Religión y Creencias


Cristianismo


CRISTIANISMO

INTRODUCCION

Cristianismo, religión monoteísta basada en las enseñanzas de Jesucristo según se recogen en los Evangelios, que ha marcado profundamente la cultura occidental y es actualmente la más extendida del mundo. Está ampliamente presente en todos los continentes del globo y la profesan más de 1.700 millones de personas.

El cristianismo, en muchos sentidos y como cualquier otro sistema de creencias y de valores, se comprende sólo desde “el interior” entre aquellos que comparten la creencia y se esfuerzan por vivir de acuerdo con esos valores. Cualquier descripción de la religión que ignorara estas concepciones internas, no sería fiel en el orden histórico. Sin embargo, un aspecto que los que profesan esta fe no reconocen por regla general es que semejante sistema de creencias y de valores también puede ser descrito de una forma que tenga sentido para un observador interesado, aunque no comparta, o no pueda compartir, su punto de vista.

DOCTRINA Y PRACTICA

Una comunidad, un modo de vida, un sistema de creencias, una observancia litúrgica, una tradición; el cristianismo es todo eso y más. Cada uno de estos aspectos del cristianismo tiene afinidades con otras creencias, aunque cada una de éstas también muestra señas particulares, consecuencia de su origen y evolución. Teniendo en cuenta esto, es una ayuda, y de hecho se hace inevitable, estudiar las ideas e instituciones del cristianismo de forma comparativa, relacionándolas con las afinidades que tienen con otras religiones. Sin embargo, resulta asimismo importante el estudio de los rasgos distintivos que son exclusivos del cristianismo.

PRINCIPALES ENSEÑANZAS

Un fenómeno tan complejo y vital como el cristianismo resulta más fácil describirlo desde una perspectiva histórica que definirlo de una forma lógica, aunque esta descripción histórica incluya concepciones interiorizadas por los creyentes y que son también características esenciales de la religión. Uno de los elementos esenciales lo constituye el protagonismo de la figura de Jesucristo. Ese protagonismo es, de uno u otro modo, el rasgo distintivo de todas las variantes históricas de la creencia y práctica del cristianismo. Los cristianos no han logrado llegar a un acuerdo sobre la comprensión ni sobre la definición de qué es lo que hace que Cristo sea tan característico y único. Desde luego, todos coinciden en que su vida y su ejemplo deberían ser seguidos y que sus enseñanzas referentes al amor y a la fraternidad deberían sentar las bases de todas las relaciones humanas. Gran parte de sus enseñanzas encuentran su equivalencia en la predicación de los rabinos, después de todo Jesús era uno de ellos, o en las enseñanzas de Sócrates y de Confucio. En las enseñanzas del cristianismo, Jesús no puede ser menos que el supremo predicador y ejemplo de vida moral, pero, para la mayoría de los cristianos, eso, por sí mismo, no hace justicia al significado de su vida y obra.

Todas las referencias históricas que se tienen de Jesús se encuentran en los Evangelios, parte del Nuevo Testamento englobada en la Biblia. Otros libros del Nuevo Testamento resumen las creencias de la Iglesia cristiana primitiva. Tanto san Pablo como otros autores de las Sagradas Escrituras creían que Jesús fue el revelador no sólo de la vida humana en su máxima perfección, sino también de la realidad divina en sí misma.

El misterio fundamental del Universo, llamado de muchas formas en las distintas religiones, en palabras de Jesús se llamaba “Padre”, y por eso los cristianos llaman a Jesús, “Hijo de Dios”. En todo caso, tanto en su lenguaje como en su vida, existía una profunda intimidad con Dios y un anhelo por acceder a Él, así como la promesa de que, a través de todo lo que Jesús fue e hizo, sus seguidores podrían participar en la vida del Padre en el cielo y podrían hacerse hijos de Dios. La crucifixión y resurrección de Jesucristo, a la que los primeros cristianos se refieren cuando hablan de Él como de aquel que reconcilió a la humanidad con Dios, hicieron de la cruz el principal centro de atención de la fe y devoción cristianas, y el símbolo más importante del amor salvador de Dios Padre.

En el Nuevo Testamento, y por lo tanto en la doctrina cristiana, este amor es el atributo más importante de Dios. Los cristianos enseñan que Dios es omnipotente en su dominio sobre todo lo que está en la tierra y en el cielo, recto a la hora de juzgar lo bueno y lo malo, se encuentra más allá del tiempo, del espacio y del cambio, pero sobre todo enseñan que “Dios es amor”. La creación del mundo a partir de la nada así como de la especie humana fueron expresiones de ese amor, como también lo fue la venida de Jesús a la Tierra. La manifestación clásica de esta confianza en el amor de Dios viene dada por las palabras de Jesús en el llamado Sermón de la Montaña: “Mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?” (Mat. 6,26). Los primeros cristianos descubrían en estas palabras una demostración de la privilegiada posición que tienen los hombres y las mujeres por ser hijos de un padre celestial como Él, y del lugar aún más especial que ocupa Cristo. Esa posición de excepción llevó a que las primeras generaciones de creyentes le otorgaran la misma categoría que al Padre, y a que más tarde utilizaran la expresión “el Espíritu Santo, a quien el Padre envió en el nombre de Cristo”, como parte de la fórmula que se utiliza en la administración del bautismo y en los diversos credos de los primeros siglos. Después de numerosas controversias y reflexiones, aquella expresión se transformó en la doctrina de Dios como Santísima Trinidad.

