Filosofía y Ciencia


El contrato social; Jean Jacques Rousseau


INTRODUCCIÓN:

La Sociedad. 'El Contrato Social'

Es otra obra fundamental para conocer el pensamiento de la Ilustración en el aspecto político. En paralelo con el pensamiento de Montesquieu en 'El Espíritu de las leyes'.

El individuo sólo puede ser libre en el seno de la comunidad: por medio de una reforma social y educativa se podría poner los fundamentos para una salida airosa al estado deplorable en el que se encuentra la humanidad.

El estado en que se encuentra el hombre en esta sociedad es un estado casi salvaje, sin ley ni moralidad. Como la maldad de los hombres es debido a maldad de la sociedad, los hombres sólo pueden ser buenos si se produce una reforma profunda de la sociedad.

La crítica del injusto orden social y de la cultura no significa en Rousseau el retorno a un estado natural (en cuanto orden libre, sin trabas) o de barbarie, sino la transformación de un orden social establecido por la fuerza (que diría Hobbes) y vivido obligado por las leyes venidas de fuera del hombre, sino el cambio en un orden establecido por leyes dadas por los hombres Mismos en igualdad y libertad, es decir, un orden vivido en autonomía.

Rousseau se ve obligado a condenar el orden social en el cual no existe ya la primitiva libertad del hombre. Se resiste a fundamentar el orden social en la fuerza (como quería Hobbes) porque la fuerza no confiere derecho. Por tanto, para que el orden social sea legítimo y Justificado, tendrá que fundarse en el acuerdo o la convención.

Por lo tanto, tienen que unirse y fundar una asociación; pero el problema no consiste sólo en encontrar esa asociación que proteja a las personas y a los bienes de cada uno, sino en hallar una asociación tal que en ella cada miembro siga obedeciéndose sólo a sí mismo y siga siendo tan libre como antes.

El sentido del 'Contrato' no es nuevo; ya apareció antes en Locke y en Hobbes, pero Rousseau le da un sentido nuevo, completamente distinto:

No es un contrato entre individuos (Hobbes).

No es un contrato bilateral (Locke: grupo de personas ceden sus poderes a otro hombre o grupo de hombres para que ejerzan el gobierno).

Sí es un contrato entre la comunidad, cuya voluntad general es el fundamento de todo poder político. Aquí es donde cobra sentido la 'soberanía del pueblo'.

En la teoría de Rousseau, el contrato originario crea un soberano idéntico con las partes contratantes, tomadas colectivamente; y no se dice nada del gobierno. Para Rousseau el gobierno es pura y simplemente el poder ejecutivo dependiente de la voluntad general.

La comunidad civil, distinta del estado, aparece como una comunidad de hombres libres que gozan de igualdad política. Nadie debe ser excluido.

El paso del estado de naturaleza al de sociedad civil organizada, no es una sustitución de la 'libertad natural' por la esclavitud, sacando como beneficio la seguridad ciudadana, la protección a la propiedad etc. En esta sociedad se adquiere una forma de libertad superior a aquella de la que se disfruta en el estado de naturaleza.

¿Hay contradicción entre lo que decía en el Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres y El Contrato Social? En el primero hablaba de los males de la sociedad tales como existían de hecho en la realidad (sobre todo en Francia); en el Contrato habla de la sociedad política tal y como debería ser.

Como mero individuo aislado, el hombre, aunque no es vicioso ni malo en sí mismo (es bueno por naturaleza) no es propiamente un ser moral; sólo en sociedad se desarrolla su vida intelectual y moral.

El hombre nace libre, pero en todas partes se encuentra encadenado' es la expresión de un problema, no de una solución. La solución se encuentra en la idea de la transformación de la libertad natural en libertad civil y moral. La libertad civil está limitada por la voluntad general, con la cual se identifica la libre voluntad real de cada individuo, en cada miembro de la sociedad.

Rousseau llega a captar perfectamente la contradicción política del mundo moderno y contemporáneo, el problema de la conjunción de igualdad y libertad, ya que ve claramente que ésta no puede existir sin aquella.

Rousseau contrasta el grave riesgo que la desigualdad económica supone para la comunidad política, esa división simple de pobres y ricos. Y manifiesta su casi total escepticismo sobre la verdadera democracia.

Este capítulo es un grito de desesperación al reconocer que la mecánica política exige el establecimiento de numerosas funciones delegadas, lo que al final supone o implica un cambio profundo en la administración. Si reconoce que la democracia no es perfecta, eso no inválida las bases de la legitimidad democrática con todas las imperfecciones que pueda tener. No basta la fuerza para mandar, es preciso que también el pueblo crea en la justicia de esa fuerza que manda democráticamente.

Rousseau, pues, aspira a un proyecto político en el que fueran compatibles la igualdad y la libertad aunque siempre bajo la autoridad de las leyes. Esas leyes que se las ha dado a sí mismo el pueblo, cuando ejerce la soberanía, al expresar la voluntad general.

Finalmente:

Rousseau ha ejercido una notable influencia en la literatura universal, no sólo en la francesa, sino también en la alemana.

Rousseau. rebasó los esquemas de la Ilustración, fue un romántico ilustrado, más romántico que ilustrado, si identificamos como rasgos principales de la Ilustración en Francia un racionalismo árido, un escepticismo religioso y una tendencia al materialismo.

Rousseau se adelantó a su tiempo; fue precursor del Romanticismo y abrió el camino a amplias vías de la cultura europea.

RESÚMEN: J.J. Rousseau: El Contrato Social

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO II

DE LAS PRIMERAS SOCIEDADES

La más antigua sociedad es la familia. Los hijos, exentos de la obediencia que debían al padre, y éste exento de los cuidados que debía a los hijos, entran todos a gozar igualmente de cierta independencia. Resulta, pues, dudoso, según Grocio, saber si el género humano pertenece a un centenar de hombres o si ese centenar de individuos pertenece al género humano. Tal era también el criterio de Hobbes. Queda así la especie humana dividida en rebaños, cuyos jefes los guardan para devorarlos.

Como un pastor es de superior naturaleza a la de su rebaño, los pastores de hombres, es decir, los jefes, son igualmente de naturaleza superior a sus pueblos. Todo hombre nacido esclavo nace para la esclavitud; nada más cierto. Si existen, pues, esclavos por naturaleza es porque ha habido esclavos contra naturaleza. Nada he dicho del rey Adán ni del emperador Noé, padre de tres grandes monarcas que le repartieron el universo, como fueron los hijos de Saturno, a quienes se ha supuesto reconocer en ellos.

CAPÍTULO III

DEL DERECHO DEL MÁS FUERTE

El más fuerte no lo es siempre demasiado para ser constantemente. amo o señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. Pues si la fuerza constituye el derecho, como el efecto cambia con la causa, toda fuerza superior a la primera modificará el derecho. ¿Qué es, pues, un derecho que desaparece cuando la fuerza cesa? Si es preciso obedecer por fuerza, no es necesario obedecer por deber, y si la fuerza desaparece, la obligación cesa.

CAPÍTULO IV

DE LA ESCLAVITUD

Puesto que ningún hombre tiene autoridad natural sobre su semejante, y puesto que la fuerza no constituye derecho alguno, quedan sólo las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres.

“Si un individuo, -dice Grocio-, puede alienar su libertad y hacerse esclavo de un amo, ¿por qué un pueblo entero no ha de poder alienar la suya y convertirse en esclavo de un rey?” Hay en esta frase algunas palabras equívocas que necesitarían explicación pero detengámonos sólo en la de alienar. Alienar es ceder o vender. Ahora bien, un hombre que se hace esclavo de otro no se entrega; se vende, eso sí, para atender a su subsistencia; pero un pueblo, ¿por qué es por lo que se vende?

Su libertad les pertenece, sin que nadie tenga derecho a disponer de ella. Renunciar a su libertad es renunciar a su condición de hombre, a los derechos de la Humanidad e incluso a sus deberes. Pero es un hecho que ese presunto derecho a matar a los vencidos no resulta en modo alguno del estado de guerra. La guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado, en la cual los individuos son enemigos accidentalmente, no como hombres ni como ciudadanos, sino como soldados; no como miembros de la patria, sino como sus defensores. Teniendo la guerra como fin la destrucción del Estado enemigo, hay derecho a matar a los defensores en tanto estén con las armas en las manos, pero en cuanto las entregan y se rinden dejan de ser enemigos o instrumentos del enemigo, y recuperan su condición de simples hombres y el derecho a la vida. Si la guerra no da al vencedor el derecho de asesinar a los pueblos vencidos, no puede darle tampoco el de someterlos a esclavitud. No hay derecho a matar al enemigo más que cuando no se le puede convertir en esclavo, luego este derecho no proviene del derecho a matarlo: únicamente un cambio en el cual se le otorga la vida, sobre la cual no se tiene derecho, al precio de su libertad; estableciendo, pues, el derecho de vida y muerte sobre el derecho de esclavitud, y éste, a su vez, sobre aquél, ¿es o no evidente que se cae en un círculo vicioso?

Mas, aun admitiendo ese horrible derecho a matar, afirmo que un esclavo hecho en la guerra o un, pueblo conquistado no está obligado a nada con el vencedor, a excepción de obedecerle mientras a ello se siente forzado. Lejos, pues, de haber adquirido sobre su libertad alguna, el estado de guerra subsiste entre ellos al igual que antes, y sus mismas relaciones son el efecto, pues el uso de derecho de guerra no supone ningún tratado de paz. Las palabras esclavo y derecho son contradictorias y se excluyen recíprocamente. Ya sea de hombre a hombre o de hombre a pueblo, el siguiente razonamiento será siempre igualmente insensato:

«Celebro contigo un contrato en el cual todos los deberes están a tu cargo y todos los beneficios a mi favor, el cual observaré mientras a mí me plazca, y tú durante el tiempo que yo lo desee. »

CAPÍTULO V

NECESIDAD DE RETROCEDER A UNA CONVENCIÓN PRIMITIVA

Ni aun concediéndoles todo lo que hasta aquí he refutado lograrían progresar más los fautores del despotismo. Habrá siempre una gran diferencia entre someter una multitud y regir una sociedad. Ese hombre, aunque haya sojuzgado a medio mundo, no es realmente más que un particular; su interés, separado del de los demás, será siempre un interés privado. Si llega a perecer su imperio tras él, se dispersará y permanecerá sin unión ni coherencia, como un roble se destruye y cae convertido en montón de cenizas, una vez que el fuego lo ha consumido.

