ser dependientes del palacio y en modo alguno representantes de ninguna opinión popular, para que protagonizasen un alboroto en la noche del 17 de marzo. El motín de Aranjuez tuvo consecuencias desproporcionadas gracias al miedo de Carlos IV, que abdicó la corona sin necesidad ni justificación, y a la inhibición de las autoridades civiles y militares, que se prestaron complacientemente al cambio.

La noticia de los acontecimientos de Aranjuez sorprendió a los franceses tanto como a los españoles. Napoleón y Murant vieron en ellos la oportunidad para completar la intervención en la Península poniendo a un miembro de la familia imperial en el trono de España. El único punto en que no coincidieron fue en la identidad del nuevo rey. Murant acarició la idea pero Napoleón promocionó a alguno de sus hermanos. La mayor falacia que los historiadores cometemos se produce cuando el relato presenta los acontecimientos como los únicos posibles. La realización del plan napoleónico dependía de tantas colaboraciones y circunstancias como para sorprender a cualquiera que, en vez de atender al desenlace, considere las circunstancias que condujeron a la abdicación del padre y del hijo. La debilidad de Fernando VII le llevó a aferrarse al trono tan dudosamente adquirido y se plegó a todo con tal de conseguir el reconocimiento del emperador, en tanto Carlos IV y María Luisa estaban por su parte dispuestos a todo tipo de renuncias con tal de conservar la apreciada compañía de Godoy. Murant, cuya ambición estimulaba su dudoso ingenio, se hizo con los reyes padres y con Godoy y los envió a Francia de acuerdo con las instrucciones del emperador. Fernando VII, más reticente ante la idea de abandonar la corte, temía la eventualidad del restablecimiento de su padre en el trono y acabó dejándose atraer a Bayona. En Bayona, en el castillo de Marrac, un viejo caserón destartalado. Napoleón mantuvo aislados a sus huéspedes y al séquito de cada uno, tratando con unos y otros los términos que condujeron a la solución deseada, la formal abdicación de uno y otro monarca. El 6 de mayo Fernando devolvió la Corona a Carlos IV, quien, sin preocuparse por las formalidades, la había cedido la víspera al emperador, que a su vez la puso sobre la cabeza de su hermano mayor, el rey José, que sería más conocido por el apodo de Pepe Botella.

A la vez que estos sucesos se desarrollaban en Bayona, las autoridades y la población se enfrentaban al problema de someterse o resistir a las tropas francesas, que proseguían la ocupación de plazas fuertes y ciudades. En el momento de iniciar el desatentado viaje que le llevó al exilio, Fernando VII puso al frente del gobierno de la nación a una Junta de Gobierno presidida por su tío el infante Antonio Pascual al que asistían cuatro de los ministros que formaron su primer y efímero gobierno. La imprevisión de que hizo gala al ponerse en manos de Napoleón se repitió al limitar las competencias de la Junta de las materias gubernativas y urgentes, circunstancia que sería aprovechada por los miembros de ésta para justificar su inhibición en la circunstancia más dramática de nuestra historia. A pesar de la alegada falta de competencias de Juntas el poder reconocido por todos en tanto no se convirtió en una instancia colaboracionista con las autoridades francesas y aceptó como presidente al lugarteniente de Napoleón.

La presencia de tropas francesas, que se distribuyeron en torno a la corte y la presencia de Murant en ésta contribuyeron a debilitar a la Junta, que no se decidía a hacer frente a la progresiva ocupación del país, sin que Fernando VII se lo ordenase. Al cabo de unas semanas, cuando los franceses se llevaban al menor de los infantes, se produjo el incidente que arruinó la autoridad de la Junta. Un pequeño número de personas, reunidas ante el Palacio Real, impidió la salida de Francisco de Paula en tanto la intervención de un batallón de la guardia, que utilizó la artillería contra los amotinados, sólo sirvió para extender el levantamiento a toda la ciudad. los franceses se vieron atacados por personas que expresaban así su odio al invasor y la población lanzada a la calle siguió a líderes ocasionales, que trataron de cerrar las puertas, escasa protección cuando los muros que cercaban la villa se habían levantado no para su defensa sino para encauzarla entrada de mercancías hacia las puertas y los alcabaleros. Aun así en alguna de ellas se luchó encarnizada aunque brevemente antes de franquearlas a las tropas procedentes del exterior. Desalojados de la calle de Alcalá por la carga de la caballería las gentes se concentraron en la Puerta del sol y en el Parque de Monteleón, cuya guarnición abrió el parque y sacó los cañones a la calle. La guarnición de la corte permaneció en sus cuarteles mientras se desarrollaban en la calle una lucha tan violenta como desesperada en la que todos los medios eran buenos para deshacerse del enemigo. Una vez reducidos los diferentes focos de resistencia y en tanto algunos miembros de la Junta trataban de apaciguar los ánimos, los franceses practicaron una represión incontrolada, de la que Goya dio un testimonio estremecedor en Los fusilamientos de la Moncloa.

Los sucesos del dos de mayo condenaron a la Junta de Gobierno ante la opinión y por si aún hicieran falta algo más, sus miembros aceptaron que el lugarteniente imperial asumiese la presidencia, luego que quedó vacante al marchar a Bayona el infante don Antonio Pascual que la había ocupado hasta entonces. El poder que la Junta no estaba ya en condiciones de ejercer por falta de reconocimiento popular a su autoridad quedó a la espera de alguien que lo recogiera. La institución más importante después de la Junta era el Consejo de Castilla.

El Consejo de Castilla se había convertido a lo largo del siglo XVIII en la pieza clave del sistema institucional español. Desdevises du Dezert lo definió diciendo de él: ”Era simultáneamente un comité legislativo, un consejo político, el centro de la administración, un alto tribunal de justicia administrativa, civil y criminal”. Sin la colaboración del Consejo no era posible manejar el complicado engranaje de la administración española. Su actuación en los meses críticos de mayo-junio se limitó al ejercicio de sus funciones gubernativas, al mantenimiento del orden, y se plegó en el ejercicio de sus funciones legislativas, a dar forma legal a la voluntad de los invasores y de Junta de Gobierno. En ambos casos el Consejo busca desesperadamente, frente a las medidas que se le imponen, librar su responsabilidad mediante protestas formales, recurriendo en otros casos a negar que existiesen en él facultades para tomar determinadas decisiones. La colaboración que el invasor le impuso determinó una paralela pérdida de prestigio e influencia ante la opinión dispuesta a combatir a los franceses.

