Arte


Barroco. Rococó. Neoclasicismo. Francisco de Goya


El BARROCO

DEFINICIÓN

Los orígenes de la palabra barroco no están claros. Podría derivar del portugués barroco o del castellano barrueco, término que designa a un tipo de perlas de forma irregular. La palabra es un epíteto acuñado con posterioridad y con connotaciones negativas, que no define el estilo al que hace referencia. De cualquier modo, a finales del siglo XVIII el término barroco pasó a formar parte del vocabulario de la crítica de arte como una etiqueta para definir el estilo artístico del siglo XVII, que muchos críticos rechazaron después como demasiado estrafalario y exótico para merecer un estudio serio. Escritores como el historiador suizo Jakob Burckhardt, en el siglo XIX, lo consideraron el final decadente del renacimiento; su alumno Heinrich Wölfflin, en Conceptos fundamentales para la historia del arte (1915), fue el primero en señalar las diferencias fundamentales entre el arte del siglo XVI y el del XVII, afirmando que “el barroco no es ni el esplendor ni la decadencia del clasicismo, sino un arte totalmente diferente”.

El arte barroco engloba numerosas particularidades regionales. Podría parecer confuso, por ejemplo, clasificar como barrocos a dos artistas tan diferentes como Rembrandt y Gian Lorenzo Bernini; no obstante, y pese a las diferencias, su obra tiene indudables elementos en común propios del barroco, como la preocupación por el potencial dramático de la luz.

Antecedentes históricos

La evolución del arte barroco, en todas sus formas, debe estudiarse dentro de su contexto histórico. Desde el siglo XVI el conocimiento humano del mundo se amplió constantemente, y muchos descubrimientos científicos influyeron en el arte; las investigaciones que Galileo realizó sobre los planetas justifican la precisión astronómica que presentan muchas pinturas de la época. Hacia 1530, el astrónomo polaco Copérnico maduró su teoría sobre el movimiento de los planetas alrededor del Sol, y no de la Tierra como hasta entonces se creía; su obra, publicada en 1543, no fue completamente aceptada hasta después de 1600. La demostración de que la Tierra no era el centro del Universo coincide, en el arte, con el triunfo de la pintura de género paisajístico, desprovista de figuras humanas. El activo comercio y colonización de América y otras zonas geográficas por parte de los países europeos fomentó la descripción de numerosos lugares y culturas exóticas, desconocidos hasta ese momento.

La religión determinó muchas de las características del arte barroco. La Iglesia católica se convirtió en uno de los mecenas más influyentes, y la Contrarreforma, lanzada a combatir la difusión del protestantismo, contribuyó a la formación de un arte emocional, exaltado, dramático y naturalista, con un claro sentido de propagación de la fe. La austeridad propugnada por el protestantismo en lugares como Holanda y el norte de Alemania explica la sencillez arquitectónica que caracteriza a esas regiones.

Los acontecimientos políticos también tuvieron influencia en el mundo del arte. Las monarquías absolutas de Francia y España promocionaron la creación de obras que, con su grandiosidad y esplendor, reflejaran la majestad de Luis XIV y de la casa de Austria, en especial de Felipe III y Felipe IV.

Características del arte barroco

Entre las características generales del arte barroco están su sentido del movimiento, la energía y la tensión. Fuertes contrastes de luces y sombras realzan los efectos escenográficos de muchos cuadros, esculturas y obras arquitectónicas. Una intensa espiritualidad aparece con frecuencia en las escenas de éxtasis, martirios y apariciones milagrosas. La insinuación de enormes espacios es frecuente en la pintura y escultura barrocas; tanto en el renacimiento como en el barroco, los pintores pretendieron siempre en sus obras la representación correcta del espacio y la perspectiva. El naturalismo es otra característica esencial del arte barroco; las figuras no se representan en los cuadros como simples estereotipos sino de manera individualizada, con su personalidad propia. Los artistas buscaban la representación de los sentimientos interiores, las pasiones y los temperamentos, magníficamente reflejados en los rostros de sus personajes. La intensidad e inmediatez, el individualismo y el detalle del arte barroco —manifestado en las representaciones realistas de la piel y las ropas— hicieron de él uno de los estilos más arraigados del arte occidental.

Primer barroco

Las raíces del barroco se localizan en el arte italiano, especialmente en la Roma de finales del siglo XVI. El deseo universalista inspiró a varios artistas en su reacción contra el anticlasicismo manierista y su interés subjetivo por la distorsión, la asimetría, las extrañas yuxtaposiciones y el intenso colorido. Los dos artistas más destacados que encabezaron este primer barroco fueron Annibale Carracci y Caravaggio. El arte de Caravaggio recibió influencias del naturalismo humanista de Miguel Ángel y el pleno renacimiento. En sus cuadros aparecen a menudo personajes reales, sacados de la vida diaria, ocupados en actividades cotidianas, así como también apasionadas escenas de tema mitológico y religioso. La escuela de Carracci, por el contrario, intentó liberar al arte de su amaneramiento retornando a los principios de claridad, monumentalidad y equilibrio propios del pleno renacimiento. Este barroco clasicista tuvo una importante presencia a lo largo de todo el siglo XVII. Un tercer barroco, denominado alto barroco o pleno barroco, apareció en Roma en torno a 1630, y se considera el estilo más característico del siglo XVII por su enérgico y exuberante dramatismo.

Arquitectura barroca española

El siglo XVII.- Aun siendo la riqueza decorativa una de las características más acusadas de toda la arquitectura barroca, la escuela española se distingue entre todas las contemporáneas precisamente por su riqueza ornamental, que no se limita, como en Italia y en Francia, al anterior, sino que cubre las fachadas con profusión y abundancia desconocidas en aquellos países, llevando así a sus últimas consecuencias uno de los aspectos más peculiares del estilo. En ninguna parte se llega a un descoyuntamiento tan radical de las formas y conjuntos renacentistas como en las portadas y retablos españoles. Pero, en cambio, ese dinamismo barroco que se siente tan intensamente en lo decorativo, no llega en nuestros arquitectos a la concepción general del templo. Las movidas plantas borrominescas no hacen fortuna en la arquitectura española. los ejemplos existentes de este tipo son tardíos, excepcionales y, como veremos, debidos a razones especiales. Distintivas también del barroco español son las notables diferencias que se distinguen a sus diversas escuelas, no solamente ultramarinas, sino peninsulares, a pesar de sus acusadas características comunes.

En la arquitectura barroca española, y particularmente en la castellana del primer tercio de siglo, la influencia Herrera es todavía profunda. La figura más representativa de este momento es Juan Gómez de Mora (1648), cuya portada de la Encarnación (1611), de Madrid es de sobriedad casi escurialense. Pocos años después construye la Clerecía (1617), de Salamanca, iglesia de jesuitas, en que se sigue el conocido modelo de Vignola, si bien las torres y partes altas son ya del siglo XVIII. Gómez de Mora traza algunas de las principales construcciones civiles de su tiempo, como la plaza Mayor (1617), la fachada meridional del destruido Alcázar, que sólo conocemos por reproducciones y el Ayuntamiento (1640), todo ello de tradición aún bastante herreriana, aunque en este último el proyecto primitivo sufre después grandes alteraciones.

Contemporáneos de Gómez de Mora son los hermanos de la Compañía Francisco Bautista y Pedro Sánchez, autores de la hermosa iglesia del antiguo Colegio Imperial, hoy catedral (1622), de tipo jesuítico derivado del modelo de Vignola y que debe compararse con la Clerecía de Salamanca. A Pedro Sánchez se atribuye la novedad de las cúpulas falsas, encamonadas o con armazón de madera madrileñas, de tambor octogonal. A él se debe la iglesia de San Antonio de los Portugueses, de planta ovalada, y las muy poco posteriores y también ovalada y circular de la Compañía en Sevilla y Málaga. A esta misma etapa barroca corresponde la iglesia de las Bernardas de Alcalá de Henares, de planta ovalada. Atribuida sin especial fundamento a Gómez de Mora, es posible que la trazase su constructor, Sebastián de la Plaza. Aunque edificio de distinta naturaleza, el Panteón del monasterio del Escorial, obra Alonso Carbonell, ricamente decorada por el italiano J. Bautista Crescenzi, se relaciona con los monumentos anteriores por la forma de su planta, prácticamente circular, y por su fecha.

Al aproximarnos a mediados del siglo, la arquitectura madrileña abandona la sobriedad decorativa anterior, y a esa nueva fase que ahora se inicia corresponde a la capilla de San Isidro, en San Andrés (1642). La traza Pedro de la Torre, pero intervienen en su obra varios de los principales arquitectos de la época. Tenía cúpula sobre tambor octogonal, y su interior, que fue quemado en 1936, era de la mayor riqueza. Su entablamento exterior es ya plenamente barroco, habiéndose transformado los triglifos en estrechos mutilos cubiertos de follaje.

Además de los monumentos de carácter civil de Gómez de Mora ya citados, debe recordarse en primer lugar el Ayuntamiento de Toledo (1612), obra de Jorge Manuel, hijo del Greco, en cuya fachada campean dos torres con capiteles de tradición escurialense, como los empleados por Gómez de Mora.

La mayor empresa del segundo cuarto del siglo es el Palacio del Buen Retiro (1631), construido por iniciativa del Conde-Duque de Olivares y dirigido por Alonso Carbonell. Pero del amplísimo conjunto formado por grandes patios con torres en los ángulos sólo se conserva el llamado Casón, dedicado a representaciones teatrales y una de las salas principales, el hoy Museo del Ejército. Flanqueado por dos torres con agudos capiteles, su larga sala central es el Salón de Reinos, que estuvo decorado con grandes cuadros de batallas, entre ellos la Rendición de Breda, de Velázquez.

Pero el edificio que puede dar mejor idea de la nobleza de proporciones y el aspecto de la arquitectura palaciega de tiempos de Felipe IV es la Cárcel de Corte, actual Ministerio de Asuntos Exteriores (1629), al parecer, obra también de Carbonell, y flanqueado por agudos capiteles escurialenses y gran escudo en el centro. Sus dos patios gemelos, como los del Hospital de Afuera, de Toledo; aquí separados por amplia escalera, ofrecen en la planta alta bellos efectos de perspectiva. A juzgar por los monumentos anteriores, de Carbonell es la segunda gran figura de la escuela madrileña de la primera mitad de siglo. La iglesia de las Carmelitas de Loeches (1635), cuya fachada es muy semejante a la de la Encarnación, de Gómez de Mora, como lo representa como un seguidor de éste.

El tratadista de este período, fray Lorenzo de San Nicolás, es el autor del Arte y uso de Arquitectura,y traza la iglesia de Calatravas.

En el avance del barroco influye decisivamente el granadino Alonso Cano (1667), que priva a las pilastras de capitel y, sobre todo, crea un follaje carnoso y de grandes hojas que impera a la segunda mitad de siglo en Castilla y Andalucía oriental, y una decoración de tableros superpuestos con entrantes curvilíneos y angulosos de intensos efectos de claroscuro. Su obra más característica es la iglesia de la Magdalena, y la más conocida, la portada de la Catedral una y otra de Granada.

En los comienzos del último tercio del siglo XVII precisa recordar al pintor Herrera el Mozo (1674) es por lo menos uno de los más antiguos cuyo cuerpo principal es recorrido, como en la fachada del Palacio barroco italiano, por columnas de proporciones gigantescas, ahora salomónicas. Aunque la traza del templo del Pilar de Zaragoza, de planta rectangular y una torre en cada esquina según la tradición de Juan de Herrera, se debe a Felipe Sánchez (1712), Herrera el Mozo introdujo en ella notables mejoras. La portada de la casa de la Panadería (1672) en la Plaza Mayor, uno de cuyos arcos terminan ya en roleos, se debe a Tomás Román; los hermanos Manuel y José del Olmo son los autores de las Comendadoras de Santiago (1667) y a Melchor de Bueras (1692) se debe el patio del Colegio Imperial y la Puerta del Retiro (1689). La portada de la destruida iglesia de San Luis (1716) hoy en la del Carmen, que se repite los roleos en los salmeres y tiene columnas de curiosa superficie poliédrica, es de Francisco Ruiz.

LOS CHURRIGUERA Y PEDRO DE RIVERA.- A fines del siglo XVII se inicia la última etapa del barroco madrileño, que perdura hasta mediados del siguiente, y es la denominada churrigueresca. Aunque es excesivo extender esta denominación a toda la arquitectura española de esta época y posterior, parece seguro que la influencia de los Churriguera se extiende a buena parte del país, y lo es, desde luego, que existe un estilo churrigueresco estricto perfectamente definido.

Los Churriguera constituyen una familia que comienza trabajando en la corte en el siglo XVII y que en la centuria siguiente se traslada a Salamanca. Sus miembros principales son José Churriguera, nacido en Madrid e hijo y nieto de ensambladores, y sus hermanos Joaquín y Alberto, cuya actividad se desarrollla en Salamanca ya en pleno siglo XVIII.

Las únicas obras de fábrica seguras que poseemos de José Churriguera son el palacio de Nuevo Baztán (1709), en la provincia de Madrid, adornado con gruesos baquetones de escasa proyección y anchas fajas resalatadas y un importante gran patio, y la actual Academia de San Fernando. Construida ésta para casa de Goyeneche, aunque bastante sencilla, tenía por zócalo grandes peñascos, como la fachada del Louvre, proyectada por Bernini. Tanto el zócalo como el encuadramiento de los vanos se retallan por exigencias del neoclasicismo al establecerse en ella la Academia. Capítulo importante de su obra es el de sus retablos. En el de San Esteban, de Salamanca, como en los restantes conocidos, triunfan las columnas salomónicas de proporciones gigantescas como hiciera ya Herrera el Mozo veinte años antes, pero no falta algún estípite. En el proyecto de catafalco (1689) de la reina Mª Luisa, tan comentado por sus novedades barrocas, sólo ofrece la de terminar los salmeres del arco en roleos, pero en el construido emplea estípites.

Joaquín Churriguera dirige hasta su muerte las obras de la cúpula de la catedral de Salamanca, peo su obra principal es el Colegio de Calatrava. Su hermano Alberto termina la portada de la catedral de Valladolid; es el autor de la iglesia de San Sebastián (1731), en Salamanca, y traza la bella Plaza Mayor (1729), en uno de cuyos frentes levanta Andrés García de Quiñones el Ayuntamiento (1755).

Pedro de Ribera es el difundidor del estilo churrigueresco, llevándolo a sus últimos extremos e impidiéndole un sello personalísimo. Formado probablemente con José Churriguera, emplea con particular referencia dos temas que serán característicos de la escuela madrileña, el estípite y el grueso baquetón de sección asimétrica, y sobre todo, concibe las portadas con movimiento y riqueza hasta entonces desconocidos en la arquitectura europea. El soporte en forma de aguda pirámide invertida tiene su precedente en el hermes clásico, y el mismo Miguel Ángel lo emplea como tema decorativo secundario. Pero la transformación en pro de su forma barroca se opera en el siglo XVII. En fecha al parecer bastante temprana de esa centuria, y con características muy semejantes a la que presentará en España, se encuentra en la iglesia de Bückeburg, en Alemania. Churriguera lo emplea en algún dibujo, y, en pequeño tamaño, en tabernáculo del retablo de San Esteban. El estípite -del latín stipes, de estaca, tronco-, según aparece en manos de Ribera, tiene base y capitel, como todo soporte clásico, pero su fuste consta de un primer cuerpo en forma de pirámide invertida, de otro de proporciones cúbicas y de un tercero pequeño y apiramidado en posición normal. El estípite barroco es frecuente en los retablos de todo el mundo hispánico, pero sólo lo emplean sistemáticamente en las fachadas Ribera y sus discípulos. Al baquetón, que como encuadramiento de vanos adquiere ya gran desarrollo en el barroco anterior, le concede Ribera importancia de primer orden, proyectándolo considerablemente para crear sombras violentas y prolongándolo para que, como el alfiz de tiempos de los Reyes Católicos, encuadre varios elementos de la fachada.