Desde un principio, el camino para iniciarse en el cristianismo ha sido el bautismo “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” o a veces, más simplemente, “en el nombre de Cristo”. En un comienzo, parece ser que el bautismo le era administrado sobre todo a los adultos, después de haber hecho manifiesta su fe y de haber prometido corregir sus vidas. La práctica del bautismo se generalizó más al extenderse también a los niños. Otro rito que es aceptado por todos los cristianos es el de la eucaristía o cena del Señor, en la que se comparten pan y vino, expresando y reconociendo así la realidad de la presencia de Cristo, tal como se conmemora en la comunión de unos con otros en la misa. La forma que fue adquiriendo la eucaristía a medida que evolucionó fue la de una cuidada ceremonia de consagración y de adoración, a partir de textos eucarísticos escritos sobre todo en los primeros siglos del cristianismo. La eucaristía también se ha transformado en uno de los principales motivos de conflicto entre las distintas iglesias cristianas, pues no todas están de acuerdo con la presencia de Cristo en el pan y en el vino consagrados y con el efecto que produce esta presencia en los que lo reciben.

La comunidad cristiana misma, es decir, la Iglesia, es otro componente fundamental dentro de la fe y las prácticas del cristianismo. Algunos estudiosos cuestionan el hecho de que se pretenda asumir que Jesús intentó fundar una iglesia (la palabra iglesia se menciona sólo dos veces en los Evangelios), pero sus seguidores siempre estuvieron convencidos de que su promesa de estar con ellos “siempre, hasta el fin de los días” se hizo realidad mediante su “cuerpo místico en la tierra”, es decir, la santa Iglesia católica (universal). La relación que mantiene esta santa Iglesia universal con las distintas organizaciones eclesiásticas que existen por toda la cristiandad es la causa de las principales divisiones entre ellas. El catolicismo ha tendido a equiparar su propia estructura institucional con la Iglesia universal, mientras que algunos grupos protestantes extremistas han estado prontos a reclamar que ellos, y sólo ellos, representan la verdadera Iglesia visible. Sin embargo, cada vez un mayor número de cristianos de todos los sectores han comenzado a reconocer que no existe un único grupo que tenga el derecho de apropiarse el concepto de Iglesia, y han empezado más bien a trabajar para lograr la unión de todos los cristianos.

CULTO

Cualquiera que sea su organización institucional, la comunidad de fe dentro de la Iglesia es la primera condición para proceder al culto cristiano. Todos los cristianos de las distintas tradiciones han subrayado el papel trascendente de la devoción y de la oración individual, tal y como lo indicó Jesús. Pero él también instituyó una oración universal, el Padrenuestro, cuyas primeras palabras subrayan la naturaleza y el sentido de comunidad que tiene el culto: “Padre Nuestro que estás en el cielo”. A partir del Nuevo Testamento, se estableció que el día que toda la comunidad cristiana destinaría a la adoración sería “el primer día de la semana”, el domingo, en conmemoración de la resurrección de Cristo. Lo mismo que el shabat judío, el domingo se destina al descanso. También es el día en que los creyentes se reúnen para oír la lectura y la predicación de la palabra de Dios recogida en la Biblia, para participar en los sacramentos y para rezar, alabar al Señor y darle gracias. Las necesidades del culto en comunidad han motivado la creación de miles de himnos, coros y cantos, así como de música instrumental, en especial para órgano. Desde el siglo IV, las comunidades cristianas han edificado construcciones especiales destinadas al culto, un hecho decisivo en la historia de la arquitectura y del arte en general.

VIDA CRISTIANA

El mandato y la exhortación de la predicación y las enseñanzas cristianas abarcan todos los temas referentes a la doctrina y a la moral. Los dos mandamientos más importantes del mensaje ético de Jesús (Mt. 22,34-40) son el amor a Dios y el amor al prójimo. La aplicación de estos mandamientos a situaciones concretas de la vida, ya sea en el orden personal o en el social, no genera uniformidad en el comportamiento moral ni en el social. Por ejemplo, hay cristianos que consideran pecaminosas las bebidas alcohólicas, pero los hay que no opinan igual. Existen cristianos que adoptan diferentes posturas sobre temas de actualidad, ya sea desde puntos de vista de extrema derecha, de extrema izquierda o de centro. A pesar de ello, es posible hablar de un modo de vida cristiano, aquel que participa de la llamada al servicio y a convertirse en discípulo de Cristo. El valor inherente a cada persona creada a la imagen de Dios, la santidad de la vida humana, así como el matrimonio y la familia, el esfuerzo por alcanzar la justicia, aunque sea en un mundo caído en la desgracia, son compromisos morales dinámicos que los cristianos deberían aceptar; sin embargo, sus conductas pueden no conseguir las metas que imponen estas normas. Ya desde las páginas del Nuevo Testamento se hace patente que siempre ha sido difícil la tarea de desarrollar las implicaciones o el alcance que puede tener una ética del amor, bajo las condiciones de la existencia cotidiana, y que en realidad nunca ha existido una `época dorada' en la que haya sucedido lo contrario.