Ante la inacción de la Junta de Gobierno y del Consejo de Castilla, de quienes no se reciben en provincias sino recomendaciones pacificadoras en lugar de la esperada incitación a la lucha, corresponderá a las Audiencias y a los capitanes generales, que las presiden en sus funciones gubernativas, el ejercicio de la soberanía de la que no han querido hacerse cargo las instancias superiores. En las provincias la resistencia a asumir una soberanía cuya primera manifestación había de ser la declaración de guerra a Napoleón, refleja, multiplicándolas como en un caleidoscopio, el comportamiento de las autoridades centrales. En 1808 es en ellas donde se puso de manifiesto con total evidencia la radical ruptura del viejo sistema y el total vacío que dejó tras de sí la ausencia de todo poder que pudiéramos llamar legítimo. Incluso en aquellos lugares donde no había una presencia militar francesas como la que existía en la corte, las autoridades constituidas se esforzaron, con todos los medios a su alcance, por mantener el orden público y por evitar cualquier incidente que llamase la atención de los invasores sobre ellas.

En contraste con la política de apaciguamiento existe una presión que a falta de una más precisa determinación, hemos de calificar como popular, para que se declarase la guerra a los franceses, sin tener en cuenta el desequilibrio entre las fuerzas armadas de ambos países. Esta corriente de opinión movilizó a grandes sectores de la población hasta el punto de aparecer como unánime, frente a la posición contemporizadora de las autoridades. En tales circunstancias la resistencia de éstas a asumir esta reivindicación provocará movimientos populares que, para imponer la guerra, se vieron obligados a adoptar procedimientos revolucionarios sustituyendo a las antiguas autoridades por instituciones cuya única legitimación estaba en la voluntad del pueblo que las había elegido. El primer caso de asunción revolucionaria del poder fue el del alcalde de Móstoles, la única autoridad que en mayo de 1808 no vaciló en asumir para declarar la guerra de Francia.

La larga serie de alborotos y movimientos, simultáneamente patrióticos e insurreccionales, que se sucedieron en la Península en los meses de mayo y junio, determinaron un cambio radical en la situación política, de tal modo que al final de un período de cinco o seis semanas ni una sola de las autoridades legítimas continuaba en el ejercicio del poder. Como consecuencia del levantamiento de las ciudades aparecieron en todas partes Juntas que se hicieron con el gobierno. Algunas de ellas en razón de la importancia de la ciudad se convirtieron en poderes territoriales que asumen el ejercicio, sin limitaciones, de la soberanía. Oviedo, Valladolid, Badajoz, Sevilla, Valencia, Lérida y Zaragoza fueron los lugares en que el levantamiento desembocó en la constitución de Juntas supremas provinciales que sustituyeron a las antiguas autoridades promoviendo la extensión del movimiento a las ciudades y provincias limítrofes. En los primeros días de junio la Península estaba gobernada por dos capitanes generales Cuesta y Palafox que de hecho tenían todo el poder en sus respectivas circunscripciones, y trece juntas supremas, cada una de ellas con una auténtica dirección colegiada, y por debajo de ellas actuaban numerosas Juntas de armamento y locales, que reconocían la autoridad de las primeras. La antigua administración, cuando subsiste, ha quedado totalmente subordinada a la autoridad de la correspondiente junta local o provincial que ha ratificado su existencia al tiempo que ha recordado sus atribuciones.

El carácter popular del levantamiento hizo que las fuerzas que impusieron la guerra se encontrasen frecuentemente en la necesidad de recurrir a personas de mayor representación para formar las juntas provinciales y locales. En muchos casos fueron las mismas personas las que integraron las nuevas instituciones, sólo que en su nueva función actuaban ahora no como agentes de la Corona, sino como representantes del pueblo. En los días que siguieron a su constitución las juntas afirmaron su autoridad sobre las instituciones de carácter territorial y local y negaron sus facultades a las de carácter nacional, cuando éstas trataron de recuperar las funciones que habían ejercido hasta la crisis de mayo. El consejo de Castilla, que intentó después de Bailén restablecer la normalidad constitucional del Antiguo Régimen, fue ignorado e incluso acusado por las Juntas provinciales, lo que le llevó a publicar un Manifiesto para justificar su conducta, a pesar de lo cual no pudo recuperar sus antiguas atribuciones.

El resultado más importante que se deriva de los sucesos de mayo-junio es la traslación del poder a manos de instituciones surgidas del levantamiento popular, fenómeno al que acompaña el sentimiento generalizado de una reasunción popular de la soberanía, sentimiento que se refleja en todos los escritos del momento y que había de tener una indudable repercusión en el inmediato planteamiento de la organización política. Los textos al respecto son explícitos y abundantes. Aun limitándonos a los que proceden de las propias juntas, nos encontramos con proposiciones como las siguientes: “La junta general de este Principado, habiendo reasumido la soberanía por hallarse sin gobierno legítimo...” (Asturias). La suprema junta de gobierno del Principado de Cataluña, reasume en sí toda la autoridad soberana y la que ejercían todos los Consejos y juntas supremas de su majestad (Cataluña).

Bajo esta uniformidad existe una cierta divergencia ideológica, aunque por el momento basta con señalar su valor testifical de la realidad de una situación revolucionaria, en que la legitimidad monárquica dio paso a una legitimidad popular. Muy pronto se harían visibles las diferencias de sentido que cada grupo ponía bajo las mismas palabras.