En la portada de Montserrat (1720), una de sus primeras obras, nos muestra ya los estípites en el campanario, cuyo capitel bulboso es ejemplo característico de la evolución dieciochesca de los rectilíneos modelos escurialenses. Pero donde el estilo de Ribera alcanza su plena expresión es en las portadas de sus edificios civiles y, sobretodo, en la del Hospicio (1722), su obra maestra. El violento ímpetu ascendente, tan propio del barroco, eleva todo el conjunto, curvando la cornisa del entablamento y rompiendo la de la fachada, cuyo trozo central, a manera de penacho, sirve de remate a la portada. Caprichosas claraboyas horadan las amplias enjutas, mientras ante las del segundo cuerpo dispone unos vasos con típico sentido barroco del contraste. Concebida la portada como un retablo, un gran cortinaje la encuadra lateralmente. Por su planta de tipo central, por el efecto de los capiteles de las torres y del cinborrio, es también muy interesante su iglesia de Nuestra Señora del Puerto.

Sin el recargamiento extraordinario de la del Hospicio, aún se conserva en Madrid toda una serie de portadas debidas a Ribera y sus discípulos. En ellas el balcón suele aparecer ligado a la puerta principal, y el conjunto se corona con el escudo familiar. Elemento decorativo capital es el gran baquetón cada vez más prominente y quebrado en complicadas formas mixtilíneas. Sirvan de ejemplo la casa de Miraflores y la del marqués de Perales. A Pedro de Ribera se debe también el puente de Toledo.

La iglesia de San José (1742) es su última obra, que traza en el estilo tradicional madrileño cuando ya comienzan a imponer el suyo los arquitectos extranjeros de los Borbones.

LOS TOMÉ.- Si Ribera presenta el punto culminante del barroquismo español peninsular en cuanto a decoración, quien encarna de manera más exaltada entre nosotros en ansia de espacio del barroco es el leonés Narciso Tomé, cabeza de la familia de arquitectos decoradores de ese nombre. Es el autor del Transparente de la catedral de Toledo (1721), que cantan sus admiradores contemporáneos como la octava maravilla. Su hermoso retablo es de ricos mármoles y bronces, y está trazado en perspectiva para fingir una profundidad que no existe. Para favorecer esa perspectiva con un violento efecto de luz, cala una de las bóvedas góticas de la girola y labra sobre ella una enorme linterna, donde la parte superior del retablo se hace escultura para terminar fundiéndose en una gloria de pintura. Sumido en la media sombra del templo gótico, el efecto teatral y deslumbrante típicamente barroco del Transparente señala una de las metas alcanzadas por el estilo. A Tomé se debe también el retablo mayor de la catedral de León, hoy en las Capuchinas de esta población. En unión de sus hijos decora la fachada de la Universidad de Valladolid, obra de fray Pedro de la Visitación (1715).

LOS ARQUITECTOS CORTESANOS EXTRANJEROS DEL SIGLO XVIII: JUVARA, SACCHETTI, BONAVÍA Y CARLIER. VENTURA RODRÍGUEZ.- Paralelamente a la arquitectura barroca nacional, que se mantiene pujante en casi toda la Península durante el siglo XVIII, trabaja en la corte, al servicio de la nueva dinastía borbónica, un grupo de arquitectos extranjeros, en su mayoría italianos, enemigos decididos de las exuberancias decorativas españolas. Sus empresas principales son los nuevos palacios reales, aunque también construyen algunos templos. No obstante su parquedad decorativa y su respeto a los cánones clásicos, que los convierten en los patrocinadores del neoclasicismo español, a ellos se deben las únicas plantas verdaderamente barrocas de tipo borrominesco creadas en España.

El incendio de 1734, que destruye el viejo Alcázar de los Austrias, obliga a levantar un nuevo palacio, y para edificarlo se acude a Juvara, el arquitecto italiano que, como queda dicho más se distingue como constructor de palacios, y que con su moderación casi clásica representa la antítesis del estilo de Pedro de Ribera. Pero muerto poco después, sólo tiene tiempo de trazar un enorme edificio de planta cuadrada, de cerca de medio kilómetro de lado, con numerosos patios y coronado por la balaustrada rematada en estatuas. De proporciones muy apaisadas, al gusto francés, al morir Juvara y encomendarse las obras a su discípulo Juan B. Sacchetti, el edificio gana en altura lo que pierde en superficie, con la consiguiente multiplicación de las plantas. El palacio adquiere así proporciones italianas de torreones en los ángulos y otros en los centros, y los múltiples patios de Juvara se reducen a uno grande central. La ordenación de la fachada responde al modelo del palacio Madama, de Turín.

Comenzado con anterioridad el de La Granja (1721), según las trazas del madrileño Teodoro Ardemans, concédese en él gran importancia al templo, que, como el El Escorial, se coloca en el centro y se remata con capiteles bulbosos. Su gran fachada, obra ya de Juvara, es de grandes pilastras y columnas de orden gigantesco que arrancado de tierra recorren las dos plantas del edificio. Frente a ellas se extiende el gran jardín de estilo francés debido a Renato Carlier, en cuyo trazado geométrico aparecen distribuidas numerosas fuentes, abundantemente surtidas de agua por el estanque situado en la montaña vecina.

El palacio de Aranjuez es, bajo Felipe V y sus hijos, el objeto de tan grandes ampliaciones, que puede considerarse obra de esta época, aunque se procura ajustarse en cierto modo al estilo del edificio, construido por Felipe II. Dirige las obras principalmente el italiano Santiago Bonavía (1760), si bien las largas alas laterales (1775), ligeramente oblicuas para fingir una mayor profundidad son ya obra de Sabatini, el arquitecto de Carlos III. Pero Aranjuez no es sólo el palacio, sino un pueblo construido para su servicio, con una gran plaza con la capilla de San Antonio al fondo, y un dilatadísimo parque, que tiene su origen en el siglo XVI, y donde se levantan más tarde bellos palacetes de estilo neoclásico.

La decoración y el amueblamiento del gran palacio de Madrid, que comienza hacia 1760, y de los restantes palacios reales, obliga a crear varias industrias de lujo, que quedan, según norma corriente del despotismo ilustrado, bajo el patronato real. Carlos III, al venir de Nápoles (1759), traslada a Madrid su fábrica de porcelana de Portici y la establece en los jardines del palacio del Buen Retiro, bajo la dirección del italiano Gricci. Allí no sólo se labran jarrones y grupos decorativos, sino las placas y relieves de temas chinescos con que se revisten las salas de porcelana de los palacios de Madrid (1775) y Aranjuez (1760), ambas con rocalla. En La Granja se instala la Fábrica de Vidrio (1734), donde se labran los innumerables espejos y arañas necesarios para los palacios reales, y en el Buen Retiro de Madrid (1721) La Fábrica de Tapices para las sedas y tapices. El salón Gasparini es una de las piezas más bellamente decoradas del Palacio.

Estos arquitectos extranjeros no se limitan a construir palacios. El gran innovador de la arquitectura religiosa es Bonavía, quien en la iglesia pontificia de San Miguel (1739) deja ver sus entusiasmos borrominescos en su fachada convexa, su capilla mayor de curva indefinida, sus pilastras dispuestas oblicuamente, sus arcos fajones cruzados, sus cúpulas ovaladas de sección en arco carpanel y sus caprichosas claraboyas treboladas. Análogo deseo de novedades y de movimiento inspira a su capilla de San Antonio de Aranjuez.

En las Salesas Reales (1750), obra del francés Francisco Carlier, la fundación religiosa real más importante, esos deseos de novedad y de movimiento borrominesco se atemperan notablemente. A él se debe además la iglesia del Pardo.

Ventura Rodríguez, formado con los maestros de los palacios reales y profesor de Arquitectura de la Academia de San Fernando, es el primer arquitecto español que se adhiere al neoclasicismo, llegando a ser considerado como el restaurador de la arquitectura española. Su formación, sin embargo, es barroca, y a él se debe nuestro templo más típicamente borrominesco; por eso, aunque suele ser incluido en el período neoclásico, dado el carácter barroco italianizante de la mayor parte de su obra, es preferible estudiarlo en este lugar.

La iglesia de San Marcos (1749), construida para conmemorar la batalla de Almansa, y que no tiene más precedente entre nosotros que la de San Justo y Pastor, describe en su planta una serie de no menos de cinco elipses y un arco carpanel, con el consiguiente movimiento de muros y pilastras. Análogo sentir barroco inspira las bóvedas elipsoidales y claraboyas treboladas de la capilla de la Virgen del Pilar (1750), de Zaragoza. El clasicismo de Ventura Rodríguez se manifiesta, en cambio, en el revestimiento con que reemplaza, en 1753, la decoración barroca del interior del templo. Ese ideal neoclásico se intensifica en la iglesia de los Filipinos, de Valladolid (1760), de planta circular, y en la fachada de la catedral de Pamplona (1783). Ventura Rodríguez proyecta además numerosos monumentos que, por unas razones o por otras, no llega a ejecutar, pero de los que conservamos los planos. De gran belleza y originalidad son los del Santuario de Covadonga (1780), cuya construcción se suspende apenas comenzada. Los de San Francisco el Grande, de Madrid, revelan el gran empeño puesto en esta obra, que hubiera sido la suya más importante, pero que es encomendad al lego franciscano Francisco Cabezas, a quien se debe el templo circular existente, cubierto por enorme bóveda de treinta y tres metros de diámetro. De sus obras civiles, la más importante, aunque no integramente suya, es el palacio de Liria (1770), donde se siguen las normas del palacio barroco italiano.

Buen ejemplo del mismo barroco clasicista, cultivado por Ventura Rodríguez bajo el patrocinio de la Academia de San Fernando, es la fachada de la catedral de Lugo, construida por Julián Sánchez Bort.

Además de los arquitectos extranjeros anteriores establecidos en la corte, deben quedar citados aquí otros que dejan obras en otras partes del país; en primer lugar, todavía dentro del siglo XVII, los italianos Juan Bautista Contini y Carlos Fontana. Contini es el autor de la torre de la Seo de Zaragoza (1683), coronada por capitel de tipo bulboso y estrangulado, como, al parecer, no se emplea en Castilla hasta la centuria siguiente. Fontana da las trazas del Colegio de Loyola (1684), cerca de Azpeitia, de planta circular. Al alemán Conrado Rodulfo se debe la portada de la catedral de Valencia (1703), que en la convexidad de su calle central delata una intensa influenci borrominesca que sólo varias décadas más tarde emplean los arquitectos cortesanos.

ANDALUCÍA: ACERO, LOS FIGUEROA Y HURTADO IZQUIERDO.- En Andalucía se construye la última gran catedral española. Centralizado en Cádiz el comercio de Indias, se hace necesario reemplazar el viejo templo por otro a tono con la riqueza creciente de la ciudad. Comiénzase en 1729, y el artista elegido es Vicente Acero, quien, al trazarlo, conocedor de la tradición renacentista española, elige por modelo la catedral de Granada, tomando de ella la capilla mayor circular y, simplificándola, la organización de los pilares, aunque, como hijo de su siglo, procura mover la fachada principal siguiendo las normas borrominescas. Por desgracia, no llegan a ejecutarse las torres por él concebidas, y la fachada sólo en parte responde a su traza.

En Sevilla, el estilo barroco produce ya en el siglo XVII obras de cierto interés. La iglesia del Sagrario (1618), de Miguel de Zumárraga, de hermosas proporciones, revela en su cubierta de bóvedas vaídas y en las tribunas sobre las capillas cómo su autor se inspira en la iglesia renacentista del Hospital, de Fernán Ruiz. Desde el punto de vista decorativo, son jalones principales las yeserías de los interiores de San Buenaventura y de Santa María la Blanca. Esta última es además buen ejemplo del tipo de iglesia de arquerías sobre columnas de mármol frecuente en la región.

Pero cuando la escuela crea sus obras más representativas es a fines de siglo. Los materiales preferidos son el ladrillo en limpio, los paramentos enlucidos y avitolados y el policromo barro vidriado. Leonardo de Figueroa es el autor de la iglesia de San Pablo (1691), donde el movimiento ondulante de la columna salomónica alcanza al anillo de la cúpula principal, y de la de San Luis (1699), de planta de cruz griega. La cúpula de ésta, también con anillo ondulado, ofrece una de las más bellas e importantes decoraciones pictóricas del tipo de P. Pozzo que poseemos en España. Pero su obra más conocida es el Colegio de San Telmo (1722), cuya gran portada de piedra es la creación más monumental de la escuela. Antonio Matías de Figueroa, que gusta de incuvar las molduras de las portadas con caracterítico ritmo diociochesco, crea en la iglesia de Palma del Condado (1780) otra de las obras más típicas de la escuela; su portada de ladrillo en limpio es de gran finura de ejecución, y su esbelta torre encalada realza sus líneas con azulejos.

La arquitectura civil en la Fábrica de Tabacos (1750), con uno de los edificios dedicados a la industria más amplios y bien pensados de esta centuria. Es obra del holandés Van der Beer, y al presente está siendo transformada para adaptarla a Universidad. Mucho más representativas del estilo dieciochesco de la escuela son, en cambio, las numerosas casas conservadas en los grandes pueblos de la comarca. Entre las de Écija, la del Marqués de Peñaflor se distingue por su balcón corrido, su gran alero, su patio y sus caballerizas. La del conde de la Gomera, de Osuna, tiene cornisa rizada de cierto aire hispanoamericano y torreón con mirador.

Personalidad de primera fila dentro de la arquitectura barroca andaluza, aún no bien conocida, es Francisco Hurtado Izquierdo, maestro mayor de la catedral de Córdoba, pero que se deja sus principales obras en Granada. En ella traza el Sagrario (1705), de planta de cruz griega, con gran cúpula y muy sobria decoración, y al parecer, la sacristía de la Cartuja, donde, en cambio, la decoración barroca posterior a su muerte crea una de sus obras maestras. Flanqueada por especie de estípites, las molduras mixtilíneas recubren íntegramente sus bóvedas y muros, con modelos siempre diversos. Los otros dos maestros principales que trabajan en el reino granadino son José Bada, que emplea estípites en el antiguo trascoro de la catedral, traza la iglesia de San Juan de Dios y alguien piensa que la Sacristía de la Cartuja, y Gaspar Cayón, que interviene en la rica portada de la catedral de Guadix.

Escultura barroca española

VALLADOLID: GREGORIO FERNÁNDEZ.- La escultura barroca española del siglo VXII continúa empleando la madera con carácter aún más exclusivo que la renacentista y, como ella, también la continúa policromado. E n realidad, el casi total abandono del mármol es debido a la escasa importancia que ahora tiene la escultura funeraria, pues la desaparición del sentido pagano renacentista de la gloria terrena hace renunciar a los grandes monumentos funerarios del período anterior. Lo que principalmente se cultiva, como en el siglo XVI, es la escultura de retablo, pero junto a ella adquiere cada vez mayor desarrollo la de carácter procesional. En el primer tercio del siglo VXII las procesiones cobran inusitada importancia. Recuérdese que en ese corto plazo de tiempo tienen lugar las beatificaciones y canonizaciones de San Ignacio, Santa Teresa, San Isidro Labrador, San Francisco de Borja, etc., y que se da un paso decisivo en el culto de la Inmaculada después de un sin número de procesiones y rogativas públicas. Las procesiones son un espectáculo a cielo abierto que vive toda la población, y cuyo centro es la imagen escultórica. Para responder al tono eminentemente escenográfico de que forma parte, el escultor, más que delicadezas de modelado, acusa ciertos valores expresivos muy de acuerdo con el estilo barroco. Aunque las imágenes de vestir no son invención de esta época, no faltan escultores de primera fila que hacen imágenes en las que se esculpen sólo la cabeza, las manos y los pies, mientras el resto del cuerpo es un mero maniquí para ser recubierto con vestiduras reales.

El siglo XVII es, en efecto, el de los grandes imagineros vallisoletanos y andaluces, y cuando cristaliza la iconografía de la Inmaculada.