ESCATOLOGIA

Sin embargo, dentro de la doctrina cristiana late la idea de esta época de oro, representada en la esperanza cristiana de una vida eterna. Jesús se refirió a esta esperanza con tanta insistencia que muchos de sus seguidores estaban a la espera del fin del mundo de un modo declarado y abierto, pues con ese fin sus vidas alcanzarían el reino de la eternidad. Desde el siglo I, esta expectación creó una actitud de flujo y reflujo, alcanzando a veces niveles de gran intensidad, y otras veces de una aparente aceptación del mundo en sus formas más crueles. Los credos de la Iglesia se refieren a esta esperanza usando el lenguaje de la resurrección, de una nueva vida, participando de la gloria de Cristo resucitado. Teniendo estos símbolos en cuenta, el cristianismo debería considerarse como una religión espiritual, y en ocasiones se ha limitado exclusivamente a cumplir este papel. Pero, a través de la historia de la Iglesia, la esperanza cristiana también ha servido para motivar el desarrollo de una vida terrenal más conforme a los deseos de Dios según fue revelado por Cristo.

HISTORIA

Casi toda la información de la que se dispone sobre la vida de Jesús y los orígenes del cristianismo, proviene de aquellos que proclamaban ser sus discípulos. Considerando que escribieron más para convencer a los creyentes que para satisfacer la curiosidad histórica, esta información consta por lo común de más preguntas que respuestas, y nunca se ha podido armonizar dentro de un coherente y satisfactorio orden cronológico. Dada la naturaleza de las fuentes, es imposible, excepto de un modo especulativo, distinguir entre las enseñanzas originales de Jesús y el desarrollo que tuvo este magisterio dentro de las primeras comunidades cristianas.

Lo que sí se sabe es que tanto la persona como el mensaje de Jesús de Nazaret, desde épocas muy tempranas, logró tener seguidores que creían en él como en un nuevo profeta. Sus palabras y hechos se interpretan a la luz del milagro de su resurrección. Los primeros cristianos concluyeron que lo que Él había demostrado ser, a través de su resurrección, ya lo debía haber sido antes, cuando caminaba entre los habitantes de Palestina e incluso antes de haber nacido del vientre de María de acuerdo con su condición divina y, por tanto, eterna. Se inspiraron en el lenguaje de las Sagradas Escrituras (la Biblia hebrea, que los cristianos llamaron Antiguo Testamento) para componer un relato de la realidad “siempre antigua, siempre nueva”, que habían aprendido a conocer como apóstoles de Jesucristo. Creyendo que era deseo y mandato de Jesús el que se unieran y formaran una nueva comunidad de lo que aún quedaba rescatable del pueblo de Israel, estos judíos cristianos formaron la primera Iglesia en Jerusalén. Consideraban que ése era el lugar más apropiado para recibir lo prometido: el don del Espíritu Santo y de una innovación espiritual.

LOS COMIENZOS DE LA IGLESIA

Jerusalén era el núcleo del movimiento cristiano; al menos lo fue hasta su destrucción a manos de los ejércitos de Roma en el 70 d.C. Desde este centro, el cristianismo se desplazó a otras ciudades y pueblos de Palestina, e incluso más lejos. En un principio, la mayoría de las personas que se unían a la nueva fe eran seguidores del judaísmo, para quienes sus doctrinas representaban algo nuevo, no en el sentido de algo novedoso por completo y distinto, sino en el sentido de ser la continuación y realización de lo que Dios había prometido a Abraham, Isaac y Jacob. Por lo tanto, ya en un principio, el cristianismo manifestó una relación dual con la fe judía: una relación de continuidad y al mismo tiempo de realización, de antítesis, y también de afirmación. La conversión forzada de los judíos durante la edad media y la historia del antisemitismo (a pesar de que los dirigentes de la Iglesia condenaban ambas actitudes) constituyen una prueba de que la antítesis podía ensombrecer con facilidad a la afirmación. Sin embargo, la ruptura con el judaísmo nunca ha sido total, sobre todo porque la Biblia cristiana incluye muchos elementos del judaísmo. Esto ha logrado que los cristianos no olviden que aquel al que adoran como Señor era judío y que el Nuevo Testamento no surgió de la nada, sino que es una continuación del Antiguo Testamento.