La necesidad de coordinar el esfuerzo bélico y la conciencia de la unidad nacional permitieron llegar a la creación de un gobierno central en un plazo excepcionalmente breve, dados los medios de comunicación del momento y el número de autoridades que se habían creados. Las Juntas promovieron mediante iniciativas desordenadas pero convergentes la formación de un gobierno nacional, cuya constitución se produjo en poco más de tres meses. La unanimidad en cuanto a la necesidad de un gobierno central se convierte en pluralidad de opiniones, difíciles de armonizar, a la hora de determinar su composición y atribuciones. Había quien quería una regencia, en tanto otros proponían reunir en un solo cuerpo viejas y nuevas autoridades, mientras los más radicales se resistían a entregar el poder en manos de quienes habían mostrado en el momento de la invasión, una debilidad que estimaban culpable. Finalmente triunfó el criterio de la Junta de Sevilla favorable a una delegación del poder en manos de representantes elegidos por las Juntas. Granada propuso fuesen dos por cada Junta y de acuerdo con este criterio acudieron a la Corte los representantes designados por éstos.

El punto de reunión último de los diputados elegidos por las Juntas fue Aranjuez, en cuyo palacio celebraron sus reuniones. La presidencia correspondió al conde de Floridablanca, que, procedente de Murcia, estableció en él su residencia y, con la autoridad de su brillante carrera política, reunió a la mayor parte de los diputados que se encontraban en las cercanías. Después del examen de las actas y de la revisión de los poderes recibidos por cada uno de ellos, decidieron, el 25 de septiembre, asumir el poder en nombre del rey y crear la Junta Central Suprema y Gubernativa del Reino, sin esperar a que llegasen la totalidad de los delegados de las juntas, que no tuvieron más oportunidad que la de sumarse a sus sesiones. Apenas constituida, la Junta Central se cuidó de afirmar su autoridad frente a cualquier institución, antigua o moderna, capaz de oponerse a su autoridad. Al comunicársele la noticia de un poder soberano, que no era la Regencias prevista en las Partidas, el Consejo de Castilla anunció sus reservas para encontrarse ante una declaración revolucionaria en que se le hacía notar el mayor influjo y autoridad que deberá tener en el gobierno una nación, que a nombre del rey y por su causa, lo ha hecho todo por sí sola sin auxilio de nadie. Para hacer público el carácter soberano de la institución, la Central se atribuyó el tratamiento de Majestad, propio de los reyes, medida que el consejo hizo circular el 3 de octubre. Algunas Juntas provinciales Sevilla, Galicia, Castilla y León, que hubiesen preferido un poder central delegado y dependiente de ellas hubieron de esperar a mejor ocasión para manifestar sus diferencias.

Cuando Napoleón invadió España para vengar la humillación sufrida por sus armas en Bailén, la Junta Central perfeccionó su control político mediante la reforma de las instituciones. Con los ministros que la acompañaron al retirarse a Sevilla formó el Consejo y Tribunal Supremo de España e Indias, más conocido en la época como Consejo reunido, y convirtió a las Juntas provinciales, con el título de Juntas superiores provinciales de observación y defensa, en órganos dependientes del poder central.

La Junta Central actuó como un soberano, aunque no estableció unos procesos límites a su competencias. A las pocas semanas de su constitución nombró un gobierno y después de su traslado a Sevilla confirió al secretario de la Junta, Martín de Garay, el empleo de secretario de Estado, con objeto de hacer más fáciles las relaciones entre ambas instituciones, razón por la que no le asignó ninguna cartera. El gobierno de la Junta Central se prolongó durante diecisiete meses (25-IX-8 a 31-I-10) en los que actuó en dos planos perfectamente diferenciados. Por una parte ejerció la función real para sancionar las propuestas procedentes del gobierno, aunque hay que suponer que muchas de las medidas promulgadas se tramitaron al margen de éste, por iniciativa de la Central. Las importantes medidas fiscales promulgadas a lo largo de 1809 reconocimiento de la Deuda pública, contribución extraordinaria de guerra, anuncio de una reforma fiscal, préstamo forzoso, que incluirá la entrega de las alhajas de las iglesias innecesarias para el culto sugieren la intervención personal de Martín de Garay. En este campo de acción la Junta, y no es uno de sus menores méritos, dio dos documentos fundamentales en la historia de la guerra revolucionaria, que estudiaremos más adelante. Al mismo tiempo la Central orientaba el futuro a través de la convocatoria de Cortes, extremo que estudiaremos al analizar el proceso revolucionario que se produjo en España a partir de 1808.

2. LOS AFRANCESADOS. EL REINADO DE JOSEI

Napoleón, sin esperar a que los Borbones cediesen sus derechos al trono de España, emprendió las negociaciones para buscar entre sus hermanos un monarca para España. Habiendo negado Luis a abandonar el trono holandés, el emperador recurrió a José, que aceptará un trueque que se le presenta como una promoción. España no es lo que el reino de Nápoles, se trata de once millones de habitantes, más de 150 millones de ingresos sin contar con las numerosas rentas y posesiones de América. Simultáneamente ordena al duque de Berg, que durante un cierto tiempo se había considerado destinado a reinar en España, la organización de una campaña en favor del mayor de los Bonaparte y planea finalmente las reformas destinadas a hacer más fácil el cambio de dinastía.

Los elementos esenciales del programa consisten en convocar Cortes, promulgar una Constitución y anunciar reformas que piensa resultarán populares. Utilizando una representación estrechamente controlada se podría hacer que la sustitución de los Borbones, además de los tratados suscritos en Bayona, recibiese la legitimación de las Cortes. La idea de reunirlas, sugerencia de Murant, fue aprovechada por el emperador para solemnizar la entronización de José y dar al país su primer texto constitucional, con la intención de crear un partido a su hermano entre los grupos favorables a una reforma de la monarquía.

El 24 de mayo publicó la Gaceta de Madrid la convocatoria oficial para la reunión de una diputación general que nada tenía que ver con las Cortes tradicionales, pese a la preocupación evidente de reunir a los representantes de los tres estamentos. Estaría formada por 150 miembros tomados de los tres estamentos del clero, la nobleza y el estado general que habrían de marchar a Bayona el 15 de junio para tratar allí de la felicidad de toda España, reconocer todos los males que el anterior sistema le ha ocasionado, y las reformas y remedios más convenientes para destruirlos en toda la nación y en cada provincia en particular. El sistema electoral, siendo mucho más representativo que el de ningún momento anterior, resultara enteramente arbitrario y aunque de acuerdo con la fórmula tradicional se reconocía el derecho de las ciudades con voto en Cortes para designar procuradores, se les añadían 50 eclesiásticos de diversas procedencias y categorías, 58 representantes de la nobleza en sus distintos grados, una serie de diputados elegidos por razón del territorio, instituciones o cuerpos armados.