Un pueblo, dice Grocio, puede darse a un rey. Ese don representa, pues, un acto civil, desde el momento que supone una deliberación pública. Antes de examinar el hecho por el cual un pueblo elige a un rey sería conveniente estudiar el acto por el cual un pueblo se siente pueblo, va que siendo este acto necesariamente anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.

CAPÍTULO VI

DEL PACTO SOCIAL

Supongo a los hombres recién llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación en el estado natural superan a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado. Entonces ese estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no variara de manera de ser.

Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir solamente las que existen, no tienen otro medio para conservarse que el de formar, por agregación, una suma de fuerzas capaz de superar la resistencia, ponerlas en juego con un solo fin y hacerles obrar de mutuo acuerdo.

Esa suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero, constituyendo la fuerza y la libertad de cada hombre los principales instrumentos para su conservación, ¿cómo podría él comprometerlos sin justificarse ni descuidar las obligaciones que tiene para consigo mismo? Esta dificultad, volviendo a mi tema, puede enunciarse en los términos siguientes:

«Cómo encontrar una forma de asociación que defienda y proteja, de la fuerza común, la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos los demás, no obedezca más que a sí mismo y permanezca, por tanto, tan libre como antes.» He aquí el problema fundamental cuya solución proporciona el contrato social.

Estas cláusulas, suficientemente estudiadas, se reducen a una sola, a saber: la alienación total de cada asociado con sus innegables derechos a toda la comunidad.

Al instante este acto de asociación transforma la persona particular de cada contratante en un ente nor­mal y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, la cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. La persona pública que así se constituye, por la unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo el nombre de Ciudad y hoy el de República o cuerpo político, el cual es denominado Estado cuando es activo, potencia en relación a sus semejantes. Pero estos términos se confunden a menudo, tomándose el uno por el otro; basta saber distinguirlos cuando son empleados con absoluta precisión.

CAPÍTULO VII

DEL SOBERANO

Se ve por esta fórmula que el acto de asociación implica un compromiso recíproco del público con los particulares y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo, se halla comprometido bajo, una doble relación, a saber: como miembro del soberano para con los particulares y como miembro del Estado para con el soberano. Pero derivando el cuerpo político o el soberano su existencia únicamente de la legitimidad del contrato, no puede obligarse jamás, ni aun con los otros, a nada que derogue ese acto primitivo, tal como alienar una parte de sí mismo o someterse a otro soberano.

Además, estando formado el cuerpo soberano por los particulares, no tiene ni puede tener interés contrario al de ellos; por consiguiente, la soberanía no tiene necesidad de dar ninguna garantía a los súbditos, ya que es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros. El soberano, por la sola razón de serlo, es siempre lo que debe ser.

En efecto, cada individuo puede, como hombre, tener una voluntad contraria o desigual a la voluntad general que le distingue como ciudadano.

CAPÍTULO VIII

DEL ESTADO CIVIL

La transición del estado natural al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, sustituyendo en su conducta la justicia al instinto y dando a sus acciones la moralidad de que carecían en principio. Reduciendo nuestro planteamiento a términos fáciles de comparar: el hombre pierde su libertad natural y el derecho ilimitado a todo cuanto desee y pueda alcanzar, ganando, en cambio, la libertad civil y la propiedad de lo que posee.

CAPÍTULO IX

DEL DOMINIO REAL

Solamente por este acto la posesión cambia de naturaleza al cambiar de manos, convirtiéndose en propiedad en las del soberano; pero como las fuerzas de la sociedad son incomparablemente mayores que las de un individuo, la posesión pública es también de hecho más fuerte e irrevocable, sin ser legítima, al menos para los extranjeros, pues el Estado, tratándose de sus miembros, es dueño de sus bienes por el contrato social, el cual sirve de base a todos los derechos, sin serlo, sin embargo, con relación a las otras potencias sino por el derecho de primer ocupante que deriva de los particulares.

El derecho de primer ocupante, aunque es más real que el de la fuerza, no es verdadero derecho sino después que se establece el derecho de propiedad. Cualquier hombre tiene naturalmente derecho a todo cuanto le es necesario; pero el acto positivo que le convierte en propietario de un bien cualquiera le excluye del derecho a los demás. Adquirida su parte, debe limitarse a ella sin ningún derecho a la comunidad. He ahí la razón por la cual el derecho de primer ocupante, tan débil en el estado natural, es respetable en el estado civil. Como quiera que se realice esta adquisición, el derecho que tiene cada particular sobre sus bienes queda siempre subordinado al derecho de la comunidad sobre todos, sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía.

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO I
LA SOBERANÍA ES INALIENABLE

Lo que hay de común en esos intereses es lo que constituye el vínculo social, pues, si no hubiera un punto en el cual todos concordasen, ninguna sociedad llegaría a ser gobernada.

Afirmo, pues, que no siendo la soberanía más que el ejercicio de la voluntad general, jamás deberá alienarse y que el soberano, que no es más que un ser colectivo, no puede ser representado sino por si mismo: el poder se transmite, pero nunca la voluntad.

En semejante caso, del silencio general debe presumirse el consentimiento del pueblo.

CAPÍTULO II

LA SOBERANIA ES INDIVISIBLE

La soberanía es indivisible por la misma razón de ser inalienable, pues la voluntad es general o no lo es; en el primer caso, la declaración de esa voluntad constituye un acto de soberanía y es de ley; en el segundo no es sino una voluntad particular o un acto de magistratura; un decreto todo lo más.

En el primer caso los derechos que se toman como parte de la soberanía están todos subordinados a ella y suponen siempre la ejecución de voluntades suprema, pues estos derechos no autorizan sino la ejecución.

No es posible imaginar cuánta oscuridad ha arrojado esta falta de exactitud en las discusiones de los autores en materia de derecho político cuando han querido emitir una opinión o decidir sobre los derechos respectivos de reyes y pueblos, partiendo de los principios que habían establecido. La verdad no lleva a la fortuna, ni el pueblo da embajadas, cátedras o pensiones.

CAPÍTULO III

DE SI LA VOLUNTAD GENERAL PUEDE ERRAR

De lo que precede se deduce que la voluntad general es siempre recta y tiende constantemente a la utilidad pública; pero no se deriva de ello que las resoluciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud.

El pueblo quiere indefectiblemente su bien, pero no siempre lo comprende. Jamás se corrompe al pueblo, pero a menudo se le engaña, y es entonces cuando parece querer el mal.

Frecuentemente surge una gran diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: ésta sólo atiende al interés común, aquélla al interés privado, siendo en resumen una suma de las voluntades particulares; pero suprimid de esas mismas voluntades las más y las menos que se destruyen entre sí, y quedará la voluntad general como suma de las diferencias.

Si cuando el pueblo, suficientemente informado, delibera, los ciudadanos pudieran permanecer sin ninguna comunicación entre ellos, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general y la resolución sería buena. Las diferencias se hacen menos numerosas y da un resultado menos general. En fin, cuando una de esas asociaciones es tan grande que predomina sobre todas las demás, el resultado no será una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única: desaparece la voluntad general y la opinión que impera es una opinión particular.

CAPÍTULO IV

DE LOS LÍMITES DEL PODER SOBERANO

Así como la naturaleza ha dado al hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos. Se conviene en que todo lo que cada individuo aliena, mediante el pacto social, de poder, bienes y libertad, es solamente la parte cuyo uso resulta de trascendencia e importancia para la comunidad, mas es preciso convenir también que el soberano es el único juez capaz de esta importancia.

Tan pronto como el cuerpo soberano lo exija, el ciudadano está en el deber de prestar al Estado sus servicios; pero éste, por su parte, no puede recargarles con nada que sea inútil a la comunidad; no puede ni aun quererlo, pues de acuerdo con las leyes de la razón, como las de la naturaleza, nada se hace sin motivo.

Los compromisos que nos ligan con el cuerpo social no son obligatorios sino porque son mutuos, y su naturaleza es tal, que al cumplirlos no se puede trabajar por los demás sin trabajar por sí mismo. ¿Por qué la voluntad general es siempre recta y por qué todos desean constantemente el bien de cada uno, sino porque no hay nadie que no piense en sí mismo al votar por todos? Esto prueba que la igualdad de derechos y la noción de justicia que ella determina provienen de la preferencia que cada uno se da y, por consiguiente, de la naturaleza humana; que la voluntad general, para que verdaderamente lo sea, debe serlo en su objeto y en su esencia; debe partir de todos para ser aplicable a todos, y que pierde su natural rectitud cuando tiende a un objetivo individual y determinado, porque

entonces, juzgando lo que resulta extraño no tenemos ningún auténtico principio de equidad que nos guíe.

Sería, pues, ridículo fiarse o atenerse a una decisión expresa de la voluntad general, que no puede ser sino la conclusión de una de las partes, y que, por consiguiente, es para la otra una voluntad extraña particular y sujeta al error. Así como la voluntad particular no puede representar la voluntad general, ésta, a su vez, cambia de naturaleza si tiende a un objetivo particular, y no puede en tal caso pronunciarse sobre un hombre ni sobre un hecho. Cuando el pueblo de Atenas, por ejemplo, nombraba o destituía a sus jefes, concedía honores a los unos, imponía penas a los otros, y por medio de numerosos decretos particulares realizaba indistintamente todos los actos del Gobierno, el pueblo entonces carecía de voluntad general propiamente dicha; no procedía como soberano, sino como magistrado. Así, por la naturaleza del pacto todo acto de soberanía, vale decir, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga o favorece igualmente a todos los ciudadanos; de tal suerte que el soberano conoce exclusivamente el cuerpo de la nación sin distinguir a ninguno de los que la forman.

CAPÍTULO V

DEL DERECHO DE VIDA Y MUERTE

Puede preguntarse: no teniendo los particulares el derecho a disponer de su vida, ¿cómo pueden, sin embargo, transmitir al soberano ese derecho del cual carecen? Esta cuestión parece difícil de resolver por estar mal planteada. El hombre tiene derecho a arriesgar su propia vida por conservarla. ¿Se ha dicho alguna vez que el que se arroja por una ventana para salvarse de un incendio es un suicida? ¿Se ha imputado nunca tal crimen al que perece en un naufragio cuyo peligro ignoraba a la hora de embarcarse?

El contrato social tiene por fin la conservación de los contratantes. El que quiere el fin, quiere los medios, y esos medios son, en el presente caso, inseparables de algunos riesgos y de algunas pérdidas. El que quiere conservar su vida a expensas de los demás, debe también exponerse por ellos cuando sea necesario. En consecuencia, el ciudadano no es el juez del peligro a que la ley lo expone, y cuando el soberano le dice: «Es conveniente para el Estado que tú mueras»,debe morir, , ya que bajo esa condición ha vivido en seguridad hasta entonces, y su vida no es ya solamente un beneficio de la naturaleza, sino un don condicional del Estado.