Una importante causa del alejamiento del cristianismo de sus raíces judías fue el cambio en la composición de la Iglesia, que tuvo lugar más o menos a fines del siglo II (es difícil precisar cómo se produjo y en qué periodo de una forma concreta). En un momento dado, los cristianos con un pasado no judío comenzaron a superar en número a los judíos cristianos. En este sentido, el trabajo del apóstol Pablo tuvo una poderosa influencia. Pablo era judío de nacimiento y estuvo relacionado de una forma muy profunda con el destino del judaísmo, pero, a causa de su conversión, se sintió el “instrumento elegido” para difundir la palabra de Cristo a los gentiles, es decir, a todos aquellos que no tenían un pasado judío. Fue él quien, en sus epístolas a varias de las primeras congregaciones cristianas, formuló muchas de las ideas y creó la terminología que más tarde constituirían el eje de la fe cristiana; merece el título de primer teólogo cristiano. Muchos teólogos posteriores basaron sus conceptos y sistemas en sus cartas, que ahora están recopiladas y codificadas en el Nuevo Testamento. Veáse también San Pablo.

De las epístolas ya consideradas y de otras fuentes que provienen de los dos primeros siglos de nuestra era, es posible obtener información sobre la organización de las primeras congregaciones. Las epístolas que Pablo habría enviado a Timoteo y a Tito (a pesar de que muchos estudiosos actuales no se arriesgan a afirmar que el autor de esas cartas haya sido Pablo), muestran los comienzos de una organización basada en el traspaso metódico del mando de la primera generación de apóstoles, entre los que se incluye a Pablo, a sus continuadores, los obispos. Dado el frecuente uso de términos tales como obispo, presbítero y diácono en los documentos, se hace imposible la identificación de una política única y uniforme. Hacia el siglo III se hizo general el acuerdo respecto a la autoridad de los obispos como continuadores de la labor de los apóstoles. Sin embargo, este acuerdo era generalizado sólo en los casos en que sus vidas y comportamientos asumían las enseñanzas de los apóstoles, tal como estaba estipulado en el Nuevo Testamento y en los principios doctrinales que fundamentaban las diferentes comunidades cristianas.

CONCILIOS Y CREDOS

Se hizo necesario aclarar las cuestiones doctrinales cuando surgieron interpretaciones del mensaje de Cristo que vendrían a considerarse erróneas. Las desviaciones más importantes o herejías tenían que ver con la persona de Cristo. Algunos teólogos buscaban proteger su santidad, negando su naturaleza humana, mientras otros buscaban proteger la fe monoteísta, haciendo de Cristo una figura divina de rango inferior a Dios, el Padre.

En respuesta a estas dos tendencias, en los credos comenzó, en época muy temprana, un proceso para especificar la condición divina de Cristo, en relación con la divinidad del Padre. Las formulaciones definitivas de estas relaciones se establecieron durante los siglos IV y V, en una serie de concilios oficiales de la Iglesia; dos de los más destacados fueron el de Nicea en el 325, y el de Calcedonia en el 451, en los que se acuñaron las doctrinas de la Santísima Trinidad y de la doble naturaleza de Cristo, en la forma aún aceptada por la mayoría de los cristianos (véase Concilio de Calcedonia; Credo de Nicea). Para que pudieran exponerse estos principios, el cristianismo tuvo que refinar su pensamiento y su lenguaje, proceso en el que se fue creando una teología filosófica, tanto en latín como en griego. Durante más de mil años, éste fue el sistema de pensamiento con más influencia en Europa. El principal artífice de la teología en Occidente fue san Agustín de Hipona, cuya producción de textos literarios, dentro de los que se incluyen los textos clásicos Confesiones y La ciudad de Dios, hizo más que cualquier otro grupo de escritos, exceptuando los autores de la Biblia, para dar forma a este sistema.

PERSECUCION

Sin embargo, el cristianismo tuvo primero que asentar su relación con el orden político. Dentro del Imperio romano, y como secta judía, la Iglesia cristiana primitiva compartió la misma categoría que tenía el judaísmo, pero antes de la muerte del emperador Nerón en el 68 ya se le consideraba rival de la religión imperial romana. Las causas de esta hostilidad hacia los cristianos no eran siempre las mismas y, por lo general, la oposición y las persecuciones tenían causas muy concretas. Sin embargo, la lealtad que los cristianos mostraban hacia su Señor Jesús, era irreconciliable con la veneración que existía hacia el emperador como deidad, y los emperadores como Trajano y Marco Aurelio, que estaban comprometidos de manera más profunda con mantener la unidad ideológica del Imperio, veían en los cristianos una amenaza para sus propósitos; fueron ellos quienes decidieron poner fin a la amenaza. Al igual que en la historia de otras religiones, en especial la del islam, la oposición a la nueva religión creaba el efecto inverso al que se pretendía y, como señaló el epigrama de Tertuliano, miembro de la Iglesia del norte de África, “la sangre de los mártires se transformará en la semilla de cristianos”. A comienzos del siglo IV el mundo cristiano había crecido tanto en número y en fuerza, que para Roma era preciso tomar una decisión: erradicarlo o aceptarlo. El emperador Diocleciano trató de eliminar el cristianismo, pero fracasó; el emperador Constantino I el Grande optó por contemporizar, y acabó creando un imperio cristiano.