Al día siguiente Napoleón suscribía en Bayona una proclama destinada a poner de manifiesto las ventajas de la solución Bonaparte a la crisis borbónica.

Españoles decían en ella: se ha hecho convocar una asamblea general de diputaciones de provincias y ciudades. Quiero asegurarme por mí mismo de vuestros deseos y necesidades. Depositaré entonces mis derechos y colocaré vuestra gloriosa corona sobre la cabeza de otro yo, garantizados una Constitución que concilie la santa autoridad del soberano con las libertades y privilegios del pueblo.

El manifiesto de la Junta de Gobierno del 13 de junio es una declaración programática en la que se explican las aspiraciones reformistas de los colaboracionistas con el nuevo régimen. Las Cortes serán restablecidas, los gastos de la casa real reducidos a una lista civil, los vales reales reconocidos como deuda pública, nacional y sagrada, y la religión católica será la única tolerada. Para completar este cuadro de Junta no vacila en anunciar la inminencia de una fantástica prosperidad basada en una agricultura floreciente, un comercio reanimado y una industria creada de nuevo, todo ello unido a una renovación de las fuerzas armadas que se supone no estará en contradicción con una reducción de la contribución para la guerra.

El 6 de junio un decreto imperial puso formalmente fin a la crisis dinástica proclamando a José I rey de España y de las Indias. Nueve días después se reunían en sesión inaugurar los 65 diputados españoles que fue posible juntar, después de laboriosas gestiones en que se llegó a repartir credenciales entre los españoles presentes en Bayona. En las siguientes tres semanas celebraron doce sesiones de las que salió la Constitución de Bayona, elaborada sobre la base de un proyecto presentado por el emperador, a fines de mayo, a la consideración de los miembros más destacados de la Junta de gobierno y del Consejo de Castilla, proyecto que sufrió importantes rectificaciones antes de presentarlo a la asamblea. Las enmiendas que ésta acordó aún fueron sometidas a la consideración del emperador, quien finalmente decidió de su inclusión o no en el texto constitucional promulgado el 6 de julio. Dos días después se presentó José para jurar la Constitución y recibir el primer testimonio de la fidelidad de sus nuevos súbditos, procediendo a continuación al nombramiento de su primer gabinete.

La constitución de Bayona (6-VII-8) es el resultado de un cruce entre las instituciones de la monarquía española y el senatus consultus de 18 de mayo de 1804 que dio a Napoleón el título imperial título 2º. , 3º. , 4º y 8º. En ella pueden distinguirse dos partes: la primera es la descripción de un sistema político que de acuerdo con el modelo francés hace de los diversos cuerpos colegiados Senado, Cortes Consejo de Estado simples cámaras de registro de los proyectos que la corona les presenta. No existe por consiguiente ninguna coordinación ente ellos, quedando a cargo del Senado la protección de la libertad personal y de imprenta, así como la facultad de suspender la Constitución a petición del rey. El proceso legislativo se inicia en el gabinete, pasa por el Consejo de Estado y se somete a la aprobación de las Cortes a las que no se reconoce iniciativa legal, del mismo modo que no se preveía la posibilidad de que presenten enmiendas. Si se añade que el Senado y el Consejo de Estado son de designación de la corona y que los diputados de las provincias son elegidos por un cuerpo electoral que forman los decanos de los regidores y de los curas de los pueblos más importantes, se descubre el carácter aparentemente liberal de un sistema que inspirado en la fórmula constitucional vigente en Francia, no podían dejar de ser autoritario.

Si el sistema político ofrecido por el emperador difícilmente puede ser considerado como representativo, las reformas institucionales que la Constitución proclama hubiesen supuesto una profunda transformación de la organización social por cuanto al azar de sus artículos, se descubre una cierta declaración de derechos: supresión de privilegios (a. 128), inviolabilidad del domicilio (a. 126), libertad de movimientos (a. 127) abolición del tormento (a. 133), admisibilidad a los empleos (a. 140), unidad de códigos (a. 96 y 113), y un programa de reformas, consolidación de la deuda pública (a. 115), supresión de las aduanas interiores (a. 117), separación del tesoro público del de la corona (a. 119), reducción de los mayorazgos a ciertos límites (a. 135 a 137), revisión de los fueros de Vascongadas (a.144). La implantación del régimen constitucional se haría de manera progresiva señalándose un plazo de cuatro años largos para su realización y sólo dos años más tarde se llegaría a la libertad de im prenta, derecho que aparece como la coronación del edificio.

Al asumir José I la corona se planteó para los españoles que vivían en territorios ocupados por las fuerzas imperiales o que cayeron posteriormente bajo su control, el problema de definirse frente a un régimen que comenzó por exigir la prestación de un juramente de fidelidad. En esta coyuntura fueron muchos, especialmente entre los funcionarios y empleados, los que se avinieron a jurar, posiblemente sin más motivo que conservar su situación. Junto con ellos figurado un sector de opinión que veía en el cambio dinástico la posibilidad de hacer realidad las ofrecidas reformas del texto constitucional, reformas que coinciden con sus propias aspiraciones. Se trata de los representantes o de los herederos del programa de la Ilustración, programa que resultó truncado al coincidir la desaparición de Carlos IV con el comienzo de la revolución en Francia. Tras dos décadas de frustración y en una coyuntura que a sus ojos no ofrecía ninguna posibilidad de resistir a las exigencias napoleónicas, la colaboración aparece como una posibilidad de reanudar el movimiento reformista que la sociedad española exige.