La pena de muerte aplicada a los criminales puede ser considerada, aproximadamente, desde el mismo punto de vista: para no ser víctima de un asesino se consiente, en morir si se convierte en tal. Por otra parte, todo malhechor, al atacar el derecho social, conviértese por sus delitos en rebelde y traidor a la patria; cesa de ser miembro de ella al violar sus leyes, y le hace la guerra. El proceso y el juicio constituyen las pruebas y la declaración de que haya violado el contrato social, y, por consiguiente, que ha dejado de ser miembro del Estado. En un Estado bien gobernado hay pocos castigos, no porque se concedan muchas gracias, sino porque existen pocos criminales.

CAPITULO VI

DE LA LEY

Por el pacto social hemos logrado existencia y vida para el cuerpo político: trátase ahora de darle movimiento y voluntad por medio de la legislación. Sin duda, existe una justicia universal emanada de la sola razón, pero ésta, para ser admitida entre nosotros, debe ser recíproca. No resulta así en el estado civil, en el cual todos los derechos están determinados por la ley.

Ya he dicho que no hay voluntad general sobre un objetivo particular. La materia sobre la cual se estatuye es general, como la voluntad que estatuye. A este acto es a lo que yo llamo una ley.

Ante esta idea es superfluo preguntar a quiénes corresponde hacer las leyes, puesto que ellas son actos derivados de la voluntad pública; ni si el príncipe está por encima de ellas, dado que es miembro del Estado; ni si la ley puede ser injusta, ya que nadie lo es consigo mismo; ni cómo se puede ser libre y estar sujeto a las leyes, puesto que éstas son otra cosa que registros de nuestras voluntades.

Entiendo, pues, por República todo Estado regido por leyes, cualquiera que sea la forma bajo la cual se administre, pues sólo así el interés público gobierna y la cosa pública tiene alguna significación. Todo gobierno legítimo es republicano. Las leyes no son propiamente más que las condiciones de la asociación civil. El pueblo sumiso a las leyes debe ser su autor; corresponde únicamente a quienes se asocian arreglar las condiciones de la sociedad.

CAPÍTULO VII

DEL LEGISLADOR

El legislador es el mecánico que inventa la máquina; el príncipe, quien la monta y la pone en marcha. En el nacimiento de las sociedades, dice Montesquieu, primero los jefes de las repúblicas fundan la institución, pero después la institución es la que forma a los jefes de las repúblicas.

El que se atreve a iniciar la tarea de instituir a un pueblo debe sentirse en condiciones de trastornar, por así decirlo, la naturaleza humana; de transformar cada

a de individuo, que por él mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del cual recibe en cierta manera la vida y el ser; de alterar la constitución del hombre para fortalecerla; de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que hemos recibido de la naturaleza. Es preciso, en una palabra, que despoje al hombre de sus fuerzas propias, dándole otras extrañas, de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de otros. Mientras más se aniquilen y consuman las fuerzas naturales, mayores y más duraderas serán las adquiridas, y más sólida y perfecta la institución también.

El legislador es, bajo cualquier concepto, un hombre extraordinario en el Estado. Es una función particular y superior, que nada tiene de común con el imperio humano, pues sí el que ordena y manda a los hombres no puede ejercer dominio sobre las leyes, el que lo tiene sobre éstas no debe ejercerlo sobre aquéllos. Cuando Licurgo dio leyes a su patria, comenzó por abdicar la realeza. Era costumbre en la mayor parte de las ciudades griegas confiar a los extranjeros la legislación. Sin embargo, los mismos decenviros no se arrogaron jamás el derecho a sancionar ley alguna con su propia autoridad. «Nada de lo que os proponemos -decía el pueblo- podrá ser ley sin vuestro consentimiento. Romanos, sed vosotros mismos los autores de las leyes que deben haceros felices.»Así, encuéntrase en la obra del legislador dos cosas aparentemente incompatibles: una empresa sobrehumana y, para su ejecución, una autoridad nula.

Para que un pueblo naciente pudiera apreciar las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de Estado, sería forzoso que el efecto se convirtiese en causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiese a la institución misma, y que los hombres fueran antes de las leyes lo que deben llegar a ser por ellas. Pero no le es posible a todo hombre hacer hablar a los dioses, ni ser creído cuando se anuncia como el intérprete.

CAPÍTULOS VIII, IX y X

DEL PUEBLO

La mayoría de los pueblos, como ocurre con los hombres, sólo son dóciles en su juventud, en la vejez conviértense en algo incorregible. Pero estos acontecimientos son raros; se trata en realidad de excepciones cuya razón se encuentra siempre en la constitución particular del Estado exceptuado, y que no pueden tener lugar dos veces en el mismo pueblo, porque éstos pueden hacerse libres cuando están en el estado de barbarie, pero no cuando están demasiado osados los resortes sociales. Pueblos libres, recordad esta máxima: «La libertad puede adquirirse, pero jamás se recupera.»Hay en las naciones, como en los hombres, un período de juventud, o si se quiere de madurez, que es preciso esperar antes de someterlas a la ley; pero ese período de madurez, en un pueblo, no es siempre fácil de reconocer, y si se le anticipa, la labor es inútil. Pueblos hay que son susceptibles de disciplina al nacer; otros que no lo son ni al cabo de diez siglos. Vio a su pueblo sumido en la barbarie, pero no vio que no estaba en el estado de madurez requerido, y quiso civilizarlo, cuando lo que había que hacer era aguerrirlo. Quiso hacer un pueblo. Primeramente la administración se toma más difícil cuanto mayores son las distancias al igual que un peso es mayor colocado en el extremo de una gran palanca. Leyes diferentes, por otra parte, sólo engendran perturbación y confusión en los pueblos que, viviendo bajo las órdenes de los mismos jefes y en comunicación continua, mezclan, por medio del matrimonio, personas y patrimonios. Los jefes, abrumados de negocios, no ven nada por sí mismos; el Estado está gobernado por subalternos. Así, los pueblos débiles corren el peligro de ser engullidos, no pudiendo ninguno conservarse sino mediante una suerte de equilibrio que haga la presión más o menos recíproca.

El Estado lo forman los hombres y éstos se nutren de la tierra. La relación consiste en que, bastando la tierra a la manutención de sus habitantes, haya tantos como pueda nutrir. En esta proporción se encuentra el maximum de fuerza de un pueblo determinado, pues si hay demasiado terreno su vigilancia es onerosa, el cultivo insuficiente y el producto superfluo, siendo ello la causa de guerras ofensivas. Si el terreno es escaso, el Estado se encuentra, por la necesidad de sus recursos, a discreción de sus vecinos, constituyendo ello, a su vez, la causa de guerras ofensivas. Todo pueblo que por su posición está colocado entre la alternativa del comercio o la guerra, es débil en sí mismo; depende de sus vecinos, depende de los acontecimientos; tiene siempre una existencia incierta y breve. Si la guerra, el hambre o la sedición se originan en tiempos de crisis, el Estado queda infaliblemente arruinado.

No es que no existan muchos gobiernos establecidos durante esas épocas tempestuosas, sino que esos mismos gobiernos aniquilan al Estado. Los usurpadores preparan o escogen esos períodos de turbulencia para hacer pasar, al abrigo del terror público, leyes destructoras que el pueblo no adoptaría jamás a sangre fría.

De aquí que pocos Estados resulten bien constituidos.

Hay todavía en Europa un país capaz de legislación: la isla de Córcega. El valor y la constancia con que ese altivo pueblo ha logrado superar y defender su libertad, bien merecía que algún hombre sabio le enseñase a conservarla.

CAPÍTULO XI

DE LOS DIVERSOS SISTEMAS DE LEGISLACIÓN

Si se analiza en qué consiste precisamente el mayor bien de todos, o sea, el fin que debe ser el objeto de todo sistema de legislación, se descubrirá que él se reduce a los fines principales: la libertad y la igualdad. La libertad, porque toda dependencia individual equivale a otra tanta fuerza sustraída al cuerpo del Estado; la igualdad, porque la libertad no se concibe sin ella.

Sí ocupáis extensas y cómodas costas, llenad el mar de navíos, conceded atención al comercio y a la navegación, y conseguiréis una existencia brillante y corta. El autor de El espíritu de las leyes (Montesquieu) ha demostrado multitud de veces con qué arte dirige la institución el legislador hacia cada uno de esos objetivos.

La constitución de un Estado puede resultar sólida y duradera cuando las conveniencias son de tal suerte observadas, que las relaciones naturales y las leyes están siempre de acuerdo, no logrando éstas, por así decirlo, sino asegurar y recticar aquéllas. Pero si el legislador, equivocándose en su propósito, toma un camino diferente del indicado por la naturaleza de las cosas, es decir, dirigido el uno a la esclavitud y el otro a la libertad; el uno a la riqueza, el otro a la población; uno a la paz y otro a las conquistas, podrá verse cómo las leyes se debilitan insensiblemente, la constitución se altera y el Estado se agita sin cesar hasta que, destruido o modificado, la invencible naturaleza recupera su imperio.

CAPÍTULO XII

DIVISIÓN DE LAS LEYES

Las leyes que regulan esta relación adquieren el nombre de leyes políticas y también de leyes funda­mentales, no sin razón, si estas leyes son sabias, pues si no hay en cada Estado más que una manera de regu­larla, el pueblo que la utiliza debe conservarla; pero si el orden establecido es malo, ¿por qué considerar como fundamentales unas leyes, que le dificultan ser bueno? Además, en buen derecho, un pueblo siempre es dueño de modificar sus leyes, aun las mejores, pues si le place hacerse el mal, ¿quién tiene derecho a im­pedírselo?

La segunda es la relación de, los miembros entre sí o con el cuerpo entero, relación que debe ser en el primer caso tan exigua y en el segundo tan extensa como sea posible, de manera que cada ciudadano se sienta en perfecta independencia con respecto a los demás y en completa dependencia con arreglo a la ciudad, lo cual se consigue siempre por los mismos medios, ya que sólo la fuerza del Estado puede causar la libertad de sus miembros. De esta segunda relación nacen las leyes civiles.

Entre estas diversas clases, las leyes políticas, que constituyen la forma de gobierno, son las únicas relativas a mi verdadero problema.

LIBRO TERCERO

CAPÍTULO I

DEL GOBIERNO EN GENERAL

Es ésta la razón del gobierno en el Estado, confundido intempestivamente con el Cuerpo soberano, del cual es sólo el ministro.