LA ACEPTACION OFICIAL

La conversión del emperador Constantino situó al cristianismo en una posición privilegiada dentro del Imperio; se hizo más fácil ser cristiano que no serlo. Como resultado, los cristianos comenzaron a sentir que se estaba rebajando el grado de exigencia y sinceridad de la conducta cristiana y que el único modo de cumplir con los imperativos morales de Cristo era huir del mundo (y de la Iglesia que estaba en el mundo), y ejercer una profesión de disciplina cristiana como monje. Desde sus comienzos en el desierto egipcio, con el eremitorio de san Antonio, el monaquismo cristiano se propagó durante los siglos IV y V por muchas zonas del Imperio romano. Los monjes cristianos se entregaron al rezo y a la observación de una vida ascética, pero no sólo en la parte griega o latina del Imperio romano, sino incluso más allá de sus fronteras orientales, en el interior de Asia. Durante el inicio de la edad media, estos monjes se transformaron en la fuerza más poderosa del proceso de cristianización de los no creyentes, de la renovación del culto y de la oración y, a pesar del antiintelectualismo que en reiteradas ocasiones trató de hacer valer sus derechos entre ellos, del campo de la teología y la erudición.

EL CRISTIANISMO EN ORIENTE

Uno de los actos del emperador Constantino que tuvo más repercusión dentro del mundo cristiano, fue su decisión, en el año 330, de trasladar la capital del Imperio desde Roma hasta una “Nueva Roma”, la ciudad de Bizancio, en el punto más oriental del mar Mediterráneo. La nueva capital, Constantinopla (actual Estambul), así llamada en honor del emperador, se transformó también en el centro intelectual y religioso del mundo cristiano de Oriente. Mientras que el mundo cristiano de Occidente se fue centralizando de forma progresiva: una pirámide cuya cima la constituía el papa de Roma (véase Papado), los principales centros del mundo oriental, Constantinopla, Jerusalén, Antioquía y Alejandría, se desarrollaron de forma autónoma. El emperador de Constantinopla tenía una posición muy destacada en la vida de la Iglesia. Por ejemplo, él era quien convocaba y presidía los concilios generales de la Iglesia, órganos supremos de la legislación eclesiástica con respecto a la fe y a los códigos morales. Esta relación especial que surgió entre la Iglesia y el Estado se denominó, con una simplificación excesiva, cesaropapismo. Fomentó una cultura cristiana (como lo atestigua la gran basílica de Santa Sofía en Constantinopla, erigida por el emperador Justiniano I), que unió y sintetizó elementos cristianos y de la antigüedad clásica.

El problema radicaba en que esta simbiosis podía significar que la Iglesia se subordinara a la autoridad del Estado. La crisis del siglo VIII respecto a la legitimidad del uso de imágenes en las iglesias cristianas significó también un choque entre la Iglesia y el poder imperial. El emperador León III el Isaurio las prohibió, precipitando así un conflicto en el que los monjes de Oriente se convirtieron en los principales defensores de los iconos. Más adelante, se restauró el culto a los iconos, lo que supuso una medida de independencia para la Iglesia respecto al Estado (véase Iconoclasia). Durante los siglos VII y VIII, tres de los cuatro centros orientales cayeron bajo la influencia expansiva del islam; el único núcleo que quedó sin conquistar fue Constantinopla, que fue sitiada en repetidas ocasiones, hasta que cayó en manos de los turcos en 1453. Sin embargo, la lucha con los musulmanes no era tan sólo de carácter militar. Tanto los cristianos de Oriente como los seguidores del profeta Mahoma trataban de aumentar su mutua influencia en aspectos de índole intelectual, filosófica, científica e incluso teológica.

El conflicto con respecto a la adoración de las imágenes resultó ser tan grave porque amenazaba un rasgo fundamental de la Iglesia de Oriente: su liturgia. El cristianismo de Oriente era, y sigue siendo, una forma de culto a partir del cual surge una forma de vivir y de pensar. La palabra griega ortodoxia (junto con su sinónimo, en esloveno, pravoslavie) se refiere a la manera correcta de alabar a Dios, lo cual resulta indisociable del modo correcto de proclamar la verdadera doctrina de Dios y de vivir de acuerdo con su voluntad. Este énfasis aportó a la liturgia y a la teología de Oriente una categoría que los observadores occidentales, incluso durante la edad media, caracterizarían como mística, categoría que se intensificó por la fuerte influencia que ejercía el neoplatonismo sobre la filosofía bizantina. A pesar de que el monaquismo de Oriente, por lo general, se mostraba hostil ante estas corrientes filosóficas de pensamiento, se llevaba a la práctica una vida de devoción bajo la influencia de los escritos de los Padres de la Iglesia y de teólogos, como san Basilio, que habían asumido un cristianismo helenístico del que partían muchas de esas ideas filosóficas.