Los afrancesados constituyen un partido en la medida en que se reconoce en ellos un grupo dispuesto a asumir la responsabilidad de la colaboración con el invasor para desarrollar un programa de reformas. Su total vinculación ideológica con el despotismo ilustrado les lleva a propugnar un régimen monárquico con una autoridad fuerte que impida experiencias revolucionarias como la francesa, pero que al mismo tiempo promueve las reformas que el país necesita. La Constitución de Bayona, sobre la que nunca tuvieron ocasión de manifestarse con independencia, y la dinastía Bonaparte se les aparecieron como una posibilidad que no debía descartarse, tanto más cuanto la alternativa que se les ofrecía era la revolución. A estas razones se añade un oportunismo que se basa en el mismo cálculo que hicieron las autoridades constituidas, que perdieron sus cargos y en ocasiones su vida en los momentos iniciales del levantamiento, al estimar que la guerra con Francia no podría dejar de ser desastrosa para España. Años más tarde, cuando se encuentren en la necesidad de justificarse frente a quienes les condenaban como traidores, sus argumentaciones no harán más que repetir una y otra vez los anteriores planteamientos.

La prolongada resistencia nacional contra los imperiales puso a los afrancesados en la situación imposible que supone intentar una acción independiente sin contar con los medios necesarios para su realización. La gestión gubernamental de los afrancesados, coartada en 1808 por la venida de Napoleón a España e ignorada habitualmente por los comandantes militares franceses, no pasó de ser un desesperado intento, no ya de realizar reformas, sino simplemente de mantener una mínima administración nacional y de impedir la pretensión de desmembrar el país que en cierto momento atrajo al emperador. Los intentos de aproximación a la Junta Central no encontraron ninguna acogida y las reclamaciones contra los decretos napoleónicos, que en febrero de 1810 crearon una administración independiente en los territorios al norte del Ebro, fueron igualmente desatendidos.

Fuera de las penosas gestiones que el gobierno josefino realizó en defensa de aquellos objetivos la única actividad que merece señalarse es una obra legislativa, que tiene más interés por su significación doctrinal que por su influencia en la vida nacional. Del conjunto de leyes que tuvieron una discutida vigencia en los años de la guerra, constituyen un grupo aparte las que dictó el propio Napoleón. De aplicarse los famosos decretos de diciembre de 1808, hubiesen puesto fin al régimen señorial, suprimido la Inquisición, reducido el número de los conventos y trasladado las aduanas a la frontera nacional.

La obra legislativa específicamente afrancesada realizó una división territorial en 83 prefecturas y otra militar en 15 divisiones, medidas ambas que trataban de sabotear el decreto napoleónico que separaba las provincias del norte de la administración española. Los decretos relativos a Hacienda, Instrucción pública y Justicia son los únicos que responden a las aspiraciones programáticas del partido. La pretensión de extinguir la Deuda pública no constituía ninguna novedad en España y al igual que en épocas precedentes no se considera posible si no se recurre a la venta de bienes, declarados, a este efecto, nacionales. El capítulo de las leyes educativas es un testimonio del origen ilustrado de los afrancesados. En octubre de 1809 ordenaron el establecimiento de liceos, a los que se dotaría con propiedades territoriales y cuyo cuadro de profesores quedó fijado con toda precisión en el decreto fundacional. Del mismo modo, y suponemos que sin que llegasen a tener mayor realidad, se ordenó la creación de escuelas para niños, junto con otras de carácter técnico como la de Agricultura o el Conservatorio de artes, mitad oficina de patentes, mitad escuela técnica. Y en 1811 se creó una Junta consultiva de Instrucción pública a la que habría precedido una institución similar que presidiera Menéndez Valdés. En el terreno judicial el intento de uniformar la legislación civil quedó en una traducción del Código Napoleón, pero en cambio fueron abolidas las penas aflictivas e infamantes, de acuerdo con las tesis de Bancaria que los ilustrados habían asumido.

La derrota de los ejércitos imperiales planteó a los afrancesados la alternativa de someterse a la previsible represión que seguiría a la desaparición del régimen josefino o evitarla mediante la expatriación. El número de los refugiados en Francia se estima en unas 12.000 familias, no todas ellas pertenecientes a los servicios administrativos, puesto que las instrucciones impartidas a los prefectos encargados de socorrerlas mandaban se buscase trabajo a los artesanos, criados y obreros.

El fin del Imperio napoleónico, a los pocos meses de la retirada francesa, hizo aún más duras las condiciones del exilio para los afrancesados al ver en ellos el gobierno de Luis XVIII a los colaboradores de una dinastía usurpadora, tanto en España como en Francia. La vida en los depósitos que acogieron a los que carecían de medios de subsistencia, constituía no sólo una novedad personal sino una experiencia histórica inédita, llamada, por desgracia, a convertirse en habitual en nuestro siglo. Los que contaban con dinero, relaciones o capacidad para incorporarse a actividades económicas o docentes disfrutaron de un trato más favorable, que aprovecharon para mejorar su conocimiento de la lengua y/o su formación profesional sin cambiar por ello de ideas. Los más jóvenes recibieron en la Francia de la Restauración una educación profesional y conservadora. Fernando VII, que había celebrado su primera onomástica en el trono con un decreto de proscripción francesa, acabó con las esperanzas de los exiliados en la amnistía.

En este mismo año se abandonó el principio del castigo universal y sin distinciones para ofrecer a los que sirvieron al gobierno intruso, fórmula que permitía excluir a los liberales, la vía de la purificación individual, que no tuvo efectos sensibles si es que sirvió a alguno. En 1817 se planteó la posibilidad de una amnistía para terminar en un decreto (15-II-18) cuya concesión más relevante fue la devolución del patrimonio a los exiliados, para que pudiesen disponer de la mitad de sus rentas para sus necesidades luego de entregar la otra mitad al Tesoro. El triunfo liberal en 1820 abrió las puertas de la patria a todos los emigrados y no hay noticias de que los afrancesados encontrasen especiales dificultades a la hora de su reinserción social. La mayoría de ellos, especialmente los que habían ocupado cargos con José I, conservaron su fidelidad al reformismo autoritario, circunstancia que les llevaría tiempo después a militar e incluso orientar el programa y la acción del partido moderado.

3. LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

Las declaraciones de guerra formuladas sucesivamente por las Juntas provinciales señalan el comienzo de unas hostilidades cuya dispersión de esfuerzos refleja la ausencia de autoridad política central y de un mando militar único, que pudieran dar unidad a las operaciones militares. Al iniciarse las hostilidades las fuerzas francesas suman algo más de 110.000 hombres que bajo el mando supremo de Murant se distribuyen en cinco cuerpos de ejército, fuerzas a las que se sumaron 50.000 hombres para mediados de agosto. El ejército español contaba con 100.000 hombres encuadrados en tropas regulares de los que 15.000 la división del marqués de la Romana colaboraban con los imperiales de Dinamarca.