Los miembros de este Cuerpo se llaman magistrados o reyes, es decir, gobernadores, y el Cuerpo entero, príncipe. Llamo, por tanto, gobierno o suprema administración al ejercicio legítimo del Poder ejecutivo, y Príncipe o Magistrado, al hombre o cuerpo encargado de esta administración.

En el gobierno se encuentran las fuerzas intermediarias, cuyas relaciones componen la del todo con el todo, o del soberano con el Estado. Puedo imaginar esta última relación como la de los términos de una proporción continua, cuyo medio proporcional fuera el gobierno. Si el Cuerpo soberano quiere gobernar, si el magistrado desea legislar o si los súbditos se niegan a obedecer, el desorden sucede al orden, y no obrando de acuerdo la fuerza y la voluntad, el Estado disuelto cae en el, despotismo o en la anarquía. Supongamos que un Estado tiene diez mil ciudadanos. El soberano no puede considerarse sino colectivamente y en cuerpo, pero cada particular en su calidad de súbdito es considerado individualmente. El gobierno, pues, para ser bueno, debe ser relativamente más fuerte en la medida que la población crece.

Por otra parte, al proporcionar el engrandecimiento del Estado a los depositarios de la autoridad pública más recursos para abusar de su poder, el gobierno debe disponer de mayor fuerza para contener al pueblo, a la vez que el Cuerpo soberano para contener al gobierno. No hablo en este caso de una fuerza absoluta, sino de la fuerza relativa de las diversas partes del Estado.

Se deduce de esta doble relación que la proporción continua entre el soberano, el príncipe y el pueblo no es una idea arbitraria, sino una consecuencia necesaria de la naturaleza del cuerpo político. Esto demuestra que no existe sistema de gobierno único y absoluto, sino tantos gobiernos diferentes por su naturaleza como Estados diferentes en grandeza.

El gobierno en pequeño es lo que el cuerpo político que lo contiene en grande. Sin complicamos en esta multiplicación de términos, contentémonos con considerar al gobierno como un nuevo cuerpo del Estado, diferente del pueblo y del soberano, e intermediario, sin embargo, entre el uno y el otro.

Hay esta diferencia esencial entre esos dos cuerpos: que el Estado existe por sí mismo y el gobierno existe por el soberano. Así la voluntad dominante del príncipe no es, o no debe ser, más que la voluntad general o la ley; su fuerza, la fuerza pública concentrada en él. En una palabra: que esté siempre dispuesto a sacrificar el gobierno al pueblo y no el pueblo al gobierno.

CAPÍTULO II

DEL PRINCIPIO QUE CONSTITUYE LAS DIVERSAS FORMAS DE GOBIERNO

Luego, mientras más numerosos sean los magistrados, más débil será el gobierno. En una legislación perfecta, la voluntad particular o individual debe ser nula; la voluntad del cuerpo, propia del gobierno, muy subordinada, y, por consiguiente, la voluntad general, o soberana, siempre dominante y norma única de todas las demás.

Ahora bien, como del grado de la voluntad depende el uso de la fuerza, y la fuerza absoluta del gobierno no varía, síguese que el más activo de los gobiernos es el de uno solo.

Así el gobierno, siempre con la misma fuerza absoluta, estará en el minimum de fuerza relativa o de actividad.

Consecuentemente, la fuerza relativa o la actividad del gobierno disminuye, sin que su fuerza absoluta o real pueda aumentar.

Aquí sólo se habla de la fuerza relativa del gobierno, no de su rectitud, pues, por el contrario, cuanto más numerosos son los magistrados, más se acerca la voluntad del cuerpo a la voluntad general, en tanto que, con un magistrado único, esa misma voluntad del cuerpo se transforma, como ya hemos visto, en una voluntad particular.

CAPÍTULO III

DIVISIÓN DE LOS GOBIERNOS

En el capítulo precedente se ha visto que la razón por la cual se diferencian las diversas especies o formas de gobierno es por el número de miembros que la componen. Veamos ahora de qué forma se realiza esta división.

Esta forma de gobierno recibe el nombre de democracia.

La segunda forma recibe el nombre de aristocracia.

La tercera forma es la más común y suele conocérsela por el nombre de monarquía o gobierno real.

Así, pues hay un punto en que cada forma de gobierno se confunde con la inmediata, resultando que, bajo las tres últimas denominaciones anotadas, el gobierno es realmente susceptible de tantas formas diferentes cuantos ciudadanos supone el Estado.

CAPÍTULO IV

DE LA DEMOCRACIA

El autor de la ley sabe mejor que nadie cómo debe ser ejecutada e interpretada. Parece, según esto, que no podría haber mejor constitución que aquella en la cual el poder ejecutivo estuviese unido al legislativo; pero eso mismo haría a ese gobierno incapaz, desde cierto punto de vista, porque lo que debe ser diferenciado no lo es y confundiendo al príncipe con el cuerpo soberano, no existiría, por así decirlo, sino un gobierno sin gobierno.

No es bueno que el que promulga las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo distraiga su atención de las miras generales para dirigirla hacia los objetos particulares. Nada es tan peligroso como la influencia de los intereses privados en los negocios públicos, pues hasta el abuso de las leyes por parte del gobierno es menos nocivo que la corrupción del legislador, consecuencia fatal de intereses particulares, pues estando el Estado alterado en su sustancia, toda reforma resulta imposible. Un pueblo que no abusara jamás del gobierno, no abusaría tampoco de su independencia. Un pueblo que gobernara siempre bien, no tendría necesidad de ser gobernado.

Tomando la palabra en su rigurosa acepción, no existirá jamás verdadera democracia, ni ha existido nunca. Es contra el orden natural que el mayor número gobierne y los menos sean gobernados. No se puede imaginar que el pueblo viva constantemente reunido para ocuparse de los negocios públicos, siendo fácil comprender que no podría delegar tal función sin que la forma de administración variase.

En efecto, yo creo poder establecer como principio que, cuando las funciones del gobierno están divididas entre muchos tribunales, los menos numerosos consiguen, tarde o temprano, la mayor autoridad, aunque no sea más que por razón de la facilidad para resolver los negocios.

Además, ¿no son demasiadas cosas difíciles las que implica reunir este gobierno? Primeramente, un Estado muy pequeño, en donde se pueda reunir el pueblo y en donde cada ciudadano pueda, sin dificultad, conocer a los demás. En segundo lugar, una gran sencillez de costumbres que prevenga o resuelva por anticipado multitud de negocios y de resoluciones espinosas; luego, gran igualdad en los rangos y en las fortunas, sin lo cual la igualdad de derechos y de autoridad no podría prevalacer mucho tiempo; y, por último, poco o ningún lujo, pues éste, hijo de las riquezas, corrompe de la misma manera al rico que al pobre, al uno por la posesión y al otro por la codicia; entrega la patria a la molicie, a la vanidad y arrebata al Estado todo los ciudadanos para esclavizarlos, sometiendo unos al yugo de otros y todos al de la opinión.

He aquí por qué un autor célebre dio por fundamento a la república la virtud, sin la cual estas condiciones no podrían subsistir, pero por no haber hecho las distinciones necesarias aquel genio careció a menudo de precisión, muchas veces de claridad y no vio que siendo la autoridad soberana en todas partes la misma, el mismo fundamento debe ser el de todo Estado bien constituido, más o menos, es cierto, según la forma del gobierno.

Añádase a esto que no hay gobierno que esté tan sujeto a las guerras civiles y a las agitaciones intestinas como el democrático o popular, a causa de que no hay tampoco ninguno que propenda tan continuamente a cambiar de forma ni que exija más vigilancia y valor para sostenerse. Bajo este sistema sobre todo debe el ciudadano armarse de fuerza y de constancia y repetir todos los días, en el fondo de su corazón, lo que decía el virtuoso Palatino en la dieta de Polonia. Si hubiera un pueblo de dioses estaría gobernado democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres.

CAPÍTULO V

DE LA ARISTOCRACIA

Esta forma de gobierno tiene dos personas morales muy distintas: el gobierno y el soberano, y, por consiguiente, dos voluntades generales, una con relación a todos los ciudadanos, otra con relación a los miembros de la administración solamente. Así, aunque el gobierno pueda ordenar como le parezca su régimen interno, no puede jamás hablarle al pueblo sino en nombre del soberano, es decir, del pueblo mismo, cosa que no debemos olvidar.

Las primeras sociedades se gobernaron aristocráticamente. Los jefes de las familias deliberaban entre sí acerca de los negocios públicos. Los jóvenes reconocían en principio la autoridad de la experiencia; de ahí los nombres de patriarcas, ancianos, senado, gerontes. Los salvajes de la América septentrional se gobiernan todavía en nuestros días de tal manera, y están muy bien gobernados.

Pero a medida que la desigualdad de la institución superó la desigualdad natural, la riqueza o el poder fueron preferidos a la edad y la aristocracia se hizo electiva. Finalmente, el poder se transmitió, junto con los bienes, de padres a hijos, dando origen a las familias patricias y convirtiendo el gobierno en hereditario. Se vieron en él senadores de veinte años.

Hay, pues, tres clases de aristocracia: natural, electiva y hereditaria. La primera no es propia más que de pueblos sencillos; la tercera constituye el peor de todos los gobiernos. La segunda es la mejor, tratándose en realidad de la aristocracia propiamente dicha.

Aparte la ventaja de la distinción de los dos poderes, esta aristocracia tiene la de la elección de sus miembros, pues en tanto que en el gobierno popular todos los ciudadanos nacen magistrados, en éste están limitados a un pequeño número, llegando a serlo únicamente por elección, medio por el cual la probidad, la ilustración, la experiencia y todas las demás razones de preferencia y de estimación públicas vienen a ser otras tantas garantías de que se estará sabiamente gobernado.

Además, las asambleas se constituyen más cómodamente; los asuntos se discuten mejor y se despachan con más orden y diligencia; hasta el crédito del Estado está mejor sostenido en el extranjero por venerables senadores que por una multitud desconocida o menospreciada. En una palabra: el orden: mejor y más natural es que los más sabios gobiernen a las multitudes, cuando se está seguro de que las gobernarán en provecho de ellas y no en el de ellos. No deben multiplicarse en vano los resortes, ni emplear veinticinco mil hombres, cuando cien escogidos pueden hacerlo mejor. Pero es preciso señalar que el interés del cuerpo, en semejante caso, comienza a dirigir la fuerza pública menos en armonía con la voluntad general, y que una inclina­ción inevitable quita a las leyes una parte de su po­tencia ejecutiva. En cuanto a las conveniencias particulares, no es preciso que el Estado sea tan pequeño ni el pueblo tan sencillo y recto que la ejecución de las leyes pro­ ceda inmediatamente de la voluntad pública, como en una buena democracia. No es necesaria tampoco una nación tan grande, que los jefes dispersos para gober­narla puedan distanciarse del soberano, y empezando por declararse independientes, terminen convirtiéndose en amos. Pero si la aristocracia exige menos virtudes que el gobierno popular, exige, sin embargo, otras que le son propias, como la moderación en los ricos y el contento o satisfacción en los pobres. Una igualdad rigurosa sería en ella desplazada. No se observó ni en Esparta.