Todos los rasgos distintivos del cristianismo de Oriente, como la ausencia de una autoridad eclesiástica central, la estrecha relación con el Imperio, la tradición litúrgica y mística, el uso continuado de la lengua y de otros elementos de la cultura griega, así como su aislamiento a causa de la expansión musulmana, contribuyeron a su alejamiento de Occidente, lo que por último desembocó en el cisma entre las iglesias occidental y oriental. De modo general, los historiadores fechan el Gran Cisma a partir de 1054, cuando Roma y Constantinopla se excomulgaron mutuamente, aunque también se puede decir que la fecha fue 1204, cuando ejércitos procedentes de Occidente, de camino para arrebatar la Tierra Santa del dominio otomano (véase Cruzadas), atacaron y arrasaron la ciudad cristiana de Constantinopla. Cualquiera que sea la fecha, la ruptura entre el cristianismo oriental y el occidental se ha mantenido hasta hoy, a pesar de los repetidos esfuerzos por lograr la reconciliación.

Uno de los puntos de conflicto entre Constantinopla y Roma, a comienzos del siglo IX, fue el relativo a la evangelización de los eslavos. Pese a que muchas tribus eslavas, como los polacos, moravos, checos, eslovacos, croatas y eslovenos terminaron envueltas en la órbita de la Iglesia de Occidente, la gran mayoría de la población eslava se convirtió al cristianismo de acuerdo a las normativas de la Iglesia oriental (bizantina). Desde su temprana fundación en Kíev, la ortodoxia eslava impregnó Rusia, donde los rasgos distintivos del cristianismo de Oriente, ya descritos, enraizaron con mucha fuerza. La autoridad autocrática del zar moscovita imitó algunas de las atribuciones del cesaropapismo bizantino; el monaquismo ruso se dejó influir por el ascetismo y la devoción cultivada en los monasterios griegos del monte Athos. El énfasis en la autonomía cultural y étnica hizo evidente, desde muy temprano, que el cristianismo eslavo tenía su propio lenguaje litúrgico (conocido aún como antigua Iglesia eslava). Por otra parte, esta Iglesia fue incorporando los estilos artísticos y arquitectónicos importados de los centros ortodoxos de las zonas de habla griega. En la Iglesia de Oriente también había algunos grupos eslavos de los Balcanes (serbios, montenegrinos, bosnios, macedonios y búlgaros), albaneses, descendientes de los antiguos ilirios, y rumanos, un pueblo de lengua romance. A lo largo de los siglos de dominio turco en los Balcanes, algunas de las poblaciones cristianas locales fueron forzadas a convertirse al islam, como en el caso de algunos bosnios, búlgaros y albaneses.

EL CRISTIANISMO EN OCCIDENTE

A pesar de que el cristianismo de Oriente era en muchos sentidos el heredero directo de la Iglesia primitiva, una parte del desarrollo más dinámico se dio en la zona occidental del Imperio romano. De las muchas razones que hubo para ese desarrollo, merecen mención especial dos causas relacionadas de una forma directa: el crecimiento del poder del Papado y la migración de los pueblos germanos. Cuando se trasladó la capital del Imperio a Constantinopla, la fuerza más poderosa que quedó en Roma fue la de los obispos. La antigua ciudad, capital de la Iglesia de Occidente, desde la que se podía seguir la huella de la fe cristiana a partir de la obra de los apóstoles Pablo y Pedro, en reiteradas ocasiones actuó como árbitro de la ortodoxia mientras otros centros, incluida Constantinopla, caían en la herejía o en los cismas. Roma sostenía esta posición cuando las sucesivas oleadas de tribus, en lo que fue llamado el periodo de las invasiones bárbaras, asolaron Europa. La conversión de los invasores al cristianismo, como en el caso del rey de los francos, Clodoveo I, significó al mismo tiempo su incorporación a una institución presidida por el obispo de Roma. A medida que fue decayendo el poder de Constantinopla sobre las provincias del oeste, se fueron creando reinos germánicos autónomos, hasta que en el 800 nació un nuevo imperio soberano en Occidente, cuando el papa León III coronó emperador a Carlomagno. Véase Sacro Imperio Romano Germánico.

Por lo tanto, el cristianismo occidental durante la edad media, al contrario de su réplica oriental, era una entidad única, o por lo menos eso trataba de ser. Cuando alguno de los pueblos se convertía al cristianismo adoptaba como lengua oficial el latín, proceso en el que, por lo común (como fue el caso de los francos y los visigodos en la península Ibérica), perdían incluso su propia lengua. Así fue como el lenguaje de la antigua Roma se transformó en la lengua litúrgica, literaria y cultural de Europa occidental. Si bien los arzobispos, los obispos y los abades ejercían gran poder sobre sus regiones, estaban subordinados a la autoridad del papa, a pesar de que con bastante frecuencia éste era incapaz de satisfacer sus peticiones. Durante los primeros siglos de la edad media, en Europa occidental hubo largas controversias teológicas, aunque nunca llegaron a las enormes proporciones que alcanzaron en Europa oriental. La teología occidental no pudo, al menos hasta después del siglo XI, alcanzar los extremos de complejidad filosófica de Oriente. La sombra de san Agustín continuó dominando durante mucho tiempo la teología latina, y había dificultades para acceder a los textos de las meditaciones doctrinales de los antiguos pensadores cristianos.