La superioridad numérica inicial de los efectivos franceses, establecida en una relación aproximada de un 50 por 100, aumentaba sensiblemente de resultas de la mayor movilidad de sus unidades frente a la de cualquiera de los ejércitos de la época. La organización del ejército en divisiones dio a los franceses la superioridad que se deriva de que autonomía que proporciona a las grandes unidades el reunir en un conjunto integrado los diversos medios necesarios para la marcha y el combate. Desde el comienzo de las guerras de la Revolución el ejército francés practicó el sistema que Napoleón elevaría a doctrina, de vivir sobre el país, decisión que libraba a las unidades combatientes de buena parte de las exigencias logísticas de otros ejércitos, aumentando su capacidad de movimientos y la rapidez de su marcha. Cabe, finalmente, señalar las circunstancias de que la cadencia de marcha de los ejércitos franceses se había elevado a 120 pasos por minuto frente a los 70 tradicionales de los ejércitos del siglo XVIII. A todo ello hay que añadir la veteranía y la moral de victoria de un ejército que no había conocido la derrota en tres lustros.

El resultado de los factores mencionados se refleja en una superior movilidad, característica de los ejércitos del emperador, quien hará de ella uno de los factores decisivos de su estrategia, fundada en buena parte en la rapidez de la concentración de las fuerzas que han de combatir. Una rápida reunión de las tropas distribuidas en el área de la batalla equivale a multiplicar la masa por la diferencia de velocidad de los ejércitos enfrentados y trasforma la relación puramente cuantitativa de fuerzas en favor de los soldados que marchan más deprisa. El arte del mando explica Napoleón consiste en convertir la inferioridad numérica territorial en superioridad en el campo de batalla, resultado que sólo se logra merced a la ventaja en la marcha.

La acción ofensiva es finalmente una simple consecuencia de los principios anteriores. La exploración estratégica de las ventajas derivadas de la mayor movilidad y de la superioridad circunstancial en un lugar y en un momento determinado, de nada sirven si no se utilizan para atacar y destruir al enemigo. Frente a la estrategia defensiva de los ingleses y de los españoles en buena parte de la guerra, para quienes no ofrece sino ventajas, los franceses no pueden dejar de atacar, tanto por razones políticas aspiran a pacificar el país como militares buscan la decisión en el campo de batalla.

En el terreno táctico la fórmula preferida por el mando francés desde los ya lejanos tiempos de las guerras revolucionarias es la columna de asalto, formada por un batallón, un regimiento y en ocasiones excepcionales por una brigada, a la que precede y flanquea en el asalto un nutrido cuerpo de tiradores.

Frente a la columna no se conocía otra fórmula que la línea de combate, dispositivo táctico en que destacarían por su solidez los británicos de Wellington, capaces, gracias a una disciplina férrea, de mantenerse clavados en el terreno, prácticamente en cualquier circunstancia, con lo que adquirían una enorme superioridad de fuego. En estas circunstancias sólo las dos primera líneas francesas podían hacer fuego, es decir 80 o 160 hombres, en tanto la línea formada por un batallón de fuerza semejante formado en doble fila podía aprovechar toda la capacidad de fuego de sus 800 mosquetes. La condición imprescindible para explotar esta ventaja táctica es la solidez de la línea por cuanto si esta falla, en el punto en que entra en contacto con la columna, pierde inmediatamente su superioridad de fuego al no poder disparar sobre su propia línea y queda inerme ante el enemigo, a causa de su falta de movilidad, condenada por tanto a la dispersión o al aniquilamiento. Lo primero según veremos constituyó resultado frecuente por lo que respecta a las tropas españolas que libraron batallas campales en los dos primeros años de la guerra.

El levantamiento español en mayo-junio de 1808 provocó el inmediato aislamiento de los cuerpos de ejército de Junot en Portugal y de Duherme en Barcelona. Las fuerzas de Moncey y Dupont, concentradas en torno a la capital, conservaban su comunicación con Francia gracias a las tropas de Bessieres que, desde Vitoria, cuidada de la protección de la vital ruta de Madrid. En estas circunstancias Napoleón señaló como objetivo la liquidación de los focos de resistencia, confiando que, en el caso de una guerra dinástica contra el ejército borbónico, su superioridad numérica y sobre todo la mayor experiencia de sus tropas bastaría para forzar una decisión favorable. De aquí sus órdenes para una rápida ocupación del país, aun a riesgo de diluir sus fuerzas hasta extremos tácticamente aventurados. Bessieres, sin perder el control de la comunicación Madrid-Bayona, ocuparía Santander y Zaragoza, en tanto las fuerzas reunidas en la capital marcharían sobre Valencia y Sevilla. El despliegue realizado con efectivos limitados y siguiendo líneas divergentes implicaba, necesariamente, el aislamiento de las columnas en el territorio, al no poder dejar guarniciones que asegurasen su retaguardia. Napoleón trata de ganar la guerra en las ciudades y deja en poder de los españoles el control de las comunicaciones, concepción estratégica que había de tener consecuencias decisivas.

La campaña de la primavera-verano de 1808 tuvo uno resultados totalmente distintos de los previstos. Si Bessieres cumplió su primordial objetivo de proteger la ruta de Madrid derrotando a Cuesta en Medina de Rioseco (14 julio 1808), no pudo ocupar Zaragoza cuyo levantamiento, al extender a Logroño y Burgo de Osma, amenazaba el camino por el Este. La defensa de una ciudad abierta, eventualidad no prevista, fue posible gracias a la utilización de barricadas y de las propias ruinas para neutralizar la hasta entonces acción decisiva de la caballería y la artillería, y la superior capacidad de maniobra de los franceses. Al ejército de Cataluña se le asignó una misión de apoyo a las columnas que marcharon sobre Zaragoza y Valencia, misión que no pudo cumplir al ser determinadas sus fuerzas en el Bruch en dos ocasiones, viendo además cortadas sus comunicaciones con Francia por la resistencia de Gerona. La expedición sobre Valencia se retiró luego que fracasó el asalto a sus murallas.