Por otra parte, si esta. forma tolera una cierta desigualdad de fortuna es porque, en general, la administración de los negocios públicos está confiada a los que mejor pueden dedicar a ella su tiempo, y no como pretende Aristóteles, porque los ricos sean siempre preferidos. Por el contrario, es importante que una elección opuesta enseñe y demuestre al pueblo que hay, en el mérito de los hombres, razones preferentes más importantes que las que otorga o proporciona la riqueza.

CAPÍTULO VI

DE LA MONARQUIA

Hasta aquí hemos considerado al príncipe como una persona moral y colectiva, unida por la fuerza de las leyes, y depositaria, en el Estado, del poder ejecutivo. A esa persona se la llama monarca o rey.

Así, la voluntad del pueblo, la del príncipe, la fuerza pública del Estado y la particular del gobierno responden todas a idéntico móvil; todos los resortes de la máquina dependen de una sola mano. Los mejores quieren ser malos, sin dejar de ser los dueños. Fingiendo enseñar o dar lecciones a los reyes, las ha dado muy grandes a los pueblos. El Príncipe, de Maquiavelo, es el libro de los republicanos.

Mientras más cuantiosa es la administración pública, más disminuye la relación del príncipe con los súbditos y más se aproxima a la igualdad, de suerte que tal relación es la misma que supone la igualdad en las democracias. Entonces el príncipe y el pueblo se encuentran a grandísima distancia y el Estado carece de unión.

Si es difícil gobernar un gran Estado, la dificultad es todavía mayor cuando esto se hace por un solo hombre, y todos saben lo que acontece cuando el rey se permite sustitutos.

Un defecto esencial e inevitable que hará siempre inferior el gobierno monárquico al republicano es que en éste el voto popular casi siempre lleva a los puestos preeminentes a hombres esclarecidos y capaces que hacen honor a sus cargos, en tanto que los que surgen en las monarquías no son a menudo sino chismosos, bribonzuelos e intrigantes, talentos mediocres que, una vez elevados a las altas dignidades de la corte, no sirven sino para demostrar al público su falta de talento. El pueblo suele equivocarse menos en esta elección que el príncipe, siendo casi tan raro encontrar un hombre de verdadero mérito en el ministerio como ver a un tonto a la cabeza de un gobierno republicano. Así, cuando por una feliz casualidad uno de esos hombres nacidos para gobernar toma las riendas del gobierno en una monarquía casi arruinada por una turba de administradores, queda uno sorprendido de los recursos que encuentra, hasta tal punto que su período hace época en el país.

Para que un Estado monárquico resulte bien gobernado, necesita que su grandeza o extensión esté en relación con las facultades del que gobierna. Es más fácil conquistar que regir los destinos de un país. Con una palanca suficiente se puede levantar con un dedo el mundo, pero para sostenerlo son precisas las espaldas de un Hércules. Por pequeño que sea un Estado el príncipe es casi siempre más pequeño. Cuando, por el contrario, resulta que el estado es demasiado pequeño para el jefe, lo cual es muy raro, es también mal gober­nado, pues dicho jefe, siguiendo siempre las grandezas de sus miras, olvida los intereses del pueblo, hacién­dolo tan desgraciado por el abuso de sus grandes ta­lentos como pudiera hacerlo un jefe que careciera de ellos. Sería preciso, por así decirlo, que un reino se

extendiese o se limitase, en cada reinado, según la ca­pacidad del rey en tanto que teniendo un Senado valores más fijos y determinados, el Estado puede tener límites constantes, sin que por ello la administración padezca.

El inconveniente más sensible en el gobierno de uno solo es la falta de la continuidad que establece en los otros dos sistemas una conexión no interrumpida.

Muerto un rey se hace necesario otro, y las elecciones dan lugar a interregnos peligrosos; resultan tempestuosas, y a menos que los ciudadanos sean de un desprendimiento y de una integridad que esta clase de gobierno no permite, la intriga y la corrupción aduéñanse de ellas. Es difícil que aquel a quien el Estado se ha vendido no lo venda, a su vez, para indemnizarse, a expensa de los débiles, del dinero que los poderosos le han arrebatado. Tarde o temprano todo resultará venal al amparo de una administración semejante, y la paz que se disfruta como consecuencia bajo los reyes es, quizá, peor que el desorden de los interregnos.

Todo conduce a privar de justicia y de razón a un hombre elevado para mandar a los demás. Se toma mucho trabajo, según se dice, para enseñar a los jóvenes príncipes el arte de reinar, pero parece que esa educación no les sirve demasiado. Sería mejor comenzar por enseñarles el arte de obedecer. Los más grandes reyes destacados por la historia no fueron educados para reinar. Ésta es una ciencia que se posee menos cuanto más se aprende y que se conquista mejor obedeciendo que mandando. Una consecuencia de este defecto de coherencia es la inconstancia del gobierno monárquico que, siguiendo unas veces un plan y otras otro, según el carácter del príncipe o de los que en su nombre reinan, no puede tener por mucho tiempo un objetivo fijo ni una conducta consecuente, variación que hace vacilar al Estado llevándolo de idea en idea y de proyecto en proyecto, cosa que no ocurre en los otros sistemas de gobierno, en los cuales el príncipe es siempre el mismo. Así, obsérvase en general que si hay más astucia en una corte, hay más sabiduría en un senado, y que las repúblicas se dirigen al fin que se proponen siguiendo vías más rectas y constantes, al paso que en el sistema monárquico cada revolución en el ministerio determina otra en el Estado, siendo idea común a todos los ministros, y casi a todos los reyes, el hacer en todo lo contrario de lo que hicieron sus predecesores.

Esta misma incoherencia deshace un sofisma muy querido de los políticos realistas, y que consiste no sólo en comparar al gobierno civil con el doméstico y al príncipe con un padre de familia, error ya refutado, sino en conceder con liberalidad a tal magistrado todas las virtudes necesarias, suponiéndole o considerándolo siempre como debía de ser; suposición en virtud de la cual el gobierno monárquico resulta, evidentemente, preferible a todos los otros, puesto que es incontestablemente el más fuerte y sería también el mejor si no le faltase como le falta una voluntad de cuerpo más de acuerdo con la voluntad general.

Pero si, según Platón, el rey por naturaleza es un personaje tan raro, ¿cuántas veces la naturaleza y la fortuna se unen para coronarlo? Y si la educación regia corrompe necesariamente a quienes la reciben, ¿qué se puede esperar de una serie de hombres educados para reinar? Es, pues, querer engañarse, confundir el gobierno real con el de un buen rey. Para saber lb que es este gobierno en sí mismo es preciso imaginarlo en manos de príncipes estúpidos o perversos, porque o lo son al subir al trono, o el trono los transformará en tales.

Estas dificultades no se les han ocultado a nuestros autores, pero no les han servido de estímulo. El remedio, dicen, es obedecer sin murmurar. Dios, en su cólera, nos da mayos reyes, que hay que sufrir como Un castigo del cielo. Este razonamiento es edificante sin duda, pero no sé si convendría emplearlo mejor en el púlpito que en un libro de política. ¿Qué diríamos de un médico que, prometiendo hacer milagros, no tuviera otro arte que recomendar paciencia a sus enfermos? Sabido es que cuando se tiene un mal gobierno hay que sufrirlo, pero lo interesante es encontrar uno bueno.

CAPÍTULO VII

DE LOS GOBIERNOS

Propiamente hablando, no hay gobierno cuya forma sea simple. Es necesario que un jefe único tenga magistrados subalternos, y es preciso también que un gobierno popular disponga de un jefe. Así, en la participación del poder ejecutivo hay siempre una graduación del mayor al menor número, con la diferencia de que tan pronto el mayor depende del menor, como éste de aquél.

Algunas veces la participación es igual, lo mismo cuando las partes constitutivas están en una dependencia mutua, como ocurre en el gobierno de Inglaterra, que cuando la autoridad de las partes es, aunque de forma imperfecta, independiente una de otra, como ocurre en Polonia. Esta última forma es mala, porque no hay unidad en el gobierno y porque el Estado carece de enlace o conexión.

¿Cuál de los dos sistemas es mejor: el gobierno simple o el gobierno mixto? Es ésta una cuestión muy debatida entre los políticos y a la cual es preciso dar la misma respuesta que he dado a propósito de todas las demás formas de gobierno.

El gobierno simple es mejor en sí por el solo hecho de ser más simple. Pero cuando el poder ejecutivo no depende lo bastante del legislativo, es decir, cuando la relación del príncipe con el Cuerpo soberano es mayor que la del pueblo con el príncipe, hay que remediar esa falta de proporción dividiendo el gobierno, de suerte que todas sus partes tengan igual autoridad sobre los súbditos y que la división los haga en conjunto menos fuertes contra el soberano.

Evítase también el mismo inconveniente nombrando magistrados intermedios que, dejando intacto al gobierno, sirvan únicamente para equilibrar ambos poderes, manteniendo sus respectivos derechos. Entonces el gobierno no es mixto, sino templado.

Se puede remediar el inconveniente contrario por medios semejantes, organizando tribunales para concentrar el gobierno cuando tiene demasiada extensión.

CAPÍTULO VIII

NO TODA FORMA DE GOBIERNO ES PROPIA DE CUALQUIER PAÍS

No siendo la libertad fruto de todos los climas, no está, por tanto, al alcance de todos los pueblos. En todos los gobiernos del mundo la persona pública consume y no produce nada. Dedúcese de lo dicho que los tributos son más onerosos en la medida que la distancia entre el pueblo y el gobierno aumenta. Los terrenos ingratos y estériles, cuyo producto no compensa el trabajo, deben ser habitados por pueblos bárbaros, porque toda política en ellos sería inútil; los lugares en donde el exceso de la producción es mediano conviene a los pueblos libres, y aquellos cuyo terreno abundante y fértil produce mucho con poco trabajo, demandan ser gobernados monárquicamente, a fin de que el lujo del príncipe consuma el exceso de lo superfluo para los súbditos, pues siempre vale más que ese exceso sea absorbido por el gobierno que disipado por los particulares. Aunque todo el Mediodía fuese poblado de Estados republicanos y de despóticos el Norte, no por ello sería menos cierto que, por causa del clima, el despotismo conviene a los climas cálidos, la barbarie a los países fríos y la buena política a las regiones intermedias. ¡Cuánta diferencia de cultivo no existe, sin embargo, en esa igualdad de producto! En Sicilia no hay más que escarbar la tierra; en Inglaterra, ¡qué de atenciones se necesitan para labrarla! Luego, allí donde hace falta mayor número de brazos para obtener el mismo producto, lo superfluo tiene que ser forzosamente menor.