Con esta centuria cambia otra vez el panorama escultórico peninsular. La escuela de Valladolid, después de su decadencia de fines del siglo XVI, cobra nueva vida con Gregorio Fernández, para consumirse después rápidamente; pareja a ella llega a su máximo florecimiento, en la primera mitad del siglo, la sevillana. En Madrid, ya muy en segundo término, se puede citar un pequeño grupo de menor importancia, sujeto a la influencia de la escuela vallisoletana primero y a la de Cano más tarde.

De Gregorio Fernández (1576-1636), que ha de imponer su personalidad a la escultura castellana de la primera mitad del siglo, sabemos que aparece trabajando en Valladolid en 1605, pero ignoramos su vida anterior, y, sobre todo, dónde y con quién se forma. Después de personalidades artísticas como Berruguete y Juni se nos presenta Fernández como escultor de preocupaciones estéticas menos complicadas. Hijo del naturalismo barroco, su principal interés está en interpretar la realidad en el estilo más directo posible, sin detenerse ante el horror trágico de la muerte. Impulsado por este mismo afán naturalista, gusta de recrearse en el modelado de sus desnudos. En cambio, obedeciendo a esa extraña coincidencia que se da también en la era naturalista del gótico flamenco, interpreta los ropajes con un convencionalismo en cierto modo análogo al de los Van Eyck. Probablemente en su deseo de crear violentos contrastes de luces y sombras -como veremos, el estilo pictórico coetáneo es el claroscurista del <<tenebrismo>>- quiebra los ropajes en grandes ángulos y contraángulos como si fuesen de tela almidonada, quizá haciéndose eco del manierismo pictórico de fines del siglo XVI.

Su primera obra de fecha conocida, el Cristo yacente de la iglesia del Pardo (1605), lo presenta completamente formado y en una de sus más típicas creaciones. El Cristo desnudo, de un modelado exquisito, reclina su cabeza hacia la derecha sobre un almohadón mostrándonos su boca y ojos entreabiertos, interpretados con tan vivo realismo, que impresiona profundamente. El Cristo yacente es uno de sus temas más repetidos, en el que se hermanan la sensibilidad del artista y la de los castellanos de su época. Buenos ejemplares son también los de la Encarnación y de San Plácido, de Madrid, y el del Museo de Valladolid.

Ese mismo sentido trágico es el que inspira el Cristo de la Luz, del Colegio de Santa Cruz, pues mientras en su cuerpo hace gala el autor de su acostumbrada maestría en la interpretación del desnudo, en el rostro expresa el horror de una muerte dolorosa. En la Piedad, del Museo, el tono decrece, y es más la soledad y la quietud de la muerte lo que procura interpretar. La Dolorosa, de la iglesia de la Cruz, nos dice, por su parte, cómo con su leguaje declamatorio es capaz de mantener dignamente la competencia con la de Juni.

Menos afortunado es, en cambio, en sus Inmaculadas -un ejemplar de la Encarnación de Madrid-, que tanto se difunden por toda Castilla. Inmóvil en un ropaje dispuesto con la mayor simplicidad, represéntala muy niña, con el rostro y las manos unidas dirigidos al frente.

Entre sus estatuas de santos destacan por su monumentalidad la Santa Teresa, del Museo de Valladolid, y el San Francisco Javier (1606), de la iglesia de San Miguel.

Gregorio Fernández es también escultor de retablos, los más importantes de los cuales son el ya citado de San Miguel, de Valladolid, el de la Concepción, de Vitoria, y el de la catedral de Plasencia. Pero lo más bello en este tipo de escultura es el hermoso relieve del Bautismo, del Museo de Valladolid.

Es, por último, el escultor de los enormes pasos de historias de la Pasión, con numerosos personajes que recorren la ciudad de Valladolid en los días de Semana Santa. Como es natural en obras de estas proporciones, la parte de taller, que no se debe a su gubia, es grande. Entre las más antiguas cuentan el Cirineo y la Verónica (1614), aquél todavía muy dentro del tardío estilo renacentista de fin de siglo y ésta con la mímica franca y decidida, propia de Fernández. No sabemos en qué grado puede atribuírsele el orígen de la nota grotesca tan ostensible en algunas estatuas de los pasos vallisoletanos de su estilo.

SEVILLA: MARTÍNEZ MONTAÑÉS. JUAN DE MESA.- En Andalucía, la escuela más floreciente durante la primera mitad del siglo XVII es la sevillana. Antes de que imponga su estilo Martínez Montañés, trabajan en la ciudad andaluza dos artistas que en el tránsito de una centuria a otra mantienen el estilo manierista derivado de Bautista Vázquez. Núñez Delgado, que colabora con escultores de la generación anterior y con el propio Montañés, es amigo de escorzos, perspectivas, actitudes violentas y telas quebradas con acritud. Su obra maestra es el retablo del Bautista (1614), de San Clemente, de Sevilla. Distínguese también como escultor en marfil. Andrés de Ocampo (1623) es autor del retablo de Santa María, de Arcos de la Frontera.

El gran maestro de la escuela es Juan Martínez Montañés ( 1568-1649), que, nacido en Alcalá la Real, en la provincia de Jaén, se forma en Granada con Pablo de Rojas y se encuentra ya en Sevilla por lo menos, antes de contar los treinta años. Montañés es de los artistas que llegan a gozar en vida de fama extraordinaria, y cuyo nombre perdura a través de los siglos. Tirso dice él que “por sólo en el mundo se señala”, y otro contemporáneo suyo le califica por los mismos años de “asombro de los siglos presentes y admiración de los por venir”. El escultor jienense no tarda en asimilar el tono espiritual de su nueva patria y en expresarnos con la gubia algunas de las notas esenciales que siempre han caracterizado a las más importantes manifestaciones artísticas de la región sevillana. Formado en el manierismo de la última etapa renacentista, sabe captar esa serenidad y ese equilibrio que constituyen una de las facetas de lo sevillano. La comparación de su obra con las estridencias expresivas de su contemporáneo Gregorio Fernández pone bien de manifiesto ese sentido clásico que distingue su personalidad en estos días del barroquismo. El orden y la ponderación presiden su obra. En el mundo soñado por Montañés los personajes no realizan acción alguna si no es con gracia, y con una gracia muy parecida a la que será el principal encanto de Murillo o la que constituye el mérito de no pocas Vírgenes sevillanas del siglo XVI. Sus mismos santos en actitud contemplativa, antes dejan ver en el rostro un cierto sentimiento de tristeza, sumamente velado por el típico mimo montañesiano, que un profundo arrebato místico.

Como su obra más antigua conservada se considera el San Cristóbal (1597), de la iglesia del Salvador, donde, si efectivamente es suya, se nos muestra cultivando el estilo sevillano de fin de siglo antes comentado. Pero su primera gran creación y la que ha servido de base para reconstruir su verdadera personalidad es el retablo de San Isidoro del Campo, de Santiponce (1609), en las proximidades de Sevilla. Contiene en el centro el relieve de San Jerónimo penitente, y a los lados los relieves de la Adoración de los Pastores y la Adoración de los Reyes; otros relieves y estatuas decoran los cuerpos superiores. La Adoración de los Pastores, compuesta con verdadero primor, deja ver cómo en pocas creaciones su sentido innato de la ponderación y de la belleza. Todas las figuras estan agrupadas para dejarnos ver un bello gesto o un bello perfil. La pareja de ángeles con la alas enhiestas, como Victorias clásicas, es de lo más hermoso que ha producido nuestra escultura y la correspondencia de su movimiento con el del pastor del lado opuesto y el de la Virgen con el del otro pastor en torno al eje central formado por San José y el Niño, es buen ejemplo de lo que Montañés conserva del manierismo renacentista. Completan el conjunto escultórico del retablo de las estatuas orantes, también de madera policromada, de Guzmán el Bueno y su mujer, que, siguiendo el ejemplo de El Escorial, se encuentran en las hornacinas de los muros laterales.

De mayor amplitud es la obra de Montañés en la iglesia de Santa Clara, de Sevilla, para donde esculpe el gran retablo mayor (1621) y los cuatro pequeños laterales. En el mayor, los relieves principales están dedicados a la vida de la titular -la Toma de hábitos, la Bendición del pan, Santa Clara con la custodia seguida por la comunidad- en los que se manifiesta como uno de nuestros mejores intérpretes de historias monjiles. Los retablos laterales, mucho más sencillos, sólo contienen una estatua y un pequeño relieve. Están dedicados a la Concepción, a los Santos Juanes y a San Francisco. El cuerpo de éste, sin duda la estatua mejor de la serie, delata su estudio de la escultura clásica, y su rostro de emocionada expresión es excelente ejemplo del mismo montañesiano. La Concepción presenta las características de las que después comentaremos.

En nada inferiores a los de Santa Clara son los grandes retablos de los Santos Juanes, de la iglesia de San Leandro, de Sevilla. La figura del Bautista, casi de bulto redondo, es seguramente de las mejores esculturas de montañés, y su cabeza de lo más clásico que salió de su gubia. En el gran retablo de San Miguel, de Jerez, sólo llega a esculpir el relieve central de la Batalla de los Ángeles.

Las obras que han hecho popular el nombre de montañés no han sido sus retablos, sino sus imágenes y, en primer lugar sus Concepciones. Ya queda citada la de Santa Clara, en buena parte de taller, pero la mejor es la de la catedral (1630), en la que el artista pone empeño excepcional. Él mismo dice, cuando la estaba esculpiendo, que sería “una de las primeras cosas que haya en España”, y Rodrigo Caro, al contemplarla al año mismo de su terminación, escribe con manifiesta exageración que es “la primera cosa que se ha hecho en el mundo, con que Martínez Montañés está muy envanecido”. Con un leve movimiento ascendente gracias a la inclinación de la caída del manto, y desviadas sus manos finas y elegantes para que podamos admirar su bello rostro, es, indudablemente, una obra maestra de nuestra escultura. La Concepción de la Capilla de la Universidad es digna de figurar junto a la de la catedral.

En cuanto a imágenes de Cristo consta que le pertenece el de la Clemencia (1606), de la catedral. Al comprometerse a labrarlo ofrece el artista que tendría “la cabeza inclinada mirando a cualquier persona que estuviera orando al pie de él como que le está el mismo Cristo hablando”, dejándonos así en estas líneas uno de los textos más expresivos que ilustran la historia de nuestra escultura barroca. Sus pies aparecen cruzados según la mística visión de Santa Brígida, habiéndose inspirado para ello en la copia de un Cristo de Miguel Ángel entonces existente en Sevilla. Al decir de Montañés, sería la obra suya de empeño, que desea que no salga de España, como otras que han hecho para Indias, y en efecto, es probablemente el cuerpo más esbelto y bello y el rostro más finamente expresivo que conocemos de su mano.

De Montañés es casi seguramente la imagen procesional de Jesús de Pasión con la cruz a cuestas de la iglesia del Salvador. Su cuerpo es un maniquí, para ser recubierto con vestiduras reales.

En la plenitud de su gloria va a Madrid (1636) para hacer una cabeza de Felipe IV que sirva de modelo a la estatua ecuestre que ha de esculpir en Florencia Pietro Tacca, y que hoy se levanta ante el Palacio Real de Madrid. El original de Montañés no se conserva.

El único gran escultor que asimila plenamente el estilo de Montañés, sin salirse de los rasgos esenciales de su estilo, aunque con indiscutible personalidad, es el cordobés Juan de Mesa (1583-1627), que entra en su taller a poco de cumplir los veinte años y muere cuando aún le quedaban al maestro otros tantos de vida. Es, sobre todo, escultor de imágenes procesionales, en las que, partiendo de los modelos de Montañés, descubre un temperamento más dramático y una cierta tendencia a la hinchazón de las formas. Sus principales creaciones son Crucificados de cofradías, todos ellos esculpidos en un breve período de cuatro años: el Cristo del Amor, al parecer de 1618; el de la Conversión del Buen Ladrón (1619), el de la Buena Muerte (1620), el de la Misericordia (1622), conservados en diversas iglesias Sevillanas, y el de la Agonía, de Vergara en Guipuzcoa. En casi todo el paño de pureza difiere del de la Clemencia de Montañés, haciéndose más voluminoso y dejándonos ver, para excitar más nuestro dolor, la cuerda que lastima sus carnes. El Cristo que ha hecho popular el nombre de Juan de Mesa en el Gran Poder (1620), con la cruz a cuestas, de la iglesia de San Lorenzo, que como el de Pasión de Montañés, es también de vestir.

FELIPE DE RIVAS Y JOSÉ DE ARCE.- En vida todavía de Montañés, al principiar el segundo tercio del siglo, comienzan a trabajar algunos escultores que abandonan el estilo del maestro, y abren una etapa de transición al pleno barroco de fines del mismo.

Felipe de Rivas, que muere un año antes que Montañés, en el retablo del Bautista, del convento de Santa Paula, reacciona contra el plegar menudo y el modelado preciso de aquél delatando también un gusto por el movimiento ajeno al estilo del viejo maestro. La comparación del relieve del Bautismo y la cabeza cortada de San Juan, con esos mismos temas de Montañés en San Leandro, pone bien de manifiesto la diferencia. Pero el gran escultor de este momento es el flamenco José de Arce -probablemente Aaerts o Aerts-, autor del Apostolado (1637), de la Colegiata de Jerez y del retablo de San Miguel, de la misma población, que comenzara Martínez Montañés. Las subida calidad de ambas obras delata a un artista muy de primera fila, y el barroquismo de su estilo lo convierte, a los ojos de los escultores sevillanos coetáneos, en un revolucionario. Él rompe con ese mundo de actitudes reposadas, de cabelleras minuciosamente interpretadas y paños quebrados en mil dobleces de Montañés, y tan es así, que, para encontrar figuras compuestas con el desenfado de las de Arce, es necesario llevar a los días de Pedro Roldán. Contemporáneo de Bernini, es muy posible que haya sufrido su influencia, pero tal vez sea más probable que, como su paisano Duquesnoy, se formase al calor del barroquismo rubeniano. Sus últimas obras son las gigantescas estatuas de piedra de la iglesia del Sagrario, de Sevilla.

Alonso Martínez, a juzgar por sus obras conocidas, se incorpora en fecha más tardía a esta nueva etapa del barroquismo escultórico sevillano. Su obra maestra es la Concepción Grande (1655), de la catedral.

PEDRO ROLDÁN, RUIZ GIJÓN, LA ROLDANA Y DUQUE CORNEJO.- El último tercio del siglo lo llena el antequerano Pedro Roldán, que pasa su juventud en Granada, en el taller de Alonso de Mena, donde debe ser compañero de su hijo, el después tan famoso Pedro de Mena. Trasladado a Sevilla, llega a ser, con sus grandes retablos, el principal representante del pleno barroco en la capital de Andalucía, no sólo por el carácter gigantesco de la concepción de sus composiciones, sino por la factura sumaria y pictórica, de tipo berninesco, con que interpreta sus personajes.

Su obra maestra es el retablo mayor (1679) de la iglesia del Hospital de la Caridad, cuya arquitectura se debe a Bernardo Simón de Pineda, el gran ensamblador de la época. Represéntase en la calle central el Santo Entierro, mientras el segundo cuerpo, que es en realidad simple remate, se adorna con las Virtudes. La historia del Santo Entierro está interpretada con criterio esencialmente pictórico. Dentro del orden gigantesco de las columnas salomónicas, el artista, valiéndose de la perspectiva, finge un espacio cuadrado sobre columnas más pequeñas y cubierto por una cúpula. En este espacio realmente rectangular, pero aparentemente cuadrado, dispone Pedro Roldán no menos de nueve figuras de tamaño mucho mayor que el natural. El fondo es de paisaje de bajísimo relieve, cuyo efecto de profundidad y de incorporación a la escena se ve favorecido por la perspectiva arquitectónica de la fingida cúpula.

Obra menos lograda, pero también de grandes proporciones, es el retablo mayor de la iglesia del Sagrario, dedicado al Cristo muerto sobre las piernas de la Virgen, acompañado por los santos varones y las santas mujeres. Pedro Roldán es, además, el autor de una de las principales imágenes de la Semana Santa sevillana, el Salvador en el momento del Descendimiento, de la iglesia de la Magdalena, que pendiente de unos lienzos de tela real, y recortada su quebrada silueta en el espacio, patentiza los extremos a que llega el barroquismo escultórico sevillano seicentista.