La decisión de la campaña se produjo en Andalucía donde el ejército de Dupont, tras saquear Córdoba, se encontró totalmente aislado en Andújar. Ante los imperiales de Junta de Sevilla pudo organizar un ejército incorporando los numerosos voluntarios en los cuadros del ejército de Castaños, que contaban con una abundante oficialidad. El plan de operaciones busca mediante un movimiento de flanqueo ponerse en la retaguardia del enemigo para que dejando al grueso del ejército sin retirada, lo ponga en el caso de rendirse o batirse con desventaja tan conocida cual puede deducirse de nuestro mayor número de tropas. La batalla de Bailén (19 julio)se desarrolló tal como había sido planeada y Dupont al no poder abrirse paso se vio reducido a capitular. El vacío que dejó la desaparición del ejército de Andalucía tuvo como consecuencia la retirada de los franceses sobre Vitoria para impedir el corte de sus comunicaciones. El ejército de Portugal, al que separaban ciertos de Kilómetros del camino de Madrid, negoció con los ingleses su retirada a Francia en buques británicos, acuerdo que su posición estratégica no justificaba en modo alguno.

El desastroso resultado de la campaña de 1808 llevó al emperador a plantear el conflicto de acuerdo con la realidad de una guerra nacional. Frente a la movilización de los recursos españoles lanzó sobre la Península una masa de 250.000 hombres en su mayoría veteranos pertenecientes a la Grande Armée. La campaña napoleónica se proyecta como una batalla de aniquilamiento que recuerda a mayor escala territorial el planteamiento estratégico de Austerlitz.

Aprovechando el avance de las fuerzas españolas por la cosa y los Pirineos dispone la concentración de sus fuerzas en el centro camino de Burgos para provocar la ruptura del frente, abatiendo a continuación sus fuerzas sobre los flancos para buscar la total destrucción del ejército español. El ataque frontal de la vanguardia imperial destrozó la línea española, causándole un número excepcionalmente elevado de bajas. Una vez dueño de Burgos Napoleón inició la segunda parte de la maniobra lanzamiento de Ney sobre Tudela y a Soult sobre Santander, operación que completará la acción de su caballería. En estas condiciones el ejército español cuya limitada capacidad de maniobra, dada su insuficiente preparación, determinada frecuentes momentos de desorganización, se desintegra más que por las derrotas por la deserción de los soldados, cuyo temor a ser flanqueados y aún más a encontrarse dispersos ante la caballería imperial, les lleva a desertar un tipo de guerra en que es evidente su inferioridad. Los únicos resultados logrados por la campaña napoleónica fueron ocupar Madrid y forzar a los ingleses de Moore a reembarcar en La Coruña. A cambio de ello y gracias a no haber intentado resistir en campo abierto el país conservará prácticamente intactos la totalidad de sus recursos humanos y buena parte de los medios materiales.

Cuando el emperador abandonó España dejaba tras sí la casi totalidad de su ejército al que asignó una misión, la ocupación del país, por encima de sus fuerzas tarea a la que dedicó los tres años sucesivos para no lograr más que resultados parciales y que no eran definitivos.

En el antiguo reino de Aragón, Suchet ocupó laboriosamente las plazas de Aragón y Cataluña para coronar su campaña al cabo de tres años con la conquista de Valencia, que señala el límite de la penetración francesa en la zona. En el centro la expedición de Areizaga que llegó a cruzar el Tajo terminó de manera catastrófica en Ocaña (noviembre 1809). La pérdida del ejército levantado con gran esfuerzo por la Junta Central fue explotada por Soult para conquistar Andalucía, quedando detenido ante Cádiz abastecida desde el mar por los británicos. En tanto, la región de Murcia y Hueva quedaron casi permanentemente más allá del alcance de los franceses. En el oeste los imperiales fracasaron en las dos espediciones lanzadas contra Portugal, y hubieron delimitarse a mantener una línea de cobertura frente a cualquier intento de avance de los ingleses o de los españoles contra su vital línea de comunicaciones.

Incapaces de mantenerse en campo abierto ante tropas superiores en número, armamento, preparación, técnica y movilidad, los españoles abandonaron su fórmula primera - la guerra regular - para adoptar un modo nuevo de combatir, la guerrilla, primera aparición histórica de lo que hoy se denomina guerra revolucionaria. El punto de partida de las guerrillas está en la dispersión del ejército español a finales del año ocho, y salvo casos aislados, la mayoría de los guerrilleros conocidos se lanzaron al campo en los primeros meses del siguiente año.

Aunque la iniciativa para levantar grupos armados respondía a iniciativas individuales y que los principios estratégicos y las reglas táctica surgieron en la práctica del combate, es importante destacar las iniciativas de la Junta Central que, por una parte, proporciona un anual para orientar la actividad del guerrillero, en tanto, por otra, reivindica el derecho de un pueblo invadido al emplear ese tipo de combate, para lo que lo asimila el corso marítimo.

La guerra de guerrilla constituye una praxis bérica cuya elaboración teórica - Mao, Giap, Guevara - no se ha producido hasta las campañas revolucionarias de la década de los treinta, y posteriores a la segunda guerra mundial. Requiere una condición necesaria la realidad de una indiscutible inferioridad militar, sin la cual no tendría sentido ese tipo de lucha. Es igualmente preciso contar con el apoyo activo de la población civil, cuya beligerancia facilita a los combatientes irregulares una serie de servicios que en otro caso ocuparían una parte importante de su efectivos, como son los abastecimientos la información los servicios de correo y la sanidad. Las iniciativas de los guerrilleros provocaron medidas de represión que frecuentemente afectan a elementos de la población ajenos a la lucha, con el consiguiente incremento de la hostilidad, que a su vez compromete la acción pacificadora del ejército ocupante. La creación y el mantenimiento del clima bélico encuentran en la depresión y en la violencia practicada por el enemigo la condición necesaria para su supervivencia. La violencia del invasor fue instrumentada por una constante propaganda que corrió al cargo del clero.