Considérese, por otra parte, que la misma cantidad de hombres consume menos en los países cálidos. Algunos atribuyen la sobriedad de los persas a la escasez de cultivo de su país, y yo creo, por el contrario, que el país es menos fecundo porque sus habitantes necesitan menos.

Cuanto más próximos se encuentran de la línea ecuatorial, menos viven los pueblos. En Europa misma vemos diferencias ostensibles en el apetito entre los pueblos del Norte y los del Mediodía. Un español vivirá diez días con la comida de un alemán. En los países donde los habitantes son más voraces, el lujo se polariza naturalmente alrededor de los productos de consumo: en Inglaterra se hace ostensible en una mesa cargada de viandas; en Italia os regalan con azúcar y flores.

El lujo en los vestidos muestra diferencias parecidas. Los alimentos son mucho más sustanciosos y suculentos en los países cálidos, siendo ésta una tercera diferencia que no puede dejar de influir en la segunda. Los países menos poblados son, por esta razón, los más propensos a la tiranía; las bestias feroces sólo reinan en el desierto.

CAPÍTULO IX

DE LOS SIGNOS DE UN BUEN GOBIERNO

Cuando se pregunta en definitiva cuál es el mejor gobierno, se establece una cuestión tan insoluble como indeterminada, o mejor dicho, una solución que tiene tantas soluciones posibles cuantas combinaciones puedan hacerse en las posiciones absolutas y relativas de los pueblos.

Mas si se preguntara por qué signo puede reconocerle si un pueblo completamente está bien o mal gobernado, la cuestión cambiaría de aspecto y podría en cierta manera resolverse.

Sin embargo, no se resuelve porque cada cual quiere resolverla a su manera. Los súbditos exaltan la tranquilidad pública; los ciudadanos, la libertad intelectual; el uno prefiere la seguridad de la posesión; el otro, la de las personas; éste dice que el mejor gobierno debe ser el más severo; aquél sostiene que el más suave; cuál quiere el castigo del crimen, cuál su prevención; el uno considera que es conveniente hacerse temer de sus vecinos, el otro que es preferible vivir ignorado; quién se contenta con que el dinero corra, quién exige que el pueblo tenga pan. Pero aun cuando se llegase a un acuerdo sobre estos puntos y otros parecidos, ¿en qué se habría avanzado? Las cualidades morales carecen de medida precisa; por consiguiente, aun estando de acuerdo respecto del signo, ¿cómo estarlo sobre su estimación?

En cuanto a mí me sorprende que se desconozca un signo tan sencillo o que se tenga la mala fe de no querer reconocerlo. ¿Cuál es el fin de la asociación política? La conservación y la prosperidad de sus miembros. Y ¿cuál es el signo más seguro de que se conservan y prosperan? El número y la población. No vayáis, pues, a otra parte a buscar signo tan discutido. El gobierno bajo el cual, sin medios extraños ni colonias, los ciudadanos se multiplican, es infaliblemente el mejor. Aquél bajo el cual un pueblo disminuye y decae, es el peor.

CAPÍTULO X

DEL ABUSO DEL GOBIERNO Y DE SU INCLINACIÓN A DEGENERAR

Así como la voluntad particular actúa sin cesar contra la general, así también el gobierno ejerce un continuo esfuerzo contra la soberanía. A medida que éste esfuerzo aumenta, la constitución se altera, y como no existe otra voluntad de cuerpo que resistiendo a la del príncipe mantenga al equilibrio, resulta que tarde o temprano ésta oprime a aquélla, perturbando el contrato social. Tal es el vicio inherente e inevitable que desde la aparición del cuerpo político tiende sin descanso a destruirlo, como la vejez y la muerte destruyen al fin el cuerpo humano.

Hay dos vías más o menos generales por las cuales un gobierno degenera, a saber: cuando se concentra o cuando el Estado se disuelve.

El gobierno se concentra cuando pasa del gran número al pequeño, es decir, de la democracia a la aristocracia o de ésta a la monarquía. Ésta es su inclinación natural. Si retrogradase del pequeño número al grande podría decirse que su intensidad se relaja, aunque este proceso inverso resulte imposible.

En efecto, jamás el gobierno cambia de forma sino cuando, gastados sus resortes, queda demasiado débil para defender la que tiene. Ahora bien, si se relajase aun extendiéndose, su fuerza vendría a ser completamente nula y subsistiría todavía menos. Es preciso, pues, dar cuerda a los relojes a medida que se aflojan o ceden: de otra forma el Estado tiende fatalmente a la ruina.

La disolución del Estado puede efectuarse de dos maneras: primeramente, cuando el príncipe no administra el Estado de acuerdo con las leyes y usurpa el poder soberano. Entonces ocurre un cambio notable, pues no es el gobierno en que se concentra, sino el Estado, es decir, que éste se disuelve, siendo reemplazado por los miembros del gobierno únicamente, y se convierte en dueño y tirano del pueblo. De suerte que, en el instante en que el gobierno usurpa la soberanía, el pacto social queda roto, y los ciudadanos, recuperando por derecho su libertad natural, continúan obligados en virtud de la fuerza, aunque no ya por deber, a obedecer.

En segundo lugar, cuando los miembros del gobierno usurpan por separado el poder que deben ejercer en conjunto, hay una infracción de las leyes no menor y que produce mayores desórdenes. En este caso resultan tantos príncipes, por así decirlo, como magistrados, y el Estado, no menos dividido que el gobierno, perece o cambia de forma.

Cuando el Estado se disuelve, el abuso del gobierno, cualquiera que él sea, toma el nombre de anarquía. Distinguiendo: la democracia degenera en oclocracia, la aristocracia en oligarquía, debiendo señalarse que la monarquía degenera en tiranía. Mas esta última palabra es equívoca y exige alguna explicación.

En el sentido vulgar, tirano es el rey que gobierna con violencia y sin miramiento a la justicia ni a las leyes. En la acepción precisa del vocablo, tirano es un particular que se arroga sin ningún derecho la autoridad real. Así entendían los griegos la palabra tirano, aplicándola indistintamente a los príncipes buenos o malos cuya autoridad no era legítima. Tirano y usurpador son, pues, perfectamente sinónimos.

Para dar a cada cosa su denominación propia, llamo tirano al usurpador de la autoridad real y déspota al usurpador del poder soberano. El tirano es el que se ingiere contra las leyes a gobernar según ellas; el déspota, el que las pisotea. Así el tirano puede no ser déspota, aunque el déspota sea siempre tirano.

CAPÍTULO XI

DE LA MUERTE DEL CUERPO POLÍTICO

El cuerpo político, como el cuerpo humano, comienza a morir desde su nacimiento, llevando en sí los gérmenes de su destrucción. La constitución humana es obra de la naturaleza, pero la del Estado es obra del arte. El poder legislativo es el corazón del Estado; el ejecutivo, el cerebro que lleva el movimiento a todas partes. El Estado no subsiste por las leyes, sino en función del poder legislativo. Por esta misma razón se respetan tanto las leyes antiguas. He ahí por la cual, lejos de debilitarse, las leyes adquieren sin cesar fuerza nueva en todo Estado bien constituido.

CAPÍTULO XII, XII, XIV

CÓMO SE MANTIENE LA AUTORIDAD SOBERANA

No es bastante que el pueblo reunido haya establecido la constitución del Estado sancionando un cuerpo de leyes, ni que haya organizado un gobierno perpetuo, ni provisto de una vez para siempre a la elección de magistrados. No se deben recordar a los pueblos débiles el abuso de los grandes Estados a los que interesa su pequeñez. En todo caso, si no puede reducirse el Estado a sus justos límites, queda todavía un recurso: prescindir de capital fija y radicar alternativamente la sede del gobierno en todas las ciudades, reuniendo así, por turno, las diferentes provincias del país.

Esas asambleas del pueblo, que son égida del cuerpo político y freno del gobierno, fueron en todo tiempo miradas con espanto por los de ahí que no economicen objeciones, dificultades ni promesas para desanimar a los ciudadanos en el ejercicio de ellas. Cuando éstos son avaros, viles o pusilánimes, más amantes de quietismo que de la libertad, no resisten mucho tiempo los esfuerzos redoblados del gobierno, siendo así como la fuerza resistente, que aumenta sin cesar, hace al fin desaparecer la soberanía y caer y perecer prematuramente la mayor parte de las ciudades.

CAPÍTULO XV

DE LOS DIPUTADOS O REPRESENTANTES

Tan pronto como el servicio público deja de ser la principal preocupación de los ciudadanos, prefiriendo prestar sus bolsas que sus personas, el Estado está próximo a su ruina. Dad dinero y pronto estaréis entre cadenas. La palabra finance es palabra de esclavos; resulta desconocida en la ciudad. Desde que al tratarse de los negocios del Estado haya quien diga: «¿Qué me importa?» Se debe contar el Estado perdido.

El entibiamiento del amor por la patria, la actividad del interés privado, la inmensidad de los Estados, las conquistas, los excesos de los gobiernos, han abierto el camino a los representantes del pueblo en las asambleas de la nación. La soberanía no puede ser representada por la misma razón de ser inalienable; consiste esencialmente en la voluntad general, y a la voluntad no se la representa: es una o es otra. Los diputados del pueblo no son ni pueden ser representantes; son únicamente sus comisarios, y no pueden resolver nada en definitiva. Toda ley que el pueblo en persona no ratifica es nula; vale decir, no es una ley. En las antiguas repúblicas, y aun en las monarquías, jamás tuvo el pueblo representantes. Donde el derecho y la libertad lo son todo, los inconvenientes no suponen nada. En aquel pueblo sabio todo ocurría en su justa medida. Habitaba un clima suave, no era codicioso, los trabajos estaban a cargo de los esclavos, su principal ocupación, su permanente meta, era su libertad. Tal era la situación de Esparta. Vosotros, pueblos modernos, no tenéis esclavos, lo sois: habéis pagado su libertad con la vuestra. Sea lo que sea, tan pronto como un pueblo se da representantes deja de ser libre y además de ser pueblo.