Quien pone término a la escultura procesional sevillana del siglo XVII es el discípulo de Roldán, Francisco Ruiz Gijón. Su Cristo de la Expiración, sin duda una de las imágenes más populares de la Semana Santa, es también una de las más bellas y perfectas esculturas de la escuela. Para prestarle movimiento y vida, Gijón aprovecha la técnica suelta y valiente de Roldán. Como en los místicos de Mena, muerto un año antes, todo lo que significa peso y esfuerzo desaparece. El solo espíritu, el simple anhelo divino, el que impulsa hacia arriba la imagen. El paño de pureza que, como un bello marco, encuadra el esbelto cuerpo del Cristo de la Clemencia de Montañés, y que con sus moñas y su abundancia oculta el de los Cristos de Juan de Mesa, se convierte en el de Ruiz Gijón en un trozo de tela que, al presentársenos como agitado por un vendaval que descendiese de las alturas, produce la impresión de que el cuerpo del Salvador se eleva en sentido contrario. Si se le compara con el de Vergara, de Mesa -también de la Expiración-, fácilmente se advierte como desaparecen el esfuerzo corporal de aquel reflejado en la contorsión de la musculatura al apoyar los pies para elevar el tórax, y la hinchazón del cuello, producida por el esfuerzo. Como los Cristos del Greco, el de Ruiz Gijón parece ascender porque su anhelo espiritual lo hace ingrávido.

A esta última fase de la escultura seicentista corresponde la actividad de la hija de Pedro Roldán, Luisa, la Roldana, que se distingue, sobretodo por sus pequeños y graciosos grupos de barro cocido.

En el siglo XVIII la escultura decae en Sevilla considerablemente. La figura con verdadera personalidad es Duque Cornejo, amigo de actitudes violentas, y paños muy volados y agitados por impetuosos remolinos, pero lo mismo en Sevilla, trabaja en Granada y Córdoba. En Sevilla deben recordarse sus santos jesuitas, de la iglesia de San Luis, en Granada, la Magdalena, de la Cartuja, y en Córdoba, los relieves de la sillería de la catedral, su última obra.

GRANADA: ALONSO CANO.- La otra gran escuela barroca andaluza es la granadina, y el artista que le impone su estilo personal, Alonso Cano, que, formado en Sevilla, no retorna a su patria hasta mediados de siglo. Con anterioridad a esa fecha sólo merecen recordarse en Granada los nombres ya citados de Pablo de Rojas, maestro de Montañés y autor de un hermoso Crucifijo de la catedral (1612), a los hermanos García, que hacia 1600 se distinguen por sus Ecce Homos de barro cocido, y de Alonso de Mena, el padre de Pedro de Mena y autor de la Virgen de Belén, de su iglesia de San Cecilio, de Granada y el Cristo del Desamparo de San José de Madrid.

Alonso Cano estudia con Montañés, y permanece en Sevilla hasta 1638, en que marcha a Madrid. Si, efectivamente, son suyas las dos Concepciones, de San Andrés y de San Julián -ésta destruida hace años al ser incendiado el templo-, Alonso Cano tiene un primer período en que sigue con bastante fidelidad los modelos del maestro. En la de San Julián, se advierte una inclinación en el rostro que permite pensar en otras obras más tardías, indudablemente suyas. En una y otra, como en las de Montañés, el manto cae ampliamente sobre ancha peana.

De todas las obras que se consideran fruto de sus años sevillanos, la única en que está documentada su intervención es el retablo de Lebrija (1628-1638). En su hermosa escultura de la Virgen con el niño, se manifiesta ya una personalidad artística completamente distinta de la de Montañés, con rasgos que perdurarán en su obra posterior. Como en sus futuras Concepciones, la esbelta figura de la Virgen, colocada con admirable aplomo, se mantiene en un perfecto verticalismo. En la mitad inferior del cuerpo, Cano abandona las anchas proporciones y el menudo plegado de Montañés, y adopta la fórmula no menos convencional, que seguirá empleando en lo sucesivo, de recoger sus vestiduras, apuntando así la imagen hacia los pies. La superficie del mato se ondulará más y se hará más barroca, pero las líneas generales continuarán siendo las mismas.

Alonso Cano marcha después a Madrid, y aunque conocemos alguna escultura ejecutada en la Corte, como el Crucifijo, hoy en Lecároz (Navarra) y el Nazareno niño, de San Fermín de los Navarros, en realidad abandona la gubia y se dedica casi exclusivamente a la pintura. En ella crea nuevos tipos y nuevas formas, que son los que, al regresar a Granada y cultivar de nuevo la escultura, nos ofrece en tres dimensiones. Sus obras principales del período granadino se conservan en la catedral, donde goza de un beneficio eclesiástico. La diminuta imagen de la Concepción (1656), dedicada primitivamente a coronar el facistol, con el continuo fluir y refluir de la superficie de su manto nos dice que hemos franqueado la mitad del siglo. El verticalismo de la Virgen de Lebrija no ha desaparecido en ella, pero el enérgico mirar de matrona romana renacentista se ha tornado meditación pesimista. La Virgen de Belén (1658), también de tamaño pequeño, se nos muestra envuelta en amplios ropajes de aire muy berninesco. En la catedral se guardan además las cabezas de tamaño mayor que el natural de Adán y Eva y de San Pablo. La de Adán, con el magnífico encuadramiento de la gran masa de su cabellera, esculpida valientemente en amplios mechones, demuestra que el escultor de figuritas menudas siente de nuevo la seducción de lo grandioso que le inspira la Virgen de Lebrija. Ese mismo tono heroico, cargado de grandiosidad miguelangelesca, persiste en San Pablo, que vuelve el rostro sobre el hombro como el David del escultor florentino. Eva tiene cierto aire de diosa pagana vista por un seicentista boloñés. El grupo de mármol del Ángel Custodio, del museo de Granada, está muy bellamente compuesto.

PEDRO DE MENA Y JOSÉ DE MORA.- El más importante de los discípulos de Alonso Cano es Pedro de Mena (1628-1688), que refleja mejor que su maestro alguna de las facetas de la sensibilidad española. Último de los grandes escultores andaluces, es de un temperamento artístico muy diferente del de Cano. Como escultor de la segunda mitad del siglo, se le imaginaría colaborando en grandes retablos barrocos, como el de la Caridad de Pedro Roldán; pero lejos de ser así, lo que conocemos de él son imágenes, no complicados relieves, ni grandes composiciones.

Pedro de Mena expresa en sus esculturas los estados del alma, con una decisión y un estilo tan directo como en vano buscaríamos en Montañés o Alonso Cano. Las dota de un realismo que aquél no siente y que éste, tal vez, no gusta de dejarnos ver. Gracias a su maravilloso dominio de la gubia, la galería de estudios realistas de niños, bellas jóvenes, ancianos de rostros surcados de arrugas, cuerpos consumidos por la enfermedad y rostros transidos de dolor que nos ha dejado, no tiene igual en nuestra cultura.

En realidad, Pedro de Mena se forma con su padre Alonso de Mena, y no con Alonso Cano, puesto que, cuando éste llega a Granada, cuenta él ya los veinticinco. La influencia de Cano es, sin embargo, tan intensa que, durante no poco tiempo, se mueve dentro de sus normas artísticas, y en algunos tipos, como el de la Concepción, no llega nunca a abandonar sus modelos. A éste período corresponde la Concepción del pueblecito de Alhendín y los cuatro santos del convento del Ángel Custodio, de Granada, en los que casi se limita a seguir a Cano.

La gran obra de su época juvenil es la sillería de la catedral de Málaga (1656-1662), en la que esculpe no menos de cuarenta tableros. En parte, tampoco puede ofrecerle prototipos para las numerosas imágenes que precisa entallar. Aunque ya esboza aquí el tipo de los santos en actitud contemplativa, a que más adelante dará forma definitiva, su verdadero mérito está en los sorprendentes estudios que nos ofrece del natural en figuras como el San Antonio, en cabezas como la de San Isidoro o en grupos conmovedores como el de San Juan de Dios con el pobre a cuestas. Equiparable en calidad a los mejores trozos de la sillería era el bellísimo <<tondo>> de la Virgen de Belén, de Santo Domingo, de Málaga, bárbaramente destruido en 1931. Quizá su obra concebida y ejecutada con más amor, en ella inicia sus espléndidos estudios de bellas mujeres.

La década siguiente a la terminación de la sillería del coro debe de ser fecunda en la labor creadora de Mena. Entonces parece que cristalizan sus principales representaciones de místicos, santos penitentes, de la Dolorosa y el Ecce Homo. Se ha supuesto que el Greco y Gregorio Fernández han influido en sus tipos de místicos, pero, en realidad, son los de Zurbarán los que ofrecen mayor parentesco espiritual con los suyos. Son obras cumbres en este género el San Pedro de Alcántara, cuya más perfecta versión es la de San Antón, de Granada -el de la catedral de Córdoba está fechado en 1673- y el San Francisco de Asís de la catedral de Toledo, inspirado éste en un original perdido de Alonso Cano, y en el aspecto del santo cuando se abre su sepulcro. Mucho más humanas, aunque dotadas del más arrebatado fervor místico, con sus estatuas de la Magdalena. Del museo de Valladolid, firmada en 1664, y del convento de la Visitación, de Madrid. Sus Dolorosas son esculturas de bellas mujeres que expresan su dolor o su tristeza con gestos cada vez más teatrales. Simplemente de busto algunas de ellas, sus ejemplares más característicos son de medio cuerpo, tipo que, si no inventa Mena, interpreta de forma definitiva en nuestra escultura, inspirándose probablemente en creaciones pictóricas. Cubre su cabeza con el manto azul terminado en punta, acompañando el dolor del rostro con las manos, siempre expresivas y con frecuencia de gran belleza. Buenos ejemplares son las Dolorosas de Alba de Tormes y de las Descalzas Reales, de Madrid. En los Ecce Homo, que suelen formar pareja con las Dolorosas, es menos afortunado.

Muerto Pedro de Mena, los dos escultores que mantiene más dignamente en Granada la tradición de la escuela, en el tránsito del siglo XVII al XVIII, son José de Mora (1642-1724) y José Risueño (1732). Mejor conocido el primero, su Concepción, de los Santos Justo y Pastor, se mantiene fiel al prototipo de Alonso Cano. Sus obras más inspiradas son la Soledad, de la iglesia de Santa Ana, que, si bien se inspiran en la pintura del tema de Alonso Cano, debe a Mora los verdaderos valores que hacen de ella una de las mejores esculturas de la escuela, y el Crucificado, de San José, de bello desnudo, en cuyo hermoso rostro el autor expresa con la mayor intensidad y fortuna su hondo sentido trágico. A Risueño, pintor y escultor, se debe un San Juan de Dios de San Matías, dentro de la tradición de Mena, la Virgen de la Cartuja y bellos grupos de barro cocido. Al él se quieren atribuir también hoy el Ecce Homo y la Dolorosa de la Capilla Real, antes considerados como de José de Mora.

En la segunda mitad del siglo XVIII la figura más destacada es Torcuato Ruiz de Peral (1773), que mantiene la tradición de Mora en la Piedad, de la iglesia de la Alhambra. A él se debe la Cabeza del Bautista de la Catedral.

MADRID. CATALUÑA.- Comparada con las escuelas vallisoletanas y andaluzas, la escultura cortesana ofrece aspecto muy pobre. Para Madrid trabajan Gregorio Fernández y Pedro de Mena, y ya hemos visto que para hacer una buena cabeza de Felipe IV se llama a Martínez Montañés. El único gran escultor que vive algunos años en la corte es Alonso Cano, y, como hemos visto, durante ese período de su vida prefiere los pinceles a la gubia. Quién se afinca en ella de forma definitiva es el portugués Manuel Pereira (1683), que se establece a mediados de siglo. Sus obras más conocidas son sus San Bruno, de la Academia de Madrid y de la Cartuja, de Burgos, y a él se atribuye el Crucifijo de los Marqueses de Lozoya en la catedral de Segovia.

Consérvanse otras imágenes de su mano en San Plácido, de Madrid. Escultor también importante es Juan Sánchez Barba (1670); de primer orden, pero prácticamente desconocido, es Alonso Villabrille y Ron, que firma en Madrid en 1707 la excelente cabeza de San Pablo, del museo de Valladolid, sorprendente por su expresión y por su primor técnico.

A Madrid llegan en esta época los dos grandes monumentos ecuestres de Felipe III (1613) y Felipe IV (1640) de la Plaza Mayor y de la Plaza de Oriente, obra el primero de Juan de Bolonia, escultor, como hemos visto, todavía renacentista, que presenta el caballo al paso, y el segundo de Pedro Tacca, según dibujo de Velázquez, que lo imagina levantado sobre las patas traseras haciendo corvetas. De Bernini se conservan en El Escorial un Crucifijo y en el Palacio Real dos estatuítas de bronce de Hércules y de Perseo. El Museo del Prado posee una estatua ecuestre de Carlos II, de su escuela.

No estudiada antes de ser prácticamente destruida en 1936, lo poco que se conoce de la escultura barroca catalana prueba la existencia de varias familias de escultores con algunas personalidades importantes que obligan a valorar debidamente este abandonado capítulo de la escultura española.

En el primer tercio del siglo destaca Agustín Pujol el Joven (1630) a quien se debe la bella Concepción de la iglesia de Verdú. Si el árbol de Jesé que le sirve de peana descubre un viejo lastre iconográfico, en la figura de María es manifiesto el incipiente naturalismo barroco. Obra suya, o de su padre del mismo nombre, es el retablo del Rosario de la catedral de Barcelona, aún muy renacentista. Ya en la segunda mitad del siglo Luis Bonifás emplea en su San Pablo de la Casa de Convalecencia un manifiesto barroquismo. A la familia de los Santa Cruz, pertenece el autor del San Francisco Javier, de la iglesia de Belén, y discípulo suyo es Miguel Sala (1704) que esculpe el San Cayetano del Museo.

EL SIGLO XVIII. FRANCISCO SALZILLO. OTROS ESCULTORES.- A medida que avanza el siglo XVIII se van agotando las grandes escuelas de la centuria anterior. La de Valladolid, al desaparecer Gregorio Fernández, apenas vuelve a dar señales de vida. La sevillana de su florecimiento más largo, no rebasa con vigor os comienzos del siglo, y la granadina, la más joven de todas en su etapa barroca, aunque produce todavía obras interesantes en los primeros años del XVIII, tampoco da vida a ningún escultor de primera fila. Evidentemente, el clasicismo de las influencias francesa e italiana imperantes en la corte, no favorece el cultivo de nuestra escultura tradicional, pero el hecho es que la arquitectura, que lucha con iguales inconvenientes, continúa durante bastante tiempo creando obras importantes en varias comarcas españolas. La realidad es que en el siglo XVIII la escultura policroma sólo vive, con rango digno de la centuria anterior, en la escuela murciana y en el escultor castellano Luis Salvador Carmona.

Murcia, no lejos de Granada, que, como hemos visto, conserva su vitalidad escultórica hasta bien entrado el siglo XVIII, es ahora la sede de una nueva escuela, que, en realidad, es la Francisco Salzillo (1707-1783). Hijo de un escultor napolitano establecido muy joven en la ciudad, en ella parece que se forma con su padre y en ella trabaja durante medio siglo. Es, sobre todo, un escultor de pasos procesionales formados por numerosos personajes. Las estatuas de Salzillo, en general bien modeladas, de hermosas cabezas y actitudes con frecuencia muy elegantes, suelen producir la impresión de estar concebidas en pequeño. Ante muchas de ellas se piensa en los Belenes y en las porcelanas, las típicas creaciones dieciochescas. Incluso en las escenas más trágicas y más hondamente sentidas por el escultor, suele percibirse siempre esa sensación dieciochesca de lo bonito.