La guerra española de guerrillas, y siguiendo su ejemplo todo conflicto de esta naturaleza, se produce el acuerdo de una serie de principios estratégicos específicos. La guerra es una actividad permanente por cuanto todos los nacionales son combatientes nacionales que aprovechan todos los momentos para realizar cualquier acción que cause pérdidas al enemigo. El asesinato de los soldados rezagados se convertirá en práctica atan común como para que los mandos franceses utilizasen todos los medios disciplinarios antes de dejar atrás a sus hombres cansados y heridos. El apoyo popular hace del territorio un medio hostil para el enemigo y favorable al guerrillero. En tanto el primero necesita ocuparlo materialmente para firmar su dominio, el segundo dispone de él sin necesidad de utilizar fuerza alguna. Sobre esta base la guerrilla crea una específica doctrina en cuanto se refiere al dominio del espacio que consiste en renunciar a conservar el terreno, cualquier terreno, como el medio de conservar la propia capacidad de combatir y con ella el control de todo cuanto los franceses no ocupan en un momento dado. El contacto se realiza únicamente cuando existe la certeza del triunfo, el cual se mide sólo por las pérdidas humanas y materiales que se causa al enemigo y no por criterios clásicos como la conservación del campo de batalla, la rendición de plazas fuertes, etc. En caso de un cambio en las circunstancias del combate la retirada, y si es preciso la dispersión, proporciona los medios de conservar sin merma la capacidad ofensiva. Finalmente la guerra de guerrillas busca la decisión militar no en la derrota del enemigo en una batalla campal, sino en el aniquilamiento de sus recursos mediante una guerra de desgastes que a través de una lucha prolongada hace sufrir al enemigo mayores pérdidas que las que causas. Habiendo salvaguardado e incrementado la capacidad combativa propia gracias al apoyo de la población, beligerante aun no siendo combatiente, la guerrilla recupera de inmediato la iniciativa al nivel táctico, terreno en que buscará la decisión estratégica. La iniciativa de los guerrilleros conduce a encuentros que sirven a aquélla cuando obedecen a los siguientes principios tácticos: superioridad de fuerzas, rapidez del combate y certeza del éxito, y sólo en estas circunstancias se considerará justificado el comprometer las propias fuerzas. Las condiciones citadas confieren a los combatientes irregulares una excepcional movilidad a la que no están en condiciones de responder las unidades regulares, mucho más pasadas y lentas.

La importancia histórica de la guerra de guerrillas, exaltada frecuentemente por sus valores humanos, ha sido en cambio desvalorizada en su importancia militar hasta que los recientes desarrollos de este tipo de lucha han obligado a revisar tales juicios. Un análisis de la guerra en el que se trate más de valorar el número de bajas y los daños causados al enemigo que de describir batallas campales, habrá de estimar forzosamente la acción de las guerrillas como más importante que la de los ejércitos regulares español e inglés. En definitiva los imperiales no fueron obligados a evacuar el país por las derrotadas de Arapiles o Vitoria sino porque para entonces sus tropas habrá llegado a un punto crítico en que en uno u otro momento o lugar habían de encontrarse en inferioridad. La primera función estratégica de los guerrilleros, y no sólo a escala nacional sino continental, fue la fijación de fuerzas francesas en la Península que hasta 1813 no bajaron de 250.000 hombres y en ocasiones superaron los 350.000 - en la campaña de Rusia intervinieron 500.000 hombres -, la mayoría de ellos ocupados en funciones de guarnición y comunicaciones. Las tropas regulares aliadas oscilaron alrededor de los 160.000 hombres, de los que los británicos aportaban un tercio, que con los efectivos pertenecientes a las guerrillas podrían redondear los 200.000. El carácter de la guerra se refleja en los efectivos comprometidos en las batallas que muestran una sensible desproporción respecto al total de los movilizados. En Talavera, Víctor dispuso de 46.000 hombres; en Busaco, Massenna mandó 59.000 soldados, y en los Arapiles, Mormont, Wellington dirigen una fuerza semejante de 42.000 combatientes. El resto de las tropas francesas, siempre más de las cuatro quintas partes, se consume en servicios de protección frente a las guerrillas. Así, en el momento del asalto a Torres Vedras, Espoz y Mina fija en Navarra durante los tres meses clave de la operación hasta 38.000 hombres, los dos tercios de los que con un inusitado lujo de precauciones logró rechazar Wellington en Busaco.

La acción combinada de un proceso continuado de erosión de los efectivos enemigo y la fijación en España de una buena mitad de los efectivos imperiales condujo a Napoleón a una situación crítica. En 1812 se puso de manifiesto la incapacidad de Francia para hacer frente a dos objetivos simultáneos de la importancia militar de España y Rusia. Bastó que retirase unos cuantos miles de hombres para que la situación de los ejércitos franceses en la Península se hiciese insostenible. Arapiles (julio 1812) fue consecuencia de la nueva situación y la amenaza sobre la ruta de Madrid bastó para que los franceses se apresurasen a abandonar Andalucía. A partir de este momento, la guerra está decidida y un año después fue suficiente que Wellington mantuviese una constante amenaza de franqueo a lo largo del eje fundamental de las comunicaciones, para que los imperiales se batiesen en retirada y si al final se llegó a una batalla en Vitoria el junio 1813 fue porque los franceses se detuvieron para dar tiempo a las fuerzas situadas en Logroño se uniesen a la columna en retirada. Tras la derrota, Napoleón integró todas sus fuerzas en un único ejército que puso a las órdenes de Soult con la exclusiva misión de proteger al ejercito francés contra una invasión. La decisión de la guerra en el norte obligó a Suchet a replegarse sobre sus fronteras, proceso que logró prolongar hasta comienzos de 1814 en que cruzaron las líneas las últimas tropas francesas, con lo que llegaron a su fin las hostilidades.

Ïndice:

- Resumen del Episodio Nacional..........Pag 1-6.

- Biografía Benito Pérez Galdós...........Pag 7.

- Contexto Histórico:

Crisis de la Monarquía Absoluta.........Pag 8-14.

Los Afrancesados. El Reinado de José I..Pag 14-19.

La guerra de la Independencia...........Pag 19-24.

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Enviado por:Luis Almansa García
Idioma: castellano
País: España

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