CAPÍTULO XVI

LA INSTITUCIÓN DEL GOBIERNO NO ES UN CONTRATO

Establecido en primer término el poder legislativo, se debe proceder de igual modo a establecer el ejecutivo, pues este último, que no opera más que por actos particulares y es de naturaleza distinta, debe estar separado de aquél. Si fuese posible que el soberano, considerado corno tal, tuviese el poder ejecutivo, el derecho y el hecho quedarían de tal suerte confundidos que no se podría saber lo que era una ley y lo que no era; y el cuerpo político, así desnaturalizado, sería en breve presa de la violencia contra la cual fue instituido.

Siendo todos los ciudadanos iguales por el contrato social, todos pueden prescribir lo que es deber de todos, pero ninguno tiene derecho a exigir a otro que haga lo que él no hace. Es éste, propiamente, el derecho indispensable para la vida y movimiento del cuerpo político, y que el soberano otorga al príncipe al instituir el gobierno.

Muchos han pretendido que el acto de esta institución representa o constituye un contrato entre el pueblo y los jefes que admite, contrato en el cual se estipulan, entre las dos partes, condiciones por medio de las cuales la una se obliga a mandar y la otra a obedecer.

Debe admitirse, estoy seguro, que resulta una extraña manera de contratar.

Primeramente, la autoridad suprema no puede modificarse, como tampoco alienarse; limitarla es simplemente destruirla. Es absurdo y contradictorio que el soberano se dé un superior. Además, es evidente que ese contrato del pueblo con tales o cuales personas sería un acto particular y, por consiguiente, no podría ser ley ni constituir acto de soberanía legítima. Mas

aún las partes contratantes estarían sujetas únicamente a la ley natural, sin ninguna garantía, en orden al cumplimiento de sus compromisos recíprocos, cosa que repugna a todas luces al estado civil, a menos que se parta del principio de que quien posee la fuerza es dueño de implantar las condiciones, lo cual equivaldría a dar el nombre de contrato al acto de un individuo que dijera a otro: «Te hago cesión de todo cuanto poseo, a condición de que me devuelvas la parte que te plazca.»

No hay más que un contrato en el Estado, que es el de la asociación, y éste excluye todos los demás. No podría celebrarse ningún otro que no fuese una violación del primero.

CAPÍTULO XVII

DE LA INSTITUCIÓN DEL GOBIERNO

¿Bajo qué idea debe considerarse el acto por el cual se instituye el gobierno? Señalaré para empezar que este acto es complejo o que está compuesto de otros dos: la promulgación de la ley y su ejecución.

Por el primero el soberano estatuye que habrá un cuerpo de gobierno establecido bajo tal o cual forma: este acto es a todas luces una ley. Por el segundo, el pueblo nombra los jefes que deben encargarse del gobierno establecido. La dificultad radica en comprender cómo puede haber un acto de gobierno antes de que éste exista, y cómo el pueblo, que no es más que soberano o súbdito, puede llegar a ser príncipe o magistrado en ciertas ocasiones.

Tal es la ventaja propia del gobierno democrático, la de poder ser establecido de hecho por un simple acto de la voluntad general.

CAPÍTULO XVIII

MEDIOS DE PREVENIR LA USURPACIÓN DEL GOBIERNO

De esta aclaración resulta, de conformidad con lo dicho en el capítulo XVI, que el acto que instituye el gobierno no es un contrato, sino una ley; que los depositarios del poder ejecutivo no son los dueños del pueblo, sino sus funcionarios, que puede el pueblo nombrarlos y destruirlos cuando quiera; que no es de su incumbencia adquirir, sino obedecer, y que al encargarse de las funciones que el Estado les impone, no hacen más que cumplir con su deber de ciudadanos, sin tener derecho alguno a discutir sobre las condiciones.

Cuando ocurre que el pueblo instituye un gobierno hereditario, ya sea monárquico en una familia o aristocrático en otro orden de ciudadanos, no es un compromiso el que adquiere: da una forma provisional a la administración hasta que quiera cambiarla.

Es verdad que estos cambios son siempre arriesgados y que no se debe tocar el gobierno establecido mientras no resulte incompatible con el bien público; pero esta circunspección es una máxima política y no un principio de derecho, y el Estado no está más obligado a abandonar la autoridad civil a sus jefes que la autoridad militar a sus generales.

Las asambleas periódicas, de que he hablado antes, sirven para prevenir o retardar este mal, sobre todo cuando no necesitan convocatoria formal, pues entonces el príncipe no podría impedirlas sin declararse abiertamente infractor de las leyes y enemigo del Estado.

La primera: si es voluntad del cuerpo soberano conservar la actual forma de gobierno.

La segunda: si desea el pueblo dejar la administración del gobierno a los actuales encargados de ella.

Doy aquí por sentado lo que creo haber demostrado, a saber: que no hay en el Estado ninguna ley fundamental que no puede revocarse, incluso el pacto social, pues si todos los ciudadanos se reuniesen para romperlo de común acuerdo, es indudable que ese acto sería legítimo.

LIBRO CUARTO

CAPÍTULO I

LA VOLUNTAD GENERAL ES INDESTRUCTIBLE

En tanto que varios hombres reunidos se consideran como un solo cuerpo, no tienen más que una sola voluntad en orden a la común conservación y al bien general. Entonces, todos los resortes del Estado son vigorosos y sencillos, sus ideas claras y luminosas; no hay confusión de interés ni contradicción; el bien común se muestra por todas partes con evidencia, sin exigir más que buen sentido para que sea conocido. La paz, la unión, la igualdad, son enemigas de las sutilezas políticas. Los hombres rectos y sencillos son difíciles de engañar como consecuencia de su simplicidad.

En fin, cuando el Estado, arcano a su ruina, sólo subsiste bajo una forma ilusoria y vana, y el lazo social se ha roto en todos los corazones; cuando el vil interés se viste descaradamente con el manto sagrado del bien público, entonces la voluntad general enmudece y todos, guiados por motivos secretos, opinan como ciudadanos de un Estado que jamás hubiese existido, haciendo pasar subrepticiamente bajo la designación de leyes, decretos inicuos que sólo tienen como objeto un interés particular.

¿Puede deducirse de lo dicho que la voluntad general se haya destruido o corrompido? De ningún modo: permanece constante, inalterable y pura, pero está subordinada a otros voluntades más poderosas que ella. Hasta cuando vende por dinero su voto, no extingue en sí la voluntad general: la elude.

CAPÍTULO II

DEL SUFRAGIO

Cuanto más concierto reina en las asambleas, es decir, cuanto más unánimes son las opiniones, más imperante es la voluntad general; en tanto que los prolongados debates, las discusiones, el tumulto, señalan el ascendiente de los intereses particulares y, por consiguiente, la decadencia del Estado.

En cambio, la unanimidad se restablece cuando los ciudadanos, esclavizados, carecen de libertad y de voluntad. La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general; por ella

son ciudadanos y libres. Cada cual, al dar su voto, emite su opinión, y del cómputo de ellas se deduce la realidad de la voluntad general. Si prevalece, pues, una opinión contraria a la mía, ello no prueba más sino que yo estaba sencillamente equivocado y que lo que consideraba ser la voluntad general no lo era. Si, por el contrario, mí opinión particular prevalece, hubiera hecho algo distinto de lo deseado, que era someterse a la voluntad general.

Al demostrar anteriormente cómo se sustituyen las voluntades particulares a la voluntad general en las deliberaciones públicas, he indicado suficientemente los medios practicables para evitar ese abuso. La diferencia de un solo voto rompe la igualdad; un solo oponente destruye la unanimidad; pero entre la unanimidad y la igualdad hay varias divisiones desiguales, en cada una de las cuales se puede precisar ese número según el estado y las necesidades del cuerpo político.

CAPÍTULO III

DE LAS ELECCIONES

Respecto a las elecciones del príncipe y los magistrados, que son, como ya he dicho, actos complejos, puede procederse de dos maneras: por elección o por suerte. La elección por suerte, dice Montesquieu, es de naturaleza democrática De acuerdo, pero ¿cómo se efectúa? La suerte, continúa el mismo, expositor, es un medio de elegir que no mortifica a nadie, y que deja a cada ciudadano una esperanza razonable de servir a la patria.

En toda verdadera democracia, la magistratura no es una preferencia, sino un cargo oneroso, que no se puede otorgar en justicia a un individuo en vez de a otro. Sólo la ley puede imponerla a quien la suerte designe, pues entonces, siendo la condición igual para todos y no dependiendo la elección de la voluntad humana, no hay aplicación particular que altere la universalidad de la ley.

En la aristocracia el príncipe elige y el gobierno se conserva por sí mismo, si se hace de buen uso el derecho del sufragio.

Si el pueblo no tiene participación directa en el gobierno, la nobleza lo suplanta. ¿Cómo una multitud de pobres barnabotes habría podido jamás desempeñar ninguna magistratura, si apenas le deja su nobleza el vano título de excelencia y el derecho a asistir al Gran Consejo? Ese Gran Consejo es tan numeroso como nuestro Consejo General en Ginebra, mas sus ilustres miembros no gozan de mayores privilegios que nuestros simples ciudadanos. Ni la elección por suerte ni el sufragio tienen sentido en el gobierno monárquico. Cuando el abad de San Pedro propuso multiplicar los consejos del rey de Francia, eligiendo sus miembros por escrutinio, no pensó que proponía indirectamente cambiar la forma de gobierno.

CAPÍTULO IV

DE LOS COMICIOS ROMANOS

Basado en ellas be tratado de averiguar la forma cómo el más libre y poderoso pueblo de la tierra ejercía el poder supremo.

Después de la fundación de Roma, la república naciente, es decir, la armada del fundador, compuesta de albanos, de sabinos y de extranjeros, se dividió en tres clases, que tomaron el nombre de tribus. Además, se sacó de cada tribu un cuerpo de cien caballeros, denominada centuria. Para evitar este peligroso abuso, Servio cambió la división, sustituyendo la de raza, que abolió, por otra extraída de las ciudades ocupadas por cada tribu. En vez de tres tribus hubo cuatro, cada una de las cuales ocupaba una de las colinas de Roma, llevando su nombre. A estas cuatro tribus urbanas, Servio añadió otras quince, llamadas tribus rústicas, por estar compuestas de habitantes del campo divididos en cantones. Después creó otras tantas, quedando, por último, el pueblo romano dividido en treinta y cinco tribus hasta el fin de la República.

En fin, todos los libertos entraban en las tribus urbanas, jamás en las rurales, sin que se diera durante el tiempo de la república un solo caso en que uno de ellos llegara a ocupar la magistratura, aunque hubiese pasado a ser ciudadano.