Después de su labor en el convento de Santo Domingo (1727-1730) que data de cuando apenas cuenta los veinte años, esculpe ya para la iglesia de Jesús, que más adelante le encarga sus obras principales y más conocidas, el Paso del Prendimiento (1736) si bien la creación en que culmina todo este periodo de lucha es el grupo de las Angustias (1741), de la iglesia de San Bartolomé, que le da gran popularidad.

El San Antón (1746), de la Puerta de Castilla, inicia su época más brillante, durante la que esculpe varios pasos, para la ya citada iglesia de Jesús. En el de la Caída (1752) el bello rostro de el Salvador, dirigido al cielo, atrae todo el interés de la escena, y la colocación de los sayones, que encuadran su figura para que luzcan con todo su poder emotivo, prueba cómo Salzillo sabe componer sus grupos. El de la Oración del Huerto es seguramente su obra cumbre. La expresión del desfallecimiento del Salvador, cuya espalda descansa sobre la pierna del Ángel; la hermosura de la cabeza de éste, que con el brazo señala la palmera, y la perfecta armonía con que se enlazan las líneas generales del grupo, convierten este paso en una de las creaciones más bellas de nuestra escultura. A estos dos grandes pasos siguen las tres bellas imágenes de San Juan, la Dolorosa (1756) y la Verónica. En San Juan, que es una de sus estatuas más elegantes y mejor plantadas, está representado en actitud de marchar, recogiendo su amplia túnica y señalando con el brazo extendido el Camino del Calvario, hacia donde vuelve también la cabeza. Con posterioridad hace el paso de la Cena, y, por último, pocos años antes de morir, el de los Azotes (1777), que cierra la serie de los de la iglesia de Jesús. El San Jerónimo penitente debe compararse con el renacentista de Torrigiano para valorar mejor la dispersión barroca de la forma.

Discípulo y continuador de Salzillo es Roque López (1811).

El principal escultor de Valencia del siglo XVIII es Ignacio Vergara (1776) perteneciente a una numerosa familia de artistas, sobre todo escultores, y a los que se deben los relieves de la portada del Palacio del Marqués de Dos Aguas dibujados por el pintor Rovira y al hermosa escultura de San Bruno de la Universidad de Valencia. Su primo Francisco Vergara (1761), es ya uno de los primeros pensionados de la Academia de San Fernando en Roma, donde esculpe el San Pedro de Alcántara del Vaticano.

Discípulo de Ignacio Vergara es José Esteve y Bonet (1802) cuya obra más valiosa es probablemente la Concepción de la catedral de Valencia. Valenciano es también Manuel Tolsá de quien se trata más adelante.

En Cataluña la familia manresana de los Sunyer, que trabaja ya en el siglo XVII, continúa en actividad durante el XVIII. A José se debe lo conservado del retablo de Igualada. La de los Bonifás está representada por un nuevo Luis Bonifás, fecundo escultor, hijo de Valls, donde establece su taller, al que se deben los relieves de la sillería del coro de la catedral de Lérida y el de San Sebastián de la Academia de San Fernando. Discípulo suyo es Ramón Amadéu alfarero en su juventud, que mantiene la tradición belenista de origen napolitana, introducida en Levante, con sus Nacimientos de barro.

Carlos Salas que se forma ya en la Academia de San Fernando, y termina estableciéndose en Zaragoza, es el autor del hermoso relieve de la Asunción de la catedral del Pilar, y de los relieves y estatuas de la capilla de Santa Tecla de la de Tarragona.

En Galicia José Ferreiro (1830), no obstante no haber visitado Italia, cultiva el estilo italiano dieciochesco de tradición berninesca.

En las islas Canarias José Luján (1815), que, al parecer, no llega a trasladarse a la península, cultiva la imagineria de tipo tradicional. Su obra más importante es probablemente el Crucifijo de la catedral de Las Palmas.

MADRID: LOS ESCULTORES DE LA ACADEMIA DE SAN FERNANDO.- Bajo la influencia de la nueva dinastía, la escultura se desarrolla en la Corte de espaldas al estilo tradicional. En primer término, precisa recordar, la actividad del pequeño grupo de escultores franceses que trabajan, durante el reinado de Felipe V, en el Palacio de la Granja, cuyos jardines pueblan de barrocas figuras mitológicas, al gusto de la Regencia. Llámanse Frémin, Thiérry y Pitué.

Con la fundación de la Academia de San Fernando (1752) y los viajes de nuestros escultores a Roma, organizados de un modo sistemático, comienza a difundirse el barroco tardío extranjero, que termina desembocando en el neoclasicismo. Las tres personalidades de esta primera fase son el gallego y los castellanos Mena y Carmona. Felipe de Castro (1711- 1775), que marcha a Roma por consejo de Frémin, a pesar de ser más joven que Mena y Carmona, es el primer director de la Academia, y no deja de ser significativo que sea él quien esculpa el relieve conmemorativo del acto inaugural de la institución. En su fondo aparatoso, como un cuadro de Van Loo, y en sus figuras dispuestas en sus diversos términos, se refleja todo el barroquismo del arte italiano y francés de la primera mitad del siglo. En la Academia se conservan también sus bustos más importantes, entre los que destacan los de los fundadores.

El toledano Juan Pascual de Mena (1707-1784) fundador de la Academia y su director desde 1770, sufren sus comienzos la influencia de los escultores franceses de La Granja, que, aunque bastante aminorada, no deja de ser sensible en su monumental fuente de Neptuno, del Paseo del Prado, de Madrid. Pese a su formación en los modelos extranjeros, Mena cultiva también la escultura policromada.

El tercero de los escultores citados, Luis Salvador Carmona, es la personalidad más destacada de la escultura castellana del siglo XVIII. Aunque muere mucho más joven, es de la misma generación que Pascual de Mena, y como él, cultiva la escultura en piedra de carácter monumental; pero lo que constituye su verdadero mérito es la de madera policromada. Sus creaciones más conocidas son las Piedades de la catedral de Salamanca y del Oratorio del Olivar, de Madrid; pero su obra, todavía casi inédita, no deja de ser numerosa.

Los principales representantes de la generación siguiente son Manuel Álvarez y Francisco Gutiérrez. Álvarez, discípulo de Castro, es el autor de la fuente de Apolo, del Paseo del Prado, cuya arquitectura contribuye en no pequeño grado a la gracia del conjunto, todavía esencialmente barroco. Gutiérrez, que pasa doce años en Roma, se nos presenta, en cambio, más dominado por el neoclasicismo en el monumento de Cibeles, del Paseo del Prado, donde la diosa aparece entronizada en su carro. Los leones son obra del francés Roberto Michel. En el Sepulcro de Fernando IV, en mármol negro y blanco, en la iglesia de las Salesas Reales, trazado por Sabatini, el eco barroco berninesco es, en cambio, bastante fuerte.

A esta misma etapa de nuestra escultura dieciochesca pertenece el valenciano Manuel Tolsá, brillante discípulo de la Academia de San Fernando, que marcha a Méjico, hablan de su formación más barroca que neoclásica. La estatua ecuestre de bronce de Carlos IV, en la que aparece el monarca español vestido a la romana, de seguro el mejor monumento de éste género producido por nuestra escultura, obliga a concederle puesto muy destacado en la historia del arte español.

Pintura española del siglo XVII

PINTURA BARROCA ESPAÑOLA.- El siglo de oro de la pintura española es el siglo XVII, y lo es sólo por el número de pintores de primero y segundo orden que en él viven, sino por ser también el más original.

Los pintores españoles se entregan ahora con entusiasmo al naturalismo inspirador de la reacción barroca. Impúlsales a ello su propio temperamento, que en esta ocasión coincide con los nuevos gustos artísticos. Y en este aspecto es indudable que alcanzan algunas de las metas a que aspira el barroco. El nombre de José Ribera, con sus modelos buscados en las más baja clases sociales, y su gusto en representar tipos incluso anormales, es buen testimonio de ello.

Este apego a la realidad, propio del temperamento artístico español, le hace no gustar o, tal vez, le incapacita para esa interpretación heroica de los temas religiosos del barroco italiano y flamenco, que para la sensibilidad española siempre tienen algo de teatral y falso. Nuestra pintura religiosa barroca se distingue por la forma realista y concreta y, por lo general, cargada de emoción, con que expresa los temas, y de ello nos ofrece el mejor ejemplo Zurbarán en sus místicos.

Ya nos hemos referido a la expresión mística en escultores como Pedro de Mena; pero es indudable que la pintura ofrece campo más amplio para interpretarla. El amor divino es tema que importa sobremanera a nuestros pintores, desde la simple oración al arrebato místico. Como trabajan para iglesias y conventos, donde son frecuentes los religiosos que reciben, o creen recibir, favores divinos y que saben expresar lo que sienten en esos trances, los pintores procuran afinar su mirada. Por eso, algunas expresiones que hoy nos resultan tal vez demasiado exaltadas, no hacen sino expresar estados del alma perfectamente concretos y reales.

Agrégase a esta multitud naturalista la sobriedad de la mímica española comparada con la italiana; esa gravedad que suele frenar el dibujo español al desplazar los miembros de la figuras, y aminorar el interés por crear composiciones nuevas y complicadas al abandonarse, en el siglo XVII, el arte de comprender rafaelesco, reaparece en los pintores españoles su propia sensibilidad. Las composiciones se simplifican y los ersonajes se mueven en los cuadros como en la vida ordinaria, lo que pierden el ritmo lineal y movimiento de masas lo ganan en vida real. Salvo en artistas como Ribera y Velázquez, la composición de buena parte de nuestros cuadros se distingue por esa yuxtaposición de personajes, característicos, por ejemplo, de Zurbarán.

El naturalismo arriba comentado no lleva, sin embargo, a ampliar considerablemente los géneros pictóricos. El contraste es notable si comparamos nuestra pintura barroca con la holandesa. La pintura española es, sobre todo, religiosa, y en mucho menor grado, de retrato, aunque en este aspecto la calidad de los Velázquez compensa con creces la relativa escasez de pintores especializados. El retrato español es de actitud y gestos naturales; no se acepta el tipo mitológico; pero en cambio, aunque rara vez, alguna dama se hace retratar con los atributos de su santa titular.

En los restantes géneros, sólo en el bodegón se crea un tipo algo diferente del de las otras escuelas. Los pintores de flores abundan, y no faltan algún paisajista, algún pintor de batallas, de marina y aun de arquitectura; pero salvo los primeros, son figuras un tanto aisladas, que no llegan a crear escuela. Dos géneros de pintura requieren, sin embargo, gracias a Velázquez, mención aparte: el ya citado de paisaje y el de la fábula pagana. Los fondos de varios de sus cuadros son paisajes de primer orden y novedad extraordinaria; pero, por desgracia, apenas crean escuela. La mitología, sólo excepcionalmente cultivada por nuestros pintores, ocupan, sin embargo, amplio espacio en la obra de Velázquez, quien, como todo lo suyo, le impone su poderosa personalidad.

En el aspecto más puramente técnico, lo más importante es la temprana fecha en que se entregan nuestros pintores al estudio de la luz, y, sobre todo, que gracias a Velázquez se alcanza nuestra pintura barroca la meta, todavía no superada, en la representación del aire.

ZURBARÁN.- A Zurbarán, no obstante pertenecer a la gran generación que sigue a los maestros anteriores, es decir, a la de Velázquez y Alonso Cano, conviene incluirlo al final de este período del primer tercio del siglo, pues mientras sus dos compañeros comienzan a producir entonces sus obras capitales, él ha pintado ya hacia 1640 las que constituyen su verdadera gloria.

Francisco Zurbarán (1598-1664), aunque formado y establecido en Sevilla durante casi toda su vida, nace en Fuente de Cantos, en esa región meridional de Extremadura tan relacionada siempre con la capital de Andalucía. Su nombre delata ascendencia vasca en grado que ignoramos. En 1614, niño todavía, lo encontramos en Sevilla de aprendiz con el pintor Pedro Díaz de Villanueva. Dos años más tarde firma ya su obra fechada más antigua: una Concepción de propiedad particular. Y antes de cumplir los veinte lo hallamos casado y viviendo en Llerena, donde permanece cerca de diez años, al cabo de los cuales regresa a la capital andaluza a petición de su Ayuntamiento, que, al estimar que la pintura no es mejor ornato de la República, designa a un caballero veinticuatro para que le manifieste el gusto con que le verían establecerse en Sevilla. La protesta de Alonso Cano, fundada en la ordenanza de pintores, al mismo tiempo que refleja el carácter inquieto del granadino, delata la clientela que espera la llegada de Zurbarán. En efecto, a esos años y alos que siguen corresponden varias de sus series más importantes y numerosas.

La cuarta década del siglo es la más fecunda e inspirada de su vida. A ella corresponde su viaje a Madrid para pintar en el Salón de Reinos del Buen Retiro, y sus trabajos decorativos en el navío del Santo Rey Don Fernando, enviado por la ciudad de Sevilla a su Majestad para que pasee en el estanque del Buen Retiro. Gracias a estos servicios, se firma alguna vez pintor del Rey. En la siguiente, en el cambio, su estrella inicia su descenso. Bien sea por la competencia que comienza a hacerle Murillo, o por motivos de otra índole, ya no recibe encargos de la categoría de los anteriores, aunque continua pintando cuadros muy bellos, y al final de su vida, pasado de moda su estilo, se traslada a Madrid, donde muere con estrecheces económicas.

En Zurbarán triunfan ya conjuntamente dos valores que son decisivos en la pintura barroca de este momento: el claroscuro y el naturalismo. Menos radical que Ribera, si bien es cierto que en este aspecto, tal vez nadie supera al pintor valenciano, es uno de nuestros principales tenebristas. A diferencia de sus compañeros sevillanos Velázquez y Alonso Cano, que también inician su carrera en el tenebrismo, se mantiene fundamentalmente toda su vida dentro de él. Sus luces son, sin embargo, más claras y transparentes que las de Ribera, incluso que las de Velázquez y Cano en su etapa similar.

VELÁZQUEZ: SU VIDA.- Velázquez, un año más joven que Zurbarán y dos más viejo que Alonso Cano, viene al mundo en 1599. Forma parte, pues, de esa generación que nace con el siglo y a la que pertenecen, fuera de España, Van Eyck y Bernini. En el campo de nuestras letras es un contemporáneo de Calderón. Su actividad corresponde, por tanto, al segundo tercio de la centuria decimoséptima.

Vez la luz por vez primera en Sevilla y es hijo de Juan Rodríguez de Silva, de padres portugueses, y de Jerónima Velázquez, de familia sevillana. Aunque al final de su vida suele firmarse Diego de Silva, se le conoce con el apellido materno, y con él sólo figura en el nombramiento de pintor de Felipe IV. Se asegura que comienza su aprendizaje con Herrera el viejo, pero lo cierto es que, al contar los doce años, lo vemos estudiando con Francisco Pacheco, artista de no muchos quilates pero de la suficiente perspicacia para descubrir muy pronto el talento del discípulo, y lo suficientemente comprensivo para saber respetar su personalidad. Pacheco lo contempla siempre entusiasmado y termina casándole con su hija, aunque, como él mismo escribe, tiene en más el ser su maestro que su suegro. Probablemente Velázquez no aprende mucho de él, pero si le debe el haberse formado en un ambiente culto de gente de letras, y el acceso a las puertas de la Corte.