La imagen de cooperación que existía entre Iglesia y Estado, simbolizada por la coronación de Carlomagno por el Papa, no debe interpretarse como que no hubo problemas entre ellos durante la edad media. Muy al contrario, con frecuencia surgían conflictos con respecto a sus respectivas esferas de autoridad. El desacuerdo más común era el referente al derecho del soberano a nombrar obispos en sus dominios (investidura laica), problema que llevó al papa Gregorio VII y al emperador Enrique IV a un callejón sin salida en 1075. El Papa excomulgó al Emperador y éste se negó a reconocer la autoridad papal. Estuvieron un tiempo reconciliados cuando el mismo Enrique se sometió en Canosa a la penitencia que le impuso el pontífice en 1077, pero la tensión continuó. Poco tiempo después, se estaba discutiendo un asunto muy parecido con respecto a la excomunión del rey Juan Sin Tierra, de Inglaterra, dictada por el papa Inocencio III en 1209, controversia que terminó cuatro años más tarde, cuando el Rey aceptó los dictámenes del Papa. La causa de estas disputas estaba en la compleja implicación de la Iglesia en la sociedad feudal. Los obispos y abades administraban grandes extensiones de terrenos y otros bienes, constituyendo así una gran fuerza económica y política, sobre la que el rey tenía que ejercer un cierto control si quería hacer valer su autoridad sobre la nobleza secular que estaba bajo su potestad. Por otro lado, el Papado no podía permitir que la Iglesia del país se transformara en el títere de un régimen político. Véase Querella de las Investiduras.

A pesar de lo referido, sí existió cooperación entre la Iglesia y el Estado cuando, durante las Cruzadas, cerraron filas contra el enemigo común. La conquista musulmana de Jerusalén significó que los Santos Lugares vinculados a la vida de Jesús quedaron bajo el control de un poder no cristiano, aunque se debe reconocer que las noticias que llegaban referentes a las molestias que sufrían los peregrinos a manos de los musulmanes eran sumamente exageradas. El hecho es que en el exaltado ambiente medieval del cristianismo fue intensificándose la certeza de que era deseo de Dios organizar un ejército cristiano para liberar Tierra Santa. Al emprender la primera Cruzada en 1095, las tropas cristianas lograron formar un reino latino y un patriarcado en Jerusalén, aunque un siglo más tarde la ciudad volvió a caer bajo dominio musulmán; en el plazo de 200 años ya había sucumbido hasta el último reducto cristiano. En este sentido, las Cruzadas fueron un fracaso, o incluso, como ocurrió en el curso de la cuarta Cruzada (1202-1204), un verdadero desastre. No sirvieron para restaurar el cristianismo de forma permanente en Tierra Santa, ni tampoco para unificar Occidente, ni en el plano eclesiástico ni en el orden político. Al contrario, aumentaron los rencores entre los cristianos orientales y occidentales, ahondando más en sus diferencias.

No obstante, la Iglesia medieval sí logró un triunfo muy importante durante este periodo, que fue el desarrollo de la filosofía y la teología escolásticas. Partiendo siempre del sustrato doctrinal de las enseñanzas expuestas por san Agustín, los teólogos latinos volcaron su interés en la relación entre el conocimiento de Dios alcanzable por la razón humana por sí misma, y el conocimiento que se adquiere a través de la revelación. Se adoptó el lema de san Anselmo: “Creo en aquello que puedo entender”, y se buscó una prueba concluyente para demostrar la existencia de Dios basada en la estructura misma del pensamiento humano (el argumento ontológico). En esa época, Pedro Abelardo estudió las contradicciones que existían entre las distintas tendencias de la tradición doctrinal de la Iglesia, con la idea de desarrollar métodos para lograr armonizarlas. Esos dos cometidos dominaron el pensamiento de los siglos XII y XIII, hasta que la recuperación de las obras perdidas de Aristóteles hizo posible el acceso a un conjunto de definiciones y de matices que pudieron ser aplicados en ambos casos. La teología filosófica de san Agustín buscó hacer justicia al conocimiento natural de Dios, a la vez que exaltaba las enseñanzas reveladas en los Evangelios, y entrelazó las partes dispersas de la tradición formando una sola unidad. San Agustín, junto con sus contemporáneos, san Buenaventura y santo Tomás de Aquino, representaba el ideal intelectual del cristianismo medieval.

Sin embargo, coincidiendo con la muerte de santo Tomás de Aquino, aparecieron nubes que amenazaron tormenta en la Iglesia de Occidente. En 1309, el Papado se trasladó de Roma a Aviñón, donde se mantuvo hasta 1377 en la denominada cautividad de Babilonia de la Iglesia. A estos acontecimientos siguió el Gran Cisma de Occidente, durante el cual hubo dos, y a veces hasta tres, aspirantes al solio pontificio. Este litigio no se resolvió hasta 1417, cuando se volvió a unir el Papado, aunque jamás logró recuperar el férreo control ni la autoridad anteriores.