Primeramente, los censores, después de haberse arrogado por largo tiempo el derecho de trasladar arbitrariamente a los ciudadanos de una tribu. Ocurrió también que siendo las tribus urbanas más accesibles a la. Con la nueva división, Servio, en vista de que las treinta curias no podían repartirse en las cuatro tribus, decidió no tocarlas, por lo cual permanecieron independientes de ellas, constituyendo una nueva división de los habitantes de Roma. Ésta no se hizo con las tribus rústicas, porque habiendo logrado ser una institución puramente civil y habiéndose valido de otro reglamento para la organización de las tropas, las divisiones militares de Rómulo resultaron superfluas. Así, aunque todo ciudadano fue inscrito en una tribu, estaba muy lejos de serlo en una curia.

Distribuyó todo el pueblo romano en, tres clases, sin distinción de lugar ni personas, y solamente basadas en los bienes de fortuna, de forma que la primera clase la componían los ricos, las últimas los pobres y las medianas las que disfrutaban de una fortuna mediocre. Aquellas seis clases fueron subdivididas en ciento noventa y tres cuerpos, llamados centurias, distribuidas de tal manera que la primera clase comprendía más de la mitad y la última formaba una sola. Resultó así que la clase menos numerosa en hombres lo fue en centuria y la última clase no formó más que una sola subdivisión, si bien contenía más de la mitad de los habitantes de Roma.

Tales fueron las diferentes divisiones del pueblo romano. Cuando éstas eran legítimamente convocadas se llamaban comicios, y se reunían ordinariamente en la plaza de Roma o en el Campo de Marte, dividiéndose en comicios por curias, comicios por centurias y comicios por tribus, según las tres formas según las cuales estaban ordenadas. Los comicios por curias eran institución de Rómulo; los segundos, de Servio, y los últimos, de los tribunos del pueblo.

Ninguna ley era sancionada ni elegido ningún magistrado más que en. los comicios, y como no había ciudadanos que no estuviesen inscritos en una curia, en una centuria o en una tribu, se comprende que nadie estaba excluido del sufragio y que el pueblo romano era, de hecho y de derecho, verdaderamente soberano.

No eran las leyes ni la elección de los jefes los únicos problemas que se trataban en los comicios: habiendo usurpado el pueblo romano las funciones más importantes del gobierno, podemos decir que los destinos de Europa se jugaban en aquella asamblea. Al instituir Rómulo las curias tenía como propósito contener al Senado con el pueblo y éste con aquél, a fin de dominar sobre ambos. Bajo la república, las curias, limitadas siempre a las cuatro tribus urbanas y compuestas únicamente por el populacho de Roma, no podían interesar ni al Senado, que estaba a la cabeza de los patricios, ni a los tribunos, que, aunque plebeyos, se encontraban a la cabeza de los ciudadanos acomodados. En efecto, de ciento noventa y tres centurias que formaban las seis clases del pueblo romano, la primera clase comprendía noventa y ocho, y como los votos no se contaban sino por centurias, aquella sola clase tenía más votos que todas las demás. Mas esta autoridad extrema era moderada por dos maneras*. Los comicios por tribus eran propiamente el Consejo del pueblo romano. Sin entrar en demasiados detalles, resulta de las acla­raciones precedentes que los comicios por tribus eran más propicios al gobierno popular, y lo s comicios por centurias a la aristocracia. Es cierto que toda la majestad del pueblo romano se encontraba en los comicios por tribus: el Senado y los patricios.

En cuanto a la manera de votar, era entre los primitivos romanos tan sencilla como sus costumbres, si bien menos sencilla todavía que en Esparta. La mayoría hacía lo mismo en las curias y centurias.

CAPÍTULO V

DEL TRIBUNADO

Este cuerpo, que yo llamaré tribunado, es el conservador de las leyes y del poder legislativo, y sirve en ocasiones para proteger al soberano contra el gobierno, como hacían en Roma los tribunos del pueblo; otras para sostener el gobierno contra el pueblo, como hace en Venecia el Consejo de los Diez, y otras para mantener el equilibrio entre una y otra parte, como hicieron los éforos en Esparta.

Así se vio en Roma claramente, cuando aquellos orgullosos patricios, que despreciaban al pueblo entero, se vieron obligados a inclinarse ante un simple funcionario del pueblo que no tenía auspicios ni jurisdicción.

El tribunado, como el gobierno, se debilitan por la proliferación de sus miembros. Tales intervalos, que no deben ser bastante prolongados que permitan al abuso establecerse, pueden ser fijados por la ley, de manera que resulta fácil reducirlos en caso de necesidad por comisiones extraordinarias.

CAPÍTULO VI

DE LA DICTADURA

La inflexibilidad de las leyes, que les impide ceñirse a los acontecimientos, puede, en ocasiones, hacerlas perniciosas y producir la pérdida del Estado en momentos de crisis. El orden y la lentitud de las formas reclaman un espacio de tiempo que las circunstancias rechazan a veces. La misma Esparta dejó en la inacción sus leyes.

Mas si el peligro es de tal naturaleza que el aparato de las leyes constituye un obstáculo para dominarlo, entonces se nombra un jefe supremo que inutilice las leyes y suspenda temporalmente la autoridad soberana. La suspensión en esta forma de la autoridad legislativa no la deroga. Puede hacer todo, menos leyes.

El primer medio se empleaba por el Senado romano cuando encargaba a los cónsules, mediante una fórmula consagrada, que buscasen la salvación de la repúblIca; el segundo tenía lugar cuando uno de los dos cónsules nombraba un dictador, uso cuyo ejemplo habían dado a Roma los albanos.

Este error les hizo incurrir en grandes errores. Así fue honrado con justicia como libertador de Roma y justamente castigado como infractor de las leyes. En las crisis que la dictadura establece, el Estado sucumbe o se salva rápidamente. Pasada la necesidad agobiante de la dictadura, conviértese en tiránica o inútil. En Roma, los dictadores, que eran generalmente nombrados por seis meses, abdicaban en su mayoría antes del plazo establecido. El dictador no tenía tiempo más que para remediar la necesidad que había impuesto su elección: carecía de él para pensar en otros proyectos.

CAPÍTULO VII

DE LA CENSURA

Encauzad las opiniones de los hombres y las costumbres se depurarán por sí solas. Quien juzga de las costumbres, juzga del honor, y quien juzga del honor acepta la ley como si dijéramos de la opinión.

Las opiniones de un pueblo nacen de su constitución. Aunque la ley no regula las costumbres, la legislación les hace nacer; cuando la legislación se debilita, las costumbres degeneran; y en tal caso el criterio de los censores no podrá hacer lo que no ha logrado la fuerza de las leyes

Dedúcese de ahí que la censura puede ser útil para conservar las costumbres, jamás para restablecerlas. La censura sostiene las costumbres impidiendo que las opiniones se corrompan, conservando su rectitud por medio de sabias aplicaciones, y en circunstancias fijándolas cuando son todavía inciertas. Este juicio, anticipándose al del público, lo determinó de una vez.

CAPÍTULO VIII

DE LA RELIGIÓN CIVIL

Los primeros reyes de los hombres fueron los dioses, y su primera forma de gobierno, por tanto, la teocrática. Los hombres razonaban entonces como Calígula, y razonaban lógicamente. Es preciso una prolongada modificación de los sentimientos y de las ideas para poder resolverse a tener por jefe un semejante, y, sobre todo, para sentirse satisfecho de ello.

Del hecho de colocar a Dios como jefe de toda sociedad política se comprende que haya habido tantos dioses como naciones, puesto que no es posible que dos pueblos extraños y casi siempre enemigos puedan por mucho tiempo reconocer a un mismo jefe, como no podrían dos ejércitos enfrentados obedecer al mismo general. Así, pues, de las divisiones nacionales surgió el politeísmo, y de éste la intolerancia teológica y civil, que son en resumen la misma cosa.

La guerra política era a la vez teológica; las atribuciones de los dioses era, por así decirlo, determinadas por los límites de las naciones. El dios de un pueblo no tenía ningún derecho sobre los otros pueblos. Los dioses de los paganos no eran dioses celosos, y se dividían entre sí el imperio del mundo. Moisés mismo y el pueblo hebreo aceptaban en ocasiones esta idea al hablar del Dios de Israel. Dejaban a los vencidos sus dioses como sus leyes, imponiéndoles como único tributo una corona para Júpiter Capitolino.

Compréndase por qué el paganismo llegó a ser en el mundo una sola e idéntica religión.

Pero debió haber visto también que el espíritu dominador del cristianismo era incompatible con su sistema, y que el interés del sacerdote debe ser siempre más fuerte que el del Estado. La religión, considerada en relación con la sociedad, que es general o particular, puede dividirse en dos especies: religión del hombre y religión del ciudadano. Hay una tercera especie de religión más heroica que, dando a los hombres dos legislaciones, dos jefes y dos patrias, les somete a deberes contradictorios, impidiéndoles poder ser a la vez devotos y ciudadanos. A ésta puede llamársela la religión del sacerdote. Si el Estado resulta floreciente, apenas si comparte la felicidad pública; teme enorgullecerse como la gloria de su país; si el Estado perece, bendice la mano de Dios que castiga a su pueblo.

jamás los cristianos habrán hecho uno semejante; hubieran pensado ofender a Dios.

Las tropas cristianas son excelentes, suele decirse. Los dogmas de la religión civil deben ser simples, en número reducido, enunciados con precisión sin explicaciones ni comentarios. Estas dos intolerancias son inseparables. Para quien intente decir: Juera de la Iglesia no hay salvación, debe ser arrojado del Estado, a no ser que el Estado sea la Iglesia y el príncipe el pontífice.

CAPÍTULO IX

CONCLUSIÓN

Después de haber expuestos los verdaderos principios del derecho político y de tratar de fundar el Estado sobre su base, sólo resta apoyarlo por medio de sus relaciones exteriores, lo cual comprende el derecho de gentes, el de comercio, de guerra y de conquista, el derecho público, las ligas o alianzas, las negociaciones y los tratados, etc. Pero todo ello forma una nueva materia demasiado extensa para mis escasas facultades. He debido tenerla siempre presente en cualquier caso.

BIBLIOGRAFíA:

-El Contrato Social, J.J. Rousseau Editorial E.D.A.F Ediciones-Distribuciones, S.A.

Madrid 1981. Traducción de Enrique Azcoaga

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Editorial E.D.A.F. Madrid 1981. Pag46

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag51

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag54

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 72

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 75

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 80

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 80

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 86 y 87

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 105

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 123

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 132

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 148

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 166

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 175

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 182

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 209

El Contrato Social, J. J. Rousseau, Pag 223 CAPÍTULO XI

1

1




Descargar
Enviado por:Txusma
Idioma: castellano
País: España

Te va a interesar