Después de un primer intento en 1622, Velázquez, protegido por el Conde-Duque de Olivares y por sevillanos amigos de Pacheco, entre los que figura el poeta Rioja, es al año siguiente introducido en la Corte, y, gracias al resonante triunfo del primer retrato que hace de Felipe IV, ya no sale de ella. Nombrado por el monarca pintor de cámara y alternando sus actividades artísticas con sus funciones palatinas, en las que termina siendo aposentador mayor, transcurre el resto de su vida en Palacio. A cargo suyo las colecciones reales, son sus nuevos maestros los grandes pintores, sobre todo los venecianos, en ellas representados por obras de primer orden. De Rubens, el gran astro del nuevo siglo, hay ya lienzos muy importantes, pero además en 1628 el propio artista se presenta en la corte, y Velázquez le acompaña en diversas ocasiones y recibe sus consejos. El más importante debe de ser el del viaje a Italia, que emprende en 1629 a costa del monarca, provisto de cartas de presentación para sus principales cortes. En Venecia se aloja en casa de nuestro embajador. Y en Roma, en el Vaticano. Después de haber visitado las principales ciudades y haber llegado hasta Nápoles, donde debe de tratar a Ribera, regresa al cabo de año y medio. Reintegrado al servicio real, continúa haciendo retratos y colabora en la decoración del Palacio del Buen Retiro, construido por su protector el todopoderoso el Conde-Duque de Olivares. En los desgraciados días de la Guerra de Cataluña, acompaña al monarca en la jornada de Aragón (1644), y años más tarde, en 1649, marcha de nuevo a Italia. Artista ya famoso, lo hace ahora enviado por Felipe IV para adquirir estatuas y cuadros con que decorar las nuevas salas de palacio. Velázquez, sin los quehaceres palatinos, en la plenitud de su gloria y entre tanat obra de arte de primer orden, está muy a gusto en Italia. En Roma retrata al propio pontífice Inocencio X. Pero Felipe IV le necesita, le llama reiteradamente y al fin, le ordena que regrese. En 1661 se encuentra de nuevo en Madrid y es nombrado aposentador de Palacio; cargo importante, que, no obstante, el tiempo que resta a sus pinceles, le permite pintar obras como Las Meninas y Las Hilanderas. En 1658, Felipe IV le concede el hábito de Santiago. Dos años más tarde cuida en función de su cargo, del viaje del monarca a la Isla de los Faisanes en el Bidasoa para casar a su hija con Luis XIV. Son para él más de setenta días de intenso trabajo y constante movimiento, que deben deminar su salud, probablemente ya quebrantada. A su regreso a Madrid a penas le resta mes y medio de vida. Felipe IV que le sobrevive cinco años, hace pintar sobre su pecho la cruz de Santiago en el cuadro de Las Meninas, donde le ha permitido retratarse.

A Velázquez le conocemos, sobre todo, por su autorretrato de cuerpo entero en el citado cuadro y por otro, sólo de la cabeza, en el Museo de Valencia. Aunque sabemos poco de su carácter, los que le conocen elogian en él su fino ingenio y encarecen su flema. Persona modesta y bondadosa, gusta de favorecer a otros pintores y, nada ambicioso, no aprovecha su trato frecuente con el monarca para prosperar desmedidamente. Su obra, relativamente reducida, parece justificar la flema de que le tachan sus contemporáneos.

SU ARTE.- Velázquez es, seguramente, el hijo más plecaro del naturalismo que inspira al barroco. Ningún pintor ha contemplado la naturaleza y la ha interpretado con su admirable serenidad, ni a esa justa distancia en que nos ofrece toda la poesía de la vida o de la simple existencia. Velázquez no gusta de contemplar la vida desde ese ángulo trágico ni espectacular, ni tan extremadamente realista, a que tan dados son los artistas barrocos. Cuando retrata a un pobre ser contrahecho, no se acerca a él con esa curiosidad del naturalista, tan frecuente en este género de temas, y sabe mantenerse en el punto en que sus lacras, sin dejar de ser vistas no repugnan y nos permiten sentir hacia él esa atracción que sienten sus propios señores. Cuando interpreta una fábula como la de Aracne, prescinde de su contenido espectacular, y nos la cuenta en el tono más llano y menos retórico posible; cuando tiene que representar el adulterio de Venus, no piensa en el tema fuerte del acto del adulterio, que hubiera deleitado a un Correggio, y nos lo cuenta, en La Fragua en un tono y en un lenguaje que todos pueden oír; cuando en su juventud, pinta el cuadro de Baco no es una bacanal bullanguera, como cuadra al Dionisos que recorre y alegra los campos, ni la expresión de la animalidad triunfante, sino simplemente la manifestación de la alegría que produce el vino sin extremos de ninguna especie. ¿Significa todo esto falta de fantasía? Evidentemente, no. Es simplemente reflejo de su temperamento esencialmente equilibrado, de su artístico sentido de la ponderación.

Este fino sentido naturista de Velázquez, sin estridencias y limpio de toda retórica, ha hecho pensar hasta nuestros días que sus pinturas son especie de maravillosas instantáneas, espejos portentosos, donde el pintor se limita a reflejar a la escena que la realidad ocasionalmente brinda a sus ojos, sin ulterior elaboración por su parte. Esto es falso. Velázquez, como es corriente entre sus contemporáneos y continúa siéndolo después, estudia cuidadosamente sus composiciones, y casi siempre partiendo, en las de cierta complicación, de otras anteriores, aunque reconstruya la composición en su taller y pinte del natural la escena por él imaginada. Como veremos, el camino de la perfección en el arte de componer lo recorre Velázquez con ese paso seguro y de fatalidad casi astronómica que distingue a su obra. A las actitudes forzadas y a la simple yuxtaposición de personajes de su época de juventud, que delatan sus esfuerzos por dominar el arte de componer, sucede en la edad madura una laxitud en ñas actitudes y una facilidad en los movimientos y en la agrupación de las figuras, que ocultan la previa elaboración y nos hacen pensar en la realidad misma sorprendida por el pintor.

Velázquez, como sus compañeros Zurbarán y Alonso Cano, da sus primeros pasos en el tenebrismo; pero, mientras el primero permanece en él toda su vida y Alonso Cano, como otros muchos pasa a un colorido más rico y alegre, Velázquez comprende, hacia 1630, que el tenebrismo no es sino una primera etapa en el gran problema de la luz; que la luz no sólo ilumina los objetos -preocupación fundamental de los tenebristas -, sino que nos permite ver el aire interpuesto entre ellos, y como ese mismo aire hace que las formas pierdan precisión, y los colores brillantes y limpieza. En suma, se da cuenta de la existencia de lo que llamamos la perspectiva aérea, y se lanza decididamente a su conquista. Para Velázquez, la perspectiva aérea no es sólo un problema técnico. Es indudable que, como Pablo Ucello, siente la dulce poesía de la perspectiva, y que, hermanada con la luz, la siente tan intensamente como un Piero della Francesca o los holandeses del siglo XVII. Sin más base, probablemente, que los cuadros del Tintoretto, Velázquez recorre en su edad madura ese camino que va del tenebrismo a ese aire que con verdad nunca superada se interpone entre los personajes de Las Meninas.

Al abandonar el tenebrismo, aclara su paleta y deja el color opaco y oscuro de su juventud. El cambio no parece que sea muy rápido. Al conocimiento de la colecciones reales se agrega el contacto con Rubens y el primer viaje a Italia. Iniciase entonces en él una nueva etapa, durante la cual descubre y asimila el colorido de Venecia, pero no el caliente del Tiziano, sino el más frío y plateado de Veronés, Tintoretto y el Greco.

Paralelo a ese cambio en el colorido, opérase el de su manera de aplicar el color, el de su factura. Aunque nunca sigue la forma con esa factura lisa de los caravaggiescos más puros, en su época tenebrista la pasta de color es seguida y de grosor uniforme. Después de 1630 esa pasta de color se va desentendiendo del anterior sentido escultórico de la forma y piensa más en la virtud del color mismo vivificado por la luz y en el efecto que, visto a distancia, produce en nuestra retina. Al sentido de escultura policromada de sus primeros tiempos sucede el más puramente pictórico que culmina en Las Meninas y en el Paisaje de la Villa Médicis, donde la forma se expresa por medio de una serie de pinceladas que, vistas de cerca, resultan conexas y aun destruyen la forma misma, pero en contempladas a la debida distancia nos ofrecen la más cumplida apariencia de la realidad. Es la técnica que en el siglo XIX constituirá el principal empeño de los impresionistas.

PRIMERAS OBRAS.- Las obras más tempranas de Velázquez, realizadas entre los años 1617 y 1623, pueden dividirse en tres categorías: el bodegón (objetos de uso cotidiano combinados con naturalezas muertas), retratos y escenas religiosas. Muchas de sus primeras obras tienen un marcado acento naturalista, como La comida (c. 1617, Museo del Ermitage, San Petersburgo), bodegón que puede considerarse como la primera obra independiente del maestro. En sus bodegones, como el Aguador de Sevilla (c. 1619-1620, Aspley House, Londres) los magistrales efectos de luz y sombra, así como la directa observación del natural, llevan a relacionarlo inevitablemente con Caravaggio. Para sus pinturas religiosas utilizó modelos extraídos de las calles de Sevilla, tal y como Pacheco afirma en su biografía sobre Velázquez. En la Adoración de los Magos (1619, Museo del Prado, Madrid) las figuras bíblicas son, por ejemplo, retratos de miembros de su familia incluido su propio autorretrato.

Velázquez fue también un pintor conocido en los círculos intelectuales de Sevilla, uno de los cuales, la Academia de Artes, fue dirigida de manera informal por Pacheco. En dichos encuentros, tuvo la ocasión de conocer a personalidades de su tiempo como el gran poeta Luis de Góngora y Argote (cuyo retrato, ejecutado en el año 1622 se encuentra en el Museum of Fine Arts Boston). Esos contactos fueron importantes para las obras posteriores de Velázquez sobre temas mitológicos o clásicos.

ÚLTIMOS TRABAJOS.- Durante los últimos años de su vida, Velázquez trabajó no sólo como pintor de corte sino también como responsable de la decoración de muchas de las nuevas salas de los palacios reales. En el año 1649 regresó de nuevo a Italia, en esta ocasión para adquirir obras de arte para la colección del rey. Durante su estancia en Roma (1649-1650) pintó el magnífico retrato de Juan de Pareja (Metropolitan Museum of Art, Nueva York) así como el inquietante y profundo retrato del Papa Inocencio X (Galería Doria-Pamphili, Roma), recientemente exhibido en Madrid. Al poco tiempo fue admitido como miembro en la Academia de San Lucas de Roma. Su elegante Venus del espejo (National Gallery, Londres) data probablemente de esta época.

Las obras clave de las dos últimas décadas de la vida de Velázquez son Las hilanderas o La fábula de Aracné (1644-1648, Museo del Prado) composición sofisticada de compleja simbología mitológica, y una de las obras maestras de la pintura española Las Meninas o La familia de Felipe IV (1656, Museo del Prado), que constituye un imponente retrato de grupo de la familia real con el propio artista incluido en la escena. Velázquez continuó trabajando para el rey Felipe IV, como pintor, cortesano y fiel amigo hasta su muerte acaecida en Madrid el 6 de agosto de 1660. Su obra fue conocida y ejerció una importante influencia en el siglo XIX, cuando el Museo del Prado la expuso en sus salas.

ALONSO CANO.- Nació en Granada en 1601. En 1616 se trasladó a Sevilla, donde estudió pintura en el taller de Francisco Pacheco. Como pintor, tiene una primera fase tenebrista, pero tras su paso por la corte madrileña como protegido del conde-duque de Olivares conoce las colecciones reales, la obra de Velázquez y la pintura veneciana, creando un estilo idealizado, clásico, de una calidad similar a la de los mejores pintores españoles, que huye del realismo en favor de las formas delicadas, bellas y graciosas, al igual que hizo también con sus obras escultóricas y arquitectónicas. Su obra maestra es la serie de lienzos que hizo para la catedral de Granada sobre la Vida de la Virgen (1654).

En lo que respecta a su labor como escultor, por la que es más conocido, Alonso Cano se formó en el taller de Martínez Montañés, realizando numerosas esculturas de tema religioso en madera policromada. De su maestro adoptó la contención expresiva y el clasicismo formal, añadiendo su gusto personal por lo delicado y menudo. Hizo varias Inmaculadas, figuras del niño Jesús y santos, entre otras. Como arquitecto diseñó la fachada de la catedral de Granada (1667), en la que destaca el sorprendente efecto de profundidad, logrado al rehundir sus tres grandes arcadas, y su gran riqueza decorativa.

Herrera, Juan de (c. 1530-1597), arquitecto, matemático y geómetra español del siglo XVI, máximo exponente del bajo renacimiento en su país. Seguidor de los maestros italianos, en especial de Sebastiano Serlio y Iacopo da Vignola, estableció un nuevo estilo —llamado herreriano en su honor— estrechamente ligado al imperio español de Felipe II y sus sucesores dinásticos de la casa de los Austrias.

JUAN DE HERRERA, <<EL MOZO>>.- Nació en Mobellán (Cantabria) hacia 1530, en el seno de una familia de hidalgos castellanos. Estudió en la Universidad de Valladolid, y más tarde se alistó como soldado en el séquito del todavía príncipe Felipe, con el que visitó Italia, Alemania y Flandes. A la muerte del emperador Carlos V comenzó su carrera arquitectónica bajo la tutela de Juan Bautista de Toledo, encargado por el nuevo rey de la construcción de un monasterio-palacio en El Escorial hasta su fallecimiento en 1572. A partir de este momento Herrera se hizo cargo de la dirección de las obras escurialenses, modificó algunas de sus técnicas constructivas, completó las techumbres y construyó la monumental fachada occidental, la gran basílica de planta centralizada y el templete del patio de los Evangelistas. Su nombramiento como inspector de monumentos de la corona propició la expansión de su estilo por toda España y le proporcionó nuevos encargos de gran envergadura, entre los que destacan los proyectos para la Lonja de Sevilla (1583), la fachada meridional del Alcázar de Toledo (1571), el Palacio de Aranjuez y el nuevo plano para la villa de Madrid. Una de sus obras más influyentes fue la inconclusa catedral de Valladolid, un templo corintio de planta rectangular con cuatro torres en las esquinas y crucero central, cuyas trazas inigualables sirvieron de modelo para las catedrales de México y Lima.

La aportación fundamental de Herrera a la evolución del renacimiento fue la disolución de la ornamentación figurativa y, como consecuencia, la culminación expresiva de los volúmenes arquitectónicos, propia del clasicismo. Su estilo, bautizado posteriormente como herreriano, dominó la arquitectura española durante casi un siglo, y entre sus seguidores se encuentras figuras tan relevantes como Francisco de Mora, Juan Gómez de Mora o Juan Gómez de Trasmonte. Entre sus características fundamentales destacan el rigor matemático de las proporciones compositivas, los chapiteles de pizarra de origen flamenco y los motivos decorativos geométricos, especialmente pirámides y esferas o bolas.

Además de arquitecto, fue un prolífico inventor y un reputado geómetra, fundador de la Academia de Matemáticas de Madrid bajo el mecenazgo de Felipe II. Herrera murió el 15 de enero de 1597 en Madrid.

CLAUDIO COELLO.- (1642-1693), pintor español, uno de los principales representantes de la escuela barroca madrileña. Como la mayor parte de sus contemporáneos, pintó retratos y obras religiosas, siendo un extraordinario compositor de cuadros de altar. También destaca como pintor de frescos, técnica poco frecuente entre los pintores españoles de su tiempo.

Nació en Madrid en 1642, en una familia de origen portugués. Se formó con Francisco Rizi, pintor de la escuela madrileña. Con él aprendió el lenguaje del barroco decorativo, basado en una concepción dinámica y escenográfica, con gran riqueza de color y una ejecución suelta y vibrante. Como la mayoría de los pintores de la segunda mitad del siglo XVII relacionados con la Corte recibió la influencia de Rubens y de la escuela veneciana, así como la de Velázquez, a quien debe su especial habilidad para captar la atmósfera y la perspectiva espacial.

Su estilo se caracteriza por una marcada preferencia por las composiciones con gran número de personajes. Entre ellas destaca su obra maestra, La Sagrada Forma, que pinta para la sacristía del monasterio de El Escorial en 1685. Se trata de un magnífico ejemplo de solución espacial, interpretado con el lenguaje teatral e ilusionístico propio del barroco. Escena religiosa y a la vez cortesana, es también una magnífica galería de retratos, en la que aparecen representados los principales personajes de la corte, encabezados por el propio monarca Carlos II, quien se arrodilla en oración ante la Sagrada Forma.

Otras obras suyas son: La comunión de santa Teresa (Museo Lázaro Galdiano, Madrid), Triunfo de san Agustín (1664, Museo del Prado, Madrid) y Virgen del rosario con santo Domingo de Guzmán (Academia de Bellas Artes, Madrid).