LA REFORMA Y LA CONTRAREFORMA

Hubo reformadores de distintas tendencias, como por ejemplo John Wycliffe, Jan Hus y Girolamo Savonarola, que denunciaron públicamente el relajamiento moral y la corrupción económica que existían dentro de la Iglesia “en sus miembros y en sus mentes”; buscaban provocar un giro radical de la situación. Al mismo tiempo, se estaban produciendo profundos cambios de tipo social y político, producto del despertar de la conciencia nacional y de la fuerza e importancia cada vez mayores que iban adquiriendo las ciudades, en las que surgió con gran poder una nueva clase social sostenida por el comercio. La Reforma protestante podría ser considerada producto de la convergencia de dichas fuerzas: un movimiento para introducir cambios dentro de la Iglesia, el ascenso del nacionalismo y el avance del “espíritu del capitalismo”.

El reformador Martín Lutero fue la figura catalizadora que aceleró el nuevo movimiento. Su lucha personal por buscar la certeza religiosa lo condujo, en contra de sus deseos, a cuestionar el sistema medieval de salvación, e incluso la propia autoridad de la Iglesia; su excomunión por el papa León X fue un paso adelante hacia la irreversible división del mundo cristiano en Occidente. El proceso tampoco se limitó a la Alemania de Lutero. Hubo movimientos reformistas en Suiza, que pronto encontraron el apoyo y liderato de Ulrico Zuinglio y en especial de Juan Calvino, cuya obra Institutio christianae religionis se transformó en el más influyente compendio de la nueva teología. La Reforma inglesa, desencadenada por los problemas personales del rey Enrique VIII, evidenció la fuerte influencia que tenían los reformadores en Inglaterra. La Reforma en Inglaterra tomó su propia vía, manteniendo algunos elementos procedentes de la religión católica, como el episcopado histórico, con otros rasgos protestantes, como el reconocimiento de la exclusiva autoridad de la Biblia. El pensamiento de Calvino ayudó en Francia al avance de los hugonotes, grupo que era rechazado con violencia tanto por la Iglesia como por el Estado, aunque al final logró ser reconocido por el Edicto de Nantes en 1598 (revocado en 1685). Los grupos reformadores más radicales, entre los que destacaban los anabaptistas, se pusieron en contra tanto de otros grupos protestantes como de Roma, rechazando prácticas tan antiguas como el bautismo infantil e incluso dogmas como el de la Santísima Trinidad; también estaban en contra de la alianza entre Iglesia y Estado.

La confluencia de la Reforma religiosa con el creciente nacionalismo ayudó a determinar su éxito allí donde logró contar con el respaldo de los nuevos estados nacionales. Como consecuencia de estos lazos, la Reforma ayudó a fomentar las lenguas vernáculas, en especial a través de traducciones de la Biblia, que contribuyeron a modelar el lenguaje y el espíritu nacional de los pueblos. También otorgó un nuevo impulso a las predicaciones bíblicas y al culto en lengua vernácula, en la que se compusieron himnos nuevos. Dada la importancia que se concedió a que todos los creyentes participaran en el culto y en las oraciones, la Reforma desarrolló sistemas para enseñar y difundir la doctrina y la ética, presentados en forma de catecismos.

La Reforma protestante no fue suficiente para agotar el espíritu renovador que existía dentro de la Iglesia católica. Como respuesta al desafío protestante, y en función de sus propias necesidades, la Iglesia convocó el Concilio de Trento, que se prolongó desde 1545 hasta 1563, año en que se logró dar una formulación definitiva a las doctrinas que se debatían, y asimismo instituir reformas legislativas prácticas respecto a la liturgia, la administración de la Iglesia y la enseñanza de la fe. La responsabilidad de llevar a cabo las decisiones tomadas en el Concilio recayó sobre todo en la Compañía de Jesús, fundada por san Ignacio de Loyola. Considerando que estos cambios religiosos coincidieron con el descubrimiento del Nuevo Mundo, el hecho fue contemplado como una oportunidad providencial para evangelizar a quienes jamás habían oído el anuncio evangélico. El hecho de que el Concilio de Trento no tomara en consideración ninguna de las propuestas de los reformistas y reafirmara las de la Iglesia católica tuvo el efecto de hacer de la división de la Iglesia algo permanente.

Nuevas divisiones continuaron surgiendo en las iglesias. En un plano histórico, es probable que las más destacadas fueran las de la Iglesia de Inglaterra. Los puritanos se oponían a los “remanentes del papismo” que existían aún en la vida litúrgica e institucional del anglicanismo, y presionaron para lograr su eliminación total. Dada la unión anglicana entre la Corona y la Iglesia, este problema adquirió, a medida que se fue desarrollando, consecuencias políticas violentas, que culminaron con el estallido de la Guerra Civil inglesa y la ejecución del rey Carlos I en 1649. El puritanismo encontró su más completa expresión en Estados Unidos, tanto en el aspecto político como en el teológico. Los pietistas de las Iglesias calvinistas y luteranas de Europa permanecían como un grupo dentro de la organización, en vez de formar una Iglesia independiente. Pero en Estados Unidos el pietismo representó los puntos de vista y las perspectivas de futuro de muchos de los grupos llegados de Europa. El pietismo europeo también tuvo eco en Inglaterra, gracias a las doctrinas de John Wesley, fundador del movimiento metodista.




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Enviado por:Misaqui
Idioma: castellano
País: España

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