Autor de retratos de gran calidad, realizó también decoraciones murales con arquitecturas fingidas, inspiradas en modelos italianos. A pesar de ser el pintor español más importante del último tercio del siglo XVII, no llegó a ser pintor de cámara hasta 1685.

BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO.- (1617-1682), pintor español nacido en Sevilla, cultivador de una temática preferentemente religiosa.

A través de las colecciones privadas de su ciudad natal tuvo la oportunidad de conocer la obra de los maestros barrocos italianos y flamencos, junto a la de sus precursores españoles, pinturas que le influyeron poderosamente. A partir de sus primeras obras, representaciones de la Virgen María o la Sagrada Familia, de espíritu algo distante, evolucionaron hacia un tratamiento de los temas en un tono más humano y sencillo, dentro de interiores cotidianos, en los que introduce pequeños detalles y escenas de la vida cotidiana. Sus personajes se caracterizan por esa dulzura y sentimentalidad propios de su estilo, que huye de los arrebatos trágicos que tanto atrajeron a otros artistas del barroco. Un destacado ejemplo de ello es La Sagrada Familia del pajarito (c. 1650) que se puede contemplar en el Museo del Prado de Madrid. Entre 1645 y 1646 realizó 11 escenas de vidas de santos que le dieron gran fama. En 1660 Murillo fundó y fue presidente de la Academia de Dibujo de Sevilla. Como pintor de escenas de género, destacó en la interpretación de personajes infantiles marginados de manera bastante emotiva, como por ejemplo en el Niño pordiosero (1645, Museo del Louvre, París). La Virgen y el Niño con santa Rosalía de Palermo (1670, Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid) es una obra en la que se pone de manifiesto la armonía de la composición y la precisión del dibujo de las pinturas de Murillo. De 1671 a 1674 realizó las pinturas de la iglesia de la Caridad de Sevilla, hoy dispersas por varios museos de San Petersburgo, Madrid (el Museo del Prado conserva numerosas obras suyas) y Londres.

Murillo es el artista que mejor ha definido el tema de la Inmaculada Concepción, del que nos ofrece numerosas versiones que destacan por la gracia juvenil y el rostro amoroso de la Virgen y el vuelo de los ángeles que la rodean. En el Museo del Prado se pueden contemplar algunos lienzos que tratan este tema. Sus representaciones de santos, auténticos retratos de personajes españoles de la época, corresponden al realismo imperante en el arte religioso del siglo XVII. En el siglo XIX las obras de Murillo alcanzaron gran popularidad e influyeron en algunos artistas de ese periodo.

ROCOCÓ

DEFINICIÓN

Rococó, estilo pictórico y decorativo del siglo XVIII que se caracterizó por una ornamentación elaborada, delicada y recargada. El periodo del rococó se corresponde aproximadamente con el reinado de Luis XV, rey de Francia (1715-1774). Sus orígenes exactos son oscuros, pero parece haber comenzado con la obra del diseñador francés Pierre Lepautre, quien introdujo arabescos y curvas en la arquitectura interior de la residencia real en Marly, y con las pinturas de Jean-Antoine Watteau, cuyos cuadros de colores delicados sobre escenas aristocráticas que se desarrollan en medio de un entorno idílico rompen con el heroísmo del estilo de Luis XIV.

El término rococó proviene del francés rocaille, que significa 'rocalla'. En decoración, se caracterizó por una ornamentación basada en arabescos, conchas marinas, curvas sinuosas y en la asimetría; en pintura se distinguió por el uso de colores pastel más bien pálidos. Los pintores más representativos fueron François Boucher y Jean-Honoré Fragonard, el primero es famoso por pintar escenas de tocador pobladas por multitud de amorcillos, mientras que el segundo se caracteriza por las escenas galantes que se desarrollan en el interior de alcobas o en claros del bosque. En cuanto a la decoración, el rococó alcanzó su cumbre en el Hôtel Soubise de París, trabajo que comenzó en el año 1732 y al que contribuyeron un gran número de artistas y decoradores notables, entre los que destacan Gabriel Germain Boffrand y René Alexis Delamaire.
El estilo rococó se difundió rápidamente por otros países europeos, particularmente por Alemania y Austria, donde se entremezcló con el barroco creando un estilo suntuoso y profuso, especialmente en iglesias y espacios sagrados. Culminó con el trabajo del arquitecto y diseñador bávaro François de Cuvilliés en su obra del pabellón de Amalienburg (1734-1739), cerca de Munich, cuyo interior, parecido a un joyero, estaba compuesto de espejos, filigranas de plata y oro, y paneles decorativos. En España, el palacio de La Granja es el edificio que más se acerca a este estilo artístico, aunque el rococó se desarrolló más en la decoración de interiores.
En Francia dio paso al austero estilo neoclásico a finales del siglo XVIII y desapareció con el inicio de la Revolución Francesa en 1789 de manera repentina y por completo.

JEAN-ANTOINE WATTEAU.- (1684-1721), pintor francés considerado uno de los principales artistas del periodo rococó y precursor del impresionismo del siglo XIX.

Watteau nació en Valenciennes (hoy en Francia) el 10 de octubre de 1684. A la edad de 14 años comenzó a estudiar en su ciudad natal de la mano de un humilde pintor de temas religiosos. En 1702 viajó a París, donde vivió como pintor gracias a las copias y amanerados cuadros devocionales que le compraba un marchante. Más tarde estudió con el grabador y escenógrafo Claude Gillot, que le hizo interesarse por los tipos y las formas de la commedia dell'arte italiana tan en boga entonces.

Hacia el año 1708 comienza a trabajar con el artista decorativo Claude Audran, conservador de las colecciones del Palacio de Luxemburgo. Gracias a ello, Watteau tuvo la oportunidad de estudiar el ciclo de cuadros barrocos de Petrus Paulus Rubens sobre La vida de Maria de Medici. En 1709 ganó el segundo premio del codiciado concurso Prix de Rome, y recibió después importantes encargos. En 1717 es elegido miembro de la Academia Francesa en París. Watteau, de frágil constitución y carácter enfermizo, murió de tuberculosis el 18 de julio de 1721 en Nogent-sur-Marne.

Sus lienzos reflejan la influencia de los grandes pintores flamencos, especialmente de Rubens y de la escuela veneciana. Su estilo, sin embargo, puso de manifiesto una sensibilidad en el tratamiento de la luz y el color, una sensualidad, una delicadeza y un lirismo hasta entonces desconocidos. El estilo de Watteau fue imitado por otros pintores rococós, pero ninguno logró alcanzar las cualidades de su pintura. Con la llegada del neoclasicismo al arte francés, su reputación entró en declive, aunque, tras la Revolución Francesa y, sobre todo, durante el romanticismo, volvió a aumentar.

Entre los temas favoritos de Watteau destacan las reuniones galantes al aire libre, conocidas como 'escenas galantes' (fêtes galantes), en las que elegantes cortesanas y caballeros pasan el tiempo en placenteras fiestas rodeados de árboles y maleza. Su obra maestra de este tipo de escenas fue Embarque para la isla de Citerea (1717, Louvre, París). También destacan Capitulaciones de boda y baile campestre y Fiesta en el parque, ambas en el Museo del Prado, Madrid. Otro tema muy utilizado por Watteau fueron las representaciones de payasos, arlequines y otras figuras de la commedia dell'arte, como Arlequín y Colombina (1715, Colección Wallace, Londres) y Los cómicos italianos (hacia 1720, National Gallery of Art, Washington). La Muestra de Gersaint (1720, Staatliche Museen, Berlín), pintada para la tienda de un marchante de arte amigo de Watteau, es una obra maestra del género realista tanto por su composición como por su dibujo.

NEOCLASICISMO

NEOCLASICISMO.- Estilo artístico que se desarrolló especialmente en la arquitectura y las artes decorativas; floreció en Europa y Estados Unidos aproximadamente desde el año 1750 hasta comienzos de 1800 y se inspiró en las formas grecorromanas. Más que un resurgimiento de las formas antiguas, el neoclasicismo relaciona hechos del pasado con los acontecidos en su propio tiempo. Los artistas neoclásicos fueron los primeros que intentaron reemplazar la sensualidad y la trivialidad del rococó por un estilo lógico, de tono solemne y austero. Cuando los movimientos revolucionarios establecieron repúblicas en Francia y en América del Norte, los nuevos gobiernos republicanos adoptaron el neoclasicismo como estilo oficial porque relacionaban la democracia con la antigua Grecia y la República romana. Más tarde, cuando Napoleón I subió al poder en Francia, este estilo se modificó para servir a sus necesidades propagandísticas. Con el nacimiento del movimiento romántico (véase Romanticismo) la prioridad por la expresión personal sustituyó al arte basado en valores ideales.

Génesis del arte neoclásico

El estilo neoclásico se desarrolló tomando como punto de referencia la excavación en Italia de las ruinas de las ciudades romanas de Herculano en 1738 y de Pompeya en 1748, la publicación de libros tales como Antigüedades de Atenas (1762) de los arqueólogos ingleses James Stuart y Nicholas Revett y la llegada de la colección Elgin a Londres en 1806. Ensalzando la noble simplicidad y el gran sosiego del estilo grecorromano, el historiador alemán Johann Winckelmann instó a los artistas a estudiar y a imitar su eternidad y sus formas ideales. Sus ideas encontraron una entusiasta acogida dentro del círculo de artistas reunidos en torno a él en el año 1760 en Roma.

Arquitectura

Antes de que se realizaran los descubrimientos de Herculano, Pompeya y Atenas, el único punto de referencia conocido de la arquitectura romana era el proporcionado por los grabados de edificios de arquitectura clásica romana realizados por el artista italiano Giovanni Battista Piranesi. Los nuevos hallazgos arqueológicos encontrados proporcionaron el vocabulario de la arquitectura formal clásica y los arquitectos empezaron a inclinarse por un estilo basado en modelos grecorromanos.

El trabajo del arquitecto y diseñador escocés Robert Adam, que en la década de 1750 y 1760 diseñó varias casas de campo inglesas (entre las cuales destacan la casa Sion, 1762-1769 y Osterley Park 1761-1780), le convierten en el introductor del estilo neoclásico en Gran Bretaña. El estilo Adam, tal y como se le conoce, evoca el rococó por su énfasis en la ornamentación de fachadas y un refinamiento a gran escala, incluso al adoptar los motivos de la antigüedad.

En Francia, Claude Nicholas Ledoux diseñó un pabellón (1771) para la condesa du Barry en Louveciennes y una serie de puertas para la ciudad de París (1785-1789). Ambos casos ejemplifican la fase inicial de la arquitectura neoclásica francesa; sin embargo, sus obras más tardías comprendían proyectos (que nunca se llegaron a ejecutar) para una ciudad ideal en la cual los edificios quedaban reducidos, con frecuencia, a formas geométricas desornamentadas. Después de que Napoleón fuese nombrado emperador en el año 1804, sus arquitectos oficiales, Charles Percier y Pierre François Fontaine, trabajaron para llevar a cabo su deseo de transformar París en la capital más importante de Europa imitando el estilo opulento de la arquitectura imperial romana. La arquitectura de estilo imperio se ejemplifica en construcciones como el arco de triunfo del Carrousel del Louvre, diseñado por Percier y por Fontaine, y los campos Elíseos, diseñados por Fontaine; ambos trabajos, iniciados en el año 1806 se encontraban lejos del espíritu de la obra visionaria de Ledoux.

Ejemplos de arquitectura inglesa inspirada en los modelos griegos son el Banco de Inglaterra de John Soane así como el pórtico del Museo Británico por Robert Smirke. El neogriego fue sustituido por el estilo regencia, cuyos ejemplos arquitectónicos más notables son las fachadas de Regent Street en Londres, diseñadas por John Nash y comenzadas en el año 1812, y el Royal Pavilion en Brighton (1815-1823). La arquitectura neoclásica de Edimburgo, Escocia, representa la vertiente más pura, por lo que la ciudad se ganó el nombre de la Atenas del Norte. De otra parte, la arquitectura neoclásica en Berlín está representada por el Teatro Real obra del alemán Karl Friedich Schinkel (1819-1821).

En Estados Unidos se desarrolló una variante del neoclasicismo, el estilo federal, que surgió entre 1780 y 1820. Inspirada en la obra de Robert Adam, el arquitecto Charles Bulfinch realiza la Massachusetts State House en Boston terminada en el año 1798. El modelo para el edificio del Capitolio de Thomas Jefferson en Richmond, Virginia (1785-1789), fue el templo romano del siglo I la Maison-Carrée en Nimes, Francia. Por medio de lecturas y de viajes, Jefferson realizó un profundo estudio de la arquitectura romana, aplicó sus conocimientos a los diseños de su propia casa en Monticello, a los del campus de la Universidad de Virginia y contribuyó en los proyectos preliminares de la nueva capital Washington D.C. Sus obras ejemplifican el estilo neoclásico en Estados Unidos.

El estilo neogriego, basado en los templos del siglo V e inspirado en los mármoles de Elgin, floreció durante la primera mitad del siglo XIX en Estados Unidos. Ambos estilos, el federal y el neogriego, ayudaron a definir el estilo propio de la arquitectura estadounidense.

Las figuras más representativas de la arquitectura neoclásica española fueron, entre otros, Ventura Rodríguez (palacio de los duques de Liria), el italiano Sabattini, autor de la Puerta de Alcalá en Madrid, y Juan de Villanueva, que hizo el Museo del Prado de Madrid.

Al igual que en España, el neoclasicismo en Hispanoamérica también estuvo dirigido por las Academias. Entre los edificios más representativos destacan la casa de la Moneda en Santiago de Chile, el palacio de la Minería y la fábrica de cigarros en México, y la iglesia de San Francisco en Cali, Colombia.

Pintura

La pintura neoclásica se centró en Roma, donde muchos pintores expatriados se agruparon en torno a la figura del historiador alemán Johann Winckelmann. Su círculo incluía al pintor bohemio Anton Raphael Mengs, el escocés Gavin Hamilton y el estadounidense Benjamin West. El Parnaso de Mengs (1761) un fresco pintado para la villa Albani en Roma, fue diseñado especialmente por consejo de Winckelmann. A diferencia de las típicas composiciones de frescos del barroco o del rococó, su composición es simple: sólo unas pocas figuras, en total calma, con poses semejantes a las de estatuas antiguas. Entre 1760 y 1765, Hamilton, quien fue también arqueólogo y marchante, completó cinco cuadros basados en modelos de la escultura antigua e inspirados en la Iliada de Homero. West trabajó en Roma desde 1760 a 1763. Para alguna de sus obras como Agripina desembarcando en Brundidium con las cenizas de Germánico (1768, Yale University Art Gallery, New Haven, Connecticut) se inspiró en su experiencia en Roma. Solemne y austero en cuanto al tratamiento y al tema, reproduce sin embargo con sumo detalle los motivos arqueológicos.

Las mismas tendencias se hacen patentes en la obra temprana del pintor francés Jacques-Louis David, uno de los máximos exponentes de la pintura neoclásica. Su Juramento de los Horacios (1784-1785, Louvre, París) exalta el tema del patriotismo estoico. El cuadro neoclásico concebido como espacio arquitectónico y el friso como cita de figuras, reflejan la preocupación neoclásica de composición lógica y clara. Los perfiles definidos y una luz dura proporcionan a estas figuras la cualidad de estatuas. Los trabajos realizados por David, encargados por Napoleón, como la Coronación de Napoleón y Josefina (1805-1807, Louvre) están muy alejados del esplendor y del poder que emanaba la ceremonia.

A comienzos de la década de 1790 los artistas empezaron a pintar imitando las siluetas representadas en la cerámica griega. El exponente más destacado de esta manifestación fue el inglés John Flaxman, cuyos grabados de líneas simples, para las ediciones de la Iliada y la Odisea de Homero sustituían la perspectiva tradicional, la luz y el modelado, por diseños de líneas puras. Uno de los alumnos más aventajados de David, heredero de su trayectoria e intérprete de la tradición clásica fue Jean August Dominique Ingres que adoptó la doble dimensionalidad de la obra de Flaxman, tal y como puede apreciarse en su obra Los embajadores de Agamenón (1801, Escuela de Bellas Artes, París).

En España destacan los pintores neoclásicos José de Madrazo, con La muerte de Viriato (c. 1808, Museo del Padro, Madrid), José Aparicio (1773-1838) y Juan Antonio Ribera (1779-1860), uno de los pocos artistas davidianos españoles autor del célebre cuadro Cincinato abandona la labranza para dictar leyes en Roma (Museo de Cáceres).

Escultura

Dado que la escultura en Europa ha estado muy influida por las formas clásicas desde el renacimiento, los principios neoclásicos han sufrido menor impacto que en otras manifestaciones artísticas. En general, los escultores neoclásicos tienden a plasmar poses contorsionadas en mármoles de colores característicos del último barroco o del rococó, preferentemente contornos limpios, una reposada actitud y formas idealizadas ejecutadas en mármol blanco.

Los primeros ejemplos de escultura neoclásica fueron realizados por artistas en contacto directo con el círculo de Winckelman en Roma. Entre otros escultores hemos de citar a John Tobias Sergel, quien de regreso a su Suecia natal llevó el nuevo estilo al norte de Europa, y los ingleses Thomas Banks y Joseph Nollekens quienes introdujeron el estilo en su país. No obstante, la figura dominante en la historia de la escultura neoclásica fue el italiano Antonio Canova que se convirtió en miembro del círculo de Roma en el año 1780; después de haber abandonado el estilo barroco, buscó en el estilo neoclásico la severidad y la pureza del arte antiguo. Teseo y la muerte del minotauro (1781-1782) reflejan más la calma de la victoria que la propia contienda; ésta fue la primera obra de Canova en su nuevo estilo, y le proporcionó fama inmediata.

A la muerte de Canova el artista danés Bertel Thorvaldsen heredó su prestigiosa posición de escultor en Europa. Sus múltiples encargos internacionales permitieron mantener el estricto neoclasicismo como la corriente dominante en la escultura hasta mediados del siglo XIX. El estilo fue llevado a Estados Unidos por uno de sus amigos, Horatio Greenough y continuado por Hiram Powers un artista estadounidense que residió durante bastante tiempo en Italia, autor del célebre Esclavo griego (1843) del cual se han realizado numerosas réplicas.

Artes decorativas

El estilo neoclásico se extendió también a las artes decorativas. Alrededor del año 1760, Robert Adam realizó muebles con motivos grecorromanos. Introducido en Francia, este estilo simple y clásico empezó a ser conocido como estilo etrusco y fue favorecido por la corte de Luis XV. Con adaptaciones posteriores de diseño clásico, inspiradas en los hallazgos arqueológicos, se desarrolló como un estilo elegante conocido como Luis XVI, propiciado por la familia real durante la década de 1780. En cerámica, el estilo neoclásico lo hallamos en la cerámica de Josiah Wedgwood en Inglaterra, para la que Flaxman realizó muchos diseños, y en la porcelana de Sèvres en Francia.

En la época de Napoleón I, las residencias reales más antiguas fueron redecoradas para el uso oficial, de acuerdo con los planes diseñados por Percier y Fontaine: muebles, porcelanas, tapices, todo ello con diseños y motivos grecorromanos. Interpretados como un todo, los interiores definían el estilo imperio en las artes decorativas que fueron muy pronto imitadas en toda Europa.

JUAN DE VILLANUEVA.- (1739-1811), máximo representante, junto con Ventura Rodríguez, de la generación de arquitectos neoclasicistas españoles de la segunda mitad del siglo XVIII. Tras su temprano ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando y su posterior viaje a Roma fue nombrado arquitecto jefe de la Orden de los Jerónimos de El Escorial, donde realizó diversas casas junto al monasterio manteniendo una línea austera, acorde con las trazas de Juan de Herrera. Entre sus obras vinculadas a la realeza destacan la casita de Arriba de El Escorial, para el infante don Gabriel, con una organización palladiana y una acentuada plasticidad en el tratamiento del pórtico de acceso; y la casita del Príncipe en El Pardo, más grandiosa que la anterior y con el mismo brillante manejo de los elementos y órdenes clásicos. Una de sus obras maestras es el Museo de Ciencias (hoy Museo del Prado) en Madrid, de trazas monumentales organizadas en cinco cuerpos perfectamente diferenciados en planta, dos de ellos como nexos de unión del central (rematado con una sala basilical) y los laterales extremos. En el cuerpo central aparece un gran pórtico dórico saliente, con un remate sobre el basamento en ático horizontal. Las trazas de los pabellones laterales responden a la tipología basilical, resaltando el marcado juego de luces y sombras entre sus elementos. En el empleo de los materiales (ladrillo y piedra), lejos de las imposiciones clasicistas, retoma la tradición española. Destacan asimismo, además de su intervención en la remodelación de la Plaza Mayor de Madrid tras el incendio de 1790, otras obras madrileñas de menor tamaño, como el oratorio de Caballero de Gracia, un templo neoclásico de planta basilical, ajustado a un solar estrechísimo, rematado por un ábside semicircular y una cúpula oval sobre el crucero; y el Observatorio astronómico, un edificio de planta central con un gran pórtico de acceso y un característico templete circular jónico como coronación.

FRANCISCO SABATINI.- (1722-1797), arquitecto italiano nacido en Palermo, uno de los maestros del barroco clasicista del siglo XVIII en España. Arquitecto de confianza del monarca español Carlos III, se identificó más con la escuela romana de Sangallo, Bernini o Della Porta, que con las trazas más propiamente neoclásicas de su coetáneo y rival Ventura Rodríguez.

Su primera obra en Madrid es la puerta de Alcalá (1764-1776), un monumental arco de triunfo conmemorativo de la entrada del rey en la ciudad inspirado en el Fontanone del Janicolo de Della Porta y Fontana. Después construyó otra puerta menor pero notable, la de San Vicente. También son representativas dos obras en Aranjuez. La primera es el convento de San Pascual (1765-1770), templo de planta en cruz latina, cúpula, arcos termales romanos, poderosos pies derechos clásicos apilastrados y una plástica y vigorosa fachada, sin duda una de las mejores del barroco tardío en España. La segunda es la ampliación del palacio real de Aranjuez (1771-1781), para el que proyecta dos grandes alas y una capilla de planta en cruz y cúpula rebajada.

En 1772 construyó en El Pardo (Madrid) un monumental palacio según el esquema del de Carlos V en Granada, pero con nuevos perfiles barrocos. En 1776 construyó en Madrid la Real Aduana, edificio en torno a tres patios y monumental escalera, del que merece especial atención la fachada: muros de ladrillo, sin órdenes ni pilastras, perforados por vanos verticales coronados por frontones curvos y triangulares alternados, sobre un basamento pétreo en el que se marca el acceso con tres grandes arcos con balconada sobre el central. El remate superior es una potente cornisa sobre ménsulas dispuestas según el ritmo de huecos de fachada. También destaca su trabajo para el convento de San Francisco el Grande en Madrid, donde, tras los intentos de Ventura Rodríguez y Diego de Villanueva, emprende en 1768 las obras de una fachada imponente con campaniles para un templo que sobresale por su grandiosa cúpula. Finalmente, intervino en el palacio real de Madrid, con la solución definitiva para la escalera y la ampliación de un ala en la plaza de la Armería.

VENTURA RODRÍGUEZ.- (1717-1785), arquitecto español, uno de los más destacados del siglo XVIII en su país. Fue discípulo de los maestros italianos afincados en España (Filippo Juvarra y Giovanni Battista Sachetti) y representó un eslabón fundamental en la transición española del barroco al neoclasicismo. Su primera etapa se basó en las obras para el Palacio Real de Madrid. Con un profundo conocimiento de la arquitectura de Gian Lorenzo Bernini y Francesco Borromini, fue depurando sus gustos barrocos para seguir una línea más herreriana y finalizar su obra plenamente integrado en la arquitectura academicista. Desplazado de la corte por Francisco Sabatini, construyó la iglesia parroquial de San Marcos en Madrid (1749-1753) con una planta de cinco elipses sucesivas (referencias a Juvarra y Borromini) y una fachada de orden gigante flanqueada por antecuerpos curvos que conforman un atrio cóncavo. En 1750 recibió el encargo para la remodelación y terminación de la basílica del Pilar de Zaragoza a partir de las trazas del proyecto de Herrera del siglo XVII, y sugirió la solución del alojamiento de la capilla de la Virgen en un templete de planta cuadrilobulada a base de sectores circulares. Tras la remodelación del interior de la iglesia de la Encarnación en Madrid (1755), comenzó, a partir de 1760, a desarrollar sus obras más sobrias y contenidas, como la iglesia de los Agustinos Filipinos de Valladolid, el colegio de Cirugía de Barcelona, en el que sólo la geometría confiere expresividad a sus fachadas, y sus proyectos para la nueva Biblioteca y la fábrica de Vidrio de La Granja. Finalmente, dentro de las obras neoclasicistas de su última etapa, cabe citar el grandioso proyecto (no construido) para la basílica de San Francisco el Grande en Madrid, así como el palacio de Boadilla del Monte para el Infante don Luis (Madrid, 1776) y la imponente fachada de la catedral de Pamplona (1783).

FRANCISCO DE GOYA Y LUCIENTES

FRANCISCO DE GOYA Y LUCIENTES.- (1746-1828), pintor y grabador español considerado uno de los grandes maestros de la pintura de su país. Marcado por la obra de Velázquez, habría de influir, a su vez, en Édouard Manet, Pablo Picasso y gran parte de la pintura contemporánea. Formado en un ambiente artístico rococó, evolucionó a un estilo personal y creó obras que, como la famosa El 3 de mayo de 1808 en Madrid: los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío (1814, Museo del Prado, Madrid), siguen causando, hoy día, el mismo impacto que en el momento en que fueron realizadas.

Formación y primeros proyectos

Goya nació en la pequeña localidad aragonesa de Fuendetodos (cerca de Zaragoza) el 30 de marzo de 1746. Su padre era pintor y dorador de retablos y su madre descendía de una familia de la pequeña nobleza de Aragón. Poco se sabe de su niñez. Asistió a las Escuelas Pías de Zaragoza y comenzó su formación artística a los 14 años, momento en el que entró como aprendiz en el taller de José Luzán, pintor local competente aunque poco conocido, donde Goya pasó cuatro años. En 1763 el joven artista viajó a Madrid, donde esperaba ganar un premio en la Academia de San Fernando (fundada en 1752). Aunque no consiguió el premio deseado, hizo amistad con otro artista aragonés, Francisco Bayeu, pintor de la corte que trabajaba en el estilo académico introducido en España por el pintor alemán Anton Raphael Mengs. Bayeu (con cuya hermana, Josefa, habría de casarse Goya más adelante) tuvo una enorme influencia en la formación temprana de Goya y a él se debe que participara en un encargo importante, los frescos de la iglesia de la Virgen del Pilar en Zaragoza (1771, 1780-1782), y que se instalara más tarde en la corte.

En 1771 fue a Italia donde pasó aproximadamente un año. Su actividad durante esa época es relativamente desconocida; se sabe que pasó algunos meses en Roma y también que participó en un concurso de la Academia de Parma en el que logró una mención. A su vuelta a España, alrededor de 1773, se presentó a varios proyectos para la realización de frescos, entre ellos el de la Cartuja de Aula Dei, cerca de Zaragoza, en 1774, donde sus pinturas prefiguran las de sus mejores frescos realizados en la iglesia de San Antonio de la Florida en Madrid, en 1798, fecha en la que comenzó a hacer grabados partiendo de la obra de Velázquez que, junto con la de Rembrandt, sería fuente de inspiración durante toda su vida.

Pintor de la corte

En 1789 Goya fue nombrado pintor de cámara por Carlos IV y en 1799 ascendió a primer pintor de cámara, decisión que le convirtió en el pintor oficial de Palacio. Goya disfrutó de una posición especial en la corte, hecho que determinó que el Museo del Prado de Madrid heredara una parte muy importante de sus obras, entre las que se incluyen los retratos oficiales y los cuadros de historia. Éstos últimos se basan en su experiencia personal de la guerra y trascienden la representación patriótica y heroica para crear una salvaje denuncia de la crueldad humana. Los cartones para tapices que realizó a finales de la década de 1780 y comienzos de la de 1790 fueron muy apreciados por la visión fresca y amable que ofrecen de la vida cotidiana española. Con ellos revolucionó la industria del tapiz que, hasta ese momento, se había limitado a reproducir fielmente las escenas del pintor flamenco del siglo XVII David Teniers. Algunos de los retratos más hermosos que realizó de sus amigos, de personajes de la corte y de la nobleza datan de la década de 1780. Obras como Carlos III, cazador (1786-1788); Los duques de Osuna y sus hijos (1788) ambos en el Museo del Prado de Madrid, o el cuadro la Marquesa de Pontejos (c. 1786, Galería Nacional, Washington) demuestran que en esa época pintaba con un estilo elegante, que en cierto modo recuerda al de su contemporáneo inglés Thomas Gainsborough. Dos de sus cuadros más famosos, obras maestras del Prado, son: La maja desnuda (1800-1803) y La maja vestida (1800-1803).

Aguafuertes y pinturas posteriores

En el invierno de 1792, en una visita al sur de España, Goya contrajo una grave enfermedad que le dejó totalmente sordo y marcó un punto de inflexión en su expresión artística. Entre 1797 y 1799 dibujó y grabó al aguafuerte la primera de sus grandes series de grabados, Los caprichos, en los que, con profunda ironía, satiriza los defectos sociales y las supersticiones de la época. Series posteriores, como los Los desastres de la guerra o Fatales consecuencias de la sangrienta guerra en España con Buonaparte y otros caprichos enfáticos, (1810) y Los disparates (1820-1823), presentan comentarios aún más cáusticos sobre los males y locuras de la humanidad. Los horrores de la guerra dejaron una profunda huella en Goya, que contempló personalmente las batallas entre soldados franceses y ciudadanos españoles durante los años de la ocupación napoleónica. En 1814 realizó El 2 de mayo de 1808 en Madrid: la lucha con los mamelucos y El 3 de mayo de 1808 en Madrid: los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío y pinturas posteriores (ambos en el Museo del Prado). Estas pinturas reflejan el horror y dramatismo de las brutales masacres de grupos de españoles desarmados que luchaban en las calles de Madrid contra los soldados franceses. Ambas están pintadas, como muchas de las últimas obras de Goya, con pinceladas de grueso empaste de tonalidades oscuras y con puntos de amarillo y rojo brillante.

Sencillez y honestidad directas también se aprecian en los retratos que pintó en la cúspide de su carrera, como La familia de Carlos IV (1800, Museo del Prado), donde se muestra a la familia real sin la idealización habitual.

Últimas obras

Las célebres Pinturas negras (c. 1820, Museo del Prado) reciben su nombre por su espantoso contenido y no tanto por su colorido y son las obras más sobresalientes de sus últimos años. Originalmente estaban pintadas al fresco en los muros de la casa que Goya poseía en las afueras de Madrid y fueron trasladadas a lienzo en 1873. Destacan, entre ellas, Saturno devorando a un hijo (c. 1821-1823), Aquelarre, el gran cabrón (1821-1823). Predominan los tonos negros, marrones y grises y demuestran que su carácter era cada vez más sombrío. Posiblemente se agravó por la opresiva situación política de España por lo que tras la primera etapa absolutista del rey Fernando VII y el Trienio constitucional (1821-1823), decidió exiliarse a Francia en 1824. En Burdeos trabajó la técnica, entonces nueva, de la litografía, con la que realizó una serie de escenas taurinas, que se consideran entre las mejores litografías que se han hecho. Aunque hizo una breve visita a Madrid en 1826, murió dos años más tarde en el exilio, en Burdeos, el 16 de abril de 1828. Goya no dejó herederos artísticos inmediatos, pero su influencia fue muy fuerte en los grabados y en la pintura de mediados del siglo XIX y en el arte del siglo XX.




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Enviado por:Claw
Idioma: castellano
País: